L’ordre règne à Berlin es un libro de difícil valoración. Su autor, Francesco Masci, es un filósofo italiano (con una visible influencia de la Escuela de Frankfurt) afincado en Berlín pero que escribe en francés. El libro, publicado en Éditions Allia en 2013 y traducido al alemán en Matthes und Seitz en 2014, tiene un único objeto de análisis, considerado aquí completamente paradigmático: Berlín, la ciudad de Berlín hoy en día, su clima social, su perfil cultural, su sobredimensionado hype. El valor esencial de este libro (que se vuelve a la vez su mayor defecto) es que carece casi por completo de análisis empírico. En su lugar, se nos presenta con un tono decididamente ensayístico toda una constelación de conceptos (en ocasiones demasiado altisonantes) acuñados por el propio Masci que ubican al Berlín contemporáneo en un lugar privilegiado de la historia de Occidente.

La idea central de la obra se construye sobre la frase que Rosa Luxemburg usó para titular su último artículo en 1919 («Die Ordnung herrscht in Berlin»). Masci considera que la buenanueva de Luxemburg regresa del pasado como un fantasma histórico irredento, pero que ese orden que hoy también impera en Berlín, lo hace siguiendo lógicas mucho más complejas: el orden social se articula ahora alrededor de un fenómeno que Masci denomina la «cultura absoluta». Se trata, nos dice, del estadio último del proceso histórico de la modernidad en el que el orden de la sociedad no se estructura ya primeramente por la violencia ejercida por las fuerzas del Estado, sino en primer lugar por el imperio de la cultura: «Berlín se ha convertido en la capital mundial de un folklore cultural alimentado por un turismo de la creación y la revuelta, el orden y la obediencia han acabado por confundirse con la libertad y el caos». En el Berlín de hoy, dice Masci, la cultura ha logrado domesticar a la política a través de la introducción de un sistema de valores fundado en la unidad básica del événement cultural (conciertos, exposiciones, festivales…) y en la autonomía de las imágenes en la configuración de la identidad del individuo.

La despolitización de los sujetos que viven bajo la cultura absoluta es, por tanto, una consecuencia necesaria de este tipo de régimen. Masci apela a ellos con una expresión polémica: «subjetividades ficticias». Ficticias, dice, porque han sido privadas de todo potencial emancipatorio que pudiera llevar a un cambio político real. Y, sin embargo, viven sus decisiones estéticas y sus experiencias culturales como si fueran actos realmente políticos: ir a tal o cual club, escuchar tal o cual tipo de música, ir a la Lesung de tal o cual autor… son en la conciencia de los usuarios de Berlín una forma de resistencia, sí, pero una resistencia en la que lo político ha capitulado. Así, Masci considera que Berlín ha acabado por materializar, contingentemente, el concepto clásico de utopía, tal como la describían Thomas More o Tommaso Campanella: la comunidad de perfección ética en la que la moral ordena la sociedad (More, Campanella) es estrictamente correlativa al régimen de la cultura absoluta que Masci describe en el Berlín de hoy. Ante su materialización, además, somos capaces de percibir la condición que la teoría nos escondía: la utopía es, en realidad, una «negación política de lo político», es decir, una reducción de todo conflicto político al ámbito de la representación, de la ficción.

El desarrollo histórico de esta situación particular tiene que ver con el papel que Berlín tuvo en los conflictos del siglo pasado: «Aquí, donde lo político dejó a lo largo del siglo XX las huellas más visibles de su propio fracaso, el pasaje a una nueva forma de dominación regentada por la cultura absoluta se presenta como irremediable». A ello contribuyeron también los procesos sociales que tuvieron lugar en el Berlín Occidental de los años setenta y ochenta: un oasis de libertades capitalistas rodeado por el comunismo intranquilo de la parte este de Alemania: «…el apocalipsis era una opción muy real. El desierto que veía crecer Zaratustra tenía finalmente su lugar sobre un mapa geográfico». Ello creó el caldo de cultivo en el que la cultura asumiría el monopolio de las relaciones de poder: los jóvenes europeos de la época, fascinados, veían en la ciudad aislada la libertad pura que las vanguardias artísticas de principios de siglo les habían prometido, pero no entregado. Cuando el muro cayó, Berlín Oriental era un desierto post-comunista que no pudo sino imbuirse de estas tendencias, ahora desatadas.

El libro de Masci ha sido blanco de diversas críticas, no solo por su contenido, sino también por su metodología poco rigurosa y su tono post-apocalíptico. Muchas de sus tesis se enuncian sin el tipo de fundamentación que su grandilocuencia parece requerir. No obstante, se trata de un pseudo-academicismo deliberado: Masci no aspira a convencer al lector, sino más bien dar un vocabulario a quien ya conoce la experiencia estético-social de Berlín: un vocabulario («comunismo mimético», «ciudad post-política», «transfiguración estética del individuo», etc.) que esté a la altura de la complejidad y las contradicciones que los usuarios de Berlín intuyen, pero no captan. Otras críticas se centran en el hecho de que Masci toma demasiado en serio algo que, en el fondo, no es más que una pose lúdica generalizada y, en definitiva, la pose de un grupo muy particular de usuarios de Berlín (ya no habitantes): jóvenes occidentales de entre 20 y 35 años que viven dentro de la Ringbahn y que se encastillan en supuestas experiencias nihilistas para no encarar las vicisitudes de la vida. Esta crítica no es justa con la obra de Masci, y no porque él mismo se distancie de esa posición (al final de la lectura, uno no tiene claro si a Masci le parece bien o no ser una subjetividad ficticia). La razón es más bien el hecho de que Masci explora en ese grupo de usuarios de Berlín la posibilidad de una forma de dominación social indirecta (la cultura absoluta) que, si bien se basa en una postura afectada, no es por ello menos sistemática; como se aprecia también en el auge sin precedentes de la cultura hipster en otras grandes ciudades.

El valor del libro de Masci no radica en el hecho de que denomine a Berlín «la ciudad nihilista», sino en que nos invita a reflexionar sobre la idea de que una sociedad pueda funcionar enteramente sobre ficciones y en la que incluso la política acabe siendo también ficcionalizada. Está de más referirse al hecho de que ese estadio no ha sido alcanzado por completo (ni siquiera en Berlín), o criticar que la cultura absoluta requiere en realidad de la existencia fáctica de un aparato institucional eficaz que funcione tan bien que pueda, por ello, pasar a un segundo plano: estas críticas son ciertas, pero evitan, sin embargo, confrontar la posibilidad y, sobre todo, la idoneidad de una sociedad así. Evitan hacerse la incómoda pregunta de si no es acaso esa sociedad la que nos ha prometido siempre la modernidad. Si Masci tiene razón, tendríamos que aceptar la agridulce consecuencia de que la meta de toda política progresista (crear la utopía) no consiste sino en aspirar a crear las condiciones materiales de una despolitización universal.