Sociedad porvenir-amorosa

Sociedad porvenir-amorosa

¿Qué es eso que estás esperando leer? Desanticipa la idea. Suelta el cuerpo. Centra tu
atención en el pálpito. Pregúntate en qué instante del día te encuentras. ¿Es este no más
que un entretanto de lo que hay que hacer? ¿Sientes ansiedad por el tiempo que te tome
llegar a término?

Por mi parte, ahora mismo, pretendo hendirme en la propia dinámica que conlleva
escribir un texto, me despego paulatinamente de la intención cortocircuitada en pos de
practicar una originariedad, esa que se hoy día se nos deslinda entre los dedos. No
obstante, como dice Hölderlin, “donde está el peligro, está la salvación”, y ella, a mi
parecer, se desliza latente unos compases más allá de nuestros pasos. Si levanto la vista
y reparo en la direccionalidad de su mirada en descenso, habré aprendido algo más de
nuestro mundo y de las posibilidades de despegar no se sabe hacia qué parte, pero al
menos, habría aparecido la oportunidad de un encuentro.

Hubo un día, en el metro, en el que la música entrelazó la mirada de la señora sentada
enfrente de mí, y la mía. El brío motivó el desenlace de un comentario aterrizado de
manera anacrusa, me dijo algo sobre el volumen desmesurado, pero la realidad es que
no fue más que un pretexto para salvar las sonrisas, luego risas, que la melodía había
generado entre nosotras. Después invitó a su hijo pequeño a la conversación, que
introdujo algún comentario típico de la edad “yo soy mayor” y mostró una disensión
forzada que no encubría más que un gateo con el que empezar a decir “yo”. Esto me
produjo una ternura inmensa. El resto de pasajeros se unió a la complicidad, nos
sonreímos.

No hace falta cantar a propósito de Dios para que emerja lo divino entre (y con)
nosotras, pensé al bajarme del metro. Nos habíamos despedido y presentado de una vez
en ausencia de todas las determinaciones que usualmente adornan nuestro discurso
. Un
día, por una vez, no fuimos más que amor. Performamos conocernos desde siempre al
encontrar en nuestro “entre” un latido desposeído que aparece y desaparece con la
misma fuerza y levedad con la que las manos apenas se rozan y se sueltan al despedirse.
Agradecemos, entonces, la posibilidad de rememorar el vuelo, nos hemos convertido
ahora una fotografía que no detengo.

Rememoro y celebro el tacto, lo aludo sin capturarlo.

Este es el “Andeken” presentado por Heidegger como la alternativa al pensar
representacional que se perpetúa en la mímesis y en el deseo de poseer lo inasible.
Quizá debamos comenzar ya a ensayarnos en la aceptación de esta condición nuestra
inasible, asumir –y ojalá, comenzar a amar- la consistencia de mi pálpito en este
momento que me hallo leyendo estas líneas, relegar la dominación del tiempo y
destrenzar la difícil -si no imposible- conjunción entre pretender amar al otro si no me
asumo ya en el movimiento mismo de amar que me ha sido donado. Volveremos a
reencontrarnos, mil veces, si espiro mi pertenencia.

Sin embargo, la melancolía –sentimiento que pienso que ha de sacarse del plano de lo
íntimo y traerlo aquí ahora- me contradice teórica y espiritualmente. Responde
directamente a una dicotomía sujeto-objeto asumida por la que deseo exasperadamente
la presencia del otro, o quizás, repetir la imagen ya vivida, sin reparar en el interludio
que en algún momento nos llevó a sentir nuestras manos alejándose. Propongo, ante
esto, trabajar en una serenidad con el mundo que aceptaría y ama lo que acontece como
un continuum,
sin corte temporal ni espacial, en el sentido de que no habría ya un
distanciamiento que apresar, sino que cabría la posibilidad del reconocimiento de sí
misma como un ser conformado por esa experiencia vivida, por la otredad que fuimos
en coexistencia. Una parte de mi ser es ahora su sonrisa, su saludo, su abrazo.

Quizás si reparásemos más en el motor de nuestros pasos, iríamos paulatinamente
generando una sociedad porvenir-amorosa.

Imagen portada: Rafael Arocha.

“Zorra”, de Nebulossa. Porque “el feminismo es divertido”

“Zorra”, de Nebulossa. Porque “el feminismo es divertido”

“Zorra”, la canción ganadora del Benidorm Fest 2024, está superando todas las expectativas. Incluso las de sus propios autores e intérpretes, María Bas y Mark Dasousa (Nebulossa), abrumados por la intensa acogida. El tema es una de las canciones más virales de Spotify no solo en España, sino a nivel mundial, y ha suscitado un insólito debate en torno a su mensaje. De hecho, ya contamos con una parodia de TV3 en la que la misma Isabel Díaz Ayuso también se “empodera” a ritmo de otr¡o insulto como es “Facha”. Incluso Pedro Sánchez ha opinado sobre la propuesta en una entrevista. En ella, el presidente, también llamado “Perro” por sus detractores (en sustitución de su nombre de pila), nos ha legado una inenarrable sentencia para la posteridad: “El feminismo es divertido”.

Numerosos artículos se están haciendo eco del éxito de Nebulossa así como las tertulias televisivas de todo signo, como “TardeAR”. Por otro lado, desde el ámbito de la investigación académica comenzamos a contar con algunas aportaciones que, por lo pronto, ponen sobre la mesa ciertos temas. En concreto, un tema que los estetas lectores de Rancière tanto disfrutamos, pero que rara vez traspasa nuestro dominio disciplinar. Me refiero al debate en torno a dos términos que suenan y hasta operan de manera parecida, aunque en esencia se opongan diametralmente: ética y estética.

El término “Zorra”, como es sabido, tiene en castellano una connotación peyorativa cuando es dirigido a la mujer: “prostituta”. “Zorro”, sin embargo, es empleado para definir a un hombre “hábil” o “astuto”. Como vemos, hay una clara diferencia en ambas acepciones, y aunque el primero se emplea como un insulto, tampoco podemos afirmar que el segundo sea exactamente un halago. “Astuto” define a alguien habilidoso, que sabe cómo mover sus cartas o dirigir los recursos que tiene a su disposición para lograr un determinado fin. Pero este fin habitualmente comprende un beneficio personal, difícil de conseguir. Un fin que requiere el empleo de ciertas maniobras moral y hasta legalmente discutibles. Para ello el zorro precisa de una necesaria discreción. Que no le vean.

