por Elisa Pont Tortajada | Mar 25, 2018 | Artículos, Cine |
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, hoy todavía plantaría un árbol» – Martin Luther King.
Que el cambio climático es el gran reto de la humanidad en el siglo XXI es una obviedad. Ahora bien, saber qué implica esta afirmación parecer provocar pavor entre mandatarios y gobernantes. Tanto organizaciones, como activistas y medios de comunicación hablan del cambio climático como de una “amenaza existencial”, pero de poco -o nada- sirven estas voces de alerta, que se acallan fácilmente, bien ignorándolas, bien enmascarándolas o simplemente dejando que estén ahí, en suspensión, junto a otras tantas desgracias que llenan informativos y planas de periódicos.
La atención sobre los vínculos entre calentamiento global y movimientos migratorios ha venido centrándose en los llamados “desplazamientos transfronterizos”, es decir, aquellos que implican un desplazamiento de un país a otro, a veces incluso entre continentes. Ahora, el Banco Mundial alerta que estos desplazamientos de personas como consecuencia de fenómenos meteorológicos extremos se están produciendo en el interior de los propios países. Y esta es una nefasta noticia para el grueso de la población mundial: la empobrecida, la que no tiene representación, la que cuenta tan sólo en estadísticas sobre el papel.
Las familias de las regiones del África subsahariana, Asia del Sur y América Latina, que en su conjunto suman más de la mitad de la población mundial en vías de desarrollo, protagonizarán estos desplazamientos dentro de sus países como única vía de escape ante los efectos del cambio climático para el 2050. Cada vez más pobres, más vulnerables y más desprotegidos. Me inclino a pensar que si ya no supondrán una “amenaza” para nuestras sociedades, optaremos por abandonarles a su suerte, que es tanto como decir que nos desresponsabilizaremos de nuestros actos y de las consecuencias que éstos tienen sobre las regiones del sur.
Ahora mientras escribo, llueve. Miro el cielo gris y encapotado de Barcelona y en mi mente resuenan las palabras de Kisilu: “When the rain fails every farmer feels like running away”. ¿Cómo se construye una vida a merced del agua, de la venida o no de la lluvia, más aún cuando tu propia supervivencia y la de los tuyos depende de ello?
Thank you for the rain narra la historia de Kisilu Musya, un granjero que vive junto a su familia en una remota aldea de Kenia, sumida en una sequia que dura ya varios meses y que obliga a muchos a abandonar sus hogares y emigrar a la ciudad. El encuentro, casi casual, con la directora y activista noruega Julia Dahr, que viajó al país con la idea de rodar un documental sobre el modo de vida de algunas comunidades africanas, es el punto de partida de este documental colaborativo grabado a cuatro manos.
“Nuestra problema aquí es el cambio climático” afirma Kisilu ante la mirada poco atenta de los miembros de su comunidad, quienes desconfían de la idea de replantar árboles para luchar contra los efectos de la deforestación y favorecer así un ciclo de lluvia más estable. Finalmente, y aun con ciertas reticencias, acaban confiando en su propuesta pero una tormenta imprevista azota la región, destrozando casas y campos. Es entonces cuando Kisilu decide aceptar la invitación de Dahr para viajar a Europa, primero a Oslo y después a París, como invitado a la COP21, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
El fragmento del discurso del entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se intercala con otras tantas imágenes: periodistas, primeros ministros, presidentes, cámaras, grupos ecologistas… Y entre todos ellos, el rostro de Kisilu, que parece no entender el circo que hay montado, o más bien todo lo contrario. Acaba la cumbre y no se consigue el gran pacto, esta vez pierde de nuevo la justicia social.
