Foto de Matthias Baus

Ficha técnica

Hay algo de esta ópera, en cierto modo tan actual, tan viva, que no ha estado presente el pasado 9 de abril en la Staatsoper de Berlín. Aún no detecto qué es lo que no ha terminado de funcionar. Fue una representación que deja a los asistentes fríos, pese a haber pasado musicalmente por un montaje de música que nos acompaña a menudo. No podemos terminar de sentirnos identificados con nada de lo que pasaba en el escenario. Quizá fue eso: quizá fue que la escenografía no estaba a la altura de la calidad de la partitura. En muchas ocasiones, se asemejaba a los malos montajes escolares. Las escenas se sucedían entre dos cortinas de cadenas metálicas lo cual, visualmente, al inicio, era muy convincente pero que terminaba entorpeciendo el discurrir de la acción y, sobre todo, aportaba poco al contenido de la obra (algo no permisible a estas alturas de la historia de la escenografía). El centro del escenario lo presidía una suerte de espejo enmarcado, que hacía, de cuando en cuando, las veces de puerta y de estrado. También el escenario terminaba en dos espejos. Algo que podría haberse calificado de meramente decorativo si no fuera porque, en un momento dado, Jenny lo utilizó para crear formas caleidoscópicas con su cuerpo. Lo cual me desconcertó más: si los espejos tienen un protagonismo, o parece que lo tienen, en el sentido esceanográfico, ¿porqué no usarlos a conciencia? ¿qué sentido tienen elementos situados en lugares tan llamativos si sólo casi por casualidad adquieren un sentido dentro de la acción? Bien, esto nos llevaría por otros derroteros que ahora no vienen al caso. Tampoco el vestuario fue convincente. Los hombres iban vestidos como gentlemen  de los años 30. Las prostitutas y Leokadja Begbick iban vestidas, no obstante, de manera estrafalaria. El contraste con los gentlemen era excesivo y, además, innecesario. Lo estrafalario de las damas era, simplemente, kitsch, una suerte de pastiche de un estilo glam venido a menos. Que fueran prostitutas y, según la interpretación del esceanógrafo, Leokadja Begbick una suerte de madame, no justifica ese atuendo de la diferencia, donde los varones tienen derecho a estar en el mundo de lo normal y ellas, sin embargo, en lo anormal, lo extraordinario. Precisamente son las mujeres, en esta obra, las que muestran el problema social, el veneno del paraíso que prometía ser Mahagonny. Con esto no hago una interpretación à la Adán y Eva, donde la mujer trae todos los males al mundo (según el relato de asiduos a Intereconomía…), sino que la mercantilización del cuerpo de las mujeres como pilar de la economía de la ciudad es una de las claves críticas de la pieza. Es decir, las mujeres en Mahagonny representan lo que más crudamente es el ser humano. Y si no, que se lo digan a las mujeres asesinadas, a las putas de los mundiales de fútbol, a las lapidadas vivas, etc. Por eso, apartarlas de la normalidad, como si eso fuera diferente a lo que son esos hombres con chaqueta que se tapan sus partes nobles con el bombín antes de entrar al prostículo, es una ideologización (si me permiten) del rol femenino. Ellas van disfrazadas, evidentemente. Para que pueda ser posible el distanciamiento y para que tengamos la tranquilidad que nos ofrecen otras plataformas para pensar que eso no va con nosotros y que ese tipo de cosas sólo existen en un marco teatral: luego la vida no puede ser más dura. Con este planteamiento, se está haciendo un flaco favor a Mahagonny. Como dice Th. W. Adorno, atento crítico de esta pieza (que reseñó en su estreno), lo absurdo en Mahagonny «es real, no simbólico». Para él, en Mahagonny se muestra, como en Kafka, el mundo burgués de la administración llevado hasta su límite: todo es anarquía, salvo la regla que lo cambia todo. Está prohibido no tener dinero. ¿No