#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (III)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (III)

Todo (es) política

Eurovisión es presumiblemente un concurso de canciones en el que todo contenido político tanto en sus letras como en sus melodías o vestuarios es condenado… o eso dicen las reglas.

Pero la sola creación del certamen en 1956 fue una operación política diseñada para crear una ficción de cooperación, como sugiere Paul Jordan (uno de los principales investigadores al respecto), entre las principales potencias de Europa Occidental, dando una imagen de estabilidad en un mundo escindido en bloques, por lo tanto encontramos aquí que se trata de una estabilidad situada, con su posterior impacto e incluso réplica en la URSS (el festival de Intervisión). Conscientes del potencial venidero de las producciones simbólicas que posteriormente devendría en la manida sociedad del espectáculo que el citadísimo Debord criticaría, el festival podría ser así una herramienta de intervención y divulgación o promoción política, por tanto de poder (véase el documental ’60 years of Eurovision’).

Ya desde el diseño, es importante recalcar la estilización de su logo, EUROVISION, en el que la V forma un corazón cuyo perímetro acoge a la bandera del país organizador (“Erovision is about peace and love”, decía el presentador danés en 2014 frente a los abucheos a Rusia), trata de suavizar la situación, y así banderas e incluso personas de territorios tan en disputa como Azerbaiyán y Armenia, o Georgia y Rusia, asiduos concursantes, llegan a convivir en un mismo espacio, en un mismo ondear, propiciando momentos que solo este festival puede recrear, como el acercamiento cariñoso entre la maestra de ceremonias, la ¿drag queen? Conchita Wurst y la concursante rusa Polina Gagarina en la Green Room de Viena 2015 mientras de fondo ondeaba la bandera rusa: imagen que en principio no podría ser retransmitida en dicha televisión (recordemos las leyes de anti propaganda homosexual). O en la rueda de prensa del israelí Nadav Guedj, ese mismo 2015, cuando un periodista libanés se le acercó rompiendo los protocolos y se fundieron en un gran abrazo mientras no cesaban los selfies de todo el equipo junto a una verdadera cópula de ambas banderas –y eso que tan solo diez años antes la televisión libanesa, en su esperado debut en el festival, intentó vetar la candidatura israelí al no retransmitirla (quería poner en el lugar de la actuación israelí un anuncio publicitario).

Pero el Festival hoy, a pesar de los esfuerzos de cada año de crear un escenario distinto, lo cierto es que no difiere mucho anualmente ya que la acogida de unas cuarenta delegaciones de cuarenta países concursando en una misma ciudad en una retransmisión global supone una estandarización de las condiciones -apunta Catherine Baker- en que estas han de concursar. El escenario se homologa y ha de tener una capacidad mínima de 15000 personas, con lo que a menudo solo grandes estadios (de fútbol o patinaje, pabellones de antiguas Expos, centros de convenciones) pueden acogerlo. Además, la ciudad ha de cumplir con unos requisitos en la zona colindante para blindar la seguridad de tantos miles de asistentes. También ha de estar bien comunicada y disponer de capacidad hotelera suficiente, no como ocurrió en la sede propuesta por el empresario millonario Noel C. Duggan, Millstreet, en 1993, un pequeño pueblo irlandés de 1500 habitantes.

Benjamin Ingrosso (Suecia) en la Green Room recibe doce puntos.
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)

Banderas (y banderas prohibidas)

Como venimos diciendo, llevar a embajadores de prácticamente toda Europa, parte de Eurasia y Australia a un mismo espacio con sus banderas, es problemático.

Pero en su larga historia, la imagen mítica del gran estadio con eurofans agitando sus colores es algo relativamente reciente (tal vez fuera Tallin 2002 la sede que mejor inaugurara la interferencia entre banderas y escenario). Si bien el festival comienza en 1956 como un serio ejercicio diplomático, poco a poco los cambios sociales, políticos y económicos irán remodelando el número y los países participantes, así como el sistema de votación, y por supuesto los estilos de música, acogiendo el pop, apunta Gad Yair, así como una gran variedad de propuestas en la actualidad. Desde la supresión de la orquesta en 1998 y la expansión del festival a los países que formaban parte de las recién extintas Yugoslavia y la URSS, el festival tenía que creció y los encantadores teatros tuvieron que dar paso a estas inmensas arenas, y Eurovisión por tanto comienza a verse de pie.

Será ahí, en esa incorporación en la que el frenesí de la bandera se imponga, arruinando la atmósfera intimista de muchas actuaciones, donde hayamos nuestro punto de inflexión. E incluso la bandera, aunque solo puntualmente, traspasará el público siendo la candidatura israelí del año 2000, la de los malogrados Ping Pong (aquí un documental sobre la banda), la primera en ondearla dentro de la actuación, siendo precisamente la bandera siria, en un alegato al amor más allá de las fronteras, la primera en ondearse explícitamente dentro de una actuación. Solo después, en 2009, llegaría Svetlana Loboda al escenario de Moscú con una escenografía prácticamente bélica cuya batería era custodiada por dos gigantescas banderas ucranianas.

Los Ping Pong fueron amonestados por la delegación israelí: “Se están representando a ellos mismos”, afirmó el jefe de delegación. Pero hay más casos. Recientemente, en 2016 la cantante Iveta Mukuchyan, mientras estaba en la Green Room durante la semifinal, aprovechando un primer plano de la cámara, ondeó orgullosa la bandera de la región de Nagorno Karabaj, muy similar a la de Armenia, territorio en disputa con Azerbaiyán desde la caída de la URSS. También se la penalizó. Ese mismo año se publicó una relación de banderas prohibidas entre las que figuraba la Ikurriña, que de hecho aparecía junto a la de Estado Islámico.