“Todo es una contradicción”, dice Kisilu mirando sus tierras, bajo un insolente sol. Es una buena frase para cerrar.
por Elisa Pont Tortajada | Mar 8, 2018 | Artículos, Libros, Literatura, MujeRes |
Alguien deja encima de la mesa, en mi ausencia, Historia de un viaje de seis semanas (Sabina, 2017), de Mary Shelley. Sonrío por el regalo inesperado, más aún al descubrir la dedicatoria de la primera página, que guardo en la memoria, y hojeo curiosa el contenido de sus apenas setenta y cinco páginas. Aquí están condensados los paisajes de Francia, Suiza, Alemania y Holanda de finales del siglo XIX. Dejo a un lado el libro y fijo la mirada en mi interlocutor.
[Salto temporal]
El libro vuelve a aparecer como por arte de magia encima de la mesa, en esta habitación falta de luz natural caída la tarde. Una breve introducción, de manos de Carmen Oliart Delgado, ayuda a entender el porqué de estos fragmentos de un diario de viajes, publicados por primera vez en 1817 y reeditados por la propia autora en 1840 y 1845. Con cierta sorpresa leo que Shelley utilizó como referente literario a su propia madre, la filósofa y escritora Mary Wollstonecraft (1759-1797), autora de A Vindication of the Rights of Men (1780), considerada una de las obras precursoras del ideario feminista. Mi sorpresa no es tanto por el desconocimiento de este hecho —que también— sino porque se afirme con todas sus letras que una mujer es «referente literario». Qué poco acostumbradas estamos, las mujeres, a ser protagonistas debido a nuestra producción creativa.
[Salto temporal, más lejano]
Hace años que Leer Lolita en Teherán (Quinteto, 2009) de Azar Nafisi, esperaba su turno de lectura. Una mudanza y unos meses de idas y venidas entre varias ciudades hicieron que su lectura se postergase. «Siempre he anhelado la seguridad de los sueños imposibles», anoté mientras intentaba entender cómo las mujeres (sobre)viven en un país como Irán, del que la autora se exilió definitivamente en 1995 cuando el régimen le obligó a usar velo en sus clases universitarias. Antes, le prohibieron enseñar literatura extranjera y por eso decidió reunir, en su propia casa, a un grupo de discípulas para contarles quién fue Vladimir Nabokov, Scott Fitzgerald y Jane Austen, entre otros. ¿Todavía hoy nos escondemos, las mujeres, para desempeñar actividades aparentemente tan banales como leer?
[Salto temporal, antes de ayer]
Paseo por Barcelona. Llueve. Busco refugio y acabo en La Virreina, en una sala con numerosas fotografías de mujeres. Es One Year Women’s Performance 2015-2016, el proyecto de la artista Raquel Friera, basado en la performance del artista taiwanés Tehching Hsieh. Ante mí, la atenta mirada de doce mujeres que constituyen una cierta figura femenina y colectiva de los problemas de la economía actual desde una perspectiva de género. Friera reflexiona acerca del trabajo doméstico y de cuidado que el sistema heteropatriarcal ha normalizado desde sus inicios, presentándolo como un «trabajo de mujeres», no remunerado, y que en muchos casos es el causante de la feminización de la pobreza.
Miro los rostros de Carol Webnberg, Claudia Murcia, Fina Aluja, Júlia Solé, Júlia Sánchez, Agustina Bassani, Gemma Molera, Aina Serra, Naia Roca, Lali Camos, Priscila de Castro y Francisca Duarte [escribe aquí tu nombre] y me pregunto si conseguiremos, las mujeres, una igualdad real, un reconocimiento, una conciliación, más respeto.
[Salto temporal, ahora]
Y me sigo preguntando, no sólo hoy 8 de marzo, Día Internacional en Defensa de los Derechos de las Mujeres, sino todos los días: ¿hasta cuándo?
