Es una idea bastante aceptada y asumida que las diferentes producciones artísticas nos ayudan a entender los procesos históricos, políticos y sociales. Sin embargo, ¿son estas producciones sólo el reflejo de determinadas realidades o sirven también para generar imaginarios y relatos? ¿Tienen la literatura y el cine la capacidad, no sólo de describir y explicar, sino de crear esas realidades? Edurne Portela (1974) realiza en este, no sé si imprescindible, pero sí necesario ensayo un recorrido por diferentes películas, documentales, novelas y relatos que se han producido sobre el tema de la violencia etarra, además de analizar más o menos exhaustivamente, no sólo cómo lo abordan, sino cómo a través de estas producciones se puede modificar el imaginario común que se establece en la sociedad.
Cinco años después del cese definitivo de la actividad armada de ETA, la urgencia de “pasar página” parece haberse instalado en la agenda política y social de Euskadi. Sin embargo, según Portela, para que eso pueda ocurrir de una manera sana y justa, se debe antes trabajar en el relato sobre el que se construirá esta nueva etapa, un relato para el que es necesario realizar una reflexión profunda por parte de todos los agentes que han intervenido en esa oscura parte de la historia del País Vasco. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, Portela nos sitúa en una posición algo incómoda como lectores, ya que en la construcción de ese imaginario colectivo, entre esos agentes generadores de la realidad histórica y actual de Euskadi, nos incluye a todos. Ni siquiera ella se excluye de la crítica y se obliga a sí misma a romper ese silencio que, durante demasiado tiempo, ha estado y continúa instalado en nuestra sociedad. El silencio es en este ensayo un personaje más, un personaje que le ha cedido a la violencia y a la sinrazón un espacio que han creído ocupar por derecho.
Dice el DRAE que un testigo es, en su primera acepción, la “persona que da testimonio de algo o lo atestigua” y la ”persona que presencia o adquiere directo y verdadero conocimiento de algo” en la segunda. Por tanto, no es el hecho de presenciar algo lo que le convierte a una en testigo, sino lo que el agente informado hace con ese conocimiento directo de un determinado hecho. Observamos que la DRAE no define al testigo simplemente como aquella persona que presencia un hecho, sino que es fundamental en su definición la actitud activa que esa persona asume ante lo conocido, ya que es ese “dar testimonio” o “atestiguar” lo que se subraya de la condición de testigo por encima de la información que posea. ¿Qué es, entonces, la persona que, ante ese conocimiento directo y verdadero de algo no da testimonio ni lo atestigua? Pues, nada más y nada menos que un cómplice.
“Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes”. Edurne Portela utiliza esta frase de George Steiner para hacer una reflexión sobre el silencio y ese “mirar para el otro lado” que se instaló en la sociedad vasca durante los más de cuarenta años de actividad armada de ETA y que muchas veces nos llevó a cruzar la pequeña línea que existe entre ser testigo y ser cómplice. Una sociedad silenciada que, una vez pasada la violencia, tiende al olvido. La autora alterna el análisis de películas y obras literarias con relatos personales descriptivos en los que narra situaciones en las que ella misma ha sido, de alguna manera, cómplice de la violencia etarra. Y es en este punto en el que el ensayo de Portela se torna incómodo para el lector, al menos para el lector que se siente identificado en esas vivencias.
Estar en algún bar de alguna parte vieja de cualquier ciudad o pueblo de Euskadi y que, al son de una canción, comience a corearse “Gora ETA» o “ETA mátalos”. No decir nada, quedarse en silencio, no unirse al griterío, pero tampoco marcharse. Esperar pacientemente a que comience la siguiente canción y seguir bailando. Que una amiga diga ese “uno menos” cuando ETA ha matado a un Guardia Civil. Apresurarse a tomar un sorbo de la cerveza para no tener que fingir un gesto de aceptación, pero, a su vez, evitar la respuesta de rechazo. Ir a pagar la ronda a la barra del bar que está empapelado de consignas políticas y pancartas del hacha y la serpiente que ya, por tan vistas, dejas de ver. Pagar con un billete y que el camarero, sin preguntar, introduzca las monedas que sobran en una hucha para la causa de los presos de ETA. No decir nada, coger los “potes” y volver a la mesa. En definitiva, no darse cuenta, o no querer darse cuenta de la violencia que te rodea. Estar anestesiada.
