Los que se han ido: pintura contemporánea en el Museo Frissiras de Atenas

Los que se han ido: pintura contemporánea en el Museo Frissiras de Atenas

«The Departed» es la nueva exposición que acoge el Museo Frissiras en el corazón de uno de los barrios más entrañables de Atenas, el Plaka. Se trata de tener presentes a pintores que ya se han ido, tanto por la resistencia a su olvido como por recordar su actualidad a los que aún seguimos aquí. Es una selección de obras de entre las más de 3500 que posee el fundador del museo Vlassis Frissiras, que comenzó su andadura como coleccionista en 1978.

Quizá las obras que más sencillamente conectan con el público son las de Skoulakis Demosthenis (1939-2014), que estaban divididas en dos grandes bloques: aquellas que homenajeaban o estaban claramente inspiradas en autores ya convertidos en clásicos de las vanguardias y los retratos. Por sus pinceles paseaban sin problema Hopper, Mondrian o Pollock. Su buen hacer hiperrealista y su excelente técnica a veces quedaban deslucida porque en tales homenajes no conseguían mostrar algo diferente a lo que ya habían conseguido los maestros en los que se inspiraba. Se trata de la fina línea entre la inspiración y la falta de creatividad. Una de sus mejores piezas formaba parte del segundo grupo de obras: The transparency of age (1988), donde cara arruga era un mundo entero.

img_20160904_120959

Detalle de Skoulakis Demosthenis, «The transparency of age» (1988)

img_20160904_120933

Skoulakis Demosthenis, «The transparency of age» (1988)

Algo monótonas y finalmente banales resultan las obras de personajes deformes del francés Rustin Jean (1328-2013).Sus mujeres y hombres, sólo distinguibles por sus sexos, parece que ponen cara a los desamparados, con esos ojos lánguidos y llenos de tristeza, con la expresión del que se sabe retratado por su anormalidad. Lo a veces en exceso explícito de sus cuadros hacía que perdiesen fuerza. Los cuadros como Femme en blouse bleu (1997) superaba a todos sus hermanos, donde el mismo rostro se mostraba una y otra vez esperando a ser juzgado por el observador, por la sencillez de lo doloroso.

img_20160904_120651

Rustin Jean, «Femme en blouse bleu» (1997)

Absolutamente desconcertantes son las piezas del también francés Perrot Philippe (1960-2015) que, como Aubergine navet carrote (1999), se quedaban en un incierto arte pop de dudosa calidad. Es una lástima, pues las obras mostradas eran, quizá, de las peores del artista, que brilla más cuando más deja que su pincelada libre, casi sin querer, se desprenda de lo figurativo, como en «J’avale» (1994). Lo mismo sucedió con las obras de Dado (1933-2010), que no eran precisamente las mejores de su colección y mostraban la faceta más espeluznante de su creación. Aunque sus obras están llenas de monstruos, las piezas elegidas para esta exposición eran una especie de caricatura de sí mismas.

perrot

Perrot Philippe, «J’avale» (1994)

De las obras más interesantes fueron las piezas de Vyzantios Konstantinos (1924-2007), cuyas figuras angulosas y su personal utilización de un renovado tenebrismo hacían que el espectador quisiera que el mundo que el crea existiera para perderse en su oscuridad. Con una paleta similar a la de Tamara de Lempicka, él también juega con la representación de mujeres, aunque con un trabajo en una línea diferente, al menos distanciado del talante aún marcado por el art decó de las figuras de Lempicka. Sus mujeres, en lugar de esperar a ser miradas, hacen que el espectador se sienta inmiscuyéndose in media res en un mundo al que ya no pertenece.  Destacan en una especie de tríptico Figure (green) (1991), Personalle III (1987) y Otherwise (1996).

img_20160904_121605

Vyzantios Konstantios, Figure (green) (1991), Personalle III (1987) y Otherwise (1996)

El italiano Cremonini Leonardo (1925-2010) capta con su paleta de colores los que parece que sólo puede dar el sol del Mediterráneo. Sus figuras, casi siempre acuáticas o en la orilla hacen que, tras mirarlas con detenimiento, no logremos distinguir dónde está el agua y dónde el horizonte, dónde se juntan los dos mundos, si es que verdaderamente están tan separados. El color cálido de Leonardo constrasta con el ocre y negro de las pinturas de Kessanlis Nikos (1930-2004) o de Mastichiadis Fotis (1936-2014). Mientras que el primero muestra en su pintura sobre fotografía el anonimato, el mundo gris de las grandes ciudades donde todos se vuelven un nadie y, al mismo tiempo, el carácter de espectro para los otrosFotis muestra en su Old age I II (1986) el rostro de la pena de los viejos, que son otra forma de nadie en las sociedades contemporáneas centradas en el culto a la juventud. En eso contrasta con las retratos arrugados hiperrealistas de Demosthenis, donde siempre quien aparece es ya un alguien. Las arrugas planas de Fotis y los rostros impersonales de sus personajes hablan de forma subterránea de la mista historia de la soledad del anonimato que contaba Nikos.

