por Camino Aparicio | Jun 29, 2017 | Artículos, Críticas, Literatura, Recomendaciones, Teatro |
El connotado escritor irlandés James Joyce (1882-1941) es conocido por su singular narrativa (la cual dio paso, según muchos estudiosos, a la literatura contemporánea) y, principalmente, por su Ulises. Pocos saben, sin embargo, que entre su producción literaria existe una peculiar obra de teatro: Exiliados.
La unicidad de esta obra teatral conlleva dos aspectos dispares. Por un lado, nos encontramos ante un autor ajeno en su práctica creativa al género teatral; esto no le quita valor ni calidad a su obra, pero es cierto que si la comparamos con la de los grandes dramaturgos de su tiempo, como Ibsen, podemos observar algunas carencias estilísticas y metodológicas propias de la inexperiencia de Joyce en el género. Por otra parte, el hecho de que el irlandés haya escrito una única obra de teatro le concede no sólo cierta exclusividad a la obra, sino además, un interés añadido a la hora de su estudio y del de los motivos que impulsaron a Joyce a incursionar en la dramaturgia.
En cuanto a este último aspecto, sabemos que Joyce fue un gran admirador del teatro ibseniano, motivo por el cual es fácil pensar que haya querido emular al maestro noruego. La obra la escribió en 1915, época en la que estaba gestando ya su Ulises. Suponemos que no habrá sido fácil compaginar la escritura de dos obras tan dispares en su forma: Exiliados es un drama en tres actos que sigue los cánones clásicos de temporalidad y diálogo, y Ulises… bueno, Ulises ya sabemos que es una afortunada suerte de experimento narrativo totalmente innovador y vanguardista.
La temática de Exiliados, por su parte, sí guarda ciertas semejanzas con Ulises. Hay mucho (o se cree que hay mucho) de biográfico en la historia que se cuenta en esta comedia de tintes dramáticos, al igual que se suponen aspectos biográficos en la gran novela de Joyce. Además, encontramos presente en ambas obras el tema de la infidelidad, muy recurrente en la producción de Joyce y que da pie, precisamente, a todo tipo de especulaciones sobre qué tanto de biográfico hay en las truculentas historias amorosas de los personajes del autor irlandés.
Exiliados nos presenta la historia de cuatro personajes. El escritor Richard Rowan y su pareja, Bertha, han estado fuera de Irlanda, en el exilio, y acaban de regresar a su país y a su casa. El periodista Robert Hand, amigo de juventud de Richard, está enamorado de Bertha y ahora que ha regresado, le confiesa tímidamente su amor. Richard sabe de los cortejos de Robert y sabe también que Bertha alberga sentimientos hacia el periodista. Así, con un sufrimiento palpable y tragicómico, Richard decide dejar que Bertha mantenga una aventura con Robert si así lo quiere. Bajo una bandera de generosidad con la que le otorga completa libertad a Bertha, Richard parece ocultar en realidad la justificación de su propia infidelidad, pues él está enamorado desde años atrás de Beatrice, prima de Robert y con la que ha mantenido ya una aventura en el pasado.
Los escarceos amorosos de estos cuatro personajes tienen como telón de fondo el contexto del exilio. Recordemos aquí que Joyce estuvo exiliado de Irlanda por muchos años y que fue una circunstancia que le causó no poco pesar (por ello el tema del exilio es también recurrente en su obra). Joyce partió de Irlanda con Nora, su pareja, a los pocos días de conocerla, igual que Richard con Bertha en la obra. Joyce ya nunca regresó a Irlanda, pero seguro imaginó y soñó con su regreso en no pocas ocasiones y una de esas ocasiones parece ser Exiliados, que se convierte en un ejercicio imaginativo del escritor irlandés sobre el posible regreso a su patria. Sin embargo, la obra va más allá de este contexto y de lo anecdótico de las aventuras de estos cuatro personajes. Exiliados, en clave metafórica, se adentra en otro tipo de exilio, el del exilio interior, el exilio de los propios sentimientos.