Estas no son las vivencias que escribe Portela en su libro. He querido incluir aquí otras mías que la lectura del libro me hizo recordar. Cualquier persona de mi generación y de la anterior a la mía, al menos, tendrá las suyas. Y no creo que las que he mencionado le suenen tan extrañas. Por eso, y como dice la autora en su libro, conviene ser un poco más estricto al delimitar el concepto de víctima. Se ha venido diciendo, sobre todo estos últimos cinco años sin asesinatos, que la sociedad civil vasca ha sido víctima del terrorismo. A este respecto, Portela es contundente, ya que el peligro que se corre al considerar a toda la sociedad como víctima, es el de igualar los sufrimientos. Y, evidentemente, no es lo mismo recibir un balazo mientras tomas el café en el bar de siempre, que sufrir leyéndolo en el periódico. No es lo mismo perder a un familiar en un atentado con coche bomba por pensar de manera distinta, que sentirse algo incómoda al oír gritar consignas violentas. Pero, sobre todo, no es lo mismo jugarse la vida que no hacerlo. Lo mismo que las responsabilidades no son las mismas en todas las personas, los sufrimientos tampoco los son.
Ante esto, Portela apuesta por la imaginación y su capacidad, no sólo de generar realidades, sino de controlar los afectos. Porque el problema fundamental de la complicidad del silencio en Euskadi viene dada por la anulación de los afectos y el derrumbe de la imaginación del semejante como espacio común que sostiene la humanidad. Pero esa imaginación no se refiere simplemente a la empatía, como podría entenderse en una primera lectura, sino a un estado de inteligencia, ya que la ausencia de la capacidad de imaginación se traduce para Portela, cuando cita El mal consentido de Aurelio Areta, en estupidez.
Partiendo de estas premisas, la autora realiza un viaje por diferentes aportaciones artísticas que, con distintos enfoques, se acercan al “tema vasco”, colocando esa imaginación que conlleva todo acto artístico como punto fundamental para el conocimiento, la crítica y la autocrítica. Siendo siempre precavida, Portela no niega, sino que se molesta en visibilizar las diferentes violencias que se han ejercido alrededor de está cuestión. Y lo hace porque, en esa llamada imaginación del semejante, se debe también dejar espacio al tema de las torturas policiales y los abusos de las fuerzas del orden sobre la población civil, así como el tema de la dispersión de los presos de ETA y sus consecuencias en los núcleos familiares, para realizar una fotografía completa del clima de terror y violencia que se alcanzó en Euskadi. Si bien la autora considera estas cuestiones necesarias para el total conocimiento del conflicto, se guarda de equiparar dolores y sufrimientos. No pretende empatizar con los asesinos, sino sacar a la luz una realidad existente de manera que se pueda, a través de la imaginación, conocer la situación completa, sin caer en el error de justificarla. Porque el objetivo debe ser conocer, más que comprender, como tan lúcidamente lo dijo Primo Levi en su imprescindible Si esto es un hombre: conocer es necesario; comprender es imposible.
Se trata, el fin y al cabo, de valentía. No la del héroe -ya que a nadie se le puede exigir que lo sea- sino la valentía de reconocer la falta de imaginación propia, el papel social que cada uno haya querido o podido asumir, más allá de que en su fuero interno esté convencido de su rechazo total a la violencia. Se trata de la valentía de romper el silencio, de mirarse al espejo y saber que, en mayor o menor medida, fuimos testigos de tantas atrocidades que anestesiaron nuestros afectos. Pero esa valentía debe ser también utilizada para, a través de esa imaginación del semejante, darse cuenta de que los grises ocupan más espacio que los blancos y los negros. Edurne Portela ha roto su silencio y ha mostrado, a pesar de las evidentes ausencias que puede haber en el libro, que la imaginación y el arte juegan un importante papel en la deconstrucción y la construcción de la realidad; que, cuando los hechos no son más que eso, la imaginación es, quizá, una de las pocas herramientas que tenemos a nuestro alcance para conocer a los demás, pero, sobre todo, para conocernos a nosotros mismos.
En Las auras frías (Anagrama, 1991) Jose Luis Brea suavizaba el diagnóstico de Walter Benjamin sobre el efecto de la reproductibilidad técnica en la obra de arte. La tesis que abre el libro sostenía que el aura, contrariamente a la desaparición diagnosticada por Benjamin, seguía flotando «vaporosamente en torno a la obra» aunque su constitución era la de un halo frío cuya electricidad actuaba precisamente como el nuevo origen de todos los flujos simbólicos que van desde el objeto hasta su ámbito representativo. La implicación más importante de este nuevo régimen mediático de reproducción, continuaba el autor, era la estetización difusa pero patente de todos los ámbitos reales y virtuales de la existencia. Hoy en día, veintiséis años después del texto de Brea y con ejemplos como la posibilidad de mostrar contenido efímero de las redes sociales, parece evidente que esta colonización estética sigue completándose y que uno de sus espacios principales es el escenario digital.
