por Alex Mesa | Abr 3, 2017 | Artículos, Críticas, Sin categoría |
Había una vez un lugar en el que el respeto, el buen hacer y el decoro eran las máximas imperantes.
Allí, sus gentes admiraban las virtudes de sus gobernantes y les aplaudían por su coherencia.
El portavoz de esos gobernantes era un hombre tan ecuánime que se ganó el favor no sólo de sus compañeros sino también de sus adversarios. Éste hombre jamás osó desconsiderar el dolor de nadie y siempre se comportó de forma noble ante todo el mundo.
Pero el portavoz tuvo en quién mirarse entre los suyos. Su líder no escatimó nunca en elogios hacia el anterior jefe de gobierno. Se reflejaba tanto en su antecesor (como líder) que tuvo a bien dominar, como él, la lengua vehicular del mundo.

Fábula – El Greco (1600)
La magnificencia no sólo era virtud sino norma. Por ello, en este lugar se toleraba cualquier broma, pues, no se temía a las dudas. Y, sobre todo, existía el equilibrio: no había opiniones mejores ni peores, cualquier idea era respetada, incluso las que no respetaban a nadie.
Al manifestarse, todos los órganos de poder expresaban una cristalina imparcialidad. Alcanzaban la Verdad porque, como es bien sabido, está sólo es alcanzable por y para los decorosos.
Rara vez se producía injusticia alguna en estas lares, y cuando se hacía, todos trabajaban para resolverla de inmediato.
Allí, todo el mundo tenía su voz, su voto y su pan. Pues a nadie se le hubiera ocurrido hurtar a nadie lo que es, por derecho, suyo. Todos los derechos que se reflejaban en La Carta eran cumplidos a raja tabla.
En dicho pueblo, toda la ciudadanía estaba no sólo contenta, sino extasiada de felicidad. Felicidad derivada del conocimiento cierto de que la ley era igual para todos, de que podían expresar lo que quisieran con total libertad y de que todos iban a poder dormir calientes y con el estómago lleno.
Las maravillas de este sitio perduraron en el tiempo, tanto y tanto que no nos alcanzan las palabras para seguir contando más verdades. Y como sin Verdad no se puede vivir, este es el momento de concluir con la fábula del decoro.
Me ha costado mucho escribir esto. A decir verdad, no es «este» artículo el que me ha resultado difícil. Lo complicado ha sido dejar de estar acumulando decenas de borradores para intentar decir algo sobre el bombardeo informativo de las últimas semanas. Por eso, al final creí que era mejor escribir una fábula.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Mar 30, 2017 | Artículos |
Yo, como casi todos los que me estaréis leyendo, no enciendo esa máquina del demonio que se llama televisión. Ahí no echan más que basura y a mí la basura no me interesa. Quienes me conocen ya saben que yo soy una intelectual y que, de ver algo, sólo es Saber y Ganar y las películas que echan en La 2 a altas horas de la madrugada. Mejor si son bielorrusas, en blanco y negro, con pocos diálogos y en V.O. A veces, sólo a veces, me doy un paseo por las cadenas mainstream, pero siempre con una visión crítica y para sentirme moralmente superior a esa masa homogénea que consume esa televisión basura. De vez en cuando hay que mezclarse con el pueblo, si no, una pierde la perspectiva. En ocasiones veo First Dates mientras ceno, para ver un poco el percal que se mueve por el mundo. Algunos viernes, para desconectar, pongo Tele 5 y me trago el polideluxe de Jorge Javier, pero sólo para criticar a la gentuza que se pasea por ahí y disfrutar, por qué no decirlo, del circo, con sus payasos, sus malabaristas, sus tigres y sus tigresas (creo que es el único circo en el que aún están permitidas las fieras). Gran Hermano no me convence, sólo veo de vez en cuando la versión VIP, con el único objetivo de saber qué ha sido de Irma Soriano o ver lo bien que está envejeciendo Ivonne Reyes. Pero bueno, que no me gusta esa basura. Yo soy más de leer a Kierkegaard.