es eso acaso, como ya sabía Quevedo, lo que mueve la lógica de la normalidad en el modelo capitalista? ¿No eres normal, no entras en el juego si y sólo si tienes dinero? Si no, que se lo pregunten a Grecia, por citar un ejemplo reciente. Mahagonny es un como si, una especie de pacto con el público en el que se juega  a ver qué pasaría si, de pronto, el mundo se convirtiera en un paraíso organizado en torno a una única regla. Según Adorno es, precisamente, este momento de juego el que hace que se alumbre de manera precisa las grietas de lo real, donde la distancia entre el pacto y lo que pasa después de salir del teatro se une. Por eso, musicalmente, Mahagonny es una suerte de montaje, de crítica a esructuras musicales (no podemos verlo aquí, pero se pasa por toda la historia de la música en la obra de Weil), de construcción de esas reglas del juego que terminan siendo las de la vida misma.
Wayne Marshall, al que no conocía con la batuta, sino ante las teclas blancas y negras, estuvo excelente. Mahagonny es una obra muy exigente a nivel rítmico y de color orquestal, y consiguió el carácter irónico que pide la pieza sin caer en una suerte de ridiculización de sus motivos. Según Adorno, Mahagonny utiliza (él dice, igual que Mahler), «la fuerza explosiva de lo inferior para destruir lo mediocre y hacerse partícipe de lo superior». Es decir, Weil, y esto lo entendió Marshall, se sirve de songs, de jazz, de cabaret, sumados a cantus firmus, ostinatos, duetos de sabor arcaico, etc. sin que nada sea lo que parece. La Moon of Alabama, por ejemplo, no es ni una canción de pop, ni de blues, ni de jazz, ni es tampoco nada estándar de la música de ópera. Sin embargo, ella, y su símbolo lunar, es uno de los hilos conductores del libreto.
Los cantantes fueron bastante irregulares. Los roles protagonistas no brillaron en absoluto y tuvieron algunos problemas vocales bastante serios. Gabriele Schnaut no tenía muy claro, o no parecía que lo tuviera, la vocalización ni la dirección de la voz, y en varias ocasiones la orquesta la superaba en volumen, y no precisamente porque la orquesta no fuese cuidadosa con las dinámicas. A nivel teatral, dejó también bastante que desear. Forzada, ruda, y simplista. Del dúo de Jonathan Winell y Tobias Schabel, salvamos a Winell, que estuvo a nivel vocal y teatral espléndido, con algunos momentos muy brillantes. Adriane Queiroz fue una Jenny muy atractiva. Teatralmente fue muy convincente, tenía momentos, por así decir, magnéticos. Lástima que, a nivel vocal, sólo destacó a partir del segundo acto. Por su parte, Christopher Ventris nos gustó vocalmente, pero teatralmente fue bastante lánguido. Su resignación, el final de su personaje, se atisbaba desde el principio. De resto, el coro fue excelente, especialmente las voces masculinas. Sus vocalizaciones daban en el clavo con la intención musical.
Aún no sé qué es, aparte de la escenografía y el vestuario, lo que no me convenció de la representación. Creo que, simplemente, flotaba en el aire la falsa creencia de que la música contemporánea es menos seria que la tradicional. Tenía la sensación, todo el tiempo en aquel patio butacas, de que la asunción del montaje musical que es Mahagonny le impide ser una gran obra, como si Rossini fuese otra cosa que montaje (pero nadie pondría en duda su grandeza sin miedo a los críticos más feroces). No es que no hayan sido serios, no quiero quitar el valor del trabajo de las horas que han invertido en este proyecto. A lo que me refiero es que se no se pensaron las últimas consecuencias de la pieza de Weil, que no terminó de darse pábulo a los problemas que se abren con él. Quizá es eso: que parecía que sólo pasaban por su música y el teatro de Brecht de puntillas, como si adentrarse más fuese abrir heridas desagradables para todos.

por Marina Hervás