La música digital, entendida como aquella cuya recepción está mediada por un dispositivo o elemento digital, está especialmente sujeta, por su propia existencia desde la reproductibilidad técnica, a la circulación y los efectos de estas auras frías. Uno de los procesos favorecidos por esta condición es el de la intensificación y atenuación de la presencia, tanto material como simbólica, de músicas no siempre nuevas pero sí envueltas por nuevas categorías musicales. La presencia puede entenderse como el acto de mostrarse, hacerse presente, representada por dos tipos de recepción: oír y escuchar. Esta distinción, hecha por Barthes en Lo obvio y lo obtuso: imagénes, gestos, voces (Paidós, 1986), considera que oímos cuando nuestra atención no se orienta hacia lo percibido como ente concreto, por lo que no tratamos de descifrar sus códigos ni realizamos una reelaboración intersubjetiva explícita. La música que se oye pero no se escucha y por tanto no entra en el juego de las significaciones, es aquella musique d’ameublement de Satie que dota de ambiente sonoro un centro comercial o aeropuerto pero cuya presencia podríamos llamar negativa, es decir, material pero no simbólica.
Una de las nuevas categorías que puede entenderse mejor desde las auras frías es el vaporwave, establecido como género a partir de 2010 desde tendencias como el seapunk. Aunque musicalmente es bastante dispar y ha mutado en multitud de microgéneros, en general podemos decir que proviene de músicas con presencia negativa como el ambient, smooth jazz o new age, que samplea y repite con la aplicación de diversos procedimientos (compresión, pitch shifting, distorsión…) para, en definitiva, intensificar la presencia de una música tradicionalmente ausente de la escucha. La intención y el efecto de este hacer presente lo velado ha tendido a leerse en el vaporwave como una reapropiación subversiva de elementos del capitalismo a modo de détournement situacionista —como sugiere Grafton Tanner en Babbling Corpse (Zero Books, 2016)— aunque esta interpretación ha sido objeto de críticas tanto formales como de contenido. Al margen de este debate, interesante en sí mismo, es importante señalar que su condición digital —la circulación de las auras frías de las que hablábamos— ha sido central para su crecimiento en redes como Tumblr o Reddit y el desarrollo de su discurso visual, basado sobre todo en la cultura pop de las décadas de 1980 y 1990 a través particularmente de la animación informática de ese momento (Windows 95, videojuegos de 16 bits o la Web 1.0), en lo que podríamos considerar un acto paralelo de (re)presentación, esta vez desde lo iconográfico.
リサフランク420 / 現代のコンピュー (Lisa Frank 420 / Modern Computing) de Vektroid, uno de los temas clásicos del primer vaporwave
Otro caso paradigmático es el llamado chill hop o lofi hip hop. En lo musical no es, en ningún sentido, una novedad y puede relacionarse sin problemas con productores actuales como Freddie Joachim y Damu the Fudgemunk o el lado más amable del sonido conocido comercialmente como trip hop —sellos como Ninja Tune o Mo’Wax— hasta el punto de que hay quien lo considera un subgénero, previa eliminación de cualquier factor experimental y acentuación elemento jazzístico. Sin embargo, un cambio interesante que opera en su forma de representación es que sitúa en primer plano un elemento inicialmente secundario, el fondo musical para la melodía o el recitado rítmico de un rapero. Simultáneamente, en un juego de presencias y ausencias, a la vez que rescata este soporte como protagonista sonoro invierte su presencia ofreciéndolo como música de fondo, por lo que en los títulos de sus listas y mixes aparecen palabras como ambient, cafe, study, relax o afterhours.
Además de esto, plataformas como Youtube han posibilitado un fenómeno que añade otro tipo de presencia a la mediación de esta música, el streaming musical. Por ejemplo, el canal Lofi Hip Hop 24/7 Chill Study Beats Radio emite «en directo» ininterrumpidamente desde hace meses música encuadrada en este género a través de una lista de reproducción que suena junto a la imagen de un anime —Wolf Children, Summer Wars y similares— convertida en un loop infinito. Este canal suele rondar los 4.000 oyentes simultáneos, que además interactúan entre ellos a través del live chat de la aplicación. La gente escribe acerca de lo que hace mientras suena la música. Hablan de lo que estudian, comen o pintan —un examen de arquitectura, la mejor pizza de San Francisco, una mala imitación de Renoir— con alguna mención a la música, que se oye más que se escucha. A la presencia de la música se suma por tanto la de las personas que forman, en cierto modo, la sociedad de emisores con la que Barthes fantaseaba en su autobiografía Roland Barthes por Roland Barthes (Paidós, 2004).
La emisión en directo de Lofi Hip Hop 24/7 Chill Study Beats Radio
Los cambios que la reproductibilidad técnica introduce sobre la música y sus prácticas sociales van, en definitiva, mucho más allá de una pérdida o metamorfosis en su aura. Las auras frías, en términos de Brea, determinan flujos simbólicos cada vez más complejos desde y hacia el medio digital como régimen de representación. Puede que a la música digital se le haya incorporado un valor diferente tanto al ritual como al exhibitivo, un valor que podríamos llamar congregativo y que genera presencias y comunidades virtuales. El hecho de que la presencia y la interacción con otros pueda ser tan importante como la de la música misma nos obliga a recordar que, a pesar de visiones apocalípticas y simplistas sobre una red anónima o líquida, como sugirió Eloy Fernández Porta en Homo sampler (Anagrama, 2008) la red también es capaz de consolidar cosas etéreas tales como amistades, vínculos o deseos a la vez que las articula en estructuras sólidas a pesar de su condición digital.
