Apertura del Winter Music 2018 en la ADK

Apertura del Winter Music 2018 en la ADK

El pasado 7 de diciembre tuvo lugar la primera sesión de la serie Winter Music 2018 en la Akademie der Künste berlinesa. Esta edición, organizada por Manos Tsangaris y Enno Poppe, pone su foco en el desarrollo del repertorio exclusivo para percusión durante las últimas décadas. De la mano del Schlagquartett Köln y Johannes Fischer, el programa afrontó obras dispares -aunque finalmente congruentes entre si- de compositores de la talla de Nicolaus A. Huber, Dieter Schnebel, Rebecca Saunders y el propio Enno Poppe.

Gran parte del impacto de una sesión de concierto siempre ha residido en el espacio donde sucede. Muy lejos de considerarlo un asunto menor o una banalidad, Tsangaris y Poppe dispusieron todo el arsenal instrumental en una de las mayores salas de las que dispone el complejo de Hanseatenweg. En la parte superior, casi con forma de nave industrial, el público ocupaba el espacio central -haciendo más fácil una sensación de inmersión completa y de pertenencia al discurso-. Como instalaciones mudas, cada uno de los montículos instrumentales específicos para cada obra estaban previamente montados. Casi todos ellos eran solo iluminados cuando llegaba el turno de la obra a la que pertenecían, lo que aportó a la noche un componente escénico y misterioso que crecía minuto a minuto. A todo ello se sumaba la homogeneidad que resulta de la elección de una única familia instrumental -por otra parte la más dispar de todas- que agregó un factor atávico casi ritual y podía algunas veces despertar instintos dormidos o dibujar figuras remotas en el aire.

La primera parte fue casi en exclusiva dedicada al compositor Nicolaus. A. Huber. Tres obras de su catálogo –Barong des Meduses (2005), Erosfragmente (2012), Herbstfestival (1988)- se sucedieron sin respiro suficiente para asumirlas en toda su complejidad. Los títulos, todos inspirados por la mitología griega, reforzaron el aspecto ceremonial de la reunión e hicieron sentir como una unidad tres obras que, en realidad, pertenecen a etapas distintas de la vida creativa de Huber -y poseen, quizá por ello, una factura bastante desigual-. De entre ellas el Erosfragmente, interpretada por un soberbio y sugestivo Johannes Fischer, destacó por su carácter íntimo y compacto. Los 18 cuencos tibetanos dispuestos cuidadosamente sobre un tapete aterciopelado eran golpeados y recolocados una y otra vez de forma obsesiva -como si un dios mitológico manipulara con mimo la vida de sus pequeños ciudadanos atenienses-. El discurso, enriquecido por los clusters de un piano de juguete, integra también el componente mecánico con ayuda de otros muchos objetos cotidianos, la mayoría con una función claramente visual. La pequeña Zeitstücke (1990) del recién fallecido Dieter Schnebel sirvió como intermezzo entre las dos últimas pieas de Huber. Cada uno de los miembros del Schlagquartett Köln se situó con su set correspondiente en una esquina de la sala, donde reaccionaban unos a otros -a modo de reflejo, anticipación o trazo- a las propuestas sonoras ofrecidas. Sin lugar a dudas, la pieza adquirió otra dimensión al ser percibida como un austero y modesto  homenaje a su memoria.

La segunda parte se abrió con Dust (2017/2018) eine modulare Solokomposition de Rebecca Saunders. El percusionista Dirk Rothbrust asumió la obra con madurez y seguridad, recorriendo un circuito prefijado, activando y desactivando módulos como en una fábrica. El componente dramático de la obra, a un nivel puramente teatral, -que transformaba a Rothbrust en una especie de solitario farero o monje encargado del campanario- llevó el enfoque del concierto a otra dimensión. Como habíamos vivido en el Erosfragmente, la imagen de la ceremonia volvió a asomar en la obra de Saunders, aunqué fue más allá de aquellas connotaciones quiméricas u oníricas. Una sombra de realidad y extrema soledad -provenientes en parte del mundo de Samuel Beckett– rodeaban siempre a Rothburst. La riqueza tímbrica y la atención al detalle, así como la recreación en la resonancia, forman un universo sonoro distintivo -ya presente en obras como Void (2013-14) que parece no poder agotarse nunca.