Con gran agudeza e ingenio, Joyce desnuda lo más profundo de los sentimientos y las pasiones humanas y construye a cuatro personajes profundamente enamorados pero a su vez profundamente atormentados por estos amores. La duda se convertirá en la verdadera protagonista, una duda sobre la posible infidelidad, una duda que no se puede disipar porque sobrevive incluso a las confesiones más íntimas. La duda, así, torna estas relaciones en trágicas, pero a su vez es sobre ella que se construye el amor entre estos personajes. En suma, Exiliados representa una obra de gran profundidad psicológica en la que Joyce diserta con profundidad y algo de humor sobre los sentimientos, las relaciones, el amor y la duda.
Exiliados se estrenó en teatro en 1918, en Munich, con un gran fracaso de público y de aceptación. Tampoco los intentos que se hicieron en Nueva York en los años 30 o en Inglaterra en los 70 obtuvieron ningún éxito. Sin embargo, la historia de Exiliados en México es muy distinta.
México es un país con una amplia tradición de producción teatral de gran calidad. Actores, directores y escenógrafos de primer nivel surgen en este país en el que Joyce sí ha triunfado sobre el escenario. En 1980 Marta Luna dirigió una primera puesta en escena de Exiliados que se representó con gran éxito en el Poliforum Cultural Siqueiros, alcanzó más de quinientas representaciones y cosechó grandes críticas.
Ahora, Martín Acosta se pone al frente de un nuevo y actual montaje de la obra de Joyce que se está representando en el teatro El Granero del Centro Cultural del Bosque de la Ciudad de México. Acosta, además de dirigir la puesta en escena, es el responsable de la traducción y la versión del texto utilizado para esta ocasión y, también, del diseño de la escenografía, que combina de forma magistral el minimalismo, la practicidad escénica y un curioso estilo kitsch.
El nuevo elenco se ha ganado desde la primera representación al público y a la crítica. La obra cuenta con las magníficas actuaciones de Carmen Mastache –en el tímido personaje de Beatrice–, Verónica Merchant –espléndida en su representación de Bertha–, Pedro de Tavira Egurrola –hijo del connotado director Luis de Tavira y de la actriz Julieta Egurrola y que encarna a Richard– y Tenoch Huerta –quien toma un descanso de la pantalla grande para regresar al teatro en la piel de Robert Hans–.
La maestría de los cuatro actores, combinada con la fuerza narrativa de la historia, da como resultado un poderoso montaje en el que el director se toma libertades tan inusuales como mantener un primer plano con el actor de espaldas al público principal; y si de algo adolece esta puesta en escena es de más funciones. La corta temporada termina el próximo 9 de julio, así que si nos lees desde la Ciudad de México, no dudes en disfrutar de este magnífico espectáculo joyciano, y para los asentados en otras latitudes, aprovechad que los derechos de autor de la obra quedaron liberados en 2012 y conseguid este magnífico texto que no dejará a nadie indiferente.
por Elisa Pont Tortajada | Jun 28, 2017 | Artes plásticas, Artículos, Críticas |
Le dije, cariño ponte esta falda y salgamos al jardín. Cogí la cámara de fotos y puse música. Mi hija empezó a bailar de manera tan natural que tuve que empezar a fotografiarla. Y éste es el resultado. Bonito, ¿verdad?
Iratxe Álvarez nació en Valencia pero podría decirse que su casa está en distintas ciudades. Ahora reside junto a su marido y sus tres hijos en Bélgica. Y es allí, rodeada de naturaleza, donde ha comenzado su último proyecto fotográfico: Little Islands Photography. El pasado 16 de junio se expusieron algunas de sus obras más recientes en la muestra conjunta As we see it, mezcla de pintura, grabado y fotografía, que reunió el trabajo de Astrid Van Drie y Vieta Bons.