* Sobre las relaciones entre sujeto y dimensión mediática es interesante leer el texto de Ernesto Castro contenido en Redacciones (Caslon, 2011), de donde he tomado las referencias a Barthes y Fernández Porta.
Se pueden preguntar qué hace una mujer con mi perfil escribiendo sobre Súbeme la radio de Enrique Iglesias y Despacito del puertorriqueño Luis Fonsi. Pues en parte de eso trata este texto: de estereotipos. Hablé sobre este tema en mi artículo Música de mierda sobre el libro homónimo (en español) de Carl Wilson, el cual versa sobre el gusto, los prejuicios y los estereotipos (musicales). Vivimos inmersos en estos. Por mis facetas estoy acostumbrada a encontrarme a menudo con ellos, por ejemplo los supuestos perfiles contradictorios entre intérprete y musicólogo, profesor no universitario e investigador y un largo etcétera. Estereotipos y más estereotipos. Es como si tuviésemos que elegir solo una faceta. Aplicado al gusto estético, en ocasiones hay un cierto encasillamiento o más bien encorsetamiento en relación a lo que escuchamos desde el punto de vista de otros. Lo mismo sucede con la -para mí- arcaica diatriba entre música clásica y música popular, que englobaría en general casi todos los estilos. Muchos en pleno siglo XXI consideran que la música clásica es la más elevada de todas y por ello hablan de manera despectiva de los demás estilos y artistas. Incluso dentro de la clásica nos encontramos con esa misma altanería en relación a épocas, géneros y compositores. No pretendo igualar una composición de Ludwig van Beethoven con una canción de Maluma pero cada tipo de música tiene su porqué, su lugar y su momento. Es probable que cuando se hagan ese tipo de críticas peyorativas, no se tengan en cuenta esos factores.
También me suelo topar con artículos que parecen haberse escrito desde lo alto de un púlpito donde el autor nos indica lo que está bien o mal, lo que debemos ver o escuchar y hasta nos hacen un escarnio público por realizar nuestra elección (influenciada -o no tanto- por la sociedad). Nos vienen a decir -en un tono más borde que amable- lo listos y divinos que son porque sienten una especie de necesidad de enseñarnos el camino correcto y, pobres de nosotros, nuestras limitaciones. Personalmente no me gusta esa ranciedad. ¡Qué aburrimiento!
Estos dos temas tienen en común que son canciones que mezclan el pop latino y el reguetón. Se suele hablar del machismo de las letras en el reguetón -aunque existen otros tipos de textos en este estilo- y no tanto de su ritmo que es repetitivo y no es complejo. Lo que suele suceder es que si solo se toca ese ritmo, sin melodía alguna, la gente empieza a moverse al ritmo que se marca. ¿Casualidad? No. Con tanta altivez a veces perdemos de perspectiva que la música tiene muchas funciones, entre ellas una social (imagínense una fiesta en la que no suene música alguna, por ejemplo), de evasión y para bailar y pasarlo bien. Porque esa es, a mi entender, la función principal de estos dos temas. De hecho, cuando muchas personas quieren evadirse de sus problemas o simplemente amenizar su rutina o mejorar su estado de ánimo, escuchan música. Qué canciones elijan dependerá de un amplio abanico de factores en el que no solo se deberían incluir la educación recibida o el contexto sociocultural. Uno de los problemas que veo es que se suele tratar a la población o al público como si fuese tonto y no es así. La gente sabe lo que le gusta, independientemente de que vaya en relación con lo que ve/escucha la gran masa. En muchas ocasiones no escuchan determinados estilos porque no les atraen o por desconocimiento de artistas, géneros y obras. Pero si un gran rango de población se deleita con estos temas, ¿cuál es el problema? Escucharlos y que te gusten no implica que no te interesen otros de los denominados «selectos». No es incompatible.
Además, estas canciones están acompañadas de unos vídeos que fueron grabados en lugares fantásticos como son La Habana (Cuba) y Puerto Rico, respectivamente. Constan de una buena realización y fotografía, y en ellos aparece gente disfrutando del momento, consiguiendo transmitir buena energía. El hecho de estar interpretados por dos artistas latinos atractivos es una añadido al que hay que sumarle las colaboraciones de Descemer Bueno, Zion y Lennox en el caso de Súbeme la radio, y Daddy Yankee en el de Despacito. A lo largo de los años, Daddy Yankee se ha consolidado como uno de los cantantes más importantes de reguetón con temas muy populares y sus colaboraciones con otros artistas consiguen que esas canciones tengan aún más éxito.