Esta definición nos puede remitir asimismo al contraste entre “listo” e “inteligente”. Aunque ser “listo” puede tomarse como un cumplido, también “encubre” –y de “ser visto” va en el fondo todo esto– un cierto modo de hacer o maquinar. Y en una concreta dirección, para un determinado fin, como vimos antes con “astuto”. Normalmente ese fin, lo hemos adelantado, es el beneficio propio. El término “inteligente”, sin embargo, no tiene el peso moral de adónde se dirige dicho potencial, dicha virtud.

Con esto quiero ejemplificar cómo, aunque obviamente el primero está tipificado por la RAE como un insulto y el segundo no, tanto “zorra” como “zorro” se hallan socialmente cargados de connotaciones que atañen a una astucia sospechosa o debatible a nivel moral. “El zorro” también es un héroe de ficción, todos lo sabemos. Pero llamar “zorro” a un hombre en la vida cotidiana difícilmente puede considerarse solo como un halago. Señala a una virtud, está claro, pero a una virtud que solo funciona en la sombra. Al ser pronunciado, el epíteto identifica y desenmascara a quien opera virtuosa y sigilosamente para conseguir su objetivo. El zorro, al ser identificado como tal, es desenmascarado. Y, por lo tanto, comienza a dejar de serlo.

Apuntada esta cuestión, procedamos a analizar la canción en cuestión. El tema fundamental de “Zorra” no es nada nuevo. Las reivindicaciones feministas en el pop tienen ya una larga historia, y muchos seguramente recordamos a Las Vulpes y Meredith Brooks cuando dimos con el tema de Nebulossa. Además, en los últimos años es interesante comprobar cómo otros géneros musicales se han sumado a dicha tendencia, como el reggaetón. Lo que sí sorprende es que el mensaje de “Zorra” sea ejecutado no por una chica joven sino por una mujer madura, de 56 años. “Estoy en un buen momento”, canta con rotundidad María Bas. A rasgos generales, podemos resumir que se trata de una letra irónica, divertida, que aunque hace uso de ciertas expresiones ya conocidas, no cae en lugares comunes. A diferencia de muchas otras canciones pop, el tema desarrolla una historia y resulta entretenido precisamente por articular una narración sin repetir machaconamente su estribillo o agotar todo el mensaje en las primeras líneas. Algo que contrasta en una industria dominada por canciones musical y líricamente más cortas, sencillas y directas (a excepción del rap, cuyas letras obviamente son más extensas). En este punto, advertimos tanto la sofisticación lírica pero también musical del dúo, con un gran habilidad en la construcción de la melodía. Dentro, por supuesto, de los cánones del pop.

Ese es el otro punto que caracteriza tanto a la composición. Suena a los años ochenta. Al igual que lo hiciera Rigoberta Bandini hace poco –o La Casa Azul ya en 2008–, la canción elabora una historia más allá de temáticas de amor predecibles y lo hace con referencias vintage en lo musical un tanto arriesgadas, pues no tienen porqué conectar con una juventud que ha nacido y crecido en el contexto de la “música urbana”. Además, el poco castellano que escucha esta generación, en contraste con la de los años noventa y principios de los dos mil (compárese, por ejemplo, la lista de Los 40 de entonces con la de ahora), procede mayoritariamente de América Latina. Incluso muchos cantantes españoles como Abraham Mateo han incorporado los modos de hablar en dichas regiones –y ya no solo los estilos de música latinos– para acercarse a esa audiencia (Lo llegó a hacer hasta Nena Daconte…).

Todo ello hace de la candidatura de Nebulossa algo tan atípico en la industria musical generalista, quedándose en un lugar intermedio entre lo petardo, lo indie y la canción de Festival. Como los temas presentados al Benidorm Fest van destinados a representar a RTVE en Eurovisión, si uno quiere tener éxito en la competición internacional, debería tener en cuenta ciertas cuestiones. A nivel lírico es importante que la letra de la canción candidata sea lo más sencilla e impactante posible, a poder ser en inglés, para conectar con el gran público y abrir la puerta al mercado internacional. No es necesario una gran complejidad, pensemos en el “SloMo” de Chanel (“Apena’ hago doom, doom con mi boom, boom y le’ tengo dando zoom, zoom on my yummy”), sino de concretar, ejecutar (interpretación, coreografía) y empaquetar (vestuario, escenografía) el mensaje de la mejor manera posible. Esto es lo que llevó a Chanel a lo más alto de la tabla en Eurovisión 2022.

El debate moral suscitado por Nebulossa es muy interesante porque pone sobre el tapete dos cuestiones como son la resignificación de un insulto y el edadismo. Todo ello desde una comunidad autónoma, como la Valenciana, gobernada en coalición por Vox. Partido que, no lo olvidemos, ha censurado en la región tanto libros y revistas en valenciano como publicaciones de temática LGTBIQ+. Las críticas, obviamente, no han tardado en llegar. En cuanto a la resignificación del insulto, como podemos leer en dos investigaciones publicadas en The Conversation, esta tarea, se entiende, es potestad de quien lo sufre por cuanto es a él a quien va dirigido. Los significados están siempre en continuo cambio y negociación en función de su uso. Al apropiarse de un insulto y llevarlo al absurdo en su constante repetición y mofa, este pierde su operatividad. Asimismo, se lanza un mensaje a quien insulta: ya no me duele.  De este modo, como ocurre en la teoría queer, uno desactiva su carácter peyorativo. Las armas del enemigo, gracias a una sutil intervención, se vuelven absurdas. El insulto descarrila. Como proyecto, esta idea resulta estimulante por transformadora, pues si cambiamos los significados tenemos el poder de cambiar el modo en el que interpretamos la realidad. Y esto no es nada más y nada menos que, como diría Ludwig Wittgenstein, nuestro mundo.