Entre las muchas cosas que no veo está el recientemente terminado concurso Got Talent. Se trata, para vosotros que tampoco veis estas cosas, de un talent show. No es un concurso de talentos. No, no, no. Eso era Lluvia de Estrellas de Bertín Osborne. ¡Que estamos en 2017! Este concurso cala en los espectadores a través de un mensaje muy sencillo: tú, que cantas en la ducha, que cuentas unos chistes de troncharse, que quedas con los colegas cinco horas a la semana para echar unos bailes; tú, que siempre has soñado con salir de tu miserable vida, puedes subirte a este escenario que te catapultará a lo más alto del panorama artístico nacional, como a David Bisbal. Esta es tu oportunidad y nosotros, unos jueces de gran prestigio internacional, haremos la primera criba. Pero la última palabra la tendrá el público soberano, que con su sapiencia y criterio decidirá quién se merece el apartamento en Torrevieja, el coche, la Ruperta o los 25.000 euros.
Pero claro, puede ocurrir, y de hecho ha ocurrido, que el público vote mal. Y la gente decente se indigna. ¡Como para no! Hay que ser un psicópata para que no le afecten a una las injusticias sociales. “Con lo bien que cantó el chico ese aquella canción de esa ópera tan famosa. El nombre no me lo sé, pero lo tengo en un CD que regalaban con Cambio 16, Momentos estelares de las más grandes óperas de todos los tiempos creo que se llamaba. Y encima fue con su abuela al programa, porque sus padres no le apoyaban en eso de cantar, decían que era de maricas. O aquellos que iban vestidos con chándal blanco, camisetas demasiado grandes y gorra. Sincronizados, lo que se dice sincronizados, no iban. Pero, ¡madre mía, qué energía! Hasta Risto se levantó para aplaudirles. Con todo el talento que hay en este país, va y gana un mindundi que dice bailar rock. ¿Pero tú le has visto? ¡Si eso lo hago yo cuando me tomo una cerveza de más!”. Y empatizamos, vaya si empatizamos, con la gente que se lo ha currado de verdad. Y empatizamos también con Risto Mejide, que, en un alarde de dignidad profesional, dejó su silla vacía para no tener que ser testigo de la gran tragedia que ya se veía venir.
Pero vayamos por partes. Intentaré analizar aquí las distintas cuestiones que entran en juego en este acontecimiento o Spanish shame, como lo ha calificado el propio Risto en un artículo al respecto. Lo primero que deberíamos intentar entender es el propio medio en el que se lleva a cabo el melodrama: la televisión, ese medio de comunicación de masas cuyo primer objetivo es entretener. No voy a entrar a valorar aquí si este objetivo es el más adecuado, si debería tener otros o si se podría conseguir ese mismo de otras maneras. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio” dijo Serrat y, de un tiempo a esta parte, concretamente desde que se emitió la primera edición de Gran Hermano allá por el año 2000, la verdad de la llamada telerrealidad ha inundado el panorama televisivo nacional. El prefijo tele no significa otra cosa que “a distancia”, “desde lejos”. Por tanto, cuando hablamos de telerrealidad, nos referimos a una realidad vista desde la distancia, dejando de ser, en la misma medida, la realidad. Así pues, lo que este tipo de programas pretende transmitir no es más que la ilusión de una realidad, por lo que sería un error asumirlas como una captación no intervenida de la nuestra. La diferencia que hay entre Gran Hermano y Got Talent es, básicamente, que en el segundo la gente “hace cosas”. Y es precisamente esa idea de esfuerzo personal, del “hoy puedes ser tú”, la que convierte este tipo de programas de talento en supuestas plataformas de oportunidades. La voraz industria cultural que hay detrás de estas producciones disimula su último y único objetivo, el monetario, poniendo al servicio del gran público una plataforma en la que podrá hacer realidad sus sueños. Es imposible no acordarse de la película Requiem por un sueño (2000), de esa madre hundida que vive a través de la televisión con la ilusión de que su vida cambie cuando es invitada a participar en su concurso de cabecera y comienza a obsesionarse con adelgazar para entrar en su vestido rojo de estrella. Y resulta también imposible no acordarse de McLuhan y de su célebre frase “el medio es el mensaje”. No seamos ingenuos: es televisión y es audiencia.