El concierto cerró con Schrauben (2017) de Enno Poppe, para trece percusionistas. Al Schlagquartett Köln se sumaron nueve alumnos de la Schlagzeugklasse der Musikhochschule Lübeck, que bajo la dirección de Johannes Fischer soportaron los embites de una escritura intensa y conmovedora. Sobre la idea de Schrauben -atornillar- Poppe amplía y reduce el ángulo de escucha, enfocando un objeto a veces frágil y otras verdaderamente sofocante. Gran parte del efecto lo consigue, como muchas veces en Poppe, la carta de la acumulación. Lo que en un principio parece ser una broma, en los minutos finales se torna íntimo e hiriente. Una adrenalina perfectamente planificada para cerrar una noche ya sin espacio disponible para ensamblar nada más…

Les Horaces o el culto a un fracaso

Les Horaces o el culto a un fracaso

Hace unas semanas, otra ópera de Salieri fue traída de vuelta a la vida de la mano de Christophe Rousset, el coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles y Les Talens Lyriques. Les Horaces (1786), uno de los mayores fracasos de la carrera operística del compositor, tiene hoy una segunda oportunidad. Esta labor de rescate, una constante en Rousset desde hace algún tiempo, en ninguno de los casos está exenta de riesgos o de alguna dosis de expectativa no cumplida. La particularidad de éste rescate concreto va más allá de todo peligro conocido hasta ahora, o por lo menos habría que ponerse a pensar un rato para encontrar algún caso comparable en la historia del canon musical. Temerarias o no, el volver a poner sobre la mesa temas como los factores que hacen exitosa una producción, su recepción antes y ahora o la dualidad crítica-público; convierte a muchas de estas recogidas de supervivientes en generadoras de sana reflexión.

Después del éxito de Les Danaides (1784) los directores de la Ópera de París encargaron a Salieri dos dramas más, Tarare y Les Horaces. Tras finalizar otros tres encargos para la compañía de ópera buffa vienesa, Salieri decidió componer en primer lugar  Les Horaces (1786) -según él, por expreso consejo de su amado Gluck-. El libreto, de Nicolas-François Guillard, está basado en la conocida Horace (1640) del dramaturgo Pierre Corneille. La trama se enmarca en una Roma naciente, donde la familia romana de los Horacios y la familia albana (Alba Longa) de los Curiacios, unidas desde siempre por lazos parentales, ven su paz perturbada por una guerra entre aquellas ciudades. Para decidir la suerte de ambas y acabar con el conflicto, son escogidos tres campeones por cada bando -entre los que casualmente están nuestros protagonistas- que deberán luchar en un combate a muerte. Este cruel destino permite mostrar, por un lado la ciega exaltación patriótica del Horacio, que acepta su cometido por amor a Roma, y por otra la visión melancólica y afligida del Curiacio, que no puede asumir ese deber funesto.

Después de su costosa victoria en el combate, el Horacio protagonista regresa a Roma y es colmado de elogios y alabanzas por todos. Sin embargo su hermana Camila, ex-prometida del ya muerto Curiacio protagonista, le reprocha iracunda el asesinato de su amado. La obra termina -agárrense a los asientos- con la muerte de Camila a manos de su propio hermano, que la acusa de falta de patriotismo. Por si no pudiera ponerse peor la cosa, el Horacio es llevado a un juicio del que sale absuelto tras una defensa del honor frente al amor. La actualidad de esta obra y su “moraleja” en la Europa actual no es pequeña, aunque más alarmante aún es pensar que nunca ha pasado de moda. La multitud de óperas con esta temática en la Francia prerrevolucionaría y su influencia en los sucesos de 1789 es también una materia casi inagotable y aún hoy en estudio. Aunque en este caso en concreto el ser humano mostrara su potencial -o total ausencia del mismo- frente a muchos de estos estímulos.