Pero quisiera, si me permiten, “rebajar los humos” (tan apabullantes en estos escenarios, por cierto) y pensar el tema desde una óptica menos ambiciosa. Quisiera, por supuesto, no tanto generalizar, como se hace desde el feminismo transexcluyente –que por supuesto abomina de esta propuesta–, sino limitarme estrictamente a lo que la canción cuenta. Aunque de forma constante se está extrapolando el mensaje de “Zorra” a todas las mujeres, en realidad la canción parte de una experiencia personal de la propia cantante. De hecho, está escrita en primera persona: “Soy”, canta repetidamente María Bas. En ningún momento se promulga un “somos”. Si a ella, individualmente, le han llamado zorra y ha escrito esta canción para sanarse de la agresión verbal, todo el debate en torno a si empodera o no a la mujer (así, en abstracto), es secundario. Si “lo personal es político”, ¿porqué nos vamos directamente a lo político sin preguntarnos lo más mínimo por María Bas? ¿Dónde queda el individuo en todo esto? “Zorra” no habla tanto de “la mujer”, sino de ella como mujer. Y en lo que haya vivido y lo que quiera expresar poco más podemos decir, al margen de que nos identifiquemos más o menos. Extrapolar de primeras su mensaje a todas las mujeres (y en efecto, muchas se ven identificadas) implica pasar por alto la vivencia concreta de María Bas.

Además, es preciso recordar que estamos hablando de música, no de un mitin político. Toda propuesta artística “encarna” un significado, en palabras de Arthur C. Danto. Lo encarna, no lo ilustra. Es decir, necesita de una forma, de una corporeidad, de una materialidad para catalizarlo. Por este motivo, voy a incidir en la ejecución del tema: cómo es cantado e interpretado y cómo es planteada su puesta en escena. En Eurovisión, es bien sabido, no hay unos criterios de calidad definidos para elegir a la mejor canción (para ganar la competición), escribe Philipp Le Guern. No obstante, las propuestas más exitosas a lo largo de los años en el Festival suelen ser bien ejecutadas (a nivel vocal, interpretativo y escenográfico) y tener un mensaje sencillo, claro y conciso (letras simples, a menudo en inglés y con títulos cortos, lo cual no las exime de ser más o menos originales). Salvo lo escueto de la palabra “Zorra” y la concreción de su mensaje, todo lo demás en esta actuación no es especialmente destacable. La voz de la cantante suena algo ahogada en el directo, e incluso temblorosa en ciertos puntos. Su interpretación tampoco nos cuenta el tema: Bas sonríe indistintamente a lo largo del espectáculo, sin enfatizar de modo interpretativo los distintos y muy diversos pasajes de la canción. Aunque los elementos de atrezo están en consonancia con el tema (remiten al burlesque y al peep show), la realización tampoco ayuda a crear intimidad con la cantante, echando en falta primeros planos que nos permitan conectar con su rostro. Con su historia.

Por tanto, el directo de Nebulossa no está a la altura de la calidad del tema. Y no es una cuestión de edad sino de experiencia en el escenario. Recordemos a los Olsen Brothers, ya entrados en la cincuentena, ganando el Festival de Eurovisión en 2001 con “Fly on the Wings of Love”. Tenían una dilatada experiencia en escenarios de medio mundo, tanta que “vinieron a servir” como se dice ahora, y la victoria fue arrolladora frente a otras candidaturas más jóvenes y joviales, aparentemente más atractivas para el gran público. Volviendo a Benidorm, de hecho, muchos otros cantantes de esta edición, y de distintas edades, también evidenciaron esa carencia de tablas. Y no pasa nada. La industria musical no necesita tanto artistas con buen directo, sino más bien propuestas sofisticadamente producidas y con una eficaz promoción detrás, que enganchen con el público. Si ya sintonizan con los temas del momento, tanto mejor.

Desde el debate surgido en torno al empleo del autotune en la música urbana esta cuestión alcanzó una gran visibilidad. Pero Eurovisión no es exactamente la industria musical. Es un OT a lo grande donde lo único en directo, la voz, al menos ha de sonar bien por respeto al enorme despliegue que implica. Lo sucedido con Nebulossa es muy parecido a la historia de Rigoberta Bandini en 2022. Pese a diseñar un número audiovisual excelente, insólito incluso, la inseguridad de su rostro se plasmó en los pocos primeros planos de la realización y su voz falló en varios momentos. Todo lo contrario al poderío que “sirvió” Chanel con un tema mucho menos sofisticado musicalmente. Pero gracias a cómo lo vendió y transmitió, aduciendo su experiencia en el teatro musical, acabó llegando a toda Europa y Australia. Todo ello con muy pocos elementos, apenas un juego de luces y un cuerpo de baile. Y lo que es más significativo: acabó llegando a los mismos eurofán que tanto la vilipendiaron al ser elegida ganadora en detrimento de Bandini y las Tanxugeiras. Esos mismos eurofán ahora la adoran. Por supuesto, ella en su momento también fue tildada de, como mínimo, “Zorra”.

Con el problema que acabo de plantear quisiera resaltar que, para traspasar nuestras fronteras (resto de Europa, Australia y el mundo entero) no solo es preciso que todo el armazón esté listo (una letra y una música, como es este el caso, muy dignas dentro de los cánones del pop), sino que, ante todo, sea transmitido. “El medio es el mensaje”, decía Marshall McLuhan. Por este motivo, debemos apuntar que el mensaje de momento no se ha transmitido con el mejor de los medios. En Benidorm “Zorra” ganó, pero en una final muy reñida donde no había nada escrito hasta el final. Tampoco ningún favorito que levantara demasiadas pasiones. Aún queda, de hecho, lo más decisivo, y si el tema pretende suscitar ese teórico empoderamiento que tantos ven en la composición, aún está por ver una vez llegue a Malmö. Así mismo, es preciso cuidar la promoción, no solo en los conciertos sino en las ruedas de prensa que el conjunto dará por diversos países. Pero ni María Bas ni Mark Dasousa se defienden en inglés, precisando de un intérprete en todo momento. Todos estos factores influirán en la posición en la que finalmente Nebulossa quede, y ese resultado marcará la trascendencia de la propuesta.