Los resultados son abrumadores: la canción de Enrique Iglesias, en la que escucha música mientras ahoga sus penas de amor con alcohol, tiene más de 243* millones de visualizaciones. El cambio de registro de Luis Fonsi, quien solía cantar baladas, es doble no solo por el estilo, sino porque en esta canción hablan de manera bastante explícita de sexo, que no de amor. Porque la música también ha servido desde tiempos inmemoriales para enamorar y para ligar. Así podemos escuchar expresiones como «firmo en las paredes de tu laberinto», «quiero ver cuánto amor a ti te cabe» o «déjame sobrepasar tus zonas de peligro hasta provocar tus gritos». La controversia aumentó hace unos días con la versión que incluye la colaboración de Justin Bieber, uno de los cantantes más criticados de las últimas décadas. Porque en determinados contextos se trata de una manera diferente a un cantante según el estilo en el que se haya especializado. Como dije en relación al comportamiento insolente de alguien del público en un concierto en el Teatro Real, cualquier artista merece ser respetado, independientemente de que no nos guste lo que hace.
Desde luego a Luis Fonsi le está dando resultado su fórmula porque el vídeo Despacito ha batido récords y ya tiene más de 1.100 millones de visualizaciones en YouTube y es número 1 en Spotify, siendo la primera canción latina y en español en alcanzar ese logro en esta plataforma de streaming.
Viendo el huracán latino que está arrasando en los medios, tal vez podríamos plantearnos qué es aquello que funciona para atraer al gran público a determinados géneros musicales que mucho tiempo después siguen siendo (prácticamente) minoritarios. Al fin y al cabo, la música es para disfrutarla y tenemos la opción de elegir la banda sonora que nos acompaña. Así que disfruten.
* En tan solo 4 días los visionados aumentaron en más de 8 millones.
Desde su aparición en pantalla allá en el año 1962, El ángel exterminador ha provocado reacciones muy variadas y críticas de la más diversa índole. La película está considerada, eso sí, una de las mejores del cine mexicano, un imprescindible de Buñuel y una de esas cintas internacionales que ningún cinéfilo que se precie se debe perder. En su momento ganó el premio de la Sociedad de Escritores del Cine en Cannes y el Premio Fipresci de la crítica internacional. Pero, como digo, existen opiniones muy diversas acerca de esta extraña y original cinta.
En primer lugar, es importante recordar algunos datos. Luis Buñuel es uno de los cineastas españoles más reconocidos a nivel internacional. Aragonés de nacimiento, se interesó por el cine desde muy joven. Después de su primera película, El perro andaluz de 1929, dirigió más de treinta películas a lo largo de su carrera cinematográfica. En España fue parte de la Residencia de Estudiantes, donde conoció y forjó una estrecha amistad con Salvador Dalí y Federico García Lorca; en París formó parte del grupo surrealista, integrado por artistas como André Breton, Max Ernst o Tristan Tzara, entre otros; también trabajó para varias productoras de Hollywood, y en la década de los 40, tras haber abandonado España durante la Guerra Civil, llegó finalmente a México, país en el que rodó la mayor parte de sus películas (entre ellas El ángel exterminador y Los olvidados, una de las mejores películas de la historia del cine, hecho que avala el que haya sido incluida por la UNESCO, junto a otras contadas películas, en el Patrimonio Cinematográfico de la Humanidad).
Pero la película de la que me ocupo hoy no es Los olvidados, sino El ángel exterminador. Esta película, filmada en 1962, fue producida por Gustavo Alatriste y contó entre sus actores principales con Silvia Pinal (protagonista también de la emblemática Viridiana), Enrique Rambal y Claudio Brook. Aunque el film fue en general bien recibido por la crítica, la extraña historia de estos personajes despertó reacciones diversas.
La historia comienza cuando un grupo de personas de la alta sociedad mexicana se reúne en la casa de una de ellas tras salir de una función teatral. Una primera consideración que es interesante tomar en cuenta es que al inicio de la película la llegada de estas personas a la mansión de la calle Providencia contrasta con la salida, prácticamente huida, del personal de servicio. Los cocineros y sirvientes se van apresurados porque “saben” que deben salir de la casa cuanto antes, “saben” que algo está pasando; y más allá de la incógnita de qué es lo que pasa en la casa (incógnita que no se resuelve en la película), es importante hacer notar el conocimiento de la situación por parte de un grupo de personas frente al desconocimiento o la ignorancia de otro. No creo que sea casual que quienes “conocen” el problema de la mansión de Providencia sean las personas más humildes y sencillas, frente a la acomodada burguesía que, pese a sus recursos, ignoran muchas cosas (aún hoy día es importante conocer y revalorizar lo que se suele llamar “sabiduría popular”, cada vez más desdeñada pero con un valor real inconmensurable).