Trás las varias sesiones, el fracaso de la ópera a todos los niveles no tuvo discusión. A pesar de las fuentes contradictorias a propósito de la fecha exacta de su estreno, las pocas representaciones no contaron con aplausos. “Una ópera demasiado oscura para París” diría Beaumarchais, cuya crítica parece ser la más tibia. Tanto el libretista como el compositor sufrieron crueles comparaciones con sus trabajos anteriores -en este sentido, el gran éxito cosechado dos años antes por Les Danaides supuso también un catalizador-. Quizás lo más ilustrador del público francés de esos años sea la anécdota sobre el término Curiacios, en francés Curiaces. Tras enterarse del demoledor fracaso, el propio José II escribió a su embajador en París en estos términos:

Estoy enojado por lo que me escribiste sobre el fracaso de la ópera de Salieri. A veces puede ser demasiado cohibido buscando la expresividad musical. Pero lo que nunca hubiera pensado es que el nombre de los héroes de la obra pudiera afectar a la recepción de su composición, y que las personas se burlaran de la primera sílaba de un nombre propio que no era ni su elección ni la del poeta, sino un nombre tan bien conocido en la historia.

La similitud del comienzo de la palabra Curiaces con el término francés cul (culo) fue la sentencia de muerte definitiva. Sin embargo reducir el fracaso de la obra solo a esta anécdota no deja de ser injusto y un tanto condescendiente con nuestros antepasados. Muchas veces el humor es un escape cuando lo que vemos no nos gusta, y eso parece no tener época. Ciertamente gran parte de las críticas coetáneas son asumibles en la actualidad si escuchamos esta grabación de Rousset. A favor también resaltan muchos aspectos que casi se han obviado en muchos análisis, como el vertiginoso ritmo de la obra. Desde el primer minuto, con la poderosa obertura, hasta el final del primer acto no hay respiro. Cada acto e intermedio se siente como una densa unidad, gracias en parte a otra de las grandes virtudes de esta ópera: las innovaciones formales. Arias que terminan en tonalidades distintas, coros que irrumpen en medio de los recitativos y pasajes de transición envolventes, hacen de la narración un todo que se mueve, que avanza -si bien, esta flexibilidad entre los números es llevada a un extremo casi prewagneriano en Tarare (1787), la tercera del tríptico francés-. Momentos como el final de primer acto o el dúo Par l’amour -primo hermano del aria Soave luce di paradiso del Axur re d’Ormus (1788)- brillan con fuerza en medio de un torrente que embiste siempre hacia delante.

A la hora de indicar las carencias de la obra, no puedo por menos que citar la frase del venerado maestro de Salieri, Gluck: “nuestra ópera -la francesa- apesta a música”. La ideología defendida por el mismo Gluck, pero también por muchas otras figuras relevantes en el panorama artístico del Paris de finales de siglo, sobre la verdadera función de la música en el drama como “embellecedora de palabras”, lastra este trabajo más que a sus otros dos hermanos. Cada inflexión cromática, cada adorno, todo está reducido al mínimo en una especie de retención creativa que evita en todo momento estorbar a la historia y a sus personajes. Cualquiera que haya oído La grotta di Troffonio (1785), compuesta para el público vienés solo un año antes, lo entenderá. Esta fascinante capacidad camaleónica de Salieri para adaptar su estilo al gusto de cada plaza, si bien denota maestría, también se salda con obras tan faltas de carisma y tediosas como esta. A esta falta de sustancia melódica se le suman muchas fórmulas hechas, al más puro gusto francés, que se sienten casi como marcos a un cuadro poco estimulante. A veces demasiado enrevesadas, otras veces incluso incómodas. La mencionada falta de números cerrados en muchos casos aumenta esta sensación de corriente hacia ninguna parte, sobretodo cuando ninguna de las arias que contiene ese arroyo es en verdad atractiva a nivel vocal u orquestal. El desenlace es un sentimiento compacto de unidad y de imparable impulso, que luego no se concreta en nada que merezca la pena.