«En mis fotografías siempre busco captar la fuerza de las miradas, la eternidad y el poder de ese instante preciso», responde a modo de carta de presentación para aquellos que le preguntan sobre su estilo fotográfico. La maternidad y su experiencia como monitora en Amamanta -un grupo de apoyo a la lactancia materna- explican su fascinación por la fotografía infantil. La facilidad con que los niños se pierden en sus propios juegos, en sus fantasías, alejándose así de esa realidad que no les conviene para luego trasmitir al espectador la maravilla de esas emociones. Así define Álvarez su trabajo. «No hay nada como descubrir el mundo a través de los ojos de un niño», confiesa.
Tras un año de aventura por Australia, que plasmó fotográficamente aquí para deleite de sus seguidores, la estabilidad ha vuelto de nuevo a su día a día, que dedica en gran parte a proyectos como el Lens op de Mens, el Festival Internacional de Fotografía de Overpelt. «Fue casi una casualidad que presentase tres de mis fotografías de la serie Explorers a este concurso», comenta el día de la entrega de premios. Pese a no haber sido galardonada, Álvarez está contenta de su participación ya que considera que es «imprescindible» ir abriéndose un hueco entre los fotógrafos de la zona, «sobre todo para que te conozcan y conozcan tu trabajo», añade. Hasta el próximo 31 de agosto, pueden visitarse las más de 500 fotografías expuestas por las calles de Overpelt, una apuesta municipal para acercar la fotografía y el arte al gran público.
«Mis hijos son mi gran inspiración pero también ellos crecerán y acabarán por irse», comenta de regreso a su casa, que es provisional, en el mejor sentido de la palabra. «Volver a Australia sería maravilloso», reconoce. Hasta entonces, seguirá fotografiando la inocencia de los niños que le rodean, como si a través del objetivo de su cámara pudiese captar todo aquello que Peter Pan se negaba a abandonar al llegar a la edad adulta.
por Elisa Pont Tortajada | Jun 19, 2017 | Artículos, Cine, Críticas, Evento |
Hace algunos meses escribí en estas mismas páginas, un artículo sobre el documental Demain (2015), dirigido y producido por la francesa Mélanie Laurent y su marido, el también cineasta Cyril Dion. Ahora, desde otra ciudad que nada se le asemeja a Barcelona, vuelvo sobre mis propias divagaciones para hablaros sobre el film, Qu’est-ce qu’on attend? (2016), de la francesa Marie-Monique Robin.
Desde principios de este mes, el documental puede verse en la mayoría de cines de Bruselas, incluida la sala independiente Vendôme, donde tuvo lugar la Avant-Première y en la que Robin se mostró más bien resuelta ante un público hastiado por el calor. A qué esperamos, preguntó como si la respuesta fuese obvia y, al mismo tiempo, ninguno supiese qué contestar. Así es como el documental interpela al espectador, tan sólo mostrando un modo de vida posible, una realidad que de hecho ya existe: la cerca de los 2200 habitantes de Ungersheim, un pequeño pueblo situado en la región francesa de Alsacia.
Ungersheim es una localidad denominada «en transición», esto es, en proceso de abandonar los recursos fósiles como el petróleo para reducir así la huella ecológica. Por ejemplo, con terrenos adquiridos por el ayuntamiento que ahora son huertos ecológicos y de reinserción social; con cooperativas y comedores que abastecen a varias localidades aumentando la empleabilidad local y el autoabastecimiento; con construcciones que respetan el medioambiente y en las que trabajan los propios vecinos, algunos ya jubilados; con una moneda local, los radis; y con jornadas de concienciación en la escuela, a la que los niños, por cierto, llegan cada día en coche de caballos. Éstas son algunas de las imágenes que se muestran en el documental cuyo protagonismo absoluto lo tienen sus vecinos y, en especial, su alcalde y promotor del proyecto, Jean-Claude Mensch.