Después está el tema del jurado, una muestra fantástica que nos hace aún más fácil comprender de qué va esto. Una ex Operación Triunfo en horas altas, que hace anuncios de Cola Cao, representa a España en Eurovisión y que dignifica el propio medio al ser el claro ejemplo de que este tipo de concursos funciona (o puede funcionar); el presentador del programa de chascarrillos que llena más horas de televisión; una humorista; y un licenciado en Administración y Dirección de Empresas y publicista que escribe libros de autoayuda sobre cómo triunfar en la vida siendo molesto, un tío hecho a sí mismo, vamos. Estas cuatro personas son las responsables de juzgar actuaciones de diversas ramas artísticas de las que no tienen demasiada idea. Por esto, la reacción tan impostada que tuvo Risto Mejide resulta un tanto vergonzante. Supongo que le ocurre como a Groucho Marx, que no quiere pertenecer a un club en el que le acepten a él como socio. “Tenemos el país que nos merecemos”, publicó en su página de Facebook, elevando a categoría nacional un simple programa de televisión e intentando mantener intacto su autoadjudicado prestigio profesional. Pocas veces estoy de acuerdo con este personaje televisivo, pero he de reconocer que esta vez no puedo estarlo más. Tenemos el país que merecemos y a Risto Mejide hasta en la sopa. Porque lo que nos gusta es ser jueces y sentarnos a opinar lo que está bien y está mal en los demás, dárnoslas de saber reconocer el talento de los otros y participar del espectáculo alzando o bajando el dedo pulgar para salvar o condenar a los gladiadores. Y ciscarnos en este país, lo que se está convirtiendo ya en deporte nacional, porque El Tekila gana un concurso de la tele y vivimos en un país de ignorantes. Todo esto mientras se cierran salas de cine, se vacían los teatros y los auditorios se llenan de calvas y canas. Y esta sí que es la realidad, sin distancias.
por Jose Luis Perdigon | Mar 24, 2017 | Artículos, Música |
Fotos bajo copyright de MaerzMusik
El pasado 18 de marzo se dieron cita en la Haus der Berliner Festspiele, bajo el abrigo del esperado Maerzmusik, dos mentes tan dispares como complementarias. La angustia existencial, la reclusión en su faceta más exasperante y los más lóbregos psicogramas sonoros de la sociedad moderna fueron los temas de la noche. El neoyorquino y minimalista experimental Charlemagne Palestine y la cantante y compositora Eva Reiter conformaron juntos un programa intenso que invitaba a la introspección, haciéndonos recorrer algunos senderos incómodos de nuestro universo emocional y mostrando los matices más imprevisibles de algunos de ellos. La propuesta, a riesgo de desembocar en una cierta monotonía, resultó lo suficientemente heterogénea como para provocar momentos de risas nerviosas y algunos silencios incómodos, algo que ciertamente no todos los espectáculos hoy consiguen ofrecer.

La primera parte del programa la protagonizó la proyección de Island Song y Island Monologue, dos vídeos de Charlemagne Palestine filmados en 1976 en la isla de Saint Pierre, en la costa de Terranova. El autor, una de las figuras de vanguardia norteamericana más controvertidas de los setenta, exploró desde sus comienzos los límites de la repetición radical y del concepto performativo del hecho musical. Su obra, de origen profundamente interdisciplinar, abarca desde experimentos con esculturas cinéticas luminosas hasta improvisaciones al piano y al órgano. En Island Song, tras colocar una cámara sobre su moto, Palestine nos muestra un recorrido a lo largo de la pequeña isla mientras murmura incesante algunas frases que aumentan la sensación de impotencia. Estas coletillas, que van desde el ánimo del comienzo “Ok, here…” hasta el último y desesperado “Gotta get outta here!”, se intercalan con largos cantos llanos en forma de lamentos que se mezclan con el sonido del motor. Lo cómico que pudiera tener el hecho de que alguien intente escapar de una isla con su moto es pronto ensombrecido por el obsesivo plano de la cámara, siempre enfocado hacia dentro de la isla y hacia la carretera, creando una especie de claustrofobia aumentada por la borrosa calidad de la imagen. El silencio del plano final, con la moto haciendo vanos intentos por adentrarse en el mar, cierra ese círculo de aislamiento y asienta el sabor amargo de la impotencia.
Con Island Monologue la representación de ese estado emocional va más allá e incide en sus matices más enfermizos. Palestine, esta vez cámara en mano, recorre la costa en medio de la noche, atravesando las capas de bruma y huyendo de las voces y luces de coches que encuentra a su paso. El discurso se enriquece con susurrantes “I want to get out of my mind” y refuerza la sensación de angustia con el sinsentido y desconexión entre las frases y la ausencia de un objetivo claro. Al acercarse al faro del puerto creyendo encontrar en el la liberación, la intensidad se desinfla gradualmente, aunque al final su luminosidad solo parezca ser una solución provisional. Después de estas dos proyecciones, y sin apenas espacio para un respiro, el telón abrió paso directamente a la segunda parte del programa: Lichtenberg Figures de Eva Reiter.