Cromenini Leonardo, "Beach" (sin datar)

Cremonini Leonardo, «Beach» (sin datar)

img_20160904_122323

Detalle de Kessanlis Nikos, «Sin título»

Las obras expuestas son de los siguientes artistas: Cremonini Leonardo, Dado, Golub Leon, Hay Susan, Hortala Philippe, Kitaj R.B., Perrot Philippe, Rustin Jean, Van Boekel Henk, Vermeersch Jose, Apartis Athanassios, Vyzantios Konstantinos, Golfinos Giorgos, Diamantopoulos Diamantis, Ioannou Stavros, Kapralos Christos, Katraki Vaso, Kessanlis Nikos, Lappas Giorgos, Lachas Kostas, Mastichiadis Fotis, Moralis Ioannis, Paniaras Kostas, Romanou Chryssa, Skoulakis Demosthenis, Fidakis Panos, Chalepas Yannoulis, Hadjikyriakos-Ghikas Nikos, Chouliaras Nikos, Christoforou John. Podrá visitarse hasta final de año en Atenas. Es, al menos, una ocasión excelente para conocer algunos pintores contemporáneos poco presentes en galerías europeas, especialmente en el caso de los griegos.

Sobre pintar y fotografiar

Sobre pintar y fotografiar

La fotografía destacada es Picture for Women (1979), un remake de la obra de Manet, Un bar aux Folies Bergère (1882), que es al mismo tiempo un autorretrato del propio Jeff Wall.

«Fotografío lo que no deseo pintar y pinto lo que no puedo fotografiar»
Man Ray.

La rivalidad entre pintura y fotografía nos viene acompañando desde hace ya más de dos siglos. Concretamente, desde la propia aparición de la fotografía en el siglo XIX gracias a la invención del daguerrotipo: Louis Daguerre desarrolló y perfeccionó el aparato en base a las primeras experiencias de Niépce. Desde entonces y hasta mediados del siglo pasado, fotografía y pintura han vivido en un eterno conflicto, más centradas en la diferenciación como disciplinas que en remarcar los puntos en común como artes visuales. Qué aspectos han marcado el desarrollo de la imagen y, en especial, de la fotografía; qué supuso este avance técnico para el desarrollo de la creatividad artística; y cómo la historia del arte se hizo eco de todo ello, son algunas de las ideas diseminadas en este artículo. «No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía será el analfabeto del futuro», afirmó Walter Benjamin. Sumidos en un mundo conquistado por la imagen y las pantallas, la falta de cultura visual constituye el reto de nuestro presente más inmediato.

La reflexión que están a punto de leer nace a partir de la lectura del artículo de Donald B. Kuspit titulado Fuego antiaéreo de los ‘radicales’: el proceso norteamericano contra la pintura alemana actual, recogido en Los manifiestos del arte posmoderno de Anna Maria Guasch (Akal, 2000). En un fragmento no demasiado extenso, Donald Kuspit alude a la concepción peyorativa que Charles Baudelaire tenía sobre la fotografía, de la que llegó a afirmar que era el medio por el cual «el arte reduce su dignidad postrándose ante la realidad exterior». Por aquel entonces, la pintura era considerada como el arte dominante, portadora del criticismo, mientras que la fotografía –al igual que le ocurrió a otros objetos puramente tecnológicos– se consideraba como algo que iba en detrimento del genio artístico. En la actualidad, el debate se ha invertido pues hoy en día la fotografía se considera potencialmente más crítica que la propia pintura. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca esta inversión en los términos?