El documental ha de entenderse como una carta de presentación, también como una invitación a unirse a este «movimiento» que aglutina ya a 460 localidades en todo el mundo. No obstante, se echa en falta una perspectiva crítica por parte de la periodista, quien se limita a filmar –en muchas ocasiones sin previo guión– el día a día de unos vecinos orgullosos con su nuevo estilo de vida. Pero, ¿cómo trasladar estas prácticas a otras localidades? ¿Es posible llevar a cabo estas medidas en grandes ciudades? Fueron preguntas como éstas las que llevaron a Marc de la Ménardière y Nathanael Coste a su particular aventura, a recorrer el mundo en busca de respuestas, a producir a su vuelta a Francia la película Enquête de Sens (2016).
Que en los últimos años el debate sobre el medioambiente y el cambio climático ha ido desplazándose de ciertos sectores afines al ecologismo hasta convertirse en tema de agenda de partidos políticos es un hecho esperanzador. Ahora bien, la Cumbre de París de 2015 fue un fracaso pese a que los medios la catalogaran como el gran «acuerdo histórico» sobre el medioambiente, lo cual explica también por qué el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ahora parece querer salirse del grupo. Y es que ya no se trata tanto de buscar posibles soluciones a los problemas actuales –entre otros motivos porque algunos de los cambios experimentados por el planeta ya no tienen marcha atrás– sino de interrogarse acerca de por qué no los ponemos en práctica. De la importancia de la cohesión social y de los movimientos colectivos, pero también de la necesidad de un cambio de paradigma en el que los valores de sostenibilidad primen más allá del rendimiento económico, versan todas estas producciones cinematográficas. De lo que vendrá en un futuro si no aprendemos de nuestro presente.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Jun 14, 2017 | Artículos |
Resulta llamativo cómo, en una sociedad en la que se lucha cada día por las libertades individuales y colectivas, se dan, también cada día, episodios de indignación que nacen de la más mínima cosa y que terminan desembocando, en muchos de los casos, en la censura. Sin embargo, puede que lo segundo esté relacionado con lo primero, ya que quizá todo provenga de la mala comprensión de lo que es la libertad individual, la libertad de expresión y nuestros derechos ante las libertades de los otros. Hay veces que no hay más que darle la vuelta a la sartén y cambiar los agentes que intervienen en el asunto para darse cuenta de que nos estamos convirtiendo en lo que más detestamos.
Estoy hablando, cómo no, de la polémica que ha surgido a raíz del último anuncio de Mahou, que cuenta una historia real -aunque si fuera ficticia tampoco cambiaría mucho el asunto- en la que un grupo de rock toca cada año en un pueblo de diecinueve habitantes llamado Pejanda, en Cantabria, a cambio de 6000 botellines de cerveza porque el ayuntamiento no tiene dinero para pagarles. El grupo de músicos y el ayuntamiento han llegado, pues, a un acuerdo simbólico libremente. Como los músicos estamos muy cansados de que nos paguen mal, o no nos paguen, o nos paguen en cerveza, nos hemos indignado y en pocas horas ya estaba rulando por las redes sociales el enlace de change.org en el que se podía firmar para exigir la retirada del anuncio. Cosa que, en un tiempo récor, ya se había conseguido.