- Ilustración Leer el feminismo global, de la artista gráfica @veambe con motivo del Día Internacional de la Mujer.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Feb 28, 2018 | Artículos, Música |
El pasado día 14 de febrero en Got Talent, el programa de talentos de Tele 5 que cuenta con las expertas voces y juicios de Risto Mejide, Edurne, Eva Hache y Jorge Javier Vázquez, actuó Sonakay, un grupo de flamenco proveniente de Euskadi. Extrañados, los miembros del jurado levantaron sus cejas y un espontáneo “andá” salió de la boca de Edurne, acompañado todo ello de un sonoro murmullo y tímidos aplausos del público. Normal. Cuando una ve a un vasco espera, al menos, que le dé una pista llevando una txapela o soltando algún “aibalaostia”. Pero eso de que te aparezcan de repente cinco hombres gitanos que dicen venir de Donostia y que cantan flamenco hace falta digerirlo.
El cantante del grupo, que hacía las veces de portavoz, dejó claro desde el principio de qué iba la historia: Sonakay es un grupo musical de gitanos vascos que se sienten muy orgullosos de sus dos culturas y se dedican a hacer versiones flamencas de canciones en euskara de consagrados artistas vascos como Mikel Laboa o Benito Lertxundi. Lo primero que deberíamos matizar aquí es que el flamenco no es un género musical gitano en sí mismo, sino que se trata de un tipo de música que nace, como la conocemos hoy, en el siglo XVII entre la población marginal y pobre de Andalucía. Es cierto que la aportación de los gitanos andaluces a esta música ha sido muy grande, pero el hecho de relacionar a gitanos con flamenco es más bien una reducción que, a base de repetirla, se ha convertido en una creencia universal. Volviendo al tema que nos incumbe, lo que en el escenario de Got Talent pudimos escuchar en aquella ocasión fue la versión que el grupo interpretó de la canción “Txoriak txori” del propio Laboa que, más que una canción, es ya un himno en Euskal Herria. Los integrantes de Sonakay se llevaron un sí unánime del jurado porque “ojalá en este país todo el mundo se fusionara tan bien” o “tenéis un sonido muy limpito, como muy Donosti”.
Llama la atención, o quizá no tanto, la sorpresa con la que el jurado de Got Talent recibió a este grupo, teniendo en cuenta que los gitanos llevan instalados en territorio vasco desde el siglo XV. Parece que esos primeros gitanos, además, fueron bien recibidos por las altas esferas de la sociedad. Con el tiempo, sin embargo, al no encajar en el modelo social local, comenzó un proceso de marginación popular que terminó en un brutal rechazo institucional. Legislativamente, el caso de los gitanos en las provincias de Euskadi fue especial si lo comparamos con el resto de España, ya que, directamente, no podían existir dentro de sus límites jurisdiccionales. Las instituciones evitaron su entrada y ordenaron su expulsión cuando fue necesario. Y esta situación duró hasta el siglo XIX.
En este proceso, no es difícil imaginar que una de las pérdidas que sufrió el pueblo gitano fuera su lengua, la romaní, asimilando las lenguas hegemónicas del territorio, el euskara y el castellano, en este caso. El de los gitanos vascos es, pues, un claro caso de integración por asimilación cultural. Es decir, la única posibilidad de integración pasa por la asimilación de las características culturales del territorio en el que se encuantran, no siendo, por tanto, verdadera integración. El revuelo mediático que la actuación de Sonakay ha generado en Euskadi, -donde diferentes medios de comunicación se han lanzado a realizarles entrevistas elogiosas y los aplausos han sido generalizados en redes sociales-, no es más que la prueba de que ese mismo grupo cantando por bulerías en castellano o en romaní, no habría sido recibido con tanto aplauso. Dudo mucho, también, que se les hubiera recibido como un grupo vasco, por muy de Donostia que fueran. Parece, pues, que continuamos instalados en el discurso bipolar de aplaudir la diversidad sólo cuando se adapta al discurso cultural hegemónico, de aplaudir a los gitanos sólo cuando deciden asimilar unas características asociadas al ser vasco. Esto, además, ocurre en un territorio en el que tanto valor se le da a la tradición y a las características culturales propias, y que tanto se esfuerza en mantenerlas vivas allá donde vaya.