La dirección impecable de Rousset poco puede hacer. Si bien su versión de Les Danaides no acabó de mejorar las precedentes y a veces parece abusar de tempos acelerados, el director demuestra tratar con mimo extremo esta ópera. Entre los cantantes, todos realmente a la altura, resalta la Camille de Judith Van Wanroij, cuyo fraseo es pura sensibilidad. El coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles demuestra también pura precisión en cada intervención y sorprende sobretodo la firmeza y seguridad de la sección de tenores en los momentos sobreagudo. Hablar, por último, de la orquesta Les Talens Lyriques es hablar de fuego controlado. Cada uno de sus atriles demuestra una vez más su dominio con este tipo de repertorio, destacando más esta vez quizás el papel del viento metal -lo cual no deja de sorprender en una grabación en vivo-. Puede ser que Les Horaces (1786) no se mereciera una versión con este nivel de compromiso. Aunque algo es seguro, vuelve a la vida de la oscuridad y el olvido en el que quedó sepultada hace más de dos siglos. Tener la oportunidad de que no me lo cuenten, de valorar con mis propios oídos y prejuicios actuales; y sobretodo de revivir un morboso fracaso operístico -quizás el culmen en la lista de fracasos del propio Salieri-, era un privilegio al alcance de nadie, hasta ahora.

MaerzMusik (II): Zeitgeist de la mano de Ferneyhough, Fure y Xenakis

MaerzMusik (II): Zeitgeist de la mano de Ferneyhough, Fure y Xenakis

Fotografía con copyright de Kai Bienert

Con el título Zeitgeist tuvo lugar el pasado 17 de marzo la segunda cita del Maerzmusik berlinés con obras de Ferneyhough (*1943), Xenakis (1922-2001) y la jovencísima Ashley Fure (*1982).

Tres generaciones de compositores -cuya estética no tiene aparente relación- aportan su visión sobre el horizonte actual, plagado de precupaciones en cuanto al uso del tiempo, la eficiencia o el exceso de estímulos externos. El grupo vocal PHØNIX16, junto a Miguel Pérez Iñesta y Séverine Ballon entre otros, ofrecieron un programa cuyo núcleo común impulsaba a la reflexión. Como siempre ocurre en el Maerzmusik, música y pregunta se vuelven sinónimos.

Los Time and Motion Study I (1971-1977), II (1973-1976) y III (1974) de Brian Ferneyhough ocuparon la primera parte del programa. En medio del patio de butacas el clarinetista vallisoletano Miguel Perez Iñesta resolvió con rigor y entrega el primero de los estudios. A pesar de lo un tanto tedioso de la obra, Iñesta -que giraba como las agujas de un reloj para poder leer los atriles en círculo- intérpretó con color e intensidad hasta los últimos susurros en multifónicos. Sin duda una apertura dulce a la velada, que reservaba a continuación a una Severine Ballon con la segunda pieza de la serie. Ni siquiera el Ferneyhough de los años setenta parece resistírsele a esta cellista extraterrestre. Ballon sostuvo la tensión de la pieza durante los más de veinte minutos, alternando momentos de energía salvaje -siempre contenida y precisa- con algunos más contemplativos, a los que siempre lograba sacar un lirísmo inusitado en ese tipo de obras. La electrónica, siempre envolvente y orgánica, tiene en la obra un tratamiento exquisito -incluso teniendo en cuenta los más de cuarenta años que distan desde su versión final-. A los momentos canónicos y obsesivos de esos otros dos cellistas marcianos, se suma al final la propia voz del intérprete de gestos y texturas robóticas. La pequeña broma, en la que en un suspiro final Ballon se desactivó y dejó el cuerpo en modo off junto a un chispazo de la elecrónica, confirmó las sospechas. Después de todo pudo parecer un virtuosismo artificial y que la referencia quedara integrada, pero no nos engañemos: la robótica actual – y quién sabe si la futura- sigue lejos de ser capaz de superar a Ballon.