El colectivo de músicos -al que, por cierto, pertenezco- ha sido víctima durante los últimos tiempos de ciertas situaciones de indignación surgidas, sobre todo, de sentimientos de ofensa que han terminado en censura. Me refiero aquí a los casos como, por ejemplo, el del rapero Valtónyc, que, por su canción sobre el Rey Juan Carlos, ha sido condenado a tres años de cárcel por la Audiencia Nacional; al grupo Soziedad Alkoholika, que fue acusado de enaltecimiento al terrorismo por algunas de sus letras; o a los trece raperos de La Insurgencia, acusados de lo mismo en 2016; o el famoso tema de los titiriteros, sólo por citar algunos. Estemos o no de acuerdo con lo que estos artistas dicen en sus letras o en sus obras, coincidiremos en que la libertad de poder decirlas está por encima de nuestra posición concreta ante el tema, y nuestra libertad de criticar o apoyar públicamente a estos artistas es también -o debería ser- incuestionable. La libertad de expresión es, precisamente, aceptar el derecho del otro -no sólo el de una misma- a decir lo que quiera, ofensas incluidas. El buen gusto o la zafiedad con la que se diga es otra cosa. Pero, en principio, basta con que yo no los escuche para que no me molesten. ¿O vamos a censurar también el reguetón porque no nos gusta su mensaje?
En las redes sociales sabemos mucho de libertad de expresión, pero sabemos lo mismo de censura. El spot publicitario de Mahou, que yo sepa, no vulnera los Derechos Humanos, ni hay delito en nada de lo que dice. Simplemente, cuenta una historia. Real, según dicen. Lo que ha ocurrido, sin embargo, y como suele ocurrir con casi todo hoy en día, es que un colectivo se ha ofendido por el mensaje que envía. Hasta tal punto ha llegado la ofensa, que la marca comercial -no olvidemos que no se trata de un ente público- ha sucumbido a la protesta y ha rectificado retirando el anuncio. Una rectificación, por otra parte, que tendrá más que ver con las cifras de venta que con un arrepentimiento sincero, no seamos ingenuos. Pero este punto al que se ha llegado, más que fruto de la sensatez y el buen hacer, me parece que es el triunfo del delirio colectivo y de la censura de lo políticamente correcto.
En el anuncio no se denigra la profesión del músico, sino que se cuenta una historia, precisamente, por lo excepcional que hay en ella. Podemos poner el grito en el cielo, podemos dejar de comprar Mahou, podemos desahogarnos en las redes sociales si queremos, pero exigir la retirada del anuncio es, cuando menos, exagerado. Sobre todo, porque no hay músico que yo conozca que no haya tocado alguna vez gratis o a cambio de comida y de bebida, por la razón que sea. Por una causa solidaria, por una amistad, porque le da la gana. Seamos serios y, si queremos que nuestras condiciones laborales cambien, invirtamos nuestras fuerzas en la dirección adecuada. Pero convertirnos en adalides de la censura cuando algo no nos gusta me parece deshacer un camino que puede llevar a una situación algo peligrosa. La libertad es esto, señoras y señores, y pretender que el mundo en el que vivimos sea el reflejo de nuestro pensamiento individual nos lleva, bien a una sociedad polarizada en la que el blanco y el negro ocupan el espacio de los grises, o bien a un mundo en el que se imponga el pensamiento único. Porque no sé cuál es la diferencia entre exigir la retirada de este anuncio por ofensas al colectivo de músicos o exigir que las mujeres se tapen las rodillas por no ofender a un grupo de puritanos.
La solución es mucho más sencilla y reside en ejercer nuestra propia libertad y nuestro sentido de la responsabilidad para no tocar a cambio de cerveza si no queremos, para no consumir esa marca de cerveza, para apagar la televisión o para provocar un debate fructífero sobre el asunto. Pero utilizar la libertad individual para coartar la de otro, siempre me parecerá una mala idea. Sobre todo cuando hay aún tanto camino que recorrer en lo que a libertades individuales y colectivas se refiere. Porque estoy segura de que este artículo ofenderá a mucha gente, pero espero que nadie exija que lo retiren.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Jun 8, 2017 | Artículos |
Hay veces que la estrecha línea que separa la cultura de la política se difumina de tal manera, que se mezcla la una con la otra como lo hacen las manchas de color pastel en un cuadro impresionista. La relación de la cultura con la política ha sido muchas veces tratada, de una manera o de otra, en esta revista. Y es, quizá, uno de los temas que a quien esto escribe más le impulsan a sentarse ante el teclado. Por eso, no he podido dejar pasar esta oportunidad para, en este caso, tratar sobre las implicaciones políticas del gusto cultural.