No sé si el famoso axioma pitagórico que afirma eso de «el orden de los factores no altera el producto» funcionará en el inabarcable universo matemático. De lo que estoy segura es de que no lo hace en el igual de inabarcable mundo del lenguaje. Ocurre esto, precisamente, cuando, al alterar el orden de las palabras, éstas adquieren otra función gramatical, convirtiéndose en adjetivos las que habían sido sustantivos y viceversa. Y ya sabemos que no es lo mismo acompañar al nombre que ser el nombre. Por lo tanto, volviendo la vista al título de este artículo, podemos entender que no es lo mismo ser un gitano vasco que un vasco gitano. De hecho, si nos tomamos en serio eso de que lo que no se nombra no existe, diríamos que el primero puede existir, mientras que al segundo deberíamos incluirlo en el mundo de la fantasía.
por Clara Laguillo Abbad | Feb 1, 2018 | Artes visuales, Artículos |
Richard Sennett inauguró las jornadas sobre inmersión -digital, laboral, y vital-, tituladas Into Worlds[1]. Tenía grandes expectativas en su charla, no porque me haya leído The Craftman (2008) que era el libro a partir del cual hablaría, ni porque conozca muchísimo su trabajo, sino porque él fue uno de los dos sociólogos que primero leí cuando inicié mi tesis doctoral acerca de la experiencia del tiempo en el contexto digital. Ahora que estoy en el final del proceso, me parecía un cierre bonito: oírlo en directo. Y no me defraudó. La pasión con la que contó su relación táctil con el chelo, las resistencias del instrumento, la experiencia que calificó de “auténtica” con él, y la forma en que lo comparó con otras formas de la háptica, actuales, más relacionadas con los entornos digitales en las que se produce, dijo, cierta desmaterialización del tacto, del tocar, me parecieron reveladoras. Pero sobretodo me gustó su tono, la cadencia pausada con la que habla, la facilidad con la que transmitió ideas complejas de forma sencilla y casi poética. Me pareció un acierto traerlo a él, y un privilegio tener la oportunidad de estar allí.
Otra de las actividades sobre las que tenía gran curiosidad era la mesa The New Infinity, que forma parte de un ciclo con el mismo título -de 3 años, iniciado en 2016– y que en estas jornadas versaba sobre producciones fulldome, ese formato de proyección inmersiva basada en películas panorámicas en 360º dentro de una estructuras domo[2]. Me pareció interesante, aunque no fuera exactamente nuevo, el proyecto Hyperform, en el que la inmersión se inicia con geometrías simples que evolucionan hacia la abstracción, en un intento de superar nuestras capacidades de percepción, en un trabajo reflexivo en torno a la hiper-realidad, que no es realidad aumentada, sino hiperdimensionada, siguiendo modelos matemáticos complejos[3]. También la presentación por parte de uno de sus creadores, Brook Cronin, de la herramienta de mapping pensada para artistas, de código abierto, omnidome, me hizo pensar en la necesaria dinámica colaborativa y de intercambio permanente que requiere nuestro mundo inmersivo interconectado. En la misma mesa, el artista Benjamin Muzzin mostró, por último, algunos de sus proyectos, deteniéndose en Les Lendemains d’Hier, un proyecto del que sólo pudimos ver su versión bidimensional proyectada, pero en el que resultaba inquietante el juego con la geometrización del cuerpo en el entorno 360º. Como suele ocurrir en estos eventos, el tiempo para cada uno fue insuficiente para poder ahondar como merecían sus respectivos proyectos. Pero sí lograron transmitir el entusiasmo y la enorme dedicación que implican estas propuestas, hecho que yo entendí como una alusión indirecta a la otra forma de inmersión desde la cual también partían las jornadas: la que se refiere a la “regla de las 10.000 horas” (10.000-hours rule) según la cual ése es el tiempo requerido para devenir un experto en la materia/experiencia que sea. Bajo mi punto de vista, esta regla olvida la necesidad de pensar más en la calidad del tiempo, dejándose llevar por la tendencia tan propia del capitalismo de cuantificar por encima de cualificar, y que, cuando se habla en términos de inmersión, tiene más que ver con la intensidad espacio-temporal.