Con el Time and Motion Study III se confirmaron unas espectativas soprendentes. La música de Ferneyhough, a menudo tachada de fría, cerebral o excesiva, resultó ser la más inspirada de la noche. No solo a nivel dramátco o de contraste, sus obras respiraban y lograban tirar del oyente. Muchos hoy siguen subestimando lo que una buena organización gestual o formal es capaz de conseguir, lo que lo pensado o no facilón -lo alejado de un Chillout Shisha Bar con luz azul- es capaz de inspirar. Los dieciséis miembros del PHØNIX16, dispersados a lo largo de toda la sala y empuñando cada uno algún instrumento de percusión, combinaron rigor con diversión. Cada golpe o entrada vocal era preciso en intenso, logrando crear la burbuja buscada. Sin embargo -y también gracias a lo rico de la pieza- esa esfera envolvente no solo estaba llena de exactitud, sino también de entusiasmo y energía lúdica. Todos lo pasaban bien, algo a lo que es raro asistir últimamente en los círculos de contemporánea. Ferneyhough, así como todos los intérpretes de esta primera parte, se coronó. Que equivocados estaban -o están- muchos con Brian.

La segunda parte fue dedicada a Xenakis, con cinco obras de su catálogo. Lo que parecía un empacho en un principio, se confirmó más tarde -aunque, en defensa del compositor, cabe argumentar que el hecho de que las cinco obras se ejecutaran solapadas entre sí y sin espacio para un segundo de respiro pudo influir en gran medida-. Unos brillantes Iñesta y Ballon abrieron el monográfico de esta parte con un perfecto Charisma (1971) solo empañado por la obra electrónica Diamorphoses (1957), que se solapó literalmente con el final de la anterior. Pour la Paix (1981) fue por todo menos por la paz, por lo menos mental. Sin espacio para aplauso alguno, un PHØNIX16 igual de enérgico que en la primera parte ejecutó lo mejor que pudo la pieza, que resultó tediosa, desigual y transpiraba brochagordismo. Ni el vídeo, la electrónica, la narración o el arrojado coro pudieron salvarla. Por si fuera poco, después de ese homenaje bienintencionado aunque extenuante, Orient-Occident (1960) comenzó a los tres segundos de reloj. Las dos piezas puramente electrónicas de esta segunda parte funcionaron bien como intermezzos y fueron lo que más convenció del compositor griego. Aunque dudo que el mismo Xenakis hubiera deseado un monográfico tan apresurado e indigesto. La archiconocida Nuits (1967), interpretada por unos ya algo exhaustos PHØNIX16, no consiguió levantar el ánimo. Toda la exploración y el contraste, así como el profundo homenaje que esta obra contiene, fueron ensombrecidos por los suspiros y los meneos en el asiento del público. Una verdadera lástima.

Fue Ashley Fure la encargada de salvar al público del naufragio, y lo consiguió en cierta manera. Su Shiver Lung 2 (2017) para percusión y electrónica trajo de nuevo la curiosidad a la sala. Con dos pequeños ventiladores Fure construyó un discurso atractivo e himnótico. Con diferentes colgantes, papeles y cortina de percusión, que el percusionista interponía entre las aspas y contra el roce del aire, la pieza avanza presentando texturas variadas que logran imponer un cierto carácter narrativo -con el leve sonido de los ventiladores a modo de ostinato-. Como con otras piezas actuales, es quizá el apartado visual el más prosaico y previsible. Hecho que a veces corre el riesgo de abatir lo musical. El Shiver Lung (2016) para siete voces, percusión y electrónica en vivo cerró el concierto. Con el sutil batimento de aire también de fondo, la obra muestra más un trazo que un cuadro -sin poder llegar a ser este trazo único un cuadro realmente significativo-. A los cantantes suspirando con altavoces de mano y al discreto papel del percusionista, envuelve -hasta el agobio- la electrónica. Toda la tensión y la cuidadísima puesta en juego de recursos que poco a poco se van sumando, logran llegar a ese punto de corporeidad y focalización un tanto escalofriante. Quizás fue este logro lo que endulzó el final de la noche con unos aplausos generosos -que sonaban a campana de recreo-. Al salir de allí no hubo lugar para la duda, fue la noche de Ferneyhough, Fure y Xenakis, por ese orden.