Tras la rectificación por parte de la organización del certamen, ese año en Suecia, este 2018 sin embargo la polémica ha sido más ambigua ya que aunque no se ha publicado el documento de banderas prohibidas, los colores del País Vasco vuelven a estar vetados.

Haciendo cola para entrar al ensayo de la gran final junto a unos amigos vascos, les prohibieron entrar con la Ikurriña, al igual que unos catalanes nos comentaron que no les dejaron llevar la Señera, provocando nuestro enfado así como el de muchos más compañeros españoles que asistieron inesperadamente a la situación. Había que dejarla en la taquilla, pero la diferencia con el año 2016 es que aún la organización portuguesa no se ha pronunciado, pese a las reclamaciones y a que algunos medios se han hecho eco de la noticia.

No olvidemos que la representante Amaia es navarra, y Alfred catalán.

Desfile de banderas de la Gran Final, rollo casa real.
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (II)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (II)

El sueño de Salvador Sobral (no más fuegos artificiales)

Tras la insólita victoria el año pasado de Portugal en Kiev con Salvador Sobral, con un tema de corte jazz (además en portugués, siendo la primera canción ganadora en 10 años cuya letra no es interpretada en inglés) y desprovisto de cualquier realización efectista, el cantante en su proclamación final lanzó una muy acertada diatriba en contra de lo que consideraba el exceso de «fuegos artificiales» en el histórico concurso de la canción.

No obstante, estamos hablando de un certamen televisivo en el que cualquier realización, incluso por su pobreza, significa, bien estetice, entretenga, incluso llegue a atosigar de ruido visual o contribuya a dialogar –más o menos paralemente– con el concepto de la actuación retransmitida. Este asunto es importante porque el trabajo de cámara de su actuación también sumó al éxito de Amar pelos dois, ya que una cámara alternaba primeros planos con planos conjunto que giraban sobre el cuerpo del cantante aportando un momento de intimidad compartida pero a la vez fragilidad –se rodeaba el cuerpo, en este caso un cuerpo enfermo, pero no se le llegaba a rozar, y de hecho él jamás miró a la cámara, ¿a propósito?–, y un fundido en negro final anunciaba el último estribillo a modo de colofón. Además, las pantallas LED mostraban un paisaje forestal en el que la luz iba filtrándose con delicadeza entre los árboles, generando una narración en torno a su actuación.

Este año, tras su alegato, se ha prescindido de las pantallas LED y el escenario de Lisboa, en principio uno de los más «eco-sostenibles» de la década, no ha incluido este recurso del que tanto se abusó en 2017 cuando la mayoría de artistas sufrieron de una henchida megalomanía al martirizarnos con su apariencia doble: una, interpretando la canción, y otra, representados al fondo a menudo envueltos en brisas celestiales (el australiano Isaiah Firebrace, la maltesa Claudia Faniello, el montenegrino Slavko Kalezic y, por supuesto, el motivado israelí Imri Ziv). Es la primera vez que ocurre esta decisión, por tanto, desde Oslo 2010, escenario que supuso todo un reto al prescindir de un apoyo tan socorrido pero que apenas llegó a obtener el aprobado (justamente ese mismo año también se coló un espontáneo en una actuación).

Plano general del escenario de Lisboa 2018
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

¿Un escenario poco efectista? ¡Pues alquilemos un proyector!

Bien, desde principios de los 2000, con la creciente sofisticación de los espectáculos audiovisuales y, por qué no, la americanización del mundo, el añejo escenario de Eurovisión (pensemos en los solemnes teatros donde el festival se celebraba hasta los noventa) ha ido tomando nota y aspirando al videoclip en vivo (el pionero Paul Oskar inauguró aisladamente esta tendencia en 1997 por Islandia) que los distintos elementos técnicos y visuales puedan aportar. Los avances tecnológicos han ido dando testimonio de este crecimiento en los siguientes años, sobre todo desde la estandarización de la pantalla panorámica y el HD (Eurovisión 2005).

Al suprimir un recurso tan útil como el de una pantalla de fondo, que fácilmente consigue favorecer una determinada atmósfera, muchas actuaciones han tenido que jugar en este año con la iluminación para proporcionar un ambiente único que las diferencie. Pero las direcciones de arte de cada delegación han caído en los clichés de siempre. Y es que desmarcarse de entre otros cuarenta y dos competidores haciendo también un pop al uso y a menudo en inglés es un reto. Así, las delegaciones que no han podido soportarlo –y que han “querido” permitírselo– han traído sus propias proyecciones (como ha hecho la delegación de Estonia a pesar de la enorme inversión), su video mapping (véase el sentido Michael Schulte, de Alemania), sus escenografías con elementos como maniquís, puertas, estructuras lumínicas complejamente computarizadas, pianos que son ataúdes y que luego arden o demás instrumentos que no suenan, y las han arrojado al escenario para no arriesgarse, en definitiva, con el marco dado: con lo que había.

La delegación azerí trajo unas plataformas triangulares ligeramente empinadas sobre las que la propia Aisel ascendía y descendía descalza, la citada Saara Alto se subía a un rocambolesco altillo con escaleras a ambos lados que terminaba en una especie de estrella que rodaba sobre sí y a la cual se encaramaba, provocando la emoción de los eurofans más impresionables.