Andreas Reckwitz, en otra de las ponencias clave, analizó lo que denominó “sociedad de singularidades” (Gesellschaft der Singularitäten), como una lógica contrapuesta a la estandarización social propia de la sociedad de la era industrial, y que es reacción de la misma. Su discurso partía de nuestra presencia en las redes, donde detecta una tendencia a generar paisajes-identidades únicas y originales que nos singularizan, en respuesta al exceso de producción de bienes culturales inmateriales, dice, que caracteriza lo que denominó como la era post-material. Se refirió acertadamente a las artes como el tipo de prácticas donde más evidente se hace la singularización, y aunque habló también de la competición por la visibilidad en todos los ámbitos más allá de las artes, me pareció interesante la reivinidicación que hizo de la urgencia de acción individual, porque desplazaría una pasividad que venía dándose de forma preocupante, y nos resituaría hoy como sujetos activos.
Las jornadas se cerraron con reflexiones entorno a la inmersión como un surgimiento de experiencias para escapar de la realidad y sobrepasar las capacidades del cuerpo, por parte de la profesora de estudios de cultura de medios Robin Curtis; Barbara Gronau, como experta en Historia del Teatro, se refirió a la inmersión como una forma de participación, comparando las experiencias inmersivas actuales con las pretensiones de la obra total wagneriana (Gesamtkunstwerk), en la que, dijo, se borraban las fronteras entre la mente, la acción y el deseo. De las contradicciones de la inmersión habló brevemente Thomas Krüger, con un recorrido más político que teórico, y al que pareció que muchxs de lxs asistentes esperaban oir. Pero la intervención final que llamó más mi atención fue la del profesor y dramaturgo austríaco Georg Döcker, quien empezó analizando los cambios que se producen entre el teatro tradicional y el teatro inmersivo, poniendo como caso de estudio la pieza Haptic Field de Chris Salter + TeZ. Ésta le sirvió para pensar en la libertad de acción y en como se reconfiguran los espacios y las formas de experimentarlos. De entre sus reflexiones me interesó especialmente la comparación que realizó de estas experiencias con el anarquismo, aludiendo al cuestionamiento de ciertas barreras entre lo propio y lo ajeno, ya reivindicadas por los movimientos libertarios.
El interés personal que tenía en estas jornadas guardaba relación con la reflexión en torno a la experiencia temporal en el contexto inmersivo, y en este sentido la comparación realizada por Georg Döcker redundó sobre un tipo de experiencia temporal que pienso que no ha sido suficientemente analizada en la era de la digitalización, como es la de la simultaneización de acciones y percepciones – a veces entendida como multi-tasking por la sociología-, en la que a menudo se cuestiona la jerarquización de los estímulos a través de formas de acercamiento interactivas –e inmersivas- que demandan acción colectiva, y que podrían llegar a cuestionar ciertos privilegios, integrando a todo ser humano a través de una contribución con altos grados de libertad.
[1] Organizadas en el contexto del Berliner Festspiele, y llevadas a cabo en el Gropius Bau de Berlín, los días 19, 20 y 21 de este mes de enero.
[2] Mesa presentada por Marie-Kristin Meier, antigua curadora e investigadora asociada al ZKM, y actual coordinadora del programa “Inmersión” del Berliner Fiestpiele.
