Terrence Malick se embarcó hace ya casi cinco años en una aventura cuyos resultados aún son difíciles de valorar. Su primera obra de esta nueva etapa, la aclamadísima The Tree of Life (2011) consiguió un aplauso unánime de la crítica, la Palma de Oro en Cannes y hasta una nominación a Mejor Película en los Oscar (y todo el mundo sabe que la academia norteamericana solo nomina películas de tal calibre cuando no les queda más remedio). No obstante, Malick puso a prueba la consistencia del criterio de quienes alabaron su The Tree of Life al dirigir To the Wonder (2012) y, la película que ahora nos ocupa, Knight of Cups (2015). Estas dos películas son herederas de aquella en estilo visual, estructura narrativa y proyección estética, pero no en temática. Lo que está en juego en la crítica de estas dos películas es precisamente hasta qué punto se encuentra en ellas una novedad que justifique hablar de evolución, madurez o perfeccionamiento. Las respuestas han estado muy polarizadas y en el caso de Knight of Cups, donde el autor repite su nuevo planteamiento cinematográfico por segunda vez, muchos críticos parecen haber llegado al límite de sus capacidades al emitir su valoración.

La película, presentada en el Festival de Cine de Berlín 2015, nos pone en la piel de Rick (Christian Bale, que vuelve a trabajar con Malick tras diez años desde aquel The New World, que ahora parece de otra centuria), un guionista de cine de Hollywood afincado en Los Ángeles e instalado en el estilo de vida opulento y frenético propio de su industria. La de Rick es la perspectiva de alguien que ha tocado la cima, que ha visto cumplidos todos sus sueños y, sin embargo, se encuentra invadido por una inanidad acuciante. El argumento, completamente fragmentario, no se presenta bajo un orden cronológico de sucesos. Los diálogos son reducidos al mínimo y aparecen dispersos por entre múltiples escenas de belleza sobrecogedora, sin conexión explícita con lo que le sucede a Rick, que duran desde pocos segundos hasta varios minutos. El trabajo de cámara de Emmanuel Lubezki cobra de esta manera una centralidad que nos es familiar desde The Tree of Life: sus efímeras delicias visuales se dan paso la una a la otra y sobrecogen de tal manera, que las escenas en las que la historia se desarrolla (que son minoría) acaban por ser, como mínimo, inesperadas.

Toda la cinta está dividida en ocho capítulos que toman su nombre de las cartas de la baraja del tarot (“La sacerdotisa”, “La torre”, “La muerte”, etc). El título de la película también, “Caballero de copas”: este vendría a ser como el capítulo que incluye a los demás, la parte que es a la vez el todo. Tales títulos se proyectan en las difusas escenas como significantes foráneos y contribuyen más a su indefinición que a su esclarecimiento. Entre esas escenas encontramos, entre otros, un intento de robo en la casa de Rick (al que él reacciona con indiferencia), un seísmo que sacude su casa (y que será el detonante material de la crisis personal en la que se centra la película), una escena dramática con su expareja (Cate Blanchett), varias escenas pasionales con su nueva amante (Natalie Portman), algunas especialmente crudas con su hermano (Wes Bentley) y fiestas, muchas fiestas suntuosas (una de ellas tiene como anfitrión a un divertido Antonio Banderas, que encarna a todo un adalid del hedonismo). La voz de Rick, que nos guía a lo largo de la película, aparece sin embargo en todo momento disociada de su personaje, pues este nunca habla en las escenas que protagoniza. Él mantiene un perfil muy pasivo: lo vemos dejarse llevar en todo momento por las circunstancias, y ello a pesar de que a veces disfrute inequívocamente de la exuberancia de todo cuanto le rodea. Su voz disociada (en off) nos hace ver, a través de preguntas y apreciaciones que van desde la mera retórica hasta lo filosófico, que todo lo que se nos muestra es puro espejismo y que la abundancia de promiscuidad, dinero y diversión de que somos testigos visuales, oculta en realidad una desazón fundamental.