La primera parada es, sin duda, la conocida obra de Walter Benjamin, Pequeña historia de la fotografía (1931), centrada su época de esplendor, su primer decenio de vida. Los años que vendrían después marcarían los procesos imparables de industrialización y comercialización de la fotografía. Y aunque Benjamin incluyó el arte de fotografiar en su posterior crítica sobre la reproductibilidad técnica y la pérdida del aura, es cierto que siempre lo defendió por encima de la pintura. «¿Cuál es la idea de hablar de progreso a un mundo que se sume en la rigidez de la muerte? Toda época ha rechazado su propia modernidad; toda época, desde la primera en adelante, ha preferido la época anterior», son las últimas palabras de su ensayo, cuya lectura nos hace estacionar en la segunda parada: La cámara lúcida (1980), de Roland Barthes, que es al mismo tiempo un trabajo sobre la fotografía y la reflexión acerca de la propia muerte. A partir de una fotografía familiar –su madre retratada con apenas 5 años frente a un invernadero−, que el lector desconoce, Barthes reflexiona sobre el valor de la imagen, la memoria y nuestra capacidad de recordar. Cada alusión al pasado emana la nostalgia por el amor materno.

La tercera, los escritos de Susan Sontag, quien entiende la fotografía como un «rito familiar», sobre todo en Europa y América, donde la concepción en torno a la fotografía es tan múltiple que se presta a diversos entendimientos. La escritora estadounidense considera a la fotografía como la responsable de convertir la experiencia en una imagen y, por tanto, en un recuerdo. «Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa», afirma en Sobre la fotografía (2009), una recopilación de artículos publicados en The New York Review of Books, y que nos ofrecen una visión general y no estereotipada de la fotografía. En ella, y a lo largo de toda su obra, Sontag reflexiona acerca del valor de cada uno de los negativos que extraemos de la cámara, entendidos como los testigos de la despiadada disolución del tiempo. Aquello que distingue a la pintura de caballete de la fotografía no es ni la técnica, ni el tema ni tampoco la relación de la obra con el propio artista o el potencial espectador, sino el objeto o modelo al que se refiere y al que la fotografía le rinde una especie de homenaje. Lo fotografiado forma parte y es una extensión del tema, a la vez que un «medio poderoso» sobre el que ejercer nuestro propio dominio.

Lo que está claro es que la pintura ha ido deslizándose de las paredes de los museos, de forma sigilosa o quizás no tanto, y si ahora se exponen fotografías de gran calidad en galerías y museos es gracias al trabajo de fotógrafos como Jeff Wall, Patrick Tosani, Sebastiao Salgado, Hiroshi Sugimoto y Suzanne Lafont. La vorágine de imágenes que colma cada uno de nuestros actos cotidianos se incrementa conforme avanza la tecnología. ¿Estamos convirtiéndonos en una sociedad de fotógrafos? Más allá de los apuntes aquí expuestos sobre la fotografía, la realidad es que estamos faltos de una alfabetización de la imagen, e urge que nos aprovisionemos de las herramientas necesarias para leer y decodificar las imágenes que nos rodean, ya sean fotografías o pinturas.

REFERENCIAS:

Barthes, Roland. La cámara lúcida. Barcelona: Paidós Comunicación, 1994. 3ªedición.

Benjamin, Walter. Pequeña historia de la fotografía. 1931.

Guasch, Anna Maria. Los manifiestos del arte posmoderno. textos de exposiciones, 1980-1995. Barcelona: Akal, 2000.

Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Barcelona: Random House Mondadori, 2009.

¿Es posible una política de la hipercultura?

¿Es posible una política de la hipercultura?

Imagen: DreamHack LAN Party, Tofelginkgo, 2004 (CC-BY-SA 1.0)

Debemos el actual orden de poder mundial a una determinada conjunción entre cultura y espacio. La atribución de un determinado contenido cultural (tradiciones, producciones artísticas, figuras históricas, costumbres, sabiduría, idiomas, valores, etc.) a un lugar claramente delimitado (país, ciudad, región, continente, norte/sur, oriente/occidente, centro/periferia, etc.) es un gesto que se quiere inocente, pero que esconde la inauguración de una metafísica de lo local, de lo propio y lo extraño, de lo culto y de lo vulgar, de lo normal y lo exótico. Es a través de esta atribución geoespacial, de esta territorialización de la cultura, como se fundamenta la autoridad política. Durante el siglo XIX, este gesto que coloca la cultura de aquí, la cultura ubicada, como referencia política paradigmática, tuvo su más exitosa versión en el proceso histórico conocido como nacionalismo. Las consecuencias del enorme éxito que tuvo dicho proceso aún son patentes hoy, en un sistema político internacional en el que el principio de soberanía nacional sigue sin ser cuestionado (como demuestran los recientes acontecimientos de la crisis europea). No obstante, la atribución geoespacial de la cultura no empezó con el nacionalismo, pues ya desde hace siglos hablamos de la Antigüedad clásica como algo específicamente mediterráneo (Grecia, Roma, Jerusalén) de la cual el Renacimiento debía reapropiarse, o del budismo como una religión que, si bien se originó en la India, es la que conforma la tradición de China y de sus esferas de influencia geográfica, etc. (más…)