Otra de las cuestiones que más fascinación me crea son las batallas campales que se generan en las redes sociales. La última gran polémica en Twitter ha sido en torno a la información que la revista Tiempo publicó sobre los gustos culturales de la princesa Leonor. El titular de la portada, escrito sobre la foto de un primer plano a página completa de la niña, decía lo siguiente: “Leonor de Borbón. Así es la futura Reina de España. Lee a Stevenson y Carroll, le gustan las películas de Kurosawa, domina el inglés y tiene una perrita llamada Sara”. Fueron, pues, suficiente estas pocas palabras para que la mofa y la ofensa, a partes iguales, estallaran en las redes sociales. Hubo quienes se lo tomaron muy en serio y se dedicaron a opinar sobre lo adecuado o no de que una niña de su edad consuma esta cultura tan “elevada”. Otros, como es natural en este medio, comenzaron a hacer chistes sobre el tema. Y, los últimos, entre ellos una republicana declarada que se hizo viral por sus publicaciones al respecto en Twitter, se ofendieron de que unos adultos cazurros se metieran con una niña, en vez de aplaudirla, por tener un consumo cultural de estas características y no perder su vida con bobadas como Hora de aventuras. El tema, sin embargo, es más complejo que todo esto. Así que, en las siguientes líneas intentaré desentrañar lo que este aparentemente simple titular nos quiere decir.
Lo primero que llama la atención es eso de “la futura Reina de España”, no tanto porque se dé por hecho que tendremos monarquía para rato, sino porque se sobreentiende que el prácticamente recién estrenado reinado de Felipe VI se ha dado ya por vendido -o por vencido, o por perdido- y ha llegado ya la hora de hacer propaganda de su sucesora. El titular, pues, comienza con un mensaje político y de marketing -valga la redundancia-, para continuar por la misma línea. Porque, no nos engañemos, el subtítulo con el que Tiempo completa la portada no es más que eso: política y marketing.
¿Qué hay de político en los gustos literarios y cinematográficos de una niña? Pues mucho. Por un lado, y de tan obvio resulta hasta ofensivo tener que decirlo, esta niña pertenece a una institución que, si las cosas no cambian, le garantiza, de nacimiento, la jefatura del Estado -cosa que Tiempo nos deja muy clara-. Por lo tanto, sería ingenuo pensar que cualquier comunicación pública que esta institución realiza no está absolutamente medida y controlada. Así pues, hay que entender que la Casa Real nos está enviando un mensaje a través de dos medios: la revista y la propia infanta. En este punto, se podría abrir el debate -ya que en las redes sociales también se ha hablado de acoso hacia la niña- de si la exposición pública de una menor y su uso como medio propagandístico es del todo adecuado. Pero no es mi intención abrir aquí esa veda.
Lo que sí me interesa es reflexionar sobre el mensaje que la institución monárquica nos está queriendo enviar. Y aquí es donde entra la otra dimensión política del asunto: el gusto cultural. Cabría pensar que, si hay algo que en esta vida elegimos, es lo que nos gusta. Puede que sea así, pero la comunicación pública de nuestros gustos culturales tiene sus implicaciones políticas, porque elegimos “decir” lo que nos gusta para proyectar una imagen determinada de nosotros mismos y decidimos, según la situación, sacar a la luz una faceta u otra. Porque, en realidad, elegimos lo que nos gusta por un sinfín de cuestiones que van más allá de la cosa en sí. Por ejemplo, las diferencias meramente musicales entre un grupo de pop-rock y otro son muy pequeñas. Pero ahí están enfrentados los fans de Daddy Yankee y los de Calle 13, los de los Beatles y los Stones, los de Beyoncé y Lady Gaga, los de Ludovico Einaudi o Philip Glass. Y ahí están también las fotos de nuestro menú diario en Instagram. Porque el hecho de que seas vegetariano no tiene implicaciones, pero comunicar públicamente que lo eres, sí. Por eso nadie dice ver Sálvame, pero es el programa de más audiencia de la parrilla televisiva, por continuar con metáforas gastronómicas. Nadie quiere formar parte de ese grupo de personas, precisamente, por lo que social y políticamente implica.