El espectáculo de luces y escenografía de Nico de Rooij y Djana Covic aumentó el contraste con la propuesta anterior. El escenario de plataformas luminosas que albergaba a los doce músicos unido a los efectos de humo y el amplio uso de la electrónica se sumaban en un despliegue de medios que pocas veces encontramos fuera de otros círculos musicales más populares. La rebeldía de la puesta en escena casaba a la perfección con la obra de Reiter, que interpretaba también el papel de voz solista. Sobre algunos sonetos del libro Lichtenberg Figures del poeta estadounidense Ben Lerner, la compositora presentó un mundo sonoro descarnado, con momentos de densidad casi impenetrable y de una gama tímbrica exhuberante. La elección de los textos de Lerner, uno de los representantes más importantes de la poesía postmoderna, ya era razón suficiente para suponer lo estimulante de esta segunda parte y sobretodo para confirmar la lógica de la línea temática de la noche. El universo de la poesía de Lerner, cuyos textos fueron proyectados sobre el escenario, van desde la violencia autobiográfica y la crítica a la sociedad estadounidense hasta las referencias satíricas la jerga de internet o a las comedias más escatológicas.
En su versión musical de Lichtenberg Figures, estructurada en siete canciones que corresponden a siete sonetos, Eva Reiter juega con la contraposición entre texturas de extrema densidad y otras de intimismo un tanto perturbado. Gran parte de los momentos más genuinos se encuentran en los intermezzos instrumentales situados entre cada una de las Songs, donde la compositora despliega su creatividad en el uso de modernos altavoces de juguete o haciendo girar los grandes altavoces de antiguos tocadiscos. Los recursos vocales empleados por Reiter, muchos de ellos también típicos de otros círculos musicales, refuerzan el eclecticismo del conjunto, que emplea sin complejos cualquier medio acústico y electrónico. Quizás en ocasiones, sobretodo en las tres últimas canciones, la obra se resiente por saturación, y es que da la sensación de que la pausa que puede tomarse el lector entre la lectura de varios sonetos de Lerner es aquí necesariamente obviada. Algunos de los contrastes que al comienzo resultan más efectivos se convierten sin embargo, a pesar de los frescos intermezzos, en algo planos y repetitivos casi al final de la obra. La genial interpretación a cargo del ensemble Ictus, bajo la dirección de Georges- Elie Octors, destacó por su precisión y energía, sobretodo el flautista Michael Schmid y el percusionista Gerrit Nulens que no pudo apenas sentarse al frente de la batería.
Después de semejante programa cualquier miembro del público podría preguntarse si esa noche encontraría algún hueco en la mente para imágenes apacibles antes de dormir o algún rincón emocional que transmitiera una tierna y transparente seguridad. En efecto, los que buscaban eso podían haberse quedado en casa, aunque por las reacciones deduzco que a la mayoría le gustó bucear en esos ecosistemas del mundo interior y además, dicho sea de paso, empleando “sustancias” totalmente legales.
por Elisa Pont Tortajada | Mar 18, 2017 | Artículos, Evento |
Uno no puede llegar a imaginarse cómo se sentirán estas mujeres. Pasado ya un tiempo, diez años. Qué sintieron la primera vez que una cámara fotográfica les miró de cerca, enfocándole sus rostros compungidos por el miedo, a veces también por la tristeza, otras simplemente acobardadas de tanta lucha. Somos incapaces de experimentar ese dolor, esa angustia de quien es violada por un guerrillero y acto seguido repudiada por su familia; o para quien la vida se termina el día en que sus hijos y su marido desaparecen, sin dejar rastro, y una les llora porque no puede hacer ya más nada. Las injusticias de la guerra que siempre recaen en los más débiles, en los inocentes, en aquellos que se dan de bruces con el horror.
