El éxito del metaverso y la (Ir)realidad virtual: una cuestión estética                          

El éxito del metaverso y la (Ir)realidad virtual: una cuestión estética                          

 

“Si tuviera dos caras ¿Estaría usando esta?” Supongo que no, Mark. Lo que se espera del pretendido doble del universo o metaverso, que todavía suena más imponente, porque va más allá de, es otra cosa. Y aunque no sabemos muy bien qué estamos esperando, porque Meta no deja de ser un proyecto en fase de desarrollo del que no se tienen aún demasiados datos, lo que sí sabemos es que se nos ha vendido como una revolución y las expectativas son muy altas. Déjame decirte que no existe hoy día mayor error que mantener a jóvenes internautas, que a su vez son público objetivo del proyecto -o sus futuros habitantes- con el hype por las nubes. Y es que a cada nueva imagen publicada que no se ajusta a lo visto en el tráiler que sirve para untar de miel los labios, se corre el riego de que se te condene, también si eres uno de los hombres más ricos del mundo y te apellidas Zuckerberg, al escrache de máximo 280 caracteres, o lo que es peor aún, al meme. Todo este revuelo es por una de las últimas imágenes que el propio Mark Zuckerberg colgó en su perfil de Instagram y que, caricaturizada, ha circulado como la pólvora por las profundidades de internet. Aunque, eso sí, en este caso no ha habido necesidad de agregarle demasiado adorno porque la broma se sustenta por sí sola. La broma -de mal gusto- es la propia imagen original. Pero es que si ese universo virtual que va más allá de, goza de un apartado gráfico que compite con el de videojuegos del siglo pasado, entonces, apaga -las gafas de realidad virtual- y vámonos -o quedémonos donde estamos-.

Se conocen las consecuencias de vender precozmente la piel del oso… pero el qué sucede cuando -con prisa- se presenta todo un universo, con más pena que gloria, aún está por ver. Universo ideado para entrar a vivir en él a partir de un avatar, es decir, a partir de una segunda piel que suple, en palabras del teórico de nuevas tecnologías Wolf

Lieser: “Un viejo sueño de la humanidad como es crearse a uno mismo de nuevo”. Aunque, eso sí, no a cualquier precio -o apariencia-. Si imaginamos el futuro metaverso que, junto a otras famosas vías de interacción social como Whatsapp, Instagram o Facebook, son monopolio de la reciente empresa Meta, preferimos hacerlo a partir de las referencias vistas en películas que giran en torno a la idea de inmersión en mundos virtuales como Ready Player One (2018) o Demonic (2021). Porque las imágenes publicadas hasta la fecha, como en la que figura el avatar de Zuckerberg a modo de selfi -la de la discordia- está a años luz del apartado gráfico de videojuegos que surgen en paralelo o que incluso llevan varios años en el mercado. Unos que gracias a los grandes avances técnicos de softwares 3D con los que se desarrollan, dejaron atrás la apariencia de personajes próximos a monigotes de plastilina y pasaron a imágenes en las que es fácil distinguir los poros de la piel de sus protagonistas, y con ello, cada vez más difícil discernir entre realidad y ficción.

Puede decirse, llegados a este punto, que el éxito o fracaso del esperado metaverso, recae en un problema estético, y que, si se vende una experiencia que suple la de la propia realidad -con el tedio que esto supone- lo que se demanda de pieles y escenarios -como poco- es que se ajusten lo máximo posible a la propia naturaleza. El trampantojo (trompe l’oeil) que sedujo y confundió a aquellos pájaros que en la Historia Natural de Plinio El Viejo descendieron a picotear un racimo de uvas representado sobre un muro contra el que terminaron dándose un golpe de realidad, es justo lo que parece que ahora estamos demandando. Como expresa el autor de Cultura y Simulacro, “vivimos de la seducción”, y precisamente por vivir rodeados de imágenes, puede que lo que busquemos sea una representación fiel a aquella realidad desaparecida, paradójicamente, detrás de estas en el mundo real. Demanda de ilusión, trampa -y cartón- y estar dispuestos a confundirnos y querer hacerlo aun siendo conscientes de la posibilidad de correr la suerte de las aves que chocan con el muro, por el hecho de entrar en ese mundo a través de un dispositivo ocular con el que no ves nada de este otro. Eso es precisamente lo que estamos buscando, porque en la imagen con grado de detalle de tecnologías primitivas no encontramos esa confusión entre realidad-ficción que nos seduzca lo suficiente. 

Si la experiencia de virtualizar y simular las acciones de la propia vida real carece de enjundia, el hecho de hacer espóiler -torpemente- del apartado de la imagen a medida que se desarrolla el proyecto, termina por colmar el vaso. La propia novela Snow Crash (1992), que es donde treinta años atrás figura por primera vez el término Metaverso, dista mucho de lo que finalmente está siendo, por lo que no es de extrañar que su autor, Neal Stephenson, prefiera no saber nada de lo que en Meta suceda, o, en cualquier caso, opte por aferrarse al “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pues por el momento -sin visos de mejora- se trata de una aproximación tan desfasada como cara -muy cara- de lo descrito en un inicio sobre el papel. De la novela de ciencia ficción es la frase: “una idea viral puede ser derrotada como pasó (…) con los pantalones de campana o las camisetas de Bart Simpson.” Y es ahora, cuando, al tiempo que se materializa esa “idea viral”, parece que esta se va desvaneciendo o siendo roída desde dentro. La parte positiva es que el concepto metaverso trasciende Horizons (2022) y su desarrollo futuro no tiene por qué recaer en manos de unos pocos como por el momento está siendo, pues la monopolización de ese doble del universo es de quienes ostentan los derechos de las gafas con las que en él se entra a modo de cruz asada egipcia. Así que cabe esperar -y esperar- la democratización de esta tecnología venidera de la que se espera mucho más de lo hasta ahora mostrado. Y si no más, sí mejor, pues puestos a idear escenarios fantásticos, que lo sean, pero de verdad.