No dudo que a Leonor le guste Kurosawa ni que lea a Stevenson. En realidad, me trae sin cuidado. Pero estoy segura de que habrá muchas más cosas que le guste hacer. Jugar al fútbol, las Sailor Moon, arrancarles la cabeza a las muñecas, chincharle a su hermana pequeña, vaguear todo el día o ver Bob Esponja. Sin embargo, ninguna de esas aficiones encajaría en la imagen que de ella quieren mostrar los adultos. Porque todavía hoy existe eso que se llama “el buen gusto”, un gusto que es bueno, porque, sencillamente, nos hace mejores frente al público objetivo al que queremos llegar. Además, a las personas con “buen gusto” cultural, o con gusto por la “alta cultura”, se les atribuyen otras bondades personales. No se trata, por tanto, de lo que le guste hacer o no a la princesa, sino de que nos lo comuniquen. El mensaje, al venir de una institución pública, y más allá del chismorreo, es político. Lo que nos han querido decir con este reportaje en Tiempo es que confiemos en Leonor, que en el futuro estaremos en buenas manos, pero no porque tenga una perrita que se llama Sara, sino porque le gusta Kurosawa. Y claro, ver el cine de Kurosawa es mejor que escuchar a los Sex Pistols, sobre todo si pretendes ser reina.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | May 26, 2017 | Artículos, Evento, Música |
Como cada año por estas fechas, muchos esperan ansiosos la programación del festival de jazz que cada mes de julio se celebra en Donostia-San Sebastián y cuyo mismo nombre, “Heineken Jazzaldia”, suscita dudas sobre el orden de prioridades que lo inspira. Pues bien, el pasado día 24, en la solemnidad del Teatro Victoria-Eugenia, se hizo, por fin, pública la ansiada programación con especial hincapié en la participación de 35 grupos vascos en la edición de este año, la 52ª de este longevo encuentro jazzístico. Diré para empezar -y evitar, de paso, malentendidos- que apuestas por grupos locales en un mundo tan global e internacional como el del jazz me parecen, quizá también por mi condición de instrumentista, no sólo plausibles, sino absolutamente necesarias para crear un tejido cultural sólido. Ojalá no quedaran en mera anécdota, y la programación musical fuera en Euskadi más consistente a lo largo de todo el año. Pero este tema da para un artículo diferente que no descarto en otra ocasión que más venga al caso.
Lo que en este de hoy me interesa señalar no es tanto la loable apuesta por otorgar espacios a músicos locales en un festival internacional, sino la terminología que se utiliza para comunicarlo. Y es que el titular que se pudo leer en los medios, y puede aún consultarse en el apartado de noticias de la página oficial del evento, dice lo que sigue: “el jazz vasco tendrá una presencia muy destacada en el Heineken Jazzaldia”. En una primera lectura, podría parecer que no hay nada en él que dé pie a la reflexión. Acostumbrados, como estamos, a que el adjetivo “vasco” califique prácticamente la totalidad de la producción artística y cultural de este país, tendemos a olvidar que las palabras tienen significado, además de por lo que directamente denotan, también por lo que connotan o insinúan.