La cantante estonia, Elina Nechayeva, a unos dos metros del suelo, llevaba un vestido cuya gigante falda-expandida llegaba a cubrir todo el escenario circular y se iluminaba con unas proyecciones que acompasaban a la canción con sugerentes formas y colores. Debajo de la falda una plataforma que la elevaba, pero como esta tardaba en volver a su posición, la cantante, ya entre bambalinas, tenía que dar un gran salto para salir corriendo de ella y dejar paso a la siguiente actuación mientras unos quince trabajadores apresuradamente recogían su falda.

Y debido a que solo hay 40 segundos de cortinilla, hemos de recalcar, este momento es así aprovechado para retransmitir lo que llaman la “postal” del país que va a continuación: un breve clip introductorio. Otro ejemplo, Alekseev, el bielorruso, también ascendía a los cielos, e incluso tembloroso daba una rosa al cámara para que acto seguido la relevaba a la bailarina vestida de rojo en una suerte de sentida interacción.

Podemos seguir así, en un sinfín de escenografías complejas, ingeniosas, costosas. E incluso remontarnos a la historia de las mismas, tal vez para otro momento, cuyo punto álgido corre parejo a lo que acabo de comentar acerca de los avances en la tecnología audiovisual cuya edad de oro situaríamos a partir de 2003, cuando la esperada victoria de Turquía inició un cambio fundamental en el aprovechamiento de los recursos escenográficos del plató.

Saara Aalto (Finlandia) “cerrando” su actuación
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)

 

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (I)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (I)

Que venham já trazendo abraços
Vistam sorrisos de palhaços
Esqueçam tristezas e cansaços;
Que tragam todos os festejos
E ninguém se esqueça de beijos
Que tragam prendas de alegria
E a festa dure até ser dia.

Carlos Mendes, A festa da vida, 1972.

España (otra vez) al final de la tabla

Eurovisión, el concurso de canciones que ha reconciliado masivamente a un público considerable después de aquel Tallin 2002 con Rosa (sobre todo para los que entonces éramos preadolescentes), vuelve a colocar un año más en el bottom a España, o al menos a TVE.

La humillante posición obtenida por “nuestros representantes” Alfred y Amaia (puesto 23 de 26) ha sido la guinda de casi cuatro horas frente al televisor (también se ha podido ver en el cine) la noche del 12 de mayo. Siendo esta la mayor audiencia en TVE en 10 años gracias al notable impacto de OT, parecía que todo iba a salir al menos no tan mal como el año pasado con Manel Navarro. Pero el mal presagio se iba anunciando ya desde las discrepancias en torno a la desangelada puesta en escena y luego cuando en el orden de actuación, una especie de sorteo que al final no lo es, se “nos colocó” en el puesto 2 de 26 (interpretar tan pronto la actuación y más aún en ese lugar no es buen augurio).

A continuación, en las votaciones del jurado “Spain” apenas aparecía en la lista de puntos que otros países otorgaban, arrinconándose dicha “ficción nación” en la parte baja del marcador. Tal vez, y tas el despliegue promocional (y por lo tanto las expectativas) de Alfred y Amaia, quisimos apagar el televisor antes de asistir al  hundimiento, testigos las redes y su ensañamiento, suscitando así –en el caso de las que fuimos hasta Lisboa– el deseo de volver a casa cuanto antes tras la movilización sin precedentes de eurofans españoles –preparados para la que iba a ser la mayor de las fiestas– a la vecina capital portuguesa.

Y es que inevitablemente, esta ciudad amable a medias, con sus records históricos a nivel turístico, ya no tan barata aunque aún algo más que España, y próxima pese a las pésimas comunicaciones por tierra, quedará como un mal recuerdo, y esa noche, que tanto prometía, totalmente arruinada.

Eurofan español en la grada
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

El ensayo como destino (a mitad de precio)

Ya en la víspera de la gran final, el día 11 por la mañana las banderas españolas comenzaban a proliferar no solo en la distinguida zona del Altice Arena, el estadio de este Eurovisión, sino en el centro de la ciudad, por encima de otras como las de Australia (ingente cantidad de australianos que ha cruzado el globo para venir a la sede de este año), Dinamarca (los más simpáticos, a menudo con un gracioso outfit vikingo) o Finlandia (auténticos fans –y además de todas las edades– de Saara Aalto con todo el merchandising que podáis imaginar forrado de su excesiva imaginería). Tres países muy presentes todos estos días de semifinales (desde el 7 ya se gestaba la fiesta) pues ellos sí, se jugaban el pase a la gran final. Y pasaron, estaba claro.

El último ensayo de la gran final que es ese 11 por la tarde (Jury Show, se llama) es prácticamente igual al certamen televisado de la gran final del 12, solo que sin la emoción votaciones aleatorias–. Por otro lado, dado el precio del evento, mucho más económico (la entrada a la final oscila, de media, los 200-300 euros y para el Jury es la mitad), y sobre todo tras lo complicado que ha sido encontrar entrada para la final (en una desangelada cola virtual), ha hecho que esta haya sido una opción más que viable para el público medio español. Público entre el que me encuentro, aunque como seguidor/sufridor del concurso e investigador dentro de la universidad tratando de aportar una reflexión crítica/estética acerca del mismo. Así, llegué a la ciudad el día 8 por la mañana, para no perder detalle de las semifinales y los ensayos así como para asistir un congreso eurovisivo (discreto pese a su gran interés, sobre todo en el ámbito anglosajón) organizado por la Universidade Nova de Lisboa en el Eurocafé.

