Un cuadrado perfecto es un espacio limitado, cerrado, asfixiante incluso, tan regular en sus ángulos y lados, tan idéntico a sí mismo, que provoca en las almas inquietas la misma opresión que una rutina o una tradición inalterable. Puede representar un ring de boxeo o un tablero de ajedrez o una cocina, todos ellos, espacios propicios para la representación teatral. Así es el escenario que contiene la obra estrenada el 30 de marzo, en la Cineteca del Matadero de Madrid: La fiesta de Spiro Scimone, que se podrá ver hasta el próximo 24 de abril.

La cocina, coronada por voluminosas bombillas, cuya luz marca los tiempos, y flanqueada por dos objetos tan cotidianos como un calendario y una foto familiar, es el territorio donde sucede toda la acción. Apenas dos metros cuadrados donde la mujer, típica madre italiana (en el texto original se trata de una familia siciliana, mientras que en la representación del Matadero podría ser española, aunque no se identifica claramente), pasa sus días con la única e intermitente compañía de su marido y su hijo. La obra nos muestra la vida cotidiana de una familia tradicional en un día que sería como otro cualquiera, si no fuera el veinte aniversario de la pareja. “Hoy es nuestro aniversario”, le recuerda ella, “¿Otra vez?” le contesta el marido. Esta mezcla de humor y de amargura impregna toda la obra, llevándonos constantemente de la risa al estupor, de lo cotidiano a lo grotesco. Es una muestra más de la capacidad del teatro para poner al espectador frente a la violencia soterrada de lo cotidiano, frente a las actitudes heredadas que perpetúan las relaciones de dominación social, en este caso dentro de la familia. El diálogo, construido a base de repeticiones, de actitudes hostiles (los dos hombres utilizan casi exclusivamente el modo imperativo), crea una atmósfera impregnada de tristeza y de melancolía, de esa violencia cotidiana que solo se manifiesta en su crudeza más explícita con el golpe en la mesa al que recurren padre e hijo para hacer callar a la mujer. A la creación de esta atmósfera patética contribuye la estupenda selección de canciones tradicionales italianas.

Dos actores en estado de gracia dan vida al texto: el extraordinario Jorge Basanta representa tanto al padre como al hijo en un desdoblamiento muy bien ejecutado, que recuerda al de Miguel Rellán en Amanece que no es poco el que, ante semejante prodigio, afirma: “Me habré desdoblado, es una de esas cosas que hacemos los borrachos sin darnos cuenta”. Para más inri Miguel Rellán estaba entre el público y los personajes del padre y el hijo son sendos borrachos irredentos. Ella, Marta Betriu, representa a la madre y esposa permanentemente preocupada por los cuidados de sus dos hombres, en un constante vaivén entre la contención y el histrionismo, que provocan en el espectador a la vez misericordia y exasperación. Porque este retrato de la mujer y madre dentro de una cultura católica, permanentemente asediada por el sentimiento de culpa, la permisividad y sumisión con respecto a su marido, no nos mueve solamente a la contemplación compasiva o a la denuncia de la sociedad patriarcal, sino que incide en lo que Pierre Bourdieu denominó como “violencia simbólica”, es decir, aquella violencia indirecta (no física) ejercida por un “dominador” sobre unos “dominados” que no son conscientes de la misma o que la permiten. En este caso, por ejemplo, ella se enorgullece de haber llegado “intacta” al matrimonio, a pesar de que esto no ha hecho que sea más feliz o su convivencia con el marido más amable, y desea para su hijo una mujer que pueda vanagloriarse igualmente de su pureza. De tal manera que, siguiendo el concepto de Bourdieu, se convierte en cómplice de la misma dominación a la que está siendo sometida. Lo cual no quiere decir que la culpabilice sino que pretende retratar cómo se perpetúan los esquemas de dominación patriarcal a partir de la asunción acrítica de los mismos.

Los personajes tienen algo de beckettiano en su fragilidad, su patetismo, sus obsesiones, su desvalimiento, en su incapacidad para comunicarse, etc. Es una obra que nos mueve a la reflexión, al análisis de actitudes cotidianas, que se revelan patéticas o deleznables al mostrarse en un escenario. La incomunicación, la represión, la culpa, la injusticia, parece decirnos la obra, son enfermedades sociales que se transmiten de generación en generación.