Y la miseria y el hambre y niñas mutiladas y mujeres olvidadas. Sobre once historias como éstas trata la exposición Eleven Women Facing War, una muestra del trabajo minucioso y documental del fotógrafo Nick Danzinger, y que desde el pasado 8 de marzo –qué apropiado, cuánta corrección– puede visitarse en el Parlamentarium, en Bruselas. Con el apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC, son sus siglas en inglés), Danzinger recorrió países como Sierra Leona, Afganistán y Colombia, donde conoció las historias de estas once mujeres: Nasrin, Zakiya, Mah-Bibi, Efrat, Olja, Dzidza, Qualam, Amanda,Sarah, Shihnaz, Mariatu. Diez años más tarde, volvió para rencontrarse con ellas y acercarnos así un poco más esta realidad incomprensible a la que me refería unas cuantas líneas más arriba. A estas alturas, preguntarse por qué resulta un ejercicio demasiado pobre.
Y junto a las 32 fotografías que componen la muestra, Danzinger también incluye los videos que filmó durante su primer encuentro, en el 2001. Cuando te paras a escucharlas, te percatas de que sus voces suenan trémulas, un tanto desconfiadas, como si supiesen de antemano que relatar su intimidad no les hará salir de allí, ni paliar su dolor, ni si quiera evitar otros crímenes como el suyo. Pero aún así se esfuerzan por hacernos partícipes de su sufrimiento, aunque nosotros no vayamos a entender (casi) nada.
A continuación, los 11 vídeos recopilador por el Canadian War Museum.
Elisa Pont
por Marc Nadal Ferret | Mar 9, 2017 | Artículos, ReCiencia |
Para responder a esta pregunta, deberíamos poner sobre la mesa una definición de ciencia.
Para algunas personas, la ciencia se podría entender como un sinónimo de disciplina o área de conocimiento. De esa guisa, la filosofía, politología, historiografía o teoría de la literatura serían ciencias, puesto que constituyen todas ellas una serie de métodos, estudios, reflexiones y análisis que tienen el propósito de alcanzar ideas sólidas y también –podríamos añadir– de acercarnos a lo verdadero. Dicha búsqueda de la verdad, por lo demás, no excluye –antes lo contrario– la presencia de debates, contradicciones, refutaciones, del aporte continuo de evidencias, del uso de la lógica, de la taxonomía ni del inevitable enfoque y estructuración de esos conocimientos con arreglo a nuestros prejuicios y al tamiz del entorno social. De la misma manera todos ellos, también este último, aparecen en las ciencias naturales.
Sin embargo, cuando desde las ciencias naturales se habla de ciencia se suele hacer referencia al estudio de fenómenos naturales (ententidos como aquellos que respondan a un mecanismo que los humanos no podemos controlar) mediante el método científico. El método científico es un proceso que abarca: la observación de dichos fenómenos naturales; la subsiguiente postulación de reglas y leyes con carácter universal que los expliquen; y el atento cotejo del comportamiento que predicen estas leyes con la realidad empírica, hasta que se observa otra cosa y hay que cambiar el modelo por otro mejor. En adelante, asumiremos esta como definición de ciencia (que no, atención, de conocimiento).
Las asunciones que se hacen en el método científico pueden parecer obvias, pero no lo son tanto. Para empezar, estamos partiendo de la base de que nos fiamos de nuestros sentidos. No pasa nada, yo también lo hago. Cada vez que veo a un cocodrilo en mi salita de estar asumo que es real y que los sentidos no me engañan. Pero no deja de ser una asunción. Además la ciencia, como la estamos definiendo, presupone que si dos hechos se suceden con mucha frecuencia no es casualidad: uno causa al otro; y de ahí extrae una ley universal. Así, si vemos salir el sol por el este cada día, se asumirá que no es casualidad y que hay una ley más general (la rotación de la Tierra) que lo explica. Aun así, un filósofo podría argüír que no se lo cree y que, a pesar de haberse cumplido hasta la fecha, no hay nada que garantice que mañana veamos salir el sol por el este (escribí el artículo ayer y, por suerte, se ha seguido cumpliendo. Veremos mañana).
Esta condición de causalidad exige poder repetir la observación muchas veces en las mismas condiciones. Y puede acabar conduciendo a separar ciencias naturales de ciencias sociales. El estudio de las disciplinas sociales y humanísticas es más difícil de abordar desde el punto de vista científico, por varias razones.