Vivian Maier, la fotógrafa misteriosa

Vivian Maier, la fotógrafa misteriosa

La fotografía le acompañó durante toda su vida. Vivian Maier (Nueva York, 1926 – Chicago, 2009) , niñera de profesión y fotógrafa de vocación, murió en la indigencia y sin ser consciente de que hoy sería reconocida como una de las fotógrafas más relevantes del siglo XX. De los 120.000 negativos que abandonó sin relevar en un sótano oscuro, la Fundación Foto Colectania de Barcelona expone cerca de 80 de sus mejores tomas, todas ellas incluidas ya en los anales de la historia de la street photography al mismo nivel que los consagrados Helen Levitt, William Klein y Garry Winogrand.

‘In her own hands’ colgará de las paredes de la Fundación hasta el próximo 10 de septiembre, una muestra que se realiza en consonancia con la que la Fundación Canal de Madrid inaugurará el próximo jueves 9 de junio, y que posteriormente viajará a Italia y Canadá. La exposición reúne algunas de aquellas escenas callejeras que protagonizó Maier como transeúnte habitual de Nueva York y Chicago a lo largo de las décadas de 1950 a 1980, primero en blanco y negro y posteriormente también en color. Son instantes captados en una sola toma, escenas cotidianas y espontáneas que constituyen el mejor archivo documental de la ‘América urbana’ de la segunda mitad del siglo pasado. Como apunta Anne Morin, comisaria de la muestra, la gran habilidad de Maier fue saber comunicar tanto el humor como la tragedia a través de la composición, la luz y el entorno específico en cada fotografía.

El gran archivo personal de Vivian Maier se descubrió por pura casualidad. Fue el historiador John Maloof quien en 2007 compró el almacén de Maier, subastado por impago, y comenzó a investigar en busca de imágenes antiguas de la ciudad de Chicago. No fue hasta 2009 cuando abrió aquellas cajas y empezó a vender las fotografías por internet, hasta que el también fotógrafo y cineasta Allan Sekula le alertó del gran valor de aquellas obras. Para el momento en el que se comenzó a reunir toda su obra, Maier falleció. Era el 21 de abril de 2009.

Niños que nos miran interrogantes, parejas que se besan en medio del bullicio del tráfico, la ciudad solitaria de noche y apabullante de día. Observar las fotografías de Vivian Maier es adentrarse en una época perdida, pero no olvidada, que desde el presente se recuerda con la nostalgia de quien no la ha vivido. También sus incontables autorretratos, el reflejo enigmático en espejos y vitrinas, son utilizados a menudo para realizar juegos de contraste y sombras. Su figura altiva y potente contrasta con la media sonrisa de su rostro, haciendo patente que su presencia está allí, tras la cámara, atenta a cualquier movimiento. Su apariencia casi invisible le valió a Maier la intromisión en la privacidad de aquellos paseantes anónimos −o no tanto− de los que tomó prestados algo más que instantes momentáneos de sus vidas.

Vivian Maier, in her own hands. Del 6 de junio al 10 de septiembre de 2016. Foto Colectania, Barcelona.

 

 

Warhol, Prokofiev, Eisenstein y la música

Warhol, Prokofiev, Eisenstein y la música

Con motivo de la exposición ‘All Yesterday’s Parties. Andy Warhol, música y vinilos (1949-1987)’ que tiene lugar en el MUSAC hasta el 4 de septiembre, vamos a recoger parte del trabajo del controvertido artista en relación a la música y su relación con la obra de otros artistas de diferentes campos.

Sin duda Warhol fue uno de los máximos exponentes del Pop Art, el cual supuso dar un paso más allá de las vanguardias aparecidas hasta entonces y significó poder hacer arte con cualquier cosa, con cualquier objeto, ya que podía ser considerado arte sin tener un lugar exclusivo como ocurría con las antiguas obras de arte. En esta nueva forma de expresión el urbanismo fue uno de los temas más importantes, guardando una cierta relación con el Futurismo, y las técnicas utilizadas se basaron principalmente en el mecanizado o el semimecanizado.