‘Stasis Kollektiv’ o éxtasis colectivo en la AdK

‘Stasis Kollektiv’ o éxtasis colectivo en la AdK

El pasado 17 de febrero se celebró en la sede de la Akademie der Künste (adK) berlinesa uno de los encuentros organizados por el festival AFEKT. Desde sus inicios allá por el 2001, estos encuentros han promovido la música contemporánea estona, expandiendo sus fronteras más allá de los límites nacionales. Aparte de renombrados compositores estonios, como Jüri Reinvere o Helena Tulve,  en esta ocasión contaron también con la participación de la compositora de origen londinense Rebecca Saunders. Este carácter, tanto reivindicativo como aperturista, ha cristalizado siempre en programas estimulantes -que permiten introducirse en música poco transitada y ponerla en valor junto a compositores más consolidados en el panorama internacional-. Como próximas colaboraciones anuncian las de la propia Saunders y Lachenmann para este próximo otoño y las de Märt-Matis Lill o Toshio Hosokawa para 2019.

El Requiem (2009) para flauta, cuatro voces masculinas, cinta y vídeo de Jüri Reinvere abrió el concierto. La obra de este compositor, escritor y ensayista estonio, discurre en un diálogo constante entre las reflexiones del narrador, las imágenes de deportados estonios de la primera mitad del siglo XX y la línea virtuosa de la flauta solista- enriquecida esporádicamente con vaporosas intervenciones de las cuatro voces. Este conjunto cargado de tristeza, lleno de reflexiones sobre el tiempo, la espiritualidad, la impermanencia o la fragilidad de las esperanzas humanas, consigue su propósito en parte. El texto -del propio compositor- y la nostalgia de las imágenes no logran formar un todo con los intérpretes en vivo, que parecen siempre estar en un extraño plano paralelo, que no seduce ni a modo de contraste. La interpretación de la flautista Monika Mattiesen destacó, a pesar de las dificultades, por su intensidad y expresión -al igual que la de los cuatro miembros de los Neue Vocalsolisten, que demostraron mucho mimo y precisión incluso con un papel tan exiguo.-

La propia compositora Helena Tulve, se hizo cargo de sus Klangobjekte en la siguiente obra del programa. Con el silences/larmes (2006), para mezzosoprano, flauta, copas musicales y la mágica campana de viento nacarada –Perlmutt-Windglocke– se abrió el breve repaso por la obra de esta autora. Su interés por el canto gregoriano y mucha música de transmisión oral, así como su familiaridad con lo orgánico, los patrones e impulsos de origen natural y las transformaciones energéticas; no queda solo en los programas de mano. Desde el comienzo de su silences -con texto sobre fragmentos del poemario Hai Kai de la madre Immaculata Astre- Tulve despliega con naturalidad dos melodías hermanas en mezzosoprano y flauta, con el foco constructivo basado en la pura horizontalidad -reforzada por el reflejo lineal de las copas-. Este diálogo trenzado es interrumpido en dos ocasiones por la campana de viento, generando en la primera ocasión un momento de contraste; sin embargo no obvio, sino pudoroso y lleno de lirismo. A pesar de la sinergia en escena, gran parte del efecto logrado fue posible gracias a la destacada interpretación de la mezzo, también miembro de los Neue Vocalsolisten, Truike van der Poel.

La primera parte se cerró con otra obra de Tulve: There are tears at the art of things (2017/18). Estreno absoluto -para flauta, clarinete bajo, arpa y percusión- en la partitura se percibe una evolución estilistica con respecto a la obra anterior. La base inspiradora de la pieza se encuentra en una cita de La Eneida de Virgilio: “sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt” (Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma). Tratada como una revelación humana primordial- y muy unida también al mono no aware japonés- de esta cita, y también de un epitafio de In a Dark Time de Thodore Roethke a modo de cierre, hace surgir Tulve el paisaje sonoro de su obra. Los embistes obsesivos del comienzo van dando paso poco a poco a momentos contemplativos, donde el color es trabajado en detalle. Al contrario que en su silences – y a pesar de lo concreto de las citas en las que se inspira- no se siente en la obra tanta homogeneidad, habiendo algunos momentos menos integrados que parecen sabotear lo conseguido. La interpretación por los miembros del Ensemble Adapter sacó partido a los momentos de más violencia y densidad, sobretodo por parte de la flautista Kristjana Helgadóttir.

