Hacía mucho tiempo que Barcelona no se volcaba tan masivamente como el pasado 23 de abril. El sol brilló en lo alto y la gente ocupó las calles, no solo en busca de libros y cultura de manera ansiosa, si no en más de un sentido, salió buscando recuperar por un momento el pulso vital que siempre ha caracterizado a nuestra ciudad. Barcelona salió buscando el rostro del otro, ahora embozado en una necesaria mascarilla, salió buscando aire, ruido, animación, el roce con el semejante, salió, en definitiva, a vivir un día de San Jordi com deu mana. 
 
Tocó la agradable coincidencia que precisamente en ese día tan importante para nosotros, el galimatías en que se ha convertido la programación de conciertos en tiempos de pandemia jugó su partida a favor nuestro, pues se reprogramó en el Palau de la Música, la presentación de Teodor Currentzis al frente de su orquesta musicAeterna por primera vez en Barcelona, originalmente anunciada el 28 del mismo mes. 
 
Caso curioso fue el de este concierto, porque, por un lado, muchos aficionados estaban deseosos de escuchar al famoso grupo fundado por Currentzis en 2004, y por otro, vieron con una cierta decepción el programa propuesto. Aun recuerdo a un colega , que me comentó con ostensible desilusión sobre este concierto: “Es Mozart, hombre, me apetece bastante poco” y, a decir verdad, siendo un servidor un enamorado irredento de la obra del genio de Salzburgo, puedo entender que muchos de mis colegas músicos, y público en general pongan cara de dolor vesicular, cuando se trata de escuchar o interpretar alguna obra del maestro. Se ha tocado tanto, pero tanto, tanto y tan rematadamente mal a Mozart, que a la que lleves unos pocos años dentro de este mundo musical, llegas a estar muy harto de escuchar una música que, desde fuera, aparentemente sorprende poco, y se asume para nuestros contemporáneos oídos como demasiado predecible, subrayando lo de aparentemente. 
 
Desde siempre he sido de los que opina que, a autores como Mozart, habría que repensarlos muy de otro modo. Vamos, habría que darles un buen meneo y cuando digo esto, me refiero a la manera en que interpretamos sus obras para comenzar este ejercicio crítico. Esto choca de frente con una práctica muy en uso aun en los conservatorios de todo el mundo y que podría ser calificada casi de ciencia infusa: elegancia, delicadeza, musicalidad, sutileza sin fin y, sobre todo, ¡¡buen gusto!!, son palabras que de inmediato aparecen cuando se trata de interpretar alguna partitura de Mozart. Lo más curioso del caso, es que, si nos detenemos en cada una de ellas, encontraremos tantas definiciones como intérpretes hay. Huelga decir que cuando a un servidor le tocó estudiar algunas de las sonatas de piano  del maestro y manoseé  algunos de sus conciertos de piano, los profesores de turno me dieron la chapa correspondiente sobre el estilo Mozart, para llegar a la conclusión  de que mi Mozart  no sonaba a Mozart – más de alguno supongo opinaría que no sonaba ni a música-, pues mis rudos modos,  mi atrevimiento al agregar alguna nota extra, además  de un cierto  apasionamiento juvenil,  hacían que aquello  careciera de delicadeza y buen gusto. “Mozart es etéreo como el aire”, me dijo uno de estos profesores y lo que yo manoseaba, se ve que no lo era. 
 
Sirva mi lacónico recuerdo, querido lector, para ubicarle a grosso modo en lo que hablamos, que se podría resumir en que, debido a unos usos muy concretos en la interpretación de la obra de un compositor determinado, en este caso Mozart, pero que se puede extender a otros muchos repertorios, algunas buenas personas, tanto músicos como público en general, suelen fruncir el ceño cuando se habla de él. Mucho “Amadeus, el niño prodigio por definición”, mucho “hay qué sorprendente talento tenía”, pero “por favor, escuchemos algo con más sangre en las venas, algo menos lindo, vamos, que no me quiero dormir”. 
 
El pasado 23 de abril fuimos testigos de que Mozart, no es ni por asomo un compositor predecible, ni acartonado, y que su música de etérea o delicada, poco, porque dentro de ella hay mundos llenos de vida, de sangre y pasión infinita y que más bien, como ha pasado en general en la música clásica,  la tradición interpretativa ha jugado muy en contra de música simplemente fantástica, sobretodo porque esta tradición es desde hace años inamovible, letra sagrada escrita en piedra,  pese a lo absurda que llega a ser.  Teodor Currentzis revisa y pone en duda esa tradición y lo hace basándose en fuentes históricas contrastadas para plantear, que la revolución que hay que generar, es precisamente en cómo abordamos muchos de nuestros repertorios, es dando más relevancia al intérprete, es desacralizando la nota impresa. Con esto no quiero decir que sus lecturas por fin revelen aquel oculto mensaje largamente esperado en las obras que aborda, y que la tiránica tradición nos los había escamoteado, en absoluto, Currentzis simplemente hace una propuesta, y aquí es donde radica lo importante del caso, pues es una nueva propuesta, una muy bien fundamentada diría yo, largamente gestada y que abre puertas y ventanas de un edificio   lleno de moho. Las interpretaciones definitivas y consagradas en mármol envejecen muy mal con el paso del tiempo. 
 
Fueron las sinfonías 40 y 41 de Mozart las que integraron el programa de esa tarde. Mire usted si es algo que hemos oído veces, pero, como escuché aquella noche al salir de la sala de un colega visiblemente afectado: “es increíble, su piano y su forte es otro concepto, de verdad, es otro concepto”, y es que verdaderamente, aquellas sinfonías tan trilladas y que la mayoría dan por absolutamente amortizadas, sonaron llenas de una fuerza y una garra que arrancaron una inmensa ovación a un público absolutamente enardecido puesto en pie. 
 
Quizás una de las conclusiones que pude sacar de aquella velada, es que la música es sin duda algo que se hace, que está en constante cambio, que está vivo, en definitiva, la música es vivencia pura.  Sirva como breve colofón a esto, lo que muchos contemporáneos de Mozart decían sobre su música, pues se afirmaba que era sin duda un brillante compositor, pero sobre todo, Mozart era el mejor a la hora de improvisar, de crear en el momento algo sorprendente que no volvía a sonar jamás, lo dicho, las interpretaciones consagradas en mármol envejecen muy mal Seguimos.