En el caso de Warhol, se valió de iconos fácilmente entendibles por el gran público a través de formas y colores llamativos que estaban basados en objetos de la vida cotidiana, como es el caso de las famosas Campbell’s Soup Cans (1962) o Brillo Box (1964). Es precisamente esa cultura popular en la que se basó lo que le llevó a trabajar con el tema de la música popular.

Uno de los trabajos más conocidos de Warhol probablemente sea la portada del disco de The Velvet Underground & Nico (1967), -grupo del cual fue manager- con la imagen de un plátano con el provocativo mensaje «Peel slowly and see». Sin embargo, vamos a hacer un recorrido por la portada de un disco tal vez menos conocida, en este caso una que está basada en una composición de música clásica.

Una de las primeras portadas que hizo para una discográfica fue la de la cantata Alexander Nevsky op. 78 para coro, mezzosoprano y orquesta de Sergei Prokofiev, bajo la dirección de Eugene Ormandy para Columbia Records en 1949. Esta composición está basada en la banda sonora que el compositor ruso creó para la película homónima del director Sergei Eisenstein en 1938. El tema patriótico fue exaltado durante el régimen de Iósif Stalin y este pidió a ambos artistas que crearan una obra que pusiera de manifiesto el peligro de una invasión alemana nazi, así como la importancia de un líder poderoso y salvador de su pueblo. La trama está basada en uno de los caudillos de la historia de ese país: Alexander Nevsky (1220-1263), quien defendió el territorio de la antigua Rusia de la invasión sueca en el río Nevá al noroeste del país y posteriormente contra la Orden Teutónica que había invadido dos ciudades también del noroeste. Una de las escenas principales de Eisenstein está basada en la batalla del lago Peipus, donde Nevsky con su ejército ruso ortodoxo derrotó a los teutones católicos.

La importancia de la película se amoldó a las conveniencias políticas soviéticas, ya que el 23 de agosto de 1939 la URSS y Alemania firmaron el conocido como Pacto Ribbentrop-Mólotov -por el que no habría agresión mutua y tratarían de resolver sus conflictos de manera pacífica- y la película fue retirada. Sin embargo, tras la invasión alemana en junio de 1941, volvió a proyectarse como propaganda del régimen soviético.

Esta cantata es un arreglo de la banda sonora de la película y se divide en siete partes:

  1. Rusia bajo el control mongol.

  2. Canto sobre Alexander Nevsky.

  3. Los cruzados de Pskov.

  4. Levántate, pueblo ruso.

  5. La batalla sobre el hielo.

  6. El campo de los muertos.

  7.  La entrada de Alexander Nevsky sobre Pskov.

En esta obra el compositor utilizó una música descriptiva que va narrando las diferentes partes y escenas a través de pasajes contrastantes. Entre otros recursos, los diferentes personajes están caracterizados a través de diversos temas como por ejemplo el pueblo ruso mediante algunas melodías tranquilas o el ejército nazi con otras marciales. Pero es sin duda La batalla sobre el hielo la parte más extensa de esta cantata, ya que tuvo una gran importancia histórica.


Es por ello que Warhol diseñó una portada utilizando la impresión con relieve y tipografía en la que aparecen guerreros luchando sobre una superficie de color verde con fondo blanco que representa la batalla sobre el hielo. Los guerreros rusos están representados como en la película: con cascos con forma puntiaguada y un león en sus escudos mientras que los guerreros alemanes llevan unos yelmos más redondos y el blasón de la cruz en sus escudos.

Sin embargo, entre 1955 y 1960 se modificaron algunos materiales se utilizó un método diferente de impresión, así como colores más brillantes (naranja, verde y rosa) para conseguir una mayor nitidez en la imagen.

