¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

Foto: © Arno Declair

El festival de teatro de Berlín tenía como uno de sus platos fuertes de la temporada Esperando a Godot, la inmortal obra de Beckett. Se estrenó en esta producción el 28 de septiembre de 2014. Resuena estuvo allí el pasado 8 de mayo. Es una obra arriesgada: se exige que el público aguante dos horas y media de teatro del absurdo. Esa es la siempre actual cuestión ante una nueva representación de esta pieza: ¿es