[3] Presentado por Louis-Philippe St-Arnault, director del programa de inmersión de la Societé des Arts Technologiques (Montréal, Canada), que mostró también la dinámica del SAT, además de otros de los proyectos en los que trabaja la institución canadiense.
por Marina Hervás Muñoz | Ene 30, 2018 | Artículos, Música |
Últimamente he conocido dos confusiones en torno al reguetón que me permiten seguir mis reflexiones al respecto, que inicié aquí. Ahí va la primera:
Un amigo compartió una foto que compartió en facebook en la que ponía “Sí al reguetón, no a la especulación”. Yo, en un momento de pequeño egocentrismo, inmediatamente le enlacé mi texto “La reguetonización de la izquierda” y le dije que no entendía la frase. Me dijo: “no hay nada que entender. ¡Baila!». Y justo eso demuestra todo lo que queda por hacer. Tiro del hilo de aquella persona que me dijo en la fiesta que cité en el artículo sobre «La reguetonización de la izquierda» de que allí no se iba a hacer teoría, sino a bailar.
Empezaré por el principio: El cuerpo, desde la antigua Grecia, es considerado como aquello que nos recuerda nuestro “ser bestias”. Para algunos griegos, el cuerpo albergaba las pasiones, los deseos. Mal compañero para el alma, que debía aprender a dominarlo. Esto ha caracterizado la historia occidental, también del arte, donde los genitales se tapan con parras o las curvas de las mujeres se tornean para el ojo masculinizado que lo sexualiza. Pero hay otros griegos, menos leídos (Platón, de hecho, pedía la quema de sus libros, como luego harán los nazis en 1938 en la Bebelplatz de Berlín con los intelectuales), que hablan de otro tipo de deseo. Veamos: el deseo de los griegos más modositos es el deseo como falta en el doble sentido. Como algo que no está y como algo moralmente despreciable. Por eso Platón sugiere que hay que buscar un complemento, por eso complemento se lleva después a la teología y se propone que todo tenga que estar cerrado, bien atado, que encaje, que sea perfecto, como una esfera. De aquí parte la identidad, el uno, lo reconciliado, lo sin aristas. No encontrar ese único complemento se traduce en culpabilidad y enfermedad. Y así también el perdón.
La música también era modosita. Si piensan en cómo es toda la tonal, se darán cuenta de que se caracteriza con por tensión, nervio en el oyente, y luego relajarla. E, incluso, llevarnos a una historia de los temas complejísima que se resuelve en un final triunfante. Lo explica bastante bien Jacques Attali cuando dice: “la música provoca ansiedad y luego la sensación de seguridad, provoca desorden y luego propone orden, crea un problema para resolverlo”. Por eso casi toda la música tonal se construye generando tensiones y relajándolas, siguiendo así también las lógicas temporales de casi toda la prosa, en la que tiene que haber una introducción, un nudo y un desenlace. De hecho, en música se comparte nomenclatura y el nudo se llama desarrollo, nombre aceptado también en literatura. Pero sobre todo tiene que haber desenlace. Que sea redondito y eficaz, como la esfera de Platón. En la música pop se simplifica la estructura, y se combina la tensión con la relajación en estructuras más breves (las que, originalmente, permitía el microsurco de gomalaca). Bajo esa lógica funcionan los “breaks” del tecno, por ejemplo.
Los otros griegos, como Leucipo o Demócrito, hablan del deseo como exceso. Lo que les dicen a los amigos de Platón es que la falta empieza en el amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar (así nos lo cuenta, al menos, Michel Onfray). Y que el cuerpo no tiene nada preso, que el deseo no sabe obedecer. Sin embargo, la música, por el contrario, tiene una filiación secreta con la obediencia, como nos dice Pascal Quignard: «Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia». Oímos sin pausa. Porque oímos aprendemos un lenguaje, que se nos impone en nuestro entorno. No podemos nunca distanciarnos de ser audiencia. Cuando esto se pierde, cuando otras narrativas y temporalidades se cuelan en la música, todo se vuelve exceso. Y se atestigua eso de que “no hay nada que encontrar”. Se vuelve experimento, sin hipótesis que confirmar, y se saca de encima el peso de la culpa, de lo políticamente correcto. Tendríamos que pensar en un oír en el que ya no opere el obedecer, sino el proponer y revolver lo dado.