Munch y van Gogh. Dos vidas paralelas

Munch y van Gogh. Dos vidas paralelas

«Durante su corta vida, van Gogh no permitió que su ardor se escapara. Fuego y ascuas fueron sus pinceles durante los pocos años de su vida, mientras él ardió por su arte. He pensado, y deseado, que a la larga, con más recursos a mi disposición, pudiese mantener mi ardor como él, y pintar con candente pincel hasta el final.” (Edvard Munch, 28.10.1933)

El color expresa algo por sí mismo. No se puede pasar sin él; hay que usarlo.” (Vincent van Gogh, carta a Theo No 537 – c. 28.10.1985)

Las dos citas anteriores vistas conjuntamente o, mejor dicho, una tras otra, sirven de certero resumen del cambio que estos dos nombres supusieron para la historia del arte, y que hoy están fijados en el imaginario popular como esas dos mentes turbadas que, a la manera del artista solitario de Nietzsche, alejado de una sociedad que no le comprende, plasmaron su mundo interior en un arte que tardaría en ser admirado. Si bien esto es del todo cierto para van Gogh, lo es menos para un Munch que supo valerse durante su vida de esta ilusoria aura de genio para sacar más partido a su arte, y fue dejando muestras (pruebas) del misterio de su creación artística, que diría Zweig.

No es nueva la idea – más, el firme reconocimiento – de que ambos pintores están intrínsecamente unidos (si bien nunca coincidieron), y ya a finales del siglo XIX, el crítico francés Thadée Nathanson o el comentarista alemán Julius Meier-Graefe, quienes alabaron la pintura de ambos artistas (quién sabe si por concurrir a la misma mesa), escribieron sobre las similitudes entre los dos, y, sobre todo, sobre la influencia de van Gogh en Munch, quien sin duda había admirado las obras del primero en su estancia en París. Pese a que esta idea – los paralelismos entre van Gogh y Munch – esté arraigada desde hace años en la sociedad moderna, ahora, el Museo van Gogh de Amsterdam y el Museo Munch de Oslo presentan una retrospectiva de ambos artistas que, después de 6 años de trabajo y colaboración, permiten ver los dos nombres yuxtapuestos y apreciar mejor las similitudes y divergencias entre ambos: qué influencias tuvieron, estructura compositiva y técnicas pictóricas, y qué pretendieron alcanzar.

La exposición comienza con un breve repaso de los precursores que más inspiraron a van Gogh (Millet, Manet, Gauguin) y a Munch (además de los anteriores, y del propio van Gogh, Heyerdahl), y del momento en que ambos sienten la necesidad de pintar como vehículo para expresar lo que sienten (“un ave de presa ha tomado morada dentro de mí”, en propias palabras de Munch), tomando el color como principal medio de expresión, por encima de la forma, pero sin llegar nunca a la abstracción: ambos declararían que pintaban tomando como modelo “lo que veo o lo que recuerdo que he visto”. Pese a las influencias que ambos recibieron de París (van Gogh llegó a vivir con Gauguin durante varios meses), cada uno de ellos desarrolló un estilo propio que abriría la puerta (sobre todo en el caso de Munch) del expresionismo alemán: Emil Nolde, tras visitar la colección privada de un conocido, diría que “el desnudo de Munch y los dos lienzos de van Gogh son magníficos. La impresión que me causaron permaneció en mí largo tiempo.”

The Sower

Van Gogh, El sembrador, dentro de ‘el ciclo de la vida’, en el que el sol naciente se convierte en la aureola de un campesino, aquí elevado a la categoría de santo, al preparar la vida para la siguiente estación.

La idea (más bien, la necesidad) de expresar lo que ven y cómo lo ven (sienten) hace que el simbolismo (heredado de Gauguin) adquiera un rol más importante que en épocas anteriores. Este constituye el corpus de la exposición, que se estructura en distintos leitmotiv, sin dar apenas importancia a la época en la que fueron pintados los lienzos, o a las técnicas que se usaron, cambiantes en función de las influencias externas, si bien poco a poco cada uno de ellos fue definiendo el estilo que les ha hecho famosos, y sin dejar de lado la supremacía del color.

 

Munch, El Grito, dentro de ‘ansiedad’, si bien la exposición no ofrece el óleo aquí representado sino la versión en cera sobre cartón.

Munch, El Grito, dentro de ‘ansiedad’, si bien la exposición no ofrece el óleo aquí representado sino la versión en cera sobre cartón.

La exposición se cierra con una muestra de obras, frecuentemente vistas por separado, que fueron ideadas por sendos artistas como series que ofrecerían un mayor significado vistas en su conjunto. Van Gogh las ideó para decorar su casa de Arles, y el ejemplo más célebre son sus girasoles, como parte de una serie de motivos florares. Munch, que se sirvió para ello de carboncillo y acuarela sobre cartón, creó un universo oscuro y angustioso, de entre los que Madonna es el que, parafraseando las palabras de Nolde, aún permanece en mi imaginación.

The Sunflowers


Madonna

Munch, Madonna

Albert Fernández Chafer