Las cosas hubieran sido muy distintas de no haber ganado “Zorra” el Benidorm Fest. Incluso mejores, asegurándose una trayectoria a nivel nacional algo menos arriesgada. No ganar la competición local, en efecto, ha dado buenos resultados en las carreras de Bandini, Tanxugueiras o Vicco (parece que también a St. Pedro o Angy). Pero ganarlo es una gran responsabilidad, para bien y para mal. Chanel, de hecho, sufrió una intensa campaña de odio en nuestro país, pero al conseguir el tercer puesto en 2022, regresó a España como una heroína nacional. La Casa Real la felicitó y gran parte del mismo público que la vilipendió, ahora la aclama. Acaba de publicar su primer disco. Pastora Soler y Ruth Lorenzo llegaron a sus respectivas ediciones con pocas expectativas, en momentos muy bajos de popularidad, pero sus entonces excelentes resultados han relanzado sus carreras. Sin embargo, como ocurrió con Blanca Paloma el año pasado, si finalmente el tema no convence en Eurovisión, por mucho que sea querido en casa, caerá en la ignominia. Tristemente, y pese a la gran calidad de su propuesta, su puesto en la competición acabó eclipsando el gran trabajo desarrollado por la alicantina, y quién sabe, también su carrera. A Remedios Amaya también le ocurrió, y solo después de muchos años conseguirá volver a la industria discográfica. Por lo pronto, Blanca Paloma no ha sido invitada a cantar en el Benidorm este año.

La única ventaja del dúo Nebulossa al respecto es que, como ellos mismos han dicho, precisamente a estas alturas de la película, saben cuáles son sus “limitaciones”. Lo importante para ellos es enviar el mensaje, más allá de ganar o perder. Tal y como trata la industria a las personas de mayor edad, puede que, en efecto, no tengan tanto que ganar o perder. Y quizás sea importante centrar la atención también en ese tema, el tema de la edad, en una sociedad cada vez más envejecida pero que, paradójicamente, deja atrás sistemáticamente a sus mayores, considerándolos no aptos, no válidos. Que además sea una mujer mayor quien lidere el mensaje de esta canción teniendo en cuenta cómo la brecha de género se potencia con la edad, es sin duda un golpe sobre la mesa. Ojalá ese golpe sea dado de la manera más precisa y certera posible en Malmö.

En suma, aún celebrando la gran calidad de la composición, son tres las cuestiones que quisiera señalar para cerrar esta reflexión. Primera, la dimensión personal de la canción. Esto es, la experiencia de la propia cantante al recibir un insulto y no tanto la extrapolación a todas las mujeres y su hipotético empoderamiento. Segunda, la potencialidad de su ejecución. Toda propuesta creativa o artística en definitiva, expresa su contenido a través de una forma (de lo contrario, esta sería una proposición meramente informativa). En este caso, la ejecución de “Zorra” presenta ciertas carencias para el contexto al que va dirigida. Tercera, la recepción del tema, aún en construcción y que se forjará a través de la narrativa que se promueva durante los meses que quedan de promoción. El resultado obtenido, finalmente, decidirá si esta tentativa resignificadora será algo más que una tentativa. Mientras tanto, disfrutemos zorreando. “El feminismo es divertido”.

Qué viçio para amar tienen los hombres

Qué viçio para amar tienen los hombres

Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine

Elisande Julibert

Editorial Acantilado (2022)

162 pgs.

 

E si las mujeres amar quisieren los ombres, vean quién aman, qué

provecho se les seguirá de los amar, qué virtudes, qué viçio para amar

tiene los ombres (204).

Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera o Corbacho

 

No son pocas las virtudes del último ensayo de Elisande Julibert Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine y quizá una de las más sobresalientes sea la aguda selección de obras literarias y cinematográficas en las que se recrea el mito que es objeto de estudio en el libro: los hombres fatales. Sin embargo, su virtud más señalada quizá sea su elegante y persuasiva capacidad para trabar una argumentación teórica a partir de reconstrucciones interpretativas de las obras tratadas, de modo que la tesis del libro, que en una exposición abstracta podría resultar prosaica, queda encarnada en las ingeniosas exégesis de obras como Lolita de Vladimir Navokob, Ese oscuro del deseo de Luis Buñuel o Bouvard y Pécuchet.

La tesis principal del libro —que el motivo de la mujer fatal no es una descripción de un tipo de mujer cuyas dotes para la seducción tienen un designio funesto sino la proyección de un deseo masculino enajenado e incontrolable— va adquiriendo cuerpo y matices en el curso mismo de la interpretación de las obras concretas y va tornándose más persuasiva y convincente a medida que se comprende con más profundidad el modo en que se ha elaborado históricamente este mito. La obra avanza desde las representaciones románticas de la mujer fatal en Carmen hasta representaciones cinematográficas más cercanas a nuestro tiempo como Ese oscuro del deseo o Con faldas y a lo loco pero el criterio de ordenación de las obras no se rige por el encorsetado marco filológico de la sucesión cronológica, sino que tiene como principio rector el grado de distanciamiento de las obras con respecto a las representaciones más ortodoxas de la mujer fatal. En este sentido, de la Carmen “picaresca, indócil y taimada, que pertenece a una comunidad proscrita, condenada a menudo a la marginalidad” (pg. 57) y que acaba provocando la perdición de don José y su conversión en criminal, pasamos a la Conchita de Buñuel que empieza a delatar “la irrenunciable subjetividad de lo que ve el protagonista” (pg. 63) dejando así entrever que lo que de enajenante y condenatorio pudiera tener el objeto quizá no sea más que una proyección de la subjetividad masculina.