No obstante, lo más llamativo es el hecho (en principio absurdo) de pagar por asistir a los ensayos de un programa de televisión, lo cual genera una pregunta acerca de qué entendemos por directo, la dudosa validez del festival como concierto ya que la música es en playback, y el lugar desde el que se asiste, puesto que además es un evento diseñado para televisión en el que la posproducción (todas esas animaciones a menudo tan prescindibles como la de Alexander Rybak este año), una vez estás allí, no se ve, por no hablar de los cámaras que constantemente recorren el escenario, a menudo ocultando al propio intérprete. Es como si asistir al directo supusiera ir a perderte el propio festival pese a las pantallas que también retransmiten allí dentro lo que vemos en TV (que no son lo suficientemente grandes). Incluso el sonido es mejor por televisión debido a la tecnología que consigue filtrar todo ruido no deseado, como los abucheos que pudieran producirse.

Artificio, asistencia, representación, nacionalidad, espectáculo… conceptos que han ido orbitando estos días. Ir a Eurovisión no es tanto para “verlo” sino para contagiarse del nada inocuo ritualismo que comporta, de respirar un ambiente único en tanto ficción de verdad que consigue instalarse en lo más hondo de los patriotismos de sus seguidores: l@s eurofans.

Mélovin (Ucrania) “tocando” el piano durante su actuación
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

El caso Alfie Evans y la ética médica

El caso Alfie Evans y la ética médica

En caso de Alfie Evans -el bebé que sufría una enfermedad degenerativa desconocida y que murió el pasado sábado después de ser desconectado del soporte vital- lleva muchos meses en la prensa del Reino Unido, desde que en diciembre de 2017 el desacuerdo entre la familia y el equipo médico llegara a los tribunales. En cambio, hace apenas un mes que la prensa española se ha hecho eco del caso -algunos medios con más rigor que otros-, justo a tiempo de cubrir la parte más sensacionalista, con la visita del padre de Alfie al Papa Francisco -que ha expresado públicamente su soporte a la familia-, huestes de activistas pro-vida concentrándose alrededor del hospital e incluso la curiosa injerencia del gobierno italiano, que concedió a Alfie la nacionalidad para facilitar su traslado al hospital infantil Bambino Gesù de Roma, donde sus padres deseaban que fuera tratado.

Basta leer la multitud de comentarios en las redes sociales para ver que el caso ha conmovido al mundo entero, que mayoritariamente se ha posicionado a favor de la lucha de la familia por no desconectar al bebé. Algunos medios han llegado a cuestionar que el estado (por medio de los tribunales) pueda imponer su voluntad a la de los padres. Pero lo que olvidan es que, mientras en algunos países los jueces se toman la libertad de juzgar si una víctima de violación ha disfrutado demasiado durante dicho «abuso», en el Reino Unido los jueces han escuchado la opinión de los expertos médicos. Son, pues, los profesionales médicos los que consideraron que continuar manteniéndolo artificialmente con vida sería «cruel e inhumano», decisión que distintos tribunales ingleses compartieron y en la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no vio ninguna evidencia de violación de los derechos humanos.

 

Manifestantes delante del hospital Alder Hey de Liverpool, donde estaba ingresado Alfie Evans.

 

Actualmente la medicina ha logrado reducir enfermedades antes mortales a simples molestias temporales, que pueden curarse fácilmente con medicamentos o intervenciones quirúrgicas. Por ello resulta tan difícil aceptar que una enfermedad sea incurable y que ni siquiera exista un tratamiento experimental para seguir luchando. Este era el caso de Alfie Evans. Su cerebro se estaba desintegrando progresivamente por una causa desconocida, y no había modo de pararla aunque lo trasladaran a otro hospital, ya que nadie propuso en ningún momento un posible tratamiento (ni siquiera el equipo médico del hospital italiano que tanto insistía en el traslado). Los padres, como es natural, se resistían a dejarlo morir, y se podría pensar que eso era lo mejor para el bebé, ya que manteniéndolo con vida se dejaba la puerta abierta a identificar la causa de la degeneración y tal vez encontrar un tratamiento efectivo en el futuro.

Pero aquí es donde entran en juego los comités de ética de los hospitales: las decisiones de un equipo médico tiene consecuencias más allá de la vida o la muerte del paciente, y es su deber considerarlas independientemente de los deseos de los familiares, especialmente cuando el paciente no puede participar en la toma de la decisión, como era el caso. El examen médico del bebé, que se encontraba en estado semivegetativo, revelaba que el cerebro sufría daños irreversibles y que solo era capaz de generar convulsiones. La práctica totalidad del tejido cerebral estaba destruido, siendo remplazado por agua y fluido cerebroespinal. A finales de febrero, los escáneres cerebrales indicaban que las conexiones neuronales básicas para los sentidos -vista, oído, tacto y gusto- habían desaparecido, lo que significaba que Alfie jamás sería capaz de interactuar con su entorno. Incluso si se hubiera logrado encontrar una cura, el tratamiento solo pararía la degeneración de lo que para entonces quedara de cerebro, pero el tejido destruido es irrecuperable, condenando a Alfie a una vida aislada, sin poder sentir ni reaccionar a ningún estímulo. Es más, nuestra conciencia -nuestros recuerdos, nuestra personalidad, en resumen, nuestra identidad- está inevitablemente ligada al tejido cerebral y a las conexiones entre las neuronas que lo forman. Suponiendo que en el momento de tratar la enfermedad quedara suficiente tejido vivo para mantener de forma autónoma las funciones vitales, no hay ninguna garantía de que siguiera albergando algún tipo de conciencia, cosa que tampoco podría ser comprobada dado que el bebé no tendría ya capacidad alguna para comunicarse. ¿Qué médico con un mínimo de empatía con su paciente (en este caso Alfie, y no sus padres) se atrevería a condenarlo a vivir reducido a un mero contenedor de órganos sin conciencia? O incluso peor, ya que si en efecto conservara algo de conciencia, ¿que clase de infierno sería su vida? Es en base a estas evidencias, ignoradas en la mayoría de informaciones publicadas por los medios, que los médicos del hospital Alder Hey de Liverpool consideraron la desconexión del soporte vital lo mejor para su paciente, opinión que fue confirmada por médicos externos de hospitales alemanes e italianos. El juez Hayden consideró que «a nivel intelectual, el Sr Evans se mostró capaz de comprender la complejidad de la evidencia médica, pero ha sido del todo incapaz de hacerlo a nivel emocional «. Lo cual es perfectamente comprensible, y por ese motivo existen los comités de ética.