En primer lugar, porque hay muchas variables. Por ejemplo, un/a economista puede afirmar que si los precios bajan la demanda sube: es un mecanismo lógico y predice bastante bien la realidad; pero habrá muchas excepciones que son resultado de la existencia de multitud de variables que no controlamos y tal vez ni siquiera conocemos: puede que no siempre suba la demanda al bajar los precios si se da alguna circunstancia que no conocemos o no controlamos. Si los precios bajan demasiado tal vez el comprador tenga miedo de ese producto (un vuelo demasiado barato), o puede haber un boicot del que no tengamos noticia, o alguna variable desconocida, como la tradición de una marca predominante que la gente sigue comprando (aunque sea más cara) y no hayamos reparado en ello.
En segundo lugar, porque es muy difícil repetir el experimento: no podemos saber qué habría pasado si, por ejemplo, las Brigadas Rojas no hubiesen matado a Aldo Moro, si no hubiese habido 23-F o si Lehman Brothers no hubiese quebrado. Simplemente no podemos repetir la observación cambiando alguna variable, con lo cuál no podremos sacar ninguna ley universal.
En tercer lugar, porque en las ciencias sociales los humanos somos sujeto y objeto de estudio a la vez, y eso condiciona nuestro conocimiento. Ello no significa que al estudiar los fenómenos naturales y pretender extraer modelos no afloren prejuicios, condicionantes sociales, intereses, etc. Pero si estamos estudiando una reacción química, el sesgo social que tendrá nuestra cognición será probablemente menor que si estudiamos la historia de nuestro país, de nuestra política o de nuestra economía, de los que formamos parte activamente.
Ante esas dificultades, las disciplinas sociales tienen dos posibilidades (o una combinación de ambas). O bien pueden seguir con el método científico, esto es, observando fenómenos empíricos e intentando extraer leyes que expliquen esos fenómenos (aunque sea de forma necesariamente más aproximada y menos rigurosa, puesto que hay muchas variables y se enfrenta a mucha más complejidad) o bien pueden emprender métodos que no sean científicos. Cuidado con el excesivo prestigio que ciertos sectores hayan conferido a la ciencia, porque la ciencia es una forma de conocimiento, pero no todo el conocimiento es científico. Así, muchas disciplinas sociales pueden abordar sus problemas con otras metodologías sin el yugo de la observación, la ley universal y la predicción.
Después de toda esta perorata, vamos a hablar de la lingüística. La lingüística es el estudio del lenguaje y las lenguas. Sin duda todo lo que tenga que ver con la comunicación y las lenguas es un constructo social, sujeto por tanto a nuestros prejuicios, a nuestra cultura y a nuestra historia, y por ello difícil de aislar, repetir experimentos y sacar leyes universales. La vertiente más sociológica, antropológica, literaria, normativa… se podrá abordar con el método científico, pero con ciertas reservas y precauciones por tratarse de disciplinas humanísticas. Pero hay muchas evidencias de que el lenguaje es también un fenómeno natural, es decir, con una base biológica que no depende exclusivamente de nuestra voluntad. Nuestra capacidad de hablar tendrá múltiples condicionantes sociales (psicológicos, sociológicos, culturales…) pero una lesión cerebral en el área de Broca mermará nuestra capacidad de emitir lenguaje pase lo que pase. Lo mismo se podría decir de nuestra comprensión con respecto de las lesiones en el área de Wernicke. Por tanto, hay un fundamento físico y tangible que afecta el lenguaje. Este se encuentra en el cerebro, así que la lingüística es, también, patrimonio de la neurología y la medicina.

Representación de las áreas del cerebro que tienen que ver con el procesamiento lingüístico. Destacamos el área de Broca (responsable de la producción del lenguaje) y el área de Wernicke (responsable de la comprensión del mismo).
