Exterior. Madrid. 21 de marzo de 2016. Lluvia intensa. Guerra de paraguas insolentes en la entrada principal del Teatro María Guerrero. Un hombre de largo pelo cano se acerca para cobijarse bajo el paraguas del que esto escribe.

 

Paco: ¿Os importa si me refugio con vosotros? (Escribe un mensaje en su móvil, que tiene la pantalla mojada). Me llamo Paco, encantado.

Yo: (Mojado. Patético) Por supuesto, Paco, te hacemos un hueco. Soy Pablo, encantado.

Paco: ¿Se entra por aquí?

Yo: ¿Tienes ya la entrada?

Paco: La taquilla es por allá. ¿Tenéis entradas? Menudo tormentón.

Yo: Sí, Paco. Creo que por aquí se entra. A ver si abren pronto.

Paco: A las 19:30. Siempre abren media hora antes. (Es un hombre curtido en mil tormentas.) ¡Qué buenas son las gentes de la farándula!

Yo: Y que lo digas, Paco.

 

            El ambiente entre festivo y de batalla (que los eventos gratuitos corren el riesgo de convertirse en batallas campales, es algo bien sabido) evoca la entrada al Coliseo romano o la salida del Congreso de los diputados un jueves víspera de puente, un avispero, vaya. En la espera pienso que así se deben de sentir los costaleros en cada procesión bajo la lluvia: como si no tuvieran suficiente con cargar con el Cristo, la Virgen o lo que toque, Dios les pone a prueba sistemáticamente cada año con una tormenta que mojará sus sandalias (¿Los costaleros llevan sandalias?). De la misma manera los aquí presentes somos costaleros del teatro madrileño, los que gastamos el dinero de la carne roja que no comemos en entradas para ver el espectáculo de la semana. Por un día que no hay que pagar, Dioniso pone a prueba nuestra fe con esta lluvia incesante.

            Se abren las puertas y la multitud entra a codazos en la vetusta y magnífica sala del Teatro María Guerrero. Cogemos sitio. Nada mal. Entre el público todo son amigos, conocidos, eternos rivales, compañeros del gremio, en definitiva. La media de edad está en los 30 años, algo verdaderamente inaudito en el teatro. Durante la media hora de espera, aferrados a las butacas que heróicamente hemos conquistado, la gente se habla por señas de un lado a otro de la sala, generalmente instándose a hablar más tarde. Las buenas butacas comienzan a escasear. En esto, entra una señora que parece salida de una obra de Fernando Arrabal, o más bien parece el propio Arrabal vestido de señora, gritando: ¡Siempre se dejan un asiento vacío en mitad de la fila! ¿Por qué lo hacen? Por joder. Exclusivamente por joder. ¡Siempre, siempre el asiento del medio!. Puro teatro. Algún lector, si lo hubiera, puede preguntarse por qué aún no he hablado de la obra a la que asistimos y me he entretenido con la descripción del público; la respuesta es obvia: sin público no hay teatro y, en este caso además, hay más actores entre el público que en toda la programación del Centro Dramático Nacional.

            Al turrón. Lo que tanta expectación y festejo genera en esta sala es un experimento magnífico, una celebración del arte teatral enmarcada en la semana del teatro promovida por el CDN [Centro Dramático Nacional], previa al próximo día internacional del teatro (27 de marzo). El experimento consiste en la representación de 27 escenas breves que el organizador del cotarro, Pablo Canosales, encargó escribir a 27 dramaturgos, acaso los más prolíficos y necesarios de la escena actual española. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Abajo la lista, en riguroso orden alfabético:

Carolina África, Ernesto Caballero, Pablo Canosales, Alberto Conejero, José Luis de Blas Correa, Ignacio del Moral, Denise Despeyroux, Blanca Doménech, Ana Fernández Valbuena, Daniel García Altadill, Ignacio García May, Esteban Garrido, Antonio Hernández Centeno, Javier Hernando Herráez, Pedro Lendínez, Juan Mairena, Juan Mayorga, Josep María Miró, Jorge Muriel, Jose Padilla, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Laila Ripoll, Antonio Rojano, Juan Carlos Rubio, María Velasco y Alfonso Zurro.

            El joven dramaturgo y programador eventual de la cosa sale a escena, visiblemente nervioso, a presentar el espectáculo. Mis fuentes me cuentan que lleva años fraguando la idea, que surgió en un curso con su profesor, el también dramaturgo, Alfonso Zurro. La premisa es sencilla: Canosales realizó 27 fotografías a 27 puertas variopintas y las envió (las fotos, no las puertas) a los 27 dramaturgos mencionados para que escribieran una escena breve. Cumplieron y aquí estamos. Comienza la función. Un actor sale al escenario y se sienta en las escaleras, otro viene por el pasillo con tacones, pantalones verdes, gabardina, una pistola en la mano, iracundo. Lo amenaza. El de la pistola encarna todos los personajes del teatro (Segismundo, Salomé, la tortuga de Darwin, etc.), el otro, afirma, se pone burro con la personalidad múltiple. Se besan. Escena bella como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.

            Toda la sala es escenario. Los seis actores (Carmen Mayordomo, Víctor Nacarino, Silvana Navas, Txabi Pérez, Nacho Sánchez, Camila Viyuela), con una energía extraordinaria, van saltando de escena en escena, en sano ejercicio de transformismo desquiciado, del escenario a los palcos, de los palcos a la platea. Decenas de personajes aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. Padres e hijos, amantes, absurdos boyscouts, un cínico que quiere ser el perro de una dominatrix, una madre dice que su hijo está endemoniao, una ouija que funciona por wifi gracias al dios Facebook, una profesora que llama a su majestad, la reina, para decirle que a su hija, la princesa, le ha arrancado la nariz de un bocado una compañera de colegio que quiere ser reina de mayor. Muchas risas. Mucho absurdo. Alguna tiniebla. Puro teatro.

            Las dos horas que dura el espectáculo pasan volando, algunos nos quedamos con ganas de más, pero esta gente tiene que descansar, lo comprendemos. Esperamos, sin embargo, que se repita, que esta divertida y animosa propuesta tenga más recorrido, que otras salas la programen, que sean otros los que ocupen las butacas y que siempre, siempre se llene como hoy. Porque hay que celebrar este arte magnífico, siempre proclive a abrir puertas, a descubrir nuevos umbrales y a trascender el tedio de lo cotidiano.

            Salimos. Ya no llueve. La realidad, como siempre, resulta decepcionante después de una tarde de teatro.