 

Antecedentes polémicos: el caso Charlie Gard

Si el caso de Alfie suponía una decisión relativamente «fácil» para los médicos, ya que no existía tratamiento posible, más complicada debió ser la decisión en el caso del también inglés Charlie Gard, que fue desconectado del soporte vital y falleció el pasado mes de julio, a los pocos días de cumplir un año de vida. La enfermedad de Gard -un raro desorden genético- pudo ser diagnosticada y, a pesar de que tampoco existe tratamiento para ella, unos cuantos médicos propusieron tratamientos experimentales. Inicialmente, el equipo médico que trataba al bebé en un hospital de Londres aceptó someterlo a un tratamiento experimental propuesto por un médico de Nueva York, Michio Hirano. Todo cambió cuando complicaciones de la enfermedad causaron a Charlie daños cerebrales irreversibles, con lo que el comité de ética descartó seguir con el tratamiento al considerarlo inútil. Hirano, que no había examinado a Charlie directamente ni había visto ninguna de las pruebas que se le habían realizado, seguía insistiendo en el tratamiento experimental, afirmando que recientes datos sugerían una probabilidad de éxito mayor que la esperada inicialmente. La familia intentó entonces el traslado a Nueva York, y ante la negativa del hospital el caso acabó en los tribunales. El impacto mediático fue enorme, con la implicación del Papa Francisco e incluso un tweet de Donald Trump, mientras desde los Estados Unidos aprovechaban para señalar a la titularidad pública del sistema de salud británico como la causa del conflicto. Expertos en genética y en ética criticaron duramente las interferencias políticas, considerándolas crueles y contraproducentes. Las reacciones en las redes sociales fueron todavía más agresivas, incluyendo amenazas de muerte a miembros del personal del hospital. Al final, siete meses más tarde, y a petición del juez, Hirano viajó a Londres para examinar personalmente a Charlie, tras lo cual reconoció que el daño cerebral era peor de lo que él imaginaba y que el tratamiento era, en efecto, inútil. Llegados a este punto, la familia aceptó voluntariamente la decisión de retirar el soporte vital a Charlie.

 

Vivir con las consecuencias

Casos como los de Alfie y Charlie seguirán provocando consternación, y es difícil no posicionarse al lado de las familias. Sin embargo, es importante comprender todas las consecuencias que hay detrás de una decisión médica, y no únicamente cuando el paciente no puede dar su opinión. Los adultos que sufren enfermedades graves se aferrarán a cualquier oportunidad de luchar por su vida. En ocasiones caerán en manos de charlatanes que con sus promesas de curación milagrosa les llevarán a una muerte segura (y, de momento, la legislación vigente no nos protege de ellos). En otras, la fuente de esperanza serán tratamientos inútiles o incluso experimentales, cuyos efectos estén todavía por probar. La cuestión es, ¿está el paciente capacitado para asumir la responsabilidad de la decisión? ¿Debemos proteger a los pacientes ante médicos ansiosos de probar tratamientos tan novedosos como potencialmente peligrosos? ¿Y a los mismos médicos que, presionados por sus pacientes, pueden tomar decisiones que los pueden atormentar de por vida?

El prestigioso neurocirujano Henry Marsh afirmaba en una entrevista que «lo difícil de mi trabajo no es operar. Lo complicado es decidir si hacerlo o no. Y vivir con las consecuencias». Marsh plantea muy bien estas cuestiones en su precioso libro Do no harm (Ante todo, no hagas daño, en la edición española de Salamandra), en el que, por ejemplo, cuenta como a menudo se arrepintió de acceder a operar de nuevo a pacientes con tumores reincidentes e incurables, que lo presionaban con la esperanza de qué la intervención alargara su vida algunos meses más, y que al final acababan muriendo incluso antes, de forma dolorosa, a causa de complicaciones de la operación. Pero, ¿como decirle a un paciente que intentar curarlo puede ser peor? Además, se da la paradoja que nuestra sociedad exige a los médicos que mantengan con vida los pacientes a toda costa, pero si por ello su calidad de vida se ve reducida a límites insoportables, no se les permite ayudarles a morir de forma digna. Y la condición legal de la eutanasia sí que depende del estado y las leyes que promulga, y no de los profesionales médicos que tienen que sufrir y mitigar las consecuencias.

 

Entre el terror y la ciencia ficción

El neurocirujano Sergio Canavero junto a Valery Spiridonov, voluntario para someterse a un transplante de cabeza.