El misterio se manifiesta cuando el grupo reunido se percata de que no pueden salir de la sala en la está teniendo lugar la reunión. ¿El motivo? Como ya decía, el motivo queda totalmente desconocido a lo largo de la película, pero la atención de la historia no se centra en el misterioso acontecimiento que imposibilita a todos los invitados salir de la mansión (o entrar a cualquiera de fuera), sino en las reacciones que un acontecimiento como éste provoca en los diferentes personajes. Y ahí es donde comienzan las múltiples interpretaciones y críticas.
Las diferentes actitudes que van adoptando cada uno de los personajes, incoherentes, surrealistas y sin sentido para algunos, son el puro reflejo de la condición humana para otros. El misterioso encierro deja a este grupo de personas, con el paso de las horas y los días, sin víveres. La comida y la bebida escasean, la falta de higiene se hace presente y la desesperación aumenta conforme transcurre el tiempo. La reacción de los personajes ante la situación pone a prueba los finos modales de la clase alta que a lo largo de la película va desprendiéndose del artificioso comportamiento social para dejar paso a las supersticiones, las pasiones, la desconfianza de todos y hacia todos, la competencia, los miedos y, sobre todo, a la incapacidad del grupo para organizarse y lograr una solución para poder salir de la casa.
De este modo, Buñuel explora en lo más hondo de la condición humana cuando existen condiciones extremas, y la incógnita que plantea en su película no es la del motivo por el que los personajes no pueden salir de la casa, sino la de por qué, aún en condiciones adversas, estas personas no son capaces de comunicarse, de ponerse de acuerdo y de priorizar la necesidad de encontrar una solución frente a los sentimientos y pasiones generados por la situación.
Cabría preguntarse aquí por lo que hubiera ocurrido si las personas encerradas no hubieran sido gente de la clase alta sino personas más humildes; si se hubieran quedado encerrados, en una situación similar, los sirvientes y cocineros. ¿Habrían encontrado una solución? ¿Se habría degenerado su comportamiento en pocos días al mismo nivel? ¿La respuesta a situaciones límite nos iguala a todos independientemente de nuestra condición social o éste es un factor decisivo en nuestro modo de afrontar problemas? ¿La falta de recursos económicos nos aporta otro tipo de recursos más “humanos”?
Tampoco estoy muy segura de hasta qué punto este tipo de cuestiones estaban presentes en la mente de Buñuel a la hora de rodar la película. Quizá, en parte, la historia no es más que un pretexto para explorar el curioso lenguaje cinematográfico de la repetición, que es, sin duda, la característica técnica más importante de esta película. Hay más de veinte escenas repetidas (eso sí, no con total exactitud) a lo largo de la película; y es una repetición, la repetición de una misma postura de todos los personajes al compás de una misma melodía, lo que finalmente posibilita que este grupo pueda salir de nuevo de la mansión.
Como quiera que sea, El ángel exterminador, más de medio siglo después de su estreno sigue dando qué hablar y qué reflexionar. Al respecto, el compositor inglés Thomas Adès acaba de presentar hace pocos días su nueva ópera, The Exterminating Angel, basada en la película de Buñuel. No os perdáis mañana el artículo de mi compañero Elio Ronco al respecto de este estreno.
A lo largo de la historia se fue obviando el papel fundamental de las mujeres en el desarrollo de la misma. Sin embargo, desde hace unas décadas, se está tratando de recuperar su importancia a nivel general y también con su estudio en diferentes campos, tanto a nivel científico como divulgativo. Sobre este último, me encontré con otra novedad editorial este año: Sabias. La cara oculta de la ciencia, de la catedrática de Química Inorgánica Adela Muñoz Páez. Este es un libro ambicioso porque trata de poner en la palestra para el gran público a científicas de todas las épocas, es decir, que abarca miles de años con sus diferentes características históricas, sociales y culturales. Se centra en determinadas investigadoras de bastantes épocas y el estilo utilizado en la narración es asequible y entretenido. Por lo que con este amplio planteamiento me acerqué a diferentes especialistas. Voy a destacar algunas científicas de las que más me gustaron.
Comenzamos este gran recorrido con la gran Enheduanna, la suma sacerdotisa acadia que escribió su nombre, uno los primeros de los que tenemos constancia. Su cargo acarreaba una gran autoridad religiosa y política y también ser astrológa, lo que por aquel entonces estaba unido a la astronomía. Por si esto fuera poco, se trata del autor y poeta más antiguo conocido hasta la fecha. Imagínense el poder que pudo alcanzar esta mujer hace más de cuatro mil años.
