Olvier Assayas nos ha dejado este 2015 una cinta tremendamente compleja, rica en perspectivas, temáticas y niveles narrativos, The Clouds of Sils Maria. Presentada como un estudio sobre un episodio de la agitada y ostentosa vida de una actriz de primera línea, Maria Enders (Juliette Binoche) y su ayudante Valentine (Kristen Stewart), la película logra, avanzando a una velocidad vertiginosa, pronunciarse en un enorme abanico de temas.

En la cinta se nos dibuja el complejo mapa emocional de Maria Enders (un personaje que a veces cuesta diferenciar de la propia Binoche que la encarna): esta actriz de reconocimiento mundial, de orgullo casi inquebrantable (casi) y muy selecta, se dispone a recibir un premio otorgado en conmemoración a Wilhelm Melchior, el dramaturgo que firmó la obra teatral y película que la catapultó a la fama hace ya décadas: Maloja Snake. En la ceremonia de homenaje, Maria se entrevista con un director joven y emergente, Klaus Diesterweg (Lars Eidinger): Klaus planea dirigir una nueva versión de Maloja Snake y le pide a Maria volver a incluirla en la obra. No obstante, este director novicio quiere invertir las tornas en esta nueva versión y ponerla en un papel que ella odiaba, el de Helena, una empresaria madura pero emocionalmente débil. Maria siempre se identificó con la otra protagonista de la obra, Sigrid, el personaje que ella interpretaba originariamente y que la hizo famosa: una secretaria con mucho carácter y la fuerza propia de la juventud. En Maloja Snake, la empresaria Helena y la secretaria Sigrid mantienen una secreta relación lésbica que termina con el suicidio de Helena cuando Sigrid la deja. A Maria le repugna la mera idea de encarnar a esta anciana que ve como una fracasada, pues este personaje representa todo lo que ella siempre rechazó: la aceptación de la decadencia de la vejez, la insatisfacción del éxito, etc. No obstante, acaba firmando el contrato para encarnarla por la insistencia de su asistente, Valentine, una chica pragmática y abierta, que intuye de forma muy aguda que Maria tiene que hacer las paces con el personaje de Helena y, así, la convence para aceptarlo.

Valentine es un personaje que está en perfecta sintonía con esa actitud desenfadada tan propia de Stewart, ese aire de quien es alérgica a lo pretencioso. En tanto que la asistente de Maria, hace constantemente de contrapeso a la altivez de la madura actriz: se entiende muy bien con las nuevas tecnologías, es directa en sus valoraciones y no titubea ante las buenas oportunidades. Este contrapeso respecto a Maria lo ejerce a veces muy explícitamente, como cuando le dice, demoledora: «Una no puede ser una actriz tan polifacética como tú y aún querer aferrarse a los privilegios de la juventud. Las cosas no funcionan así». En otra escena muy significativa discuten sobre la expresividad y autenticidad que puede tener un personaje de una película de superhéroes, de ciencia ficción. Valentine recrimina a Maria que es incapaz de valorarla por sus prejuicios burgueses sobre este tipo de películas.

Es Valentine quien la motiva a aceptar el rol de Helena, y es Valentine también quién la ayuda a preparar este papel en el retiro de un albergue en Sils Maria, en la Suiza alpina. Al ensayar las escenas cargadas de connotaciones sexuales de Maloja Snake, uno termina por no tener claro hasta qué punto están ensayando, o si acaso están expresando a través del ensayo verdades inasumibles sobre la relación entre la asistente y la veterana actriz. Pero si hay un momento en que se consuma la asimilación del personaje de Helena por parte de Maria, es esa escena, cerca del final, en la que Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz, que hace de la actriz que encarna a la “nueva” Sigrid, la otra protagonista de Maloja Snake) tiene que diferenciar explícitamente entre Maria y su personaje: «Lo siento, pero para mí está claro que esa pobre mujer está acabada. Me refiero a tu personaje, ¿sabes? no a ti». Maria se queda impávida y se da cuenta de que si Jo-Ann se ve obligada a hacer esa sutil diferenciación es porque efectivamente ya no hay nada entre ella y Helena: porque ya no puede negar que ha llegado a ser lo que siempre quiso evitar.

The Clouds of Sils Maria nos muestra no la realidad en la ficción (la idea de que hay algo cierto en un relato que es ficticio) sino, al revés, la realidad de la ficción, el lugar que ocupa la ficción en nuestra vida: nos muestra cómo historias contenidas en una obra, personajes de teatro o incluso escenas dramáticas muy particulares pueden tener consecuencias cruciales en nuestra realidad más cotidiana (¿quién sino Valentine podía decirlo mejor…?: «Es teatro. Es una interpretación de la vida que puede ser más verdadera que la misma vida»). El hecho de que la protagonista sea una actriz, profesión en la que diferentes papeles ficticios son parte del día a día, no resta generalidad a este punto de vista. Antes bien nos pone de relieve toda su vigencia a través de un caso paradigmático de esta constante: son las ficciones las que nos constituyen y las que dan a los hechos objetivos de nuestra vida un sentido que pueda trascender su mera facticidad. El hecho de que la historia se centre en actrices añade un inusitado realismo metanarrativo a una cinta en la que todas las actrices (Binoche, Stewart, Grace Moretz…) se parecen sospechosamente a sus personajes, al igual que algunos de los personajes de la película (los que también son actrices) se entremezclan con los personajes que, a su vez, representan. Nosotros, que no somos actores, no nos vemos confrontados con este dilema de una forma tan explícita, pero caemos por otros medios en las categorías de tal o cual personaje, de la lógica perversa de esta película o aquel libro, de manera igualmente inevitable.

Pero si hay algo de valor en el drama entre bastidores que es The Clouds of Sils Maria, es que nos obliga a confrontarnos con el hecho de que estas incisiones de la ficción en la realidad son aterradoramente contingentes. La manera en que estas narraciones articulan nuestra vida es impredecible y depende de muchos factores que no están bajo nuestro control. Así, nos ofrece un ejemplo perfectamente coherente de lo que podría ser una concepción verdaderamente materialista de la idea cristiana de la predestinación: son los relatos que nos creemos y nos formamos de nosotros mismos los que deciden, siempre a posteriori, cuál habrá sido nuestro destino.