 

Más alarmantes son las consecuencias de la ambición del neurocirujano italiano Sergio Canavero, que anunció su intención de llevar a cabo un transplante de cabeza (es decir, transplantar la cabeza de un paciente al cuerpo sano de un donante con muerte cerebral). A pesar de que Canavero solo ha probado su técnica en cadáveres (y que, de momento, no ha presentado ninguna evidencia fiable de que funcione, evitando dar detalles siempre que se lo preguntan), ya está planeando realizar el procedimiento con pacientes vivos que se han presentado voluntarios, y lo quiere hacer en China, ya que en Europa los comités éticos se lo impedirían. Es comprensible que un paciente de 30 años con una enfermedad degenerativa incurable decida arriesgarlo todo con una operación, hasta puede que se lo plantee como una contribución al avance de la ciencia. Pero, ¿debe la comunidad médica permitirlo? Incluso si la operación tiene éxito y el paciente no muere, se desconoce por completo cual va a ser su estado posterior. Hay quien piensa que su destino puede ser mucho peor que la muerte, con dolores inimaginables, cambios profundos de personalidad y crisis de locura nunca vistas, causadas por los intentos del cerebro de reconectarse con su nuevo cuerpo. ¿El beneficio que supondría tal operación para toda la humanidad justifica el tormento de los primeros conejillos de indias? No hay una respuesta única a esta pregunta, por esa razón la decisión debe ser consensuada por los comités éticos. Lo que no impide el avance de la ciencia: Canavero es un émulo de Viktor Frankenstein, que al descubrir el secreto de la vida decide empezar a lo grande, creando él solo y en secreto una criatura de dimensiones humanas; pero la verdadera ciencia avanza paso a paso, probando cada descubrimiento para comprobar si funciona. Mientras Canavero busca voluntarios para su experimento, la comunidad médica le recrimina que, si realmente dispone de la tecnología para reconectar una médula espinal, ¿por qué no la usa primero para curar a pacientes con lesiones medulares, en lugar de empezar con el caso mucho más complejo e incierto del transplante de cabeza?

 

El paciente ante todo

Manteniéndoles artificialmente con vida, los equipos médicos de Alfie Evans y Charlie Gard podrían haber alcanzado reconocimiento (y seguramente dinero en forma de fondos para nuevas investigaciones) descubriendo nuevos tratamientos para sus dolencias, a pesar de que, con ello, ni Alfie ni Charlie habrían ganado nada en calidad de vida. Decidieron, en cambio, priorizar el beneficio del paciente por delante de intereses económicos o profesionales, y no permitir que su sufrimiento se prolongara o aumentara artificialmente. No es una decisión fácil, y por desgracia hay que tomarla diariamente en hospitales de todo el mundo y en pacientes de todo tipo, ancianos, jóvenes y bebés. Sus médicos no merecen reproches por ello, y mucho menos amenazas como las que han llegado a recibir en estos dos casos que han saltado a la palestra de la opinión pública.

 

 

Viaje al interior de Hatsune Miku: THE END

Viaje al interior de Hatsune Miku: THE END

La idea de Vocaloid surgió ni más ni menos que en la Universitat Pompeu Fabra (UPF) de Barcelona, cuyo Grupo de Tecnología Musical desarrolló un software de síntesis de voces. Fue más tarde, gracias a la colaboración con Yamaha Corp, que se pudo desenvolver el programa Vocaloid como hoy lo conocemos. A parte, los sintetizadores con una imagen y personalidad propia completamente fabricada desde cero fueron productos de empresas independientes.

¿Cómo funciona? De forma resumida, vocaloid es un sintetizador software que crea canciones desde un banco de voz. La voz parte de grabaciones de seiyuus (actores de doblaje) o cantantes. Tenemos una interfaz, en la que vamos introduciendo la melodía con un teclado y escribimos la letra. Asimismo, mediante el sofware podemos cambiar la pronunciación, los acentos, dinámicas, registro etc e incluso agregarle vibrato.

Editor de Vocaloid.

 

Hatsune Miku es la imagen y personificación del banco de voces vocaloid más famoso de la historia. Creado en 2007 a partir de muestras de la voz de la seiyuu Fujita Saki, la empresa Crypton Future Media se encargó de desarrollarla a partir de la tecnología heredada de Yamaha. Fue el primero de la serie Character Vocal, un grupo de personajes de vocaloid que tenían unos rasgos muy distintivos en la voz y tendían a llevar colores claros en su imagen. Otros personajes de la serie fueron Kagamine Rin y Len y Megurine Luka. El personaje de Miku fue descrito como «una androide diva de un futuro cercano, donde las canciones se han perdido» y de ahí su nombre: Hatsu (primer) ne (sonido) Miku (futuro). Con 16 años de forma permanente, pelo azul turquesa y piel pálida ha sido una revolución en los medios. La podemos encontrar en videojuegos, en las revistas y en infinidad de anuncios, incluyendo  propaganda en coches de carreras y hasta en las placas del explorador espacial Akatsuki. Sus álbumes de canciones han vendido miles de copias, al mismo tiempo se ha convertido en una idol –cantante-actriz de j-pop– de renombre y ha hecho múltiples conciertos por todo el mundo. ¿Cómo ha conseguido llegar a tal popularidad?