Dedica también Elisande Julibert un capítulo a la obra de Proust, así como otro a realizar una interpretación atípica y audaz de Vértigo, la obra de Alfred Hitchcock. Los dos últimos capítulos están consagrados, respectivamente, a la Lolita de Nabokov, que, en la lectura de la autora, constituye una paródica sátira de un maníaco que con un lenguaje sofisticado, pomposo y engolado, un lenguaje de “poeta frustrado” (pg. 116),  trata de imponer la fantasía de que una colegiala de apenas 13 años es niña un poco perversa y a Bouvard y Pécuchet, la obra póstuma de Gustave Flaubert, que le sirve a la autora para trabar una reflexión sobre el carácter insaciable del deseo —que no ha de reducirse burdamente al deseo sexual— y sobre la terapéutica costumbre de dejarlo vagar por distintos objetos —como la voraz curiosidad de Bouvard y Pecuchet vaga por distintos objetos de estudio—. En este punto, quizá merezca la pena citar un pasaje especialmente luminoso:

“A veces, sin embargo, la conversión de la persona deseada en la solución de las propias insatisfacciones no es un estado transitorio, sino que constituye la estructura misma del vínculo. Entonces, la persona amada queda fatídicamente convertida en una simple cosa y jamás abandona su condición de objeto mágico, es decir, de fetiche o de ídolo; pero como irremediablemente defraudará las expectativas puestas en ella, el enamorado atribuirá tradicionalmente al objeto de su deseo la responsabilidad del sufrimiento” (pg. 143)

En este último capítulo es donde Elisande Julibert vincula más estrechamente el motivo de la mujer fatal con nuestras representaciones sobre el amor romántico como un proceso de enajenación y extravío, que, en sus variantes más radicales, termina desencadenando “una particular forma de locura que consiste precisamente en la alienación del objeto de deseo” (pg. 143).

La introducción y el epílogo son géneros propedéuticos,nuestro horizonte de expectativas nos hace admisible que estos textos ubicados al principio y al final del cuerpo de una obra tengan un carácter más teórico, en tanto que servirían para presentar la propuesta metodológica del ensayo, los criterios de sucesión de los capítulos o, sencillamente, una síntesis del tema a tratar; el epílogo es convencionalmente destinado a hacer una recolección de las ideas principales tratadas o a culminar el curso de argumentación seguida en el libro. En el caso de Hombres fatales el criterio que guía la reflexión a lo largo del ensayo se mantiene incólume tanto en la introducción como en el epílogo: todas las reflexiones emanan del análisis de obras artísticas, así en el prólogo las representaciones pictóricas de Susana y los viejos y en epílogo a la interpretación de Con faldas y a lo loco, y esta disciplina en el apego a la interpretación de obras concretas hace del libro un interesantísimo ensayo bifronte: por una parte, nos ofrece nuevas lecturas de obras canónicas en la tradición y, por otra, desvela cómo bajo la lectura ortodoxa de esas mismas obras se hallaba el objeto del libro: la mirada y el deseo masculinos. El libro de Elisande Julibert no ha recibido quizá la atención que mereciera pues consigue conectar con temas candentes de nuestra actualidad deshaciendo la significación del mito de la mujer fatal y mostrándolo en su más desnuda impostura, desde una atención minuciosa, delicada y corrosiva hacia nuestra tradición cultural y con una prosa precisa y transparente que elude cualquier jerga académica. 

Auge y declive de la identidad de clase obrera

Auge y declive de la identidad de clase obrera

Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario

Antonio Gómez Villar

Bellaterra Edicions (2022)

256 pgs.

 

Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario es el último libro de Antonio Gómez Villar publicado por Bellaterra. Una buena forma de exponer sintéticamente su tesis principal puede consistir en un análisis de su título. ¿Quiénes son los olvidados? ¿Cuál es el referente que se esconde bajo este sintagma? Los olvidados serían aquella clase social blanca trabajadora que ha resultado perdedora en el proceso de globalización y que se constituye políticamente en torno al resentimiento contra las diversas identidades sociales minoritarias que han surgido desde la experiencia de mayo del 68. Históricamente protegida y asociada en sindicatos y representada por los partidos socialistas y obreros, mira con rabia que la clase obrera y la preocupación por las condiciones materiales de existencia hayan sido condenadas al ostracismo por los partidos de izquierda, en beneficio de demandas identitarias y simbólicas. Los olvidados serían, por tanto, aquel sujeto político que se estructura en torno a las abandonadas demandas de redistribución de la riqueza y protección social y que se cohesiona frente a las diversidades identidades culturales, raciales y de género como clase obrera. ¿Cuál sería la ficción sociológica? Esta clase constituiría una ficción por dos razones: I. carece de un fundamento sociológico objetivo que dote de contenido a esta categoría analítica y II. carece de fundamento subjetivo, en tanto que los olvidados no tienen consciencia de la clase a la que pertenecen siendo el objetivo político iluminar dicha realidad subyacente. Como señala el propio autor, «es un absoluto sin sentido atribuir el concepto “clase” a un colectivo que carece de conciencia de clase o que no actúa conforme a sus patrones de pensamiento» (pg. 186). El título es capaz de condensar con sagaz ingenio crítico los contenidos y anticipa la potencia del libro a la hora de hacer un análisis exhaustivo y pormenorizado de los conflictos entre diversidad y clase obrera que han articulado uno de los ejes fundamentales de la política contemporánea al menos desde el ascenso de Donald Trump al poder.

 

Desde una perspectiva teórica cercana al marxismo humanista de E. P. Thompson y al populismo de izquierda de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Antonio Gómez Villar se propone desactivar aquella ficción según la cual la clase obrera se alinearía en contra de algunas de las demandas emancipatorias más potentes de nuestro tiempo, al considerarlas como reivindicaciones propias de una «izquierda woke» o «caviar» que ha alineado sus objetivos ideológicos con las dinámicas culturales del neoliberalismo hasta el punto de mimetizarse con ellas. Este propósito crítico se articula en tres ejes: I. cuestionamiento de la categoría de posmodernidad como categoría ideológica y afirmación de su carácter histórico o descriptivo, II. análisis de la historicidad del concepto político de clase obrera, desde su origen en la sociedad industrial con el marxismo, hasta su disolución en mayo del 68 y crítica del esencialismo con que se reivindica su retorno y III. rehabilitación de las demandas identitarias como proyectos de emancipación. A lo largo del libro y recorriendo estos ejes se tejen otros argumentos fundamentales: que la dicotomía esencialista entre demandas materiales y demandas simbólicas conlleva también la oposición entre clase obrera y luchas por la diversidad, en la medida en que aquellas únicamente defenderían políticas de redistribución y estas solamente políticas de reconocimiento o que la Internacional Reaccionaria incurre en un fetichismo sociológico apelando a la unidad de la clase obrera como si  la mención de dicha clase propiciara y conjurara la asociación de los obreros del mundo, como si la arenga del manifiesto comunista —¡proletarios del mundo, uníos!— hubiera congregado a los trabajadores por la sencilla razón de que los obreros ocupaban una posición objetiva en el sistema de producción. Como el propio autor señala «no existen leyes inmanentes del desarrollo histórico ni causas transcendentes» (pg. 186). Que quienes no detentan la propiedad de los medios de producción constituyeran una clase unida con potencial emancipatorio desde mediados del siglo XIX hasta la década de los 60 no fue producto de su posición objetiva en el sistema de producción capitalista sino «resultado de haber obtenido la capacidad de conquistar una hegemonía política» (pg. 184).  Que a día de hoy no constituyan una clase hegemónica —sino que retornen fantasmal y nostálgicamente al modo de una idealizada identidad perdida— no es índice del fin de la explotación capitalista, ni señal de la utopía de la sociedad sin clases, tampoco es producto de la emergencia de los feminismos, el poscolonialismo y las luchas por la diversidad sexual y de género y su olvido de lo material, sino resultado de que la identidad de clase obrera ya ha sido cooptada por el capitalismo en el proceso que, después de la segunda Guerra Mundial, mejoró sus condiciones de vida pero reordenó su estructura en torno al consumo y el deseo de ascenso social.