Otro caso de la antigüedad es el de Hipatia de Alejandría (370-415 d.C.). Tal vez de las más conocidas en parte gracias a la película Ágora (2009) de Alejandro Amenábar. De nuevo nos encontramos con una mujer que adquirió un gran poder por su sabiduría e inusitada independencia en aquella época. Era hija y discípula del astrónomo Teón. Fue filósofa, astrónoma y matemática. Tuvo como alumnos a hombres que llegaron a ostentar importantes cargos, como Orestes. No obstante, debido a intereses políticos y religiosos, sufrió una cruel muerte y su cuerpo fue tratado con absoluto desprecio por todo lo que ella encarnó: mujer, independiente, sabia, científica, pagana. En el libro la autora afirma que fue asesinada como víctima colateral de la enemistad entre Orestes, prefecto imperial en Alejandría, y Cirilo, patriarca eclesiástico de esa ciudad. Sin embargo, en otros escritos no está claro el motivo por el que fue asesinada.
Dando un gran salto histórico conocemos a Gabrielle Émilie de Breteuil, marquesa de Châtelet, en la Francia del siglo XVIII. La sociedad se burló de ella cuando decidió dedicarse al estudio de las matemáticas y la física, para lo cual estudió las teorías de Isaac Newton y tradujo sus obras al francés. Debido a la larga tradición que asociaba la inteligencia a los hombres, Immanuel Kant, que la admiraba como pensadora, le dedicó las siguientes palabras: «Una mujer que es capaz de realizar complejas disertaciones sobre mecánica como la marquesa de Châtelet podría igualmente tener barba». Era una trabajadora incansable y tuvo como gran compañero en el estudio y en la vida al filósofo, poeta y dramaturgo Voltaire. Fue otro escándalo que convivieran y tal vez aún más que trabajaran juntos. De hecho, comenzaron estudiando la naturaleza del fuego y Breteuil escribió así su primera obra en 1739: Dissertation sur la nature et la propagation du feu (Disertación sobre la naturaleza y propagación del fuego).
En este libro hay un capítulo que me resultó controvertido: el dedicado a la española OlivaSabuco.En su supuesta obra Nueva filosofía* (1587) se afirma que el conocimiento se adquiere por la experiencia, lo que fue una osadía al contradecir a Aristóteles, la gran figura en este campo durante siglos. O que el corazón no albergaba las emociones, sino el cerebro. Unas ideas revolucionarias. Al final de este capítulo aparece: «Una vez expuestos todos estos argumentos, consideramos que el mejor argumento a favor de la autoría de Oliva es la obra misma: su lectura no deja margen a la duda sobre la autoría femenina de la obra». Después de leerlo y no haber leído dicha obra, no me queda claro por qué es la autora y me abre algunos interrogantes. Por ejemplo, ¿al leer cualquier trabajo sabemos solo por el estilo que se trata de una escritora? Porque a lo largo de la historia hubo mujeres que utilizaron un seudónimo masculino para que su obra fuese publicada, como Amandine Aurore Lucile Dupin, quien firmaba como George Sand. En este caso, las afirmaciones de Muñoz Páez le conceden la autoría a la hija y no a su padre, Miguel Sabuco, como aparece en los catálogos:
Oliva fue considerada durante más de trescientos años como la única autora de la Nueva filosofía. Sin embargo, el descubrimiento en 1903 de unos documentos del bachiller Sabuco, en los que se declaraba único autor de la Nueva filosofía, fue suficiente para que los responsables de la Biblioteca Nacional consideraran probado que la obra había sido escrita por él.
Esto me llamó tanto la atención que me puse en contacto con la Biblioteca Nacional y amablemente me explicaron toda la documentación que se ha utilizado y revisado para mantener como autor a Miguel Sabuco**. Sin embargo, podría modificarse en función de las investigaciones que se realicen.
Cambiando de campo, si nos preguntaran por una científica, probablemente nombraríamos a Marie Sklodowska-Curie. Veamos: era mujer, muy pocas universidades las admitían, era pobre, judía y una extranjera que quería investigar en París. Con estas circunstancias ganó el Premio Nobel de Física en 1903 (junto con Henri Becquerel y su marido Pierre Curie) y el Nobel de Química en 1911. Fue la primera mujer en obtener este galardón. En 116 años de historia se han entregado 809 premios y se les ha concedido a 35 mujeres. Es decir, que tan solo el 4,32% de los premiados han sido mujeres. Son unos datos escalofriantes. ¿De verdad hay tan pocas mujeres ilustres que no merecen esta gran distinción? Aunque no hace falta irse tan lejos, basta con mirar los datos de la Real Academia Española: en tres siglos solo ha habido 11 mujeres que hayan sido académicas.