Es más, el uso del lenguaje exige unos mínimos biológicos: se ha intentado enseñar a hablar a chimpancés y a otros simios y no se ha conseguido jamás, lo cuál constata que no todo depende del entorno. Conviene aquí aclarar que lenguaje no es cualquier tipo de comunicación: el lenguaje es un tipo específico de comunicación que tiene como característica fundamental la disociación entre significado y significante. Al número 5 le llamamos cinco en español, cinc en catalán, khamsa en árabe, five en inglés, cinq en francés… En ninguno de estos ejemplos repetimos cinco veces un sonido que representa la unidad, ni nada parecido que se pueda relacionar la cantidad que expresamos. Esta arbitrariedad es la piedra filosofal: sin ella no habría lenguaje. Podríamos hacer el sonido de un mono para decir mono, o imitar el maullido de un gato para decir gato, y gruñir para decir ruido. Sería muy divertido expresarse así (yo a veces lo hago) pero ello nos impediría expresar conceptos abstractos. Con los conceptos abstractos podemos referirnos a contextos que no son los del emisor o receptor: podemos hablar del pasado o del futuro, podemos hablar de realidades posibles y hacer hipótesis. Podemos incluso mentir, y podemos referirnos al propio lenguaje. La danza de las abejas es un sistema de comunicación asombroso y complejísimo para informar de la dirección y distancia de la fuente de polen, pero las abejas no tienen lenguaje porque, entre otras cosas, las abejas no pueden cambiar de tema, ni mentir, ni cambiar las reglas de ese código.

Ejemplo de mensaje verbal (texto) e icónico (aceitunas tachadas). El código verbal permitiría referirse a olivas ayer, olivas mañana, olivas que no existen… mientras que el un código icónico, dada la dependencia del significante del significado, ofrece menos posibilidades de expresión, que se limitan a aquello que podemos ver o dibujar
El estudio del lenguaje requiere esquemas, modelos lógico-matemáticos, hipótesis y, sobre todo, observaciones empíricas. Las lesiones cerebrales son, tristemente, una fuente muy interesante de conocimiento empírico. Otra fuente muy interesante son los sordos de nacimiento. Dos buenos amigos, peces gordos de Cultural Resuena, me han regalado para mi cumpleaños el libro Veo una voz, de Oliver Sacks (Editorial Anagrama), una lectura muy recomendable. Sacks cuenta como los sordos, cuando se les ha enseñado un lenguaje de señas con todos los matices y contenidos abstractos, han sido capaces de desarrollar su inteligencia sin ningún problema. Cuando los sordos, sin la debida enseñanza, eran confinados a señalar con el dedo o a hacer gestos rudimentarios, sin abstracción ni sintaxis ni estructura de tipo alguno, su inteligencia no se desarrollaba y se quedaban sin memoria ni sentido del tiempo.
Ya habrá –esperemos– ocasión para hablar de psicolingüística y de lengua de signos. Por el momento, concluimos con que el lenguaje es una capacidad humana que tiene una base biológica, que se puede estudiar (entre otras cosas) a partir de la neurología y la medicina, su estudio consiste en la formulación de hipótesis, requiere la experimentación y la observación de una realidad del mundo natural, y acaba con la formulación de modelos (como los de Chomsky, o los de Lakoff) que se intentan comprobar y ajustar a la realidad.
Por todo ello la respuesta a la pregunta es sí (ya sé, podríais haber empezado el artículo por aquí y os ahorrábais el resto. Mala suerte).
por Alex Mesa | Mar 9, 2017 | Artículos, Críticas, Evento |
Los carnavales de Gran Canaria de 2017 han terminado. Y no sin polémica. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Drag Sethlas con un espectáculo que, para algunos, representa una aberración.
En el susodicho espectáculo, Drag Sethlas se disfrazaba de monja, aparecía crucificado… Determinados colectivos religiosos (y no sólo cristianos), han manifestado su repulsa a esta gala y han tachado lo ocurrido en ella de blasfemia. Incluso, desde plataformas no-religiosas se ha tildado lo ocurrido de, cuanto menos, carecer de buen gusto.
Los defensores de la perfomance consideran que la libertad de expresión les ampara y que, además, el carnaval es propicio para este tipo de situaciones. El carnaval es una fiesta de transgresión.
Lo cierto es que, sin ánimo de pretender ser políticamente correcto, en este caso hay una parte de razón en cada esquina.

Nelson Rodriguez Moreno, Drag Sethlas, atendiendo a la prensa. EFE/Elvira Urquijo
De una parte, es bien cierto que la recreación llevada a cabo puede ser considerada blasfemia. La religión cristiana es fideísta y la fe se fundamenta en una convicción. La caricaturización, sea con los fines que sea, de una escena religiosa supone un cierto quebranto en la credibilidad de una fe. Aunque quién caricaturice pueda no ser creyente, esto no lo exime, desde la perspectiva religiosa, de tomar con seriedad (y la palabra no es aquí baladí) aquello que, stricto sensu, es serio. Por ende, es perfectamente comprensible el enfado que suscitó esta representación en determinadas comunidades de creyentes.