 

 Junto con otros libros recientemente como El efecto clase media de Emmanuel Chamorro o El capitalismo de hoy, la incertidumbre de mañana, Los olvidados constituye una contribución fundamental para orientarse en el movedizo campo político del presente y articular un programa emancipatorio que renuncie a ninguna de las luchas y colectivos que han conseguido los últimos avances en derechos de nuestro tiempo. Late en el libro un enigma que quizá el autor deseaba dejar abierto: ¿puede la clase obrera articular los movimientos emancipatorios del presente o es una identidad que ha de ser definitivamente abandonada, no solo por haberse construido en torno a ella la ficción de un proletariado reaccionario, sino también porque ha perdido su potencial hegemónico?

«Veré las cosas de otra forma»

«Veré las cosas de otra forma»

Supersaurio

Meryem El Mehdati

Blackie Books (2022)

316 pgs.

«Hija de inmigrantes, el discurso de la meritocracia y el trabajo duro está en mi ADN, por mucho que la meritocracia sea una falacia o que el trabajo duro solo beneficie al que no ha dado un palo al agua.»

Si tecleas en Twitter «Supersaurio Meryem» en busca de reacciones sobre la última novela de Meryem El Mehdati encontrarás una larga ristra de perfiles manifestando cuán identificados se sienten con el relato de autoficción que la autora canaria ha construido. El arco argumental se construye en torno al ascenso laboral de la antiheroína por la jerarquía empresarial de la cadena de supermercados Supersaurio y los conflictos la enfrentan a su némesis—Yolanda, pasivo-agresividad y displicencia sobre unos tacones rojos— como a un decepcionante amor de oficina —Omar, una especie de Jano con una cara sensible y atenta y otra cara desaprensiva y cínica—. Pese a que, aparentemente, el relato parece constituirse a base de unos elementos básicos y mundanos que únicamente nos informarían sobre las peripecias de unos personajes concretos, Supersaurio constituye una crónica valiente y honesta del carácter alienante del trabajo asalariado, pero, sobre todo, constituye una descripción tan irónica como llena de ira de la precariedad que asola nuestro futuro. Que las reacciones a la novela se basen, primordialmente, en la identificación con la voz de la protagonista no hace sino reforzar el valor descriptivo del texto y saca a la luz la base sociológica sobre la cual se construye la narración —un grupo mayoritario de la población que se ve forzado a aceptar trabajos temporales mal pagados que únicamente les sirven para cubrir penosamente sus necesidades más inmediatas—. Si a la hora de trabar la acción, el texto es sencillo, dicha sencillez sirve para narrar con un ritmo tan frenético como hilarante la precariedad laboral en la era de las desigualdades más sangrantes —y no las dificultades del escritor para enfrentarse a su propio infierno literario, como tendía a ocurrir en otros relatos de autoficción célebres. En este sentido Supersaurio no constituye un caso aislado en campo literario español, sino que dialoga con un número creciente de novelas que hacen de la precariedad en el trabajo el centro en torno al cual se tejen las historias; es el caso de Los sueños asequibles de Josefina Jarama de Manuel Guedán, Existiríamos el mar de Belén Gopegui, Curling de Yaiza Berrocal, Lugar seguro de Isaac Rosa, Simón de Miqui Otero o Facendera de Óscar García Sierra, todas ellas publicadas entre 2020 y 2022 y otras tantas que si me olvide ruego me dén un toquecito. Pese a las diferencias tanto formales como temáticas entre ellas, todas tratan de identificar las causas estructurales que subyacen al fenómeno de la precariedad y, en este sentido, constituyen buenas guías para hacer de dicha situación de desposesión una cuestión política.

Quien esto escribe, yo, Diego Zorita, no es sino otro de los que componen ese gran grupo de jóvenes precarios y que, por tanto, no puede evitar la identificación con las realidades que Meryem El Mehdati narra en Supersaurio, pero podría ser divertido imaginarse, en un ejercicio de reseña ficción, cómo leerían esta novela personajes como Arturo Pérez Reverte o Estefanía Molina para quienes la reacción más inmediata no sería, creo, la identificación. ¿Qué dirían si llegaran a leer novela? ¿Cuál sería su reacción si no es la identificación? Imaginémoslo:

«La novela de Mariam [sic] es la última lamentación de una generación frágil que, enfrentada a la necesidad del esfuerzo, recién llegada a la edad adulta, decide dar la espalda a la virtuosa asociación entre trabajo y mérito y mendigar la asistencia del Estado. Con este gemido de víctima que pretende estigmatizar los valores del esfuerzo y que acicatea el odio entre géneros, Meryem se encadena a una voz lastimera que dudo mucho que no desemboque en otro libelo identitario que repetirá los mismos errores».

Estefanía Molina sería meridiana:

«Mi personaje preferido es, sin lugar a duda, Yolanda, una mujer que ha llegado a la cima de la fortuna con su esfuerzo y que es vilipendiada en el texto. No entiendo por qué se ofrece un retrato tan esperpéntico de su comportamiento cuando se trata, a las claras, de una mujer exitosa que representa las victorias de todas nosotras. Creo que el libro hubiera sido mucho más meritorio si no se hubieran disociado los intereses del feminismo entre las mujeres que triunfan con su trabajo y las mujeres que, pese a terminar triunfando, no dejan de señalar la desigualdad».