 

Merchandising de Miku

Cohete «Akatsuki» en la órbita de Venus

 

Nico Nico Douga, un servidor de vídeos independiente -literalmente «vídeos que sonríen»- fue clave para el reconocimiento del software. Poco después de que Hatsune Miku saliera a la venta, algunos usuarios del servidor colgaron canciones que habían compuesto con el sintetizador. Especialmente el vídeo de Miku cantando la Levan Polkka se hizo bastante conocido. Con el tiempo, a medida que el personaje de vocaloid se hacía famoso, Nico Nico Douga se convirtió en un sitio web donde todos colaboraban con todos. Algunos usuarios publicaban sus canciones originales que habían compuesto con el sintetizador, otros le incorporaban animaciones 2D y 3D, se hacían algunos remix y hasta se publicaban trabajos incompletos pidiendo asesoramiento. También gracias a la actualización de banco de voces inglés en su Vocaloid3, Hatsune Miku pudo acercarse a más público y los bancos de voz «Vivid», «Solid», «Light», «Dark», «Sweet» y «Soft» que le permitían mostrar estados de ánimo, la hacían más humana y empática con sus seguidores. Con el tiempo aparecieron en la red una cantidad abrumadora de vídeos de Miku. A consecuencia de esta difusión, las ventas del sintetizador alcanzaron cifras imposibles, convirtiéndolo en el software más vendido de la temporada. También, las actualizaciones del personaje -tanto de voz como de imagen- como su interacción con otros personajes de la serie le han permitido evolucionar y madurar, igual que podría haberlo hecho una persona de carne y hueso. Por eso muchos de los seguidores de Miku la cosideran como un personaje virtual muy realista, con una personalidad y propia.

 

The END «What’d You Come for?»

 

La ópera «THE END» muestra este crecimiento del personaje. Con motivo del 150 aniversario del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Japón y España, el Auditori de Barcelona fue escogido para su representación (al igual que Naves Matadero en Madrid). La obra, sin cantantes ni músicos en el escenario, estaba compuesta excusivamente por la proyección de imágenes estereoscópicas en varias dimensiones reflejadas en una serie de pantallas con música electrónica vanguardista, creada por Keiichiro Shibuya.

Si pudiéramos escoger una palabra para definir la ópera en su conjunto, con sus flashes de luces estrobocópicas, recitativos y canciones j-pop, sería la repetición. Es una constante; la música electrónica de Keiichiro Shibuya -que se podría comparar en algunos momentos con Philip Glass por su composición minimalista- estaba formada por melodías simples en bucle al mismo tiempo que se superponían otros elementos (melódicos, lumínicos o recitativos) que se repetían. En los diálogos también podíamos ver este elemento: primero en los hablados, con una especie de traducción simultánea del japonés al inglés en que las dos lenguas se escuchaban con un ritmo y velocidad distinto; y luego en los cantados, en los que las estrofas y estribillos se repetían de forma sistemática. Las luces, por su parte también funcionaban con un patrón parecido.

¿De qué trata? Como dice el compositor «En la obra hay una pregunta sobre qué es la muerte, considerada tradicionalmente el tema más recurrente de la ópera. Hay arias y recitativos, hay tragedia. Todos estos son los elementos característicos de las historias humanas […] En THE END lo único que falta son los humanos». La ópera, separada en quince partes con títulos como «Miku and Animal», «Wha’d You Come Here For?» o «Aria for Death» indaga en los pensamientos más profundos del Hatsune Miku, ya que ella misma a lo largo de la obra pone en duda su existencia. La reflexión sobre la muerte que ya se había atisbado en canciones como «The disappearance of Hatsune Miku» o «The intense song of Hatsune Miku»  se potencia en el personaje a un estrato más elevado, mucho más intenso y doloroso incluso a nivel sensorial, no solo de pensamiento. En la obra, Miku se encuentra con una falsa imitación de ella misma -se podría traducir como su alter ego- que le comunica que va a morir. Esta nueva realidad sacude todo su interior y entra en una especie de trance, donde sus pensamientos y ella forman un todo.

The END «Aria for Death»

 

El espectador presencia este viaje al interior de Miku de forma literal. Una cámara virtual viaja al interior del personaje y recorre sus órganos hasta llegar al corazón. En esta inmersión espiritual se da cuenta que nunca se había planteado el fin de su existencia, ya que siempre había atribuido la muerte como un fenómeno que le ocurre a los humanos, que se sitúan en un plano distinto. Un conejo blanco, que aparece al lado de Miku durante varias escenas, defiende que la conoce muy bien, y la quiere convencer que simplemente es un personaje virtual como él sin trasfondo. Para demostrar que su existencia es completamente distinta a humana plantea algo que no podría hacer si no fuera un personaje virtual, una fusión entre Miku y él. Al hacer la fusión, ella se da cuenta que es incompatible con el conejo, porque desde que es un poco más consciente de su existencia se ha empezado a considerar algo más que un holograma y se autodenomina «casihumana». Durante la ópera Miku se enfrenta a su otro yo y le reprocha haberle revelado la información que le ha hecho plantear tantas preguntas, mientras que su sombra se arrepiente de habérselo dicho y le dice que la olvide. Al final Hatsune Miku decide no olvidarlo y acaba aceptando la realidad, terminando en un estado de tránsito entre el sueño y la muerte en el «Aria for The END».

¿Podría considerarse como un fin de la historia del personaje? La ambigüedad del final no nos permite saberlo a ciencia cierta. También al estar accesible la imagen de Miku para todos los usuarios del software, nos han llegado otros finales alternativos de la red. Lo que sí está claro que la introspección de la obra nos permite indagar mucho más en Hatsune Miku de lo que se ha hecho hasta ahora. Y no sólo eso, al traspasar la superficie de la imagen y acercándonos más a su espíritu, el personaje se nos vuelve más humano, más real.

