Noche muy calurosa del sábado 4 de julio, día de la Independencia en los Estados Unidos, y un hijo pródigo de ese país se dispone a exhibir su arte ante el público expectante del Festival Jardins de Pedralbes. Un público que compró hasta la última entrada después de casi cinco años de espera y en el que claramente se distinguen dos franjas de edad: los jóvenes que vivieron el auge de Dylan en los 60-70 y los nacidos en los ochenta que fueron introducidos a su bella música por sus progenitores.

Con puntualidad más bien británica, Bob Dylan abre el concierto con “Things Have Changed”, banda sonora de la película “Wonder Boys” (2000) y por la que ganó un Oscar. Es claramente una declaración de intenciones, un aviso a los presentes, porque a lo largo de todo el concierto, el cantante se ciñe a presentar (muy brevemente) las canciones de su último trabajo “Shadows in the Night” y a cantar temas de la última década. Las cosas han cambiado, como dice la canción, y los grandes éxitos del pasado, como “Mr. Tambourine Man” o “Knockin’ on Heaven’s Door”, son eso, parte del pasado, que solo se entrevé (y casi de forma irreconocible) con “Blowing in the Wind” en los bises. Dylan ya no toca la guitarra, alterna su voz con la harmónica y el piano para transmitir diversos géneros musicales: jazz con “Duquesne Whistle” o “Spirit on the Water”, blues con “Early Roman Kings”, su particular homenaje a Sinatra con “Full Moon and Empty Arms” o “Autumn Leaves” y una bella oscuridad con “Pay in Blood” o “Love Sick”.

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Cantando delante de tres micrófonos y acompañado de cinco músicos impecables, el cantante de Duluth está estático, solo se pasea cuando se dirige hacia el piano o da alguna indicación a sus músicos, frío, distante, casi en piloto automático. Ni saluda ni se despide, se dirige al público una sola vez con un “We’ll be right back” (Enseguida volvemos) para anunciar un intermedio inesperado de veinte minutos que sorprende a los presentes y que acaba con el inicio del segundo acto antes de tiempo, sin esperar que todo el mundo regrese a sus localidades. El aplauso del público entregado es prácticamente ignorado por el artista que casi entrelaza las canciones sin pausas. Queda claro que está aquí para hacer su trabajo y que la magia de su voz y sus canciones ya hablan por sí solas.

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Bien es conocido el aura de misterio y misticismo que Dylan rezuma y su aversión a ser el centro de atención obliga a los presentes a abstenerse de hacerle fotos o filmar la actuación y cada persona que se salta la advertencia es “regañada” con un punto de luz por parte de los voluntarios del festival. Advertencia insulsa e innecesaria que queda completamente ignorada en los bises cuando la platea se acerca a pie de escenario para grabarle, hacerle fotos y vitorearle sin cesar. Es en ese punto cuando el cantante parece más animado y algo más cercano con su público.

Con 74 años y su voz rasgada en plena forma, Bob Dylan ofrece una noche de contrastes entre los presentes. Una noche dulce para los apasionados seguidores del exclusivo Dylan y un poco amarga para los que esperaban nostalgia y grandes éxitos y para lo que no tuvieron mucha paciencia y se marcharon después del entreacto al ver que la segunda parte seguía la misma tónica.

Por Olga Parera Bosch