¿Qué nos dicen estas reacciones ficticias sobre la novela? Creo que por parte de este tipo de personalidades, baluartes de la cultura del esfuerzo y del mito de la meritocracia, la novela no desataría identificación, sino que sería entendida más bien como un intento de presentar a una minoría como víctima, como si las críticas a la naturaleza alienante del trabajo asalariado, a la imposibilidad de vivir una vida digna mediante empleos precarios encadenados o los comportamientos machistas en el trabajo fueran problemáticas psicológicas fruto de la hipersensibilidad de una generación de cristal. Sin embargo, de la novela de Meryem y de su recepción se pueden extraer dos conclusiones significativas: que la ira y la rabia a la que el texto da forma y sentido conectan con un sentimiento de injusticia generalizado ante el mundo del trabajo asalariado y el mito de la meritocracia y que dicha ira y dicha rabia arraigan en un relato del ascenso social que el libro consigue burlar y criticar. Bis: otra conclusión de la que el libro es un buen testimonio es que no hay una incompatibilidad entre las identidades minoritarias y una supuesta clase obrera olvidada, sino que las injusticias de clase confluyen, se solapan y se refuerzan con injusticias culturales. Pero esa es ya otra cuestión.

No quería dejar de abordar una de las contradicciones principales que vive la protagonista, de la que es consciente y sobre la que reflexiona en uno de los pasajes del libro, tras haber conseguido un contrato fijo en la empresa. Mezclado con el júbilo por haber logrado un contrato indefinido y un sueldo digno que le permite llevar una vida más allá de un mes vista, la protagonista experimenta un conflicto de identidad. Merece la pena citarlo: «Tenía claro quién era mi enemigo. Ahora ya no sé quién soy. Odio estar aquí pero no me voy. Mis preocupaciones ya no son las que tenía cuando entré, ahora se parecen a las de ellos. Mis ¿enemigos? Los otros, los que no son yo» (pg. 220). La seguridad que le reporta empezar a formar parte del equipo de la empresa no deja de ser agridulce porque la experiencia del trabajo le sigue resultando igualmente alienante y teme participar de los mecanismos de abuso de poder que ella misma padeció al entrar en la empresa. Si, como Pérez Reverte, alguien pudiera pensar que el último libro de Meryem constituye un panfleto ideológico plano y unidireccional es que no ha llegado al final de sus páginas donde encontramos a la protagonista dirigiéndole a la nueva becaria que ahora está a su cargo las mismas palabras que a ella le espetaba Yolanda cuando accedió a la empresa: «Date vida y sígueme, por favor, que no tengo todo el día» (pg. 316). Las palabras de la protagonista, que ocupa ahora una posición consolidada en la empresa, tiñen de complejidad al personaje y cuestionan su identidad. ¿Ha dejado de llevar Meryem una antorcha a Supersaurio para ejercer sencilla e implacablemente su función en la estructura de trabajo? ¿Cuál es la responsabilidad individual cuando uno empieza a formar parte de una forma de organización social del trabajo que se rige por injusticias estructurales?

 

P.S: Otra cuestión final que merece ser aquí señalada: la edición de Blackie Books es bellísima.

¿Cuál fue el mundo que uno creyó poder tener?

¿Cuál fue el mundo que uno creyó poder tener?

Título: Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI

Autor: Erik Olin Wright

Akal (2021)

188 pgs.

Esta reseña debería haberla escrito hace unos meses, pues fue entonces cuando terminé de leer Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI. Sin embargo, una conversación con Jorge Riechmann, poco después de terminar el libro, tiñó de incertidumbre el entusiasmo que en mí había desatado. Decía Jorge que el libro le había gustado mucho, pero que debería haberse titulado Cómo ser anticapitalista en el siglo XX pues el proyecto emancipador de un socialismo como democracia económica que Orin Wright planteaba dejó de ser biofísicamente posible en la década de los 70. El argumento de Riechmann era convincente y afectaba no solo a la obra de Olin Wright sino a la de muchos otros sociólogos y economistas marxistas que, definiendo su metodología como materialista, no atendían a los determinantes materiales fundamentales, a saber, los límites físicos de un planeta finito que tornan imposible, por el gasto energético que supone, la transformación social planteada en el texto. Quizá donde esta ingenuidad se haga más patente sea en aquella sección del libro que dice:

Las adaptaciones necesarias al calentamiento planetario exigirán una expansión masiva de bienes públicos proporcionados por el Estado. […] Serán necesarios sustanciales aumentos de impuestos y de planteamiento estatal para la provisión de bienes públicos medioambientales por parte del Estado. (p. 125)

Es más que evidente que el neoliberalismo es ciertamente incompatible con algunos de los retos que el cambio climático plantea y planteará a nuestras sociedades. Pero parecería que en la posición de Olin Wright la solución a esos retos radicaría únicamente en un redireccionamiento de los sectores productivos que, públicamente gobernados, serían puestos al servicio de la resolución de los problemas climáticos. Sin embargo, en las puntuales menciones al cambio climático como problema político que aparecerán a lo largo del libro, no se considera nunca el problema de los limites energéticos y materiales a los que todo proyecto de emancipación social habrá de enfrentarse.  

Mi entusiasmo primero se ha convertido, en estos meses, en escepticismo ponderado. Sin embargo, una relectura del libro durante estas navidades me ha devuelto parte del convencimiento que la primera lectura me produjo. Bien es cierto que el gran punto ciego del libro es el que Riechmann señalaba y ese punto ciego lastra cualquier lectura programática o estratégica que podamos hacer de él. Sin embargo, es un texto ineludible para respondernos a la pregunta blumenberguiana «¿cuál fue el mundo que uno creyó poder tener?», pregunta que creo deberíamos hacernos, aunque haya atisbos de que ya todo está perdido. Las circunstancias biográficas en que Olin Wright escribió el texto añaden una capa de sentido a la pregunta previa pues, para cuando estaba terminando el libro, ya le habían anunciado que padecía leucemia mieloide y que sus posibilidades de recuperación distaban mucho de ser absolutas.