Si The Tree of Life es una película que investiga el concepto de ‘vida’ (en sus aspectos metafísico, físico y ético: los orígenes, el paso del tiempo, la familia, etc.; hay quien habla de “cosmogonía”), y To the Wonder se vuelca completamente en el aspecto ético de lo humano, centrándose sobre todo en el concepto de ‘amor’ (en varias de sus distintas facetas: erótico, religioso, maternal, matrimonial, etc.); Knight of Cups es una película que recoge esta última línea de enfoque en lo ético y nos invita a preguntarnos por el significado de la ‘felicidad’. El método de Malick, que combina flujo de conciencia, dispersión narrativa y collage visual, logra preñar estos conceptos abstractos de un significado que nunca se nos dicta, sino que emerge por una irreducible inducción a la que el espectador está abocado. No obstante, y a diferencia de los otros dos filmes mencionados, Knight of Cups se ubica exclusivamente en la perspectiva de los hechos consumados: respecto a la ‘felicidad’ no se nos muestra un desarrollo evolutivo (como en Tree of Life, donde la vida presente se relaciona con sus orígenes y su futuro), ni sus tan distintas variantes (como pasaba con el ‘amor’ en To the Wonder). Lo que Knight of Cups nos ofrece es la imagen desoladora de lo que queda después de que uno ya la haya alcanzado, el insufrible “post”. Entendiendo bien esta perspectiva pesimista y a posteriori, podríamos decir de forma igualmente válida que es una película acerca de la insatisfacción o el precio del éxito. No obstante, en esta película hay paralelismos temáticos claros con las otras dos, que revelan algo acerca de las obsesiones de Malick: por ejemplo, el pasado familiar de Rick, que descubrimos en la escena con su hermano (una relación traumática con su padre y la pérdida de un ser querido en algún punto lejano del pasado; coordenadas idénticas a las del protagonista de The Tree of Life).

No es casual que, para ilustrar esta trágica visión, Malick tome como escenario el mundo de Hollywood, de dónde él mismo viene y del que tan fervientemente reniega. Esta película se ubica por tanto en la línea de la tan infravalorada Somewhere (Sofia Coppola, 2010) que nos cuenta la soledad de un actor de cine a través de su relación con su hija pequeña. No obstante, en Knight of Cups, y gracias a la estética caleidoscópica de Malick, se consigue elevar la insustancialidad de la realidad hollywoodiense a la categoría de constante antropológica. Lejos de mostrarnos solo los desquicios de un millonario insatisfecho, Hollywood se vuelve en Malick el símbolo de la consumación de las aspiraciones humanas (el American dream, el ideal supremo en la sociedad del soft power): ese punto a partir del cual no parece ya posible tener una actitud expectante respecto a la propia realización personal. Cuando uno está en la situación de Rick, la felicidad debe haber llegado ya.

Knight of Cups realiza de esta manera la difícil hazaña de transmitir un mensaje inseparable de su forma: su indefinición, misticismo y generalidad, lejos de ser defectos o impurezas mejorables, forman parte esencial del contenido de dicho mensaje. La cinta posee sin duda una carga de crítica social neta, pero esta se conjuga y declina en un minucioso lenguaje sensorial, visual y emotivo; que en definitiva es una reconquista de la imagen como medio expresivo. No obstante, la razón por la que esta película pone a prueba el criterio de los críticos, como ya era el caso con To the Wonder, es el hecho de que nos obliga a enfrentarnos a su método difuso, caótico y desordenado, pues ya no basta el halago genérico de «visualmente impresionante» (acaso tampoco bastaba para The Tree of Life, pero entonces la novedad lo hacía aceptable). A la vista está que la mayor parte de la recepción se ha dado por satisfecha al sentenciarla como vacía, aburrida e incomprensible. Un discernimiento agudo y una mirada flexible pueden extraer de la complejidad de esta película experiencial, frutos que en estructuras tradicionales son estructuralmente irrealizables, aunque precisamente por ello disten mucho de ser evidentes.