¿Qué es, en efecto, el jazz vasco? Una podría imaginarse que, así como llamamos “música vasca” a aquella que tiene unos rasgos distintivos que provienen, por ejemplo, del folklore, por jazz vasco entenderíamos aquel que pretendiera transmitir esos mismos rasgos, fusionándolos, de algún modo, con las armonías y los ritmos propios del género jazzístico. Por supuesto que esta definición precisaría de matizaciones que requieren más espacio que el limitado de este artículo. Pero supongamos, si no es mucho suponer, que esa podría ser una condición necesaria, si no suficiente, para justificar el uso del adjetivo “vasco” en este contexto del jazz. Y supongamos también, como llevamos haciéndolo históricamente, que la música vasca es aquella que hace uso de instrumentos, melodías y ritmos asumidos como propios de la tradición vasca. Allá por el siglo XIX y principios del XX, a la música académica se le adjudicó -y ella asumió de buen grado- un papel político en la formación de las identidades nacionales, de modo que este tipo de recursos musicales comenzó a utilizarse para la creación de una música específica de cada país o territorio. En el caso vasco, hay varios ejemplos que podrían utilizarse aquí, sin perjuicio de que muchos de ellos entrarían en múltiples contradicciones. ¿Es, por ejemplo, música vasca la zarzuela “El Caserío” de Jesús Guridi, perteneciendo, como pertenece, a un género eminentemente español y abundando en armonías propias del wagnerianismo, sólo por el hecho de que incluye una ezpatadantza y algunas canciones populares vascas? Otro debate inagotable.
La cuestión del idioma podría parecer determinante a este respecto. Lo hemos visto, y seguimos viéndolo, en la literatura. En muchas librerías se cataloga como literatura vasca la que está escrita en euskara. Pero ¿qué sucede con la literatura que, aun teniendo a un vasco como autor, está escrita en castellano? Que tenemos que cambiar de sección para encontrarla. Y es que estaríamos tomando por vasca sólo la literatura que utiliza el euskara como medio de expresión, obviando otras características como podrían ser las temáticas o los géneros. La cosa no es, por tanto, tan simple. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha venido en llamarse “rock radical vasco”. En este caso, la lengua pasa a un segundo plano y el mensaje políticamente subversivo y rebelde parece ser la auténtica razón que justifica el calificativo. Porque a nadie se le ocurriría calificar lo que hace Álex Ubago de música vasca…
Pero, centrándonos en el tema que nos ha traído hasta aquí, si nos detenemos a examinar cuáles son esos grupos de “jazz vasco” que se han programado para esta edición del Heineken Jazzaldia, veremos que ninguna de las características aquí expresadas a modo de esbozo tiene algo que ver con ninguno de esos 35 grupos. Lo primero que llama la atención es que muchos de ellos ni siquiera son conjuntos de jazz. Pero, además, ninguno de los que incluye voz canta en euskara todos sus temas. Y ninguno utiliza instrumentos folclóricos. En los vídeos y audios que están disponibles en la web, no se escucha arreglo alguno sobre temas populares vascos. Y todos, excepto dos, tienen sus nombres en inglés o castellano. Algunos son homenajes a John Coltrane, Dizzy Gillespie o Thelonius Monk. Es decir, lo único vasco en esta programación es el lugar de nacimiento u origen de los músicos. ¿Basta eso para que su música sea considerada “vasca”? No lo niego, pero suscita todo un debate.
Si algo he pretendido dejar claro a lo largo de estas líneas es que el concepto de lo vasco, cuando va unido a cualquier tipo de expresión artística o cultural, resulta extremadamente inconsistente y se utiliza con escandalosa arbitrariedad. No se trata además de una arbitrariedad inocua, sino calculada. Porque es desde las instituciones, públicas y privadas, desde donde se decide qué merece llevar ese apellido y qué no, en función de la potencialidad política o mercantil que la cosa en cuestión tenga. Pero el jazz, sigue siendo jazz. O ¿es el fútbol del Athletic fútbol vasco porque sus jugadores lo sean? Ni Mozart, por tocarlo yo, va a ser música vasca, por mucho que a él le habría gustado que lo fuera.