En este contexto de pérdida, duelo y certeza del final, lo que más sorprende de Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI es la lúcida y firme esperanza que emana de la claridad con que se diagnostican los perjuicios del capitalismo y la audacia con que se proponen alternativas. El libro está dividido en seis breves capítulos que siguen un orden argumentativo nítido. El primer capítulo ofrece una exposición normativa de los valores que justifican el anticapitalismo. Los fundamentos normativos de la propuesta política de Olin Wright dejan traslucir el espíritu del lema revolucionario francés:  igualdad/equidad, libertad/democracia y comunidad/solidaridad. Para Wright una sociedad justa no será aquella que asegure la igualdad de oportunidades sino la que blinde el igual acceso a los medios materiales y sociales para llevar una vida próspera (p. 22). Dicho ideal no ha de lograrse por vía de una imposición arbitraria sino mediante la participación libre y democrática de todos los ciudadanos en aquellas decisiones que afecten a su propia vida. Es a través de dicha participación que podrá desarrollarse una comunidad de ciudadanos en la que todos los individuos sientan «una firme preocupación y existencia moral por su bienestar» (p. 31). 

Como congruente continuación, el segundo capítulo se dedica a exponer los múltiples obstáculos e impedimentos que el funcionamiento inherente del capitalismo impone a la realización de estos fundamentos normativos. Quizá el caso más patente sea la desvinculación capitalista entre el trabajador y sus medios de subsistencia. En la medida en que el trabajador está desposeído de los medios para subsistir se ve constantemente sometido a interferencias arbitrarias en su libertad. Enfrentado ante unas condiciones de explotación en el espacio de trabajo, carece del poder de negociación para aspirar a una mejora y, es más, de la libertad para renunciar al mismo, acuciado por la necesidad de alimentarse. Asimismo, dado que nuestras relaciones con la sociedad se inician antes de que podamos determinarlas, nuestro acceso de partida a los medios materiales y sociales para llevar una vida próspera están de antemano condicionados por una fuerte desigualdad. Por último, señala Olin Wright que los dos valores paradigmáticos de las culturas capitalistas —el individualismo competitivo, piensen en Masterchef y productos masivos afines, y el consumismo privatizado— están en relación inversamente proporcional con la extensión de valores comunitarios.

El tercer capítulo es un recorrido, tanto diacrónico como sincrónico, por las distintas lógicas a partir de las cuales se han tratado de transformar, subvertir o paliar los obstáculos que el capitalismo impone a la realización de una sociedad justa. Para Wright, los intentos de ruptura radical ensayados a lo largo del siglo XX constituyen una enseñanza de la imposibilidad de instaurar un socialismo democrático mediante una ruptura radical con el capitalismo. Su propuesta consiste, más bien, en «erosionar el capitalismo» combinando las distintas lógicas que le ejercen una resistencia con el objetivo de ir desarrollando las formas de vida (económicas y sociales) cuyo funcionamiento no se rige por la ley de la competitividad y el beneficio.

El cuarto capítulo del libro recolecta algunos de los componentes institucionales que deberían formar parte del socialismo como democracia económica. Consciente de que nociones como capitalismo o estatismo son tipos ideales y de que nuestra sociedad es más bien el resultado de la combinación e interacción de formas económicas capitalistas y socialistas donde, sin embargo, predominan fuertemente las primeras, Olin Wright expone su propuesta como un ahondamiento y extensión de aquellas formas de organización socialistas que existen, de modo embrionario o minoritario, en nuestras sociedades. Es el caso de políticas como la renta básica universal —de la que se han ensayado proyectos piloto en varios lugares del mundo—, las iniciativas cooperativistas —ya sean cooperativas de crédito, de trabajadores o de vivienda— y la democratización de las empresas capitalistas mediante la regulación de los derechos que acompañan a la propiedad de los medios de producción.

El quinto capítulo constituye un brillante análisis de los sesgos capitalistas de las políticas estatales, tanto por su contenido como por sus ejecutores. Sin embargo, señala Wright los casos históricos en que se han implantado desde el Estado políticas socialistas que han subvertido algunas de las dinámicas más perversas del capitalismo, aunque a largo plazo hayan servido para apuntalar algunos de sus componentes más esenciales. La propuesta de Wright pasa, una vez más, por ahondar en la democratización del estado mediante nuevas instituciones de representación democrática y la recuperación de un órgano legislativo cuyos componentes sean ciudadanos elegidos por sorteo.

No podían quedar fuera del libro las discusiones actuales sobre cuál ha de ser el agente de la transformación social. Frente a los intentos nostálgicos y fantasmagóricos de recuperar la identidad obrera, Olin Wright plantea la discusión sobre la agencia colectiva atendiendo a tres polos: las identidades, los intereses y los valores. Los intentos de recuperación de la identidad obrera parten de la presuposición de que la estructura de clase acoge a un conjunto de individuos que comparten un destino y que tienen una experiencia de vida común: los trabajadores, los obreros, los proletarios. Sin embargo, la fragmentación de la estructura de clase que ha experimentado la sociedad a lo largo del siglo XX no ha supuesto la bienhadada unión de todos los proletarios del mundo sino, más bien, la aparición de posiciones contradictorias dentro de las relaciones de clase. El declive de la una identidad obrera no es el producto de la alienación sino una trasformación inherente a la sociedad capitalista. Ello no obsta para que los valores emancipatorios de igualdad, libertad y comunidad sigan siendo sacrificados en beneficio del capitalismo. Sin embargo, su defensa no puede hacerse atendiendo a los intereses de clase —dadas las posiciones contradictorias con respecto a la clase— ni apelando a la identidad obrera —dada la aparición de nuevas identidades emancipadoras no fundadas en la clase—, sino que ha de construirse en torno al reconocimiento tanto de los intereses contradictorios como de los valores compartidos entre múltiples identidadades.

Esta reseña ya ha ocupado mucho más de los que debería, pero su extensión es índice de la ilusión que generan sus ideas. Quizá la factibilidad o plausibilidad de las propuestas de Olin Wright no atienda a las condiciones energéticas reales de nuestra sociedad, sin embargo, siguen brillando con fuerza como aquel mundo que creímos poder tener.