Por otra parte, el carnaval ha sido, tradicionalmente, una excepción a la regla. El carnaval significaba una válvula de escape: al igual que otras festividades europeas extintas como la Fiesta de los locos, representaba la instauración de un mundo al revés. Según dicho mundo, el poderoso obedecía al débil y viceversa. En este contexto, la blasfemia religiosa era una constante. Sin embargo, cabe recalcar que toda blasfemia entraba dentro del tiempo de una festividad PERMITIDA. En sociedades oscurantistas como lo eran, por ejemplo, las del medievo-tardío en Europa, el carnaval permitía sacar a relucir una vis cómica y profundamente transgresora de la vida que les permitía soportar el resto de año de observancia a unas reglas muy estrictas. Es decir, el carnaval significaba una algarabía que merecía la pena.

Pieter Brueghel- De strijd tussen Carnaval en Vasten (1559)
Si atendemos a lo escrito, se podría pensar que no cabe duda: Drag Sethlas y sus defensores tienen razón. An fin y al cabo: ¡era carnaval!
No obstante, tengo una noticia que dar: el carnaval ya no existe. Debe observarse que he escrito sobre esta fiesta en pasado. Es cierto: en infinidad de rincones del mundo se celebra cada año durante unos días una festividad denominada carnaval. Sin embargo, el espíritu de éste, hoy en día, dista mucho de su potencial transgresor original. Aún quedan recovecos de este origen en celebraciones como las Chirigotas de Cádiz, por ejemplo. En ellas se ofrece una visión cómica de diferentes asuntos de la «seria» actualidad. No obstante, el contenido principal del carnaval se puede resumir, actualmente, en ser una gran fiesta de disfraces. Y si no, ¿qué pregunta le haces cada año a tus amigos cuando llega carnaval? Casi con toda seguridad: si se va a disfrazar o no y, en caso afirmativo, en qué consistirá su disfraz.
En el carnaval de antaño también había disfraces. Pero esos disfraces eran un mero reflejo estético de una intención mucho más profunda: la inversión de su mundo. En cambio, en general, los disfraces de hoy en día no tienden a ir más allá del goce estético de «cambiar de look».
Por ello, cuando alguien se acoge a la significación original del carnaval, como hizo Drag Sethlas, para transgredir el orden de la religión, es vilipendiado. Porque hoy ya no es el tiempo del carnaval.
¿Qué razones explican este cambio histórico? Obviamente, escribir sobre ello daría para mucho más que un artículo de magazine. No siendo tema fácil, es posible aventurar que este cambio en el fenómeno guarda relación con algún cambio en las sociedades occidentales. En concreto, con el hecho de que muchas de las reglas existentes hoy en día son más «líquidas» que antaño (utilizando la terminología de Zygmunt Bauman). En las democracias occidentales de hoy, ninguna regla guarda una observancia tan estricta como antaño. Esto que, en principio, debe ser considerado como un rasgo positivo, tiene un oscuro reverso. La difuminación de la regla ha impedido observar, también, cuando se produce una transgresión. Y lo que es más importante: ha impedido comprender la importancia social que esta transgresión puede llegar a tener.
Más allá de las razones que expliquen el porqué hoy no entendemos el significado del carnaval, lo cierto es que hoy cualquier ambiente cultural se está tornando irrespirable. Cabe recordar, según lo que he expuesto, incluso las sociedades feudales toleraban la blasfemia puntualmente. Y eso no quita que siguiera siendo blasfemia en el marco de reglas religioso. Simplemente: la presión social debía evadirse por algún lado.
Quisiera terminar este artículo abogando por la modestia. Según lo veo, la modestia intelectual se opone a la corrección política actual. Cada vez con más frecuencia, cuando se analiza una cuestión, se quiere ir mucho más allá de las evidencias. La única intención de este artículo es tratar de comprender porque se ha armado tal revuelo con Drag Sethlas. Creo que esto sólo se puede llegar a ver si se entiende que el carnaval ya no existe. Y pienso que esto es una pena: nadie nos avisó. Tal vez, este espacio pueda significar el germen de una reflexión más concienzuda sobre las ventajas e inconvenientes de una sociedad «líquida».