¿Y a qué viene todo esto? Pues que en ese “no hay nada que entender, baila” se esconde la secreta disociación entre cuerpo y alma, donde el cuerpo no debe entender lo que el alma sí, donde el cuerpo simplemente se deja llevar y todas esas cosas. No defiendo, espero que no se lea así, que no se puede bailar y disfrutar y todas esas cosas. Critico dos cosas, a saber, (i) que no se “tenga que entender el baile” y lo que él oculta y expone y (ii) la separación implícita entre cuerpo y razón (o alma, en la jerga griega), algo que responde a un dualismo tan antiguo como falaz. Bailar, de una determinada forma, puede significar oír como obedecer u oír como proponer. Quizá sería más interesante pensar en los elementos coreográficos del orden social más que en filiar el reguetón con una suerte de liberación corporal mediante el baile. Tenemos bastante claro lo de que lo personal es político hasta que se cuela el baile. ¡Qué curioso!
Y aquí la segunda:
Hace unos días hubo una polémica bastante sonada en los medios porque a dos concursantes de Operación Triunfo, que mueve a casi más seguidores que el fútbol, se les asignó una canción de reguetón como candidata para Eurovisión, “Chico malo” (Morgan y Will Simms y Brisa Fenoy), ahora “Lo malo”. Las chicas se quejaban de que no querían quedar marcadas, si iban a Eurovisión, por cantar un tema de reguetón y que no se sentían identificadas con la canción (Ana Guerra, en concreto, decía que «Yo no soy una tía que vaya dando este tipo de mensajes por la vida»). La directora del programa, Noemí Galera, les hizo ver que -al menos- desde que habían entrado en el concurso, también lo habían hecho en las lógicas de la industria musical y que, por tanto, deberían aceptar a partir de entonces lo que se les impusiera y mostrar menos sus opiniones si realmente querían triunfar. Pese a que muchos seguidores mostraron su apoyo a las concursantes, al mismo tiempo, hubo una gran ola de comentarios en los que se tildaba la canción de feminista porque es la mujer la que toma las riendas. Aquí les dejo un fragmento del texto. Y ahora seguimos:
[…] La noche es pa mí, no es de otro
Te voy a colgar
Ya no hay vuelta atrás
Si me llamas no respondo
Tira porque te toca a ti perder
Que aquí ya se perdió tu ‘game’
Tiro porque me toca a mí otra vez
Solo con perderte ya gané
Pero si me toca, toca, tócame
Yo decido el cuándo, el dónde y con quién
Que voy a darme a mí de una, y otra y otra vez
Lo que tanto me quité, que pa’ ti tan poco fue
Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar
Porque tu boy, boy me has hecho rabiar
Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar
Y tengo claro que no me voy a fijar
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
Tú ya no estás
Dentro de mí
[…]
Yo no te miro y tú me vas a ver
Yo no te escucho y tú me vas a oír
Paso de largo, yo voy a por mí
Esta noche bailo mejor sin ti
Yo no te miro y tú me vas a ver
Yo no te escucho y tú me vas a oír.
Paso de largo y paso de ti
Esta noche bailo solo para mí
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
Pa mala yo.