 

The END «Aria for Death»

 

Razones para amar a Bob Dylan. O no

Razones para amar a Bob Dylan. O no

«No se debe juzgar un libro por su portada» y es lo que sucede con Bob Dylan. Está de gira por Europa con su tour Trouble No More, que además lleva el nombre del álbum recopilatorio (2017) Trouble No More – The Bootleg Series Vol. 13 / 1979-1981, que recoge canciones de esos años de su etapa cristiana. También el año pasado se publicó el libro Bob Dylan. 99 razones para amarlo (o no). Como en 2017 hubo unas cuantas controversias con este músico, las publicaciones de diversa índole proliferaron. El autor, Jordi Sierra i Fabra, tiene el don de la escritura ágil y ligera. Nos cuenta la vida del Nobel de Literatura de 2016 en 99 mini capítulos que recorren su carrera profesional y la (auto)creación del artista y el mito de Bob Dylan.


En su momento escribí el artículo Knockin’ on (traditional?) Heaven’s Doors y la moda de criticar a Bob Dylan en el que explicaba por qué sí es un poeta y por qué se criticó tanto que se le concediera el Premio Nobel de Literatura, al mismo tiempo que planteé interrogantes sobre si uno de los verdaderos problemas era considerar el arte popular al mismo nivel que el designado culto. También hice referencia a una serie de artistas porque resulta que cuando leemos textos sobre alguno de los grandes músicos del rock desde hace décadas, hay nombres que aparecen como pilares de inspiración de estos cantantes: Woody Guthrie, Bill Haley & The Comets, Elvis Presley y quien para mí es la auténtica bomba del rock’n’roll, esto es, Little Richard. Todos ellos vuelven a aparecer en este libro como inspiradores de un joven Bob Dylan que busca su camino en sus inicios al piano. De hecho, una de las notas más hermosas es referente a su relación con Woody Guthrie:

No importaba la diferencia de edad, que uno se estuviera muriendo y el otro empezara una fulgurante carrera. Cuando se habla el mismo lenguaje, y en la música más, no hay diferencias, solo el sonido y las palabras.

Ya desde sus inicios fue un hombre que de una u otra manera no pasaba desapercibido. El 23 de septiembre de 1961 se publicó en The New York Times la crítica de Robert Shelton sobre el joven músico, donde se muestran algunas de las características que conservaría a lo largo del tiempo:

La voz de Dylan es cualquier cosa menos bonita. Él trata conscientemente de capturar la ruda belleza de la voz de un obrero del campo del sur de Estados Unidos […]. Es un actor cómico y a la vez un actor trágico […]. Sus frases son elásticas y las estira hasta que uno piensa que van a romperse.

En las páginas de este libro se insiste en las duraciones de las canciones de Dylan porque era algo inusual en la época. La realidad es que a ambos lados del Atlántico se exploraban nuevas formas y medios. Bob Dylan fue uno de ellos pero no el único. En este trabajo también nos encontramos con un total de 99 capítulos y de una ingente cantidad de discos porque se trata de un músico muy activo. Una de las características de prácticamente cada capítulo es la insistente -y exasperante- puntualización de los puestos que consiguieron cada uno de los discos de este artista en Estados Unidos y en Reino Unido. Imagínense…

Que Bob Dylan es un hombre con mucho carácter (una de las razones por las que encanta. O no), queda patente en sus actuaciones hasta cuando recoge importantes premios y considera que no quiere (o no necesita) hablar. Allá por 1964 se negó a actuar en Ed Sullivan Show porque le censuraron su canción John Birch Society Club. Esta trata sobre un grupo cuyo hobby era buscar comunistas a lo largo y ancho de su país. Si a esto le sumamos una de las épocas más tensas de la Guerra Fría entre Estados Unidos versus la Unión Soviética y Cuba en un pulso entre John F. Kennedy y Nikita Jrushov (o Kruschov/Kruschev/Khrushchev) y Fidel Castro, el cocktail musical de Dylan, hubiera sido más que incendiario en uno de los programas de más éxito durante casi treinta años. No fue el único que sufrió la censura en ese programa: Elvis Presley también, algo que ya les conté a colación de la influencia del rey del rock and roll en mi artículo Bruce Springsteen, Born To Run.

Otra de las grandes influencias llegó desde Inglaterra con bandas como The Beatles o Rolling Stones. Conseguían éxitos fulgurantes y el señor Dylan consideró que su carrera debía evolucionar, por lo que le dio un giro y pasó de hacer folk a hacer folk rock. Una de las grandes aportaciones a la música moderna que ha influenciado a todo tipo de músicos es la mítica Like a rolling stone (1965) con sus versos How does it feel? / How does it feel? / To be on your own / With no direction home / A complete unknown / Like a rolling stone?

 

¿La evolución de su estilo le valió la consagración con el público? No. Tampoco entre otros artistas. Se le tachó de «traidor». Además, otro de los motivos por el que se le critica como músico es que versiona sus grandes obras a placer, según el momento y la ocasión. Lo que el público parece querer escuchar es exactamente la misma versión de esas canciones tal y como se interpretaron hace 30 o 40 años. Es algo difícil de mantener a lo largo de varias décadas. Aún más, ¿se imaginan tratando de interpretar sus obras de la misma forma que las crearon a lo largo de todo ese tiempo? ¡Qué aburrimiento para ese músico! ¡Qué hastío para el público! Aquí pueden escuchar diferentes versiones de la misma canción, Blowin’ In The Wind, comenzando por Joan Baez. Si el gran Jimi Hendrix le versionó, por algo sería.

Lo que no se puede negar es que Bob Dylan es un músico que ha influido en varias generaciones y a músicos muy importantes (como The Boss), tiene en su haber importantes premios, sigue en activo y de gira. Parece que continúa haciendo las cosas a su manera. Lo que me planteo con esta etapa pos-Nobel es ¿estará este genio a la altura de su propia leyenda?