La Alte Nationalgalerie de Berlín acoge hasta el 20 de septiembre una antología pictórica en un intento (fructífero) de hacer ver las similitudes entre dos estilos pictóricos, aparentemente distintos: impresionismo versus expresionismo, el final del siglo XIX contra el comienzo del XX.

El impresionismo – nacido de la mano francesa en la postrimería del siglo XIX: Manet, Monet y un largo etcétera a veces olvidado (Cézanne, Renoir, Degas…) – rompió con la tradición academicista y salió de talleres y estudios para beber de la luz natural. La luz fue la revelación del momento, y con ella afloraron otros motivos, que no se limitaron solamente a la naturaleza, como una visión limitada de Monet podría hacernos malentender. La vida social fue la otra clave del impresionismo. Degas nos dejó espiar cómo se cambiaban y ensayaban las bailarinas, Cézanne nos trajo la vida de los cafés parisinos y Renoir nos hizo participar en las soirées del Moulin de la Galette. El fin-de-siècle supuso también un cambio en lo tocante a la moral, que ya se venía gestando de un tiempo a esa parte: lo privado e íntimo deja de ser tabú, la mujer se emancipa y la familia abandona ese posado hierático y pasa a ser un grupo de personas que quiere disfrutar del tiempo libre, del ocio. De esto se supieron aprovechar los artistas (y las artistas) de la época. Las bañistas de Cézanne son un claro ejemplo. También los retratos individuales y de familia son opuestos a los de épocas anteriores: los chicos corretean, los amantes se intuyen bajo miradas poco disimiladas y las mujeres dejan de obedecer la mirada férrea del marido y se muestran desenvueltas e independientes.

El impresionismo abrió, pues, una puerta: la puerta de la independencia. Pronto hubo otros artistas a quienes las nuevas formas – demasiado clásicas en cuanto a figuras y composición, dirían – se quedaron cortas y quisieron explorar otros derroteros. Así, la preponderancia de las formas geométricas de Cézanne acabó dando lugar al cubismo; el uso del color de Gauguin, al fauvismo, y la pasión y el sentimiento de Van Gogh o Munch dieron lugar al expresionismo. Esta última transición puede apreciarse en la exposición que nos ocupa, pues impresionistas y expresionistas se muestran uno al lado del otro, dejándonos ver la idean congenial de ambos movimientos: la vida (pública o privada).

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Camille Pisarro: el Boulevard Montmartre por la noche, 1897

Las similitudes de ideas iniciales y motivos se rasgan y desvanecen, sin embargo, en la ejecución de las obras. Baste comparar la representación de dos calles que hicieron Camille Pisarro (el Boulevard Montmartre por la noche, 1897) y Ernst Ludwig Kirchner (la Nollendorfplatz, 1912). El primero bebe todavía de la Academia; el segundo – ya no circunscrito al ambiente parisino – hiere a la vista ante la falta de perspectiva, planos o puntos de fuga. Estos son banales. Lo que importa es expresar el ajetreo, el caos, se podría decir, de las calles de Berlín: transeúntes, coches, tranvías superpuestos unos con otros, fachadas apenas esbozadas sin saber cuáles están delante y cuáles detrás. Sentimiento que causa zozobra en el espectador y que tuvo un gran impacto en la sociedad de la época, hasta influenciar el cine alemán de los años veinte (Fritz Lang, El testamento del doctor Mabuse; Robert Wiene, El gabinete del doctor Caligari).

Ernst Ludwig Kirchner: Nollendorfplatz, 1912
Ernst Ludwig Kirchner: Nollendorfplatz, 1912

Desde 1896, la Nationalgalerie de Berlín fue el primer museo que empezó a coleccionar lienzos impresionistas bajo la dirección de Hugo von Tschudi (anticipándose a los museos parisinos), y fue su sucesor, Ludwig Justi, quien en 1918 emprendió la adquisición de pinturas expresionistas. Ahora, ambas colecciones se exhiben conjuntamente (junto con obras prestadas por diferentes museos) en una exitosa exposición que reúne más de 160 obras firmadas por artistas franceses y alemanes, y que se muestran, no cronológicamente, sino por temática, yuxtaponiendo ambos estilos y logrando una mejor comparación.

Albert Fernandez Chafer