[…]
No nos liemos. La letra puede parecer feminista, pero de feminista tiene poco. Por dos motivos: (i) porque parece que la chica está reaccionando a que el chico le ha hecho rabiar. Por lo que por un lado se repiten los roles de género porque (a) la relación es chico-chica en términos heterosexuales tradicionales y (b) la acción de la mujer no es autónoma, sino que se articula por lo que le niega al hombre (“no te respondo”, “bailo sin ti”, “no te escucho”, “paso de ti”, etc.). Eliminamos, por tanto, la autonomía de la acción. Vamos: que una letra que tuviera realmente aspiraciones feministas diría algo así como “bailo porque me da la gana” o algo parecido. (ii) Y este es el punto que más me interesa: se repiten las lógicas que tildamos como machistas si fuesen pronunciadas por un hombre contra una mujer (algo que ya comentamos en esta revista a colación de Becky G): (a) “Yo no te miro y tú me vas a ver/Yo no te escucho y tú me vas a oír”, por ejemplo, nos abre un marco de acción que justamente la crítica al amor romántico quiere desarticular: que haya como principio una desigualdad de partida. Aquí hay claramente una apología a que la otra persona esté a la espera, pasivamente recibiendo su castigo auditivo y visual sin poder intervenir. La pasividad que el reguetón atribuye a las mujeres, se le otorga ahora al polo que le quiere oponer aquí, al “boy”. Y (b) porque, pese a negar mil veces “lo malo” y a los “chicos malos”, la canción termina diciendo “pa’ mala yo”, en la que claramente, por un lado, se acepta el rol del opresor -justamente se adopta aquello que se critica- y, por otro, se reproduce la lógica de estereotipos que opera en el reguetón -así como en el rap o el trap-: la marca del “malo”. Ahí se inserta tanto el que, supuestamente, “desobedece las normas sociales”, aunque con su práctica normalmente las reproduce, como el que se quiere distanciar de “lo bueno” como lo frágil, lo vulnerable, lo débil, etc. Es cierto que éstas son las categorías en las que ha entrado la mujer en el marco sexista, pero hay que hacer un esfuerzo fundamental por desmontar la construcción binómica, en la que entra tanto la división mujer-hombre como el resto de modelos que articulan nuestras formas de relación como “bueno-malo” o “verdadero-falso”. Quizá porque las cosas no son “blanco o negro”. En fin, adonde quiero llegar es que quizá la cosa no consiste precisamente en hacer una inversión de roles, sino pensar en qué se reproduce en esa inversión. No me meto, en esta ocasión, con la forma. Ya habrá ocasión.
Pero bueno: lo que me importa más de ambas cuestiones, como ya dije en mi primer artículo sobre el reguetón, es la reivindicación de este género desde Europa, que se ve como liberador de la sexualidad. De momento, me parece que hay más una especie de exotización del género, una simplificación de lo que significa el feminismo en música que se reduce de una forma fallida a lo que cuentan las letras que -como hemos visto- de feminista poco, así como una aceptación acrítica desde la izquierda se afilie con productos culturales creados pura y exclusivamente para reproducir las fórmulas de consumo que ya se sabe que funcionan (de hecho, Noemí Galera añadía en su rapapolvo a las concursantes algo así como que había que tener claro que una canción de reguetón representaría bastante bien a España en Eurovisión, pues es el género que más se consume y gusta según las estadísticas). Y eso que no entro en que, en el caso de las triunfitas, ambas cumplen perfectamente con el canon de belleza blanco, delgado y heterosexual. Si usted quiere bailar reguetón de este tipo, hágalo, pero no se escude en teorías del más variopinto calado que solo consiguen calmar su mala conciencia (signo de la culpabilidad cultural que nos rodea) pero le hacen un flaco favor a propuestas realmente emancipadoras. Es mejor que vayamos asumiendo que somos seres contradictorios y pelear por el derecho a la incoherencia. Eso también va, por cierto, en contra de Platón.
por Javier Santana | Ene 8, 2018 | Artículos, Cine |
The Killing of a Sacred Deer (2017), la última obra del griego Yorgos Lanthimos, conocido por sus ya célebres Kynodontas (Dogtooth, 2009) o The Lobster (2015), es una cinta que, a pesar de que podría ser introducida como perteneciente al género del thriller psicológico, maximiza su inteligibilidad en cuanto se la analiza desde la perspectiva del experimento metafísico. Es decir, cuando se la entiende como uno de aquellos intentos (ensayos, juegos) de especulaciones contrafácticas, aquel terreno del «¿y si?» o del «imagina que…». Y no se trata de cualquier tipo de experimento, sino antes bien de uno muy particular que podríamos denominar un paracronismo. (más…)