Después del pequeño coloquio, el Stasis Kollektiv (2011/2016) de Rebecca Saunders ocupó la segunda mitad del programa. Esta nueva versión de la obra original está dedicada al Ensemblekollektiv Berlin, una agrupación formada por la suma de veintitrés miembros de los ensembles más famosos de la capital alemana- Ensemble Adapter, ensemble mosaik, Sonar Quartett y Ensemble Apparat-. Como muchos de los trabajos de la compositora, la inspiración parte de un breve y esquelético texto de Beckett, Still (1974), donde se describe a un protagonista desconocido observando un atarceder y aguardando algún sonido, con la cabeza entre sus manos temblorosas. Esa ambivalencia entre luz y oscuridad, silencio y sonido, movimiento y quietud; es una constante en toda la obra de Saunders, que encuentra en las infinitas interpretaciones e intensidad -pero a la vez sobriedad y fugacidad- de los últimos textos de Beckett un paralelo ideológico a muchos niveles. Como un collage articulado sobre el espacio, los músicos se reparten formando pequeños grupos de cámara y se posicionan en diferentes lugares, dependiendo de en que edificio se interprete la obra. En esta ocasión, a lo largo de los cuatro niveles de la sede de la AdK, público y músicos se mezclaban en aparente desorden. Desde el bombo de la entrada hasta el violín de la cuarta planta, el espectador se sentía rodeado y con la sensación de poseer un verdadero protagonismo, incluso tras el apagado de las luces. Los susurros de la flauta baja y la cuerda grave rompieron el “vacio” y anunciaron el trazo que supone la pieza.

Sobre una paleta de sonidos muy reducida, Saunders amplía y reduce a su antojo los enfoques del objeto en la obra; donde se suceden momentos de pura poesía junto a otros minutos de agresividad que nunca estalla del todo aunque lo parezca. Por si fuera poco -y a modo de coreografías teatrales- muchos de esos pequeños grupos de cámara se trasladaban silenciosamente por los niveles, haciendo de ese collage algo vivo y difuminando así en parte su connotación firme y plástica. El Ensemblekollektiv Berlin se sintió en todo momento como una gran unidad, a pesar de lo difícil que pudiera parecer. El trabajo de diálogo entre los diferentes pisos y grupos -así como la precisión y el balance en las dinámicas- fueron piezas fundamentales para que esa imponente arquitectura sonora no se viniese abajo. Cuando los cincuenta minutos de obra terminaron, la familia, que ya formabamos todos los presentes, aplaudimos, nos levantamos y nos fuimos. Así, sin más. A veces asomarse a un vacío puede llenar de cosas otro vacío. O, dicho de otro modo, si se trataba de mover algo, prácticamente nada parecía estar en su sitio al terminar la obra. Tal vez, solo Beckett podría ponerlo en palabras: “Una noche mientras estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse e irse. Una noche o un día. Porque cuando su propia luz desapareció no quedó a oscuras”.

 

Pelléas et Mélisande, de Debussy: polémica puesta en escena en la Komische Oper

Pelléas et Mélisande, de Debussy: polémica puesta en escena en la Komische Oper

El pasado 27 de octubre tuvo lugar en la Komische Oper berlinesa una de las representaciones del Pelléas et Mélisande de Debussy, sin duda una de las grandes apuestas de esta temporada. A pesar de lo que pudiera parecer, llevar a cabo la puesta en escena de esta ópera es siempre un reto comprometido del que es difícil salir sin la sombra de la duda o del reproche. La obra de Debussy, ya blanco de innumerables críticas el día de su estreno -mejor no digamos quién y como, no sea que se nos caigan un par del pedestal- revolucionó la concepción de narración en el género, haciendo de cada escena pequeños versos que nos revelan anécdotas de una trama que ocuparía un acto entero de cualquier ópera coetánea. Esa discontinuidad, ese asomarse a fragmentos de actos enteros nunca compuestos, se suma a un texto de Maurice Maeterlinck donde el drama solo se sugiere y ningún símbolo se vuelve irrebatible. Con estas premisas, parece difícil pensar que el hecho de añadir cualquier cosa de cosecha propia -por muy original que sea- va a reforzar necesariamente la sinergia del conjunto. En una obra como el Pelléas, ir con pies de plomo no es suficiente.