En definitiva, nos encontramos ante una serie de figuras que nos muestran que hubo mujeres que lograron avances en la ciencia y que en pleno siglo XXI la mayoría siguen siendo grandes desconocidas. Conocemos una serie de tópicos históricos sobre la imposibilidad de las mujeres de ser inteligentes, la consiguiente mofa a nivel social y académico cuando intentaron estudiar e incluso la incompatibilidad de ser bella e inteligente. ¿Todo esto está obsoleto? Ojalá. Hace pocos días me sorprendió un artículo publicado en El País con el provocador títuloPornografía y vigorexia donde, entre otros temas, el autor habla de la estética de la pianista Yuja Wang de la siguiente manera:
Menciono el caso de Yuja Wang por su minifaldas y por sus otras indumentarias atrevidas (la foto superior, en plan sesión sadomasoquista). Y no desde la mojigatería, sino desde el embarazo que proporciona la colisión entre las cualidades artísticas -las tiene la pianista china de serie, y las ha perfeccionado aún más en su promiscuidad musical con Radu Lupu y Kavakos– y la necesidad de construir un personaje.
Bien, llevar algo de cuero o látex no te hace pertenecer a la estética sadomaso. Desde luego sí me parece que la mojigatería está demasiado presente en ese artículo y que el meter la palabra promiscuidad para referirse al talento de esta pianista y su capacidad para tocar con intérpretes masculinos está totalmente fuera de lugar y tiene un doble sentido de muy mal gusto, algo que -dado el recorrido histórico realizado- parece seguir siendo habitual. Lo que me planteo es ¿se les analizaría de la misma manera si fuesen hombres?
* El título completo es Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos, la cual mejora la vida y salud humana.
Ser algo, a menudo, implica no-ser otra cosa. Es decir, uno se pretende definir para decir aquello que no es. Al menos, esto es bastante así en la cultura occidental. Puede que esa sea, tal vez, una razón fundamental para entender el porqué uno es llamado a disimular los afectos hacia aquello no-humano. Hablo, esta vez, de mascotas. Y, en concreto, de perros.
Me haría un flaco favor a mí y, seguramente, a toda persona que me pueda leer, si hago un repaso sobre la historia de la convivencia, la domesticación, adaptación… de los perros. Pues es largamente conocida. Y quién quiera, puede recabar toneladas de información en pocos segundos. Tampoco creo que sea oportuno discutir, ahora, sobre si el perro puede querernos de una manera que ningún otro animal podría o si esto no es así. Tengo mi opinión formada sobre ello pero no es éste el momento de ensuciarse las manos. Ha habido y habrá momentos más propicios para el choque de trenes. Me limitaré a decir algo: los perros marcan un hecho diferencial en la cultura humana. Esto es incontrovertible.
Frederick Smallfield (1828-1915) – Girl & Dogs Charity
Sería difícil conocer a alguien a quién no le haya cambiado la vida tener un perro como mascota. Toda persona con la que he hablado sobre ello ha manifestado una alegría inmensa, una emoción indescriptible, algo que es fácil de sentir y complejo de explicar. No obstante, pareciera haber algo de «feo» en todo ello. Parece haber un mensaje: no es «racional» amar a quién no es de tu especie. Pero, otra vez, adentrarse en ese debate sería estéril porque, antes de todo, deberíamos ponernos de acuerdo en qué entendemos por racional. Y ahora no tengo tiempo para ello. A decir verdad, haya o no algo de «feo» en esto, no se podrá evitar que cada uno sienta ese vínculo como algo íntimo. Los canes no se lo cuestionan: sienten. Y, en este caso, es de ser agradecido tratar de hacer lo que ellos hacen: sentir.
Así que, cuando faltan, cuando ya no están, se siente también. Se les echa de menos. Pero, de nuevo, hay un imperativo que lleva a disimular (o, cuanto menos, a atenuar) ese sentimiento. Nadie comprendería que uno no fuera a trabajar por su luto. Pero ese luto está ahí. Y está porque debe estar.
¿Por qué deberíamos ocultar nuestra tristeza ante su muerte, si pudimos mostrar tanta alegría gracias a ellos? Quizás, aquellos que se nieguen a comprender estas emociones no lo sepan: pero si fuimos más amables, si comprendimos mejor los problemas, si llegamos al trabajo más contentos y animados, si fuimos más generosos… sí, en definitiva, nos convertimos en mejores personas fue, queramos o no, porque estábamos influidos por nuestras mascotas. Porque su compañía, su afecto y su forma de ser nos transformó para siempre.
Nos duele que se vayan porque tenemos la sensación de que han dado mucho más de lo que han recibido. Y esto será siempre así, por mucho que hayan recibido. Así que todo duelo será pequeño en el tiempo si entendemos que, gracias a ellos (nuestros perros), nunca volveremos a ser iguales. Porque gracias a su amor, se simplificó todo. Sólo nuestra gratitud hacia ellos nos puede sanar: y afortunadamente, hay mucho por lo que estar agradecido.
Nunca podremos olvidar tu negro azabache y, por encima de todo, tu cariño sanador.