La orquesta de la Komische, dirigida por Jordan de Souza, fue probablemente lo mejor de la noche. El director canadiense supo dar continuidad y frescura a cada escena, destacando la plasticidad de la cuerda y una homogeneidad que nunca se rompía. Es sobretodo a partir del cuarto acto cuando se perciben más intensamente los colores, que hasta entonces de Souza no quiso subrayar demasiado. En cuanto a lo vocal, la calidad de los fraseos y atención al detalle fueron la tónica de todo el elenco. Mención especial merece el Arkel de Jens Larsen, que confirmó la importancia de contar con un rey de Allemonde carismático; y también el Golaud de Günter Papendell, que poco a poco fue imponiendo su rol hasta cargar con todo el peso del drama en las escenas finales.

La dirección de escena por parte de Barrie Kosky sacó gran partido al escenario de plataformas en movimiento, creando muchas momentos de potencia visual indiscutible -en parte también gracias al discreto diseño e iluminación de Klaus Grünberg– y estructurando cambios de escena muy elegantes sin esfuerzo alguno; de estos que casi ni se notan pero sí se notan. Aunque sin lugar a dudas, y a pesar de esas virtudes, lo decepcionante se vinculó al aspecto más puramente teatral -responsabilidad que comparten, dudo que por igual, el propio Kosky y la dramaturga Johanna Wall-. Me sorprende como el texto y la música pudieron ser tratados con tanto automatismo, como si se tratara de crear una dirección de escena para Norma o La Traviata. Todo lo que el texto de Maeterlinck sugiere, Kosky lo concreta. Todas las emociones que Debussy insinúa y refleja como en un juego de espejos, Kosky las explicita y subraya; y si es con caída al suelo de Melisande  (Nadja Mchantaf) ensangrentada mejor aún. La consecuencia de esa exaltación desde el minuto uno de la ópera es una pérdida general de empatía y la disminución considerable del efecto dramático en las últimas escenas.

Lo triste de un proyecto de esta envergadura, es ver como un buen reparto estorba constantemente. Cada gesto exaltado parece acabar con la magia y remar una y otra vez contra corriente. Pero lo más sorprendente es advertir la ironía que comporta. Hace ya años que las puestas en escena más “modernas” rompen todo tipo de estándares y fascinan y horrorizan por igual a todo tipo de público -sobra decir que siempre respetable-. Lo increíble de esta unión Debussy-Kosky es el carácter abiertamente reaccionario que muestra éste último en la dirección de escena; que se acerca a provocar el mismo impacto que los Don Giovanni ochenteros llenos de traficantes de heroína, solo que a la inversa. Lo más trivial y evidente hizo acto de presencia, echando a perder la oportunidad de hacer algo mucho más estimulante. Pero no es solo lo puramente interpretativo: la concepción de los roles y su psicología parece fallar irremediablemente. Un Pélleas aniñado y paranoico desde su entrada -que recuerda a un típico ayudante secundario de villano de Marvel- donde casi todo es ambiguo, no consigue tener la más mínima química con Melisande. Se confirma posteriormente de forma traumática, cuando en la escena del beso -como no, sustituida por sexo salvaje- da la sensación de estar asistiendo a un incesto bastante incómodo; que interrumpe Golaud para alivio del público.

Si hay algo que no se puede perdonar facilmente es la sensación de que “te” han mancillado un “clásico”. Mucho peor es la sensación de hacerte creer que ese “clásico” realmente no merece serlo. Eso sí que es imperdonable. Pero no hay que ponerse dramático, que de eso ya hubo bastante. Quizá solo fue que tomaron demasiado al pie de la letra esa famosa frase de Debussy durante los últimos ensayos de la ópera: “Por favor, olvidad que sois cantantes”. En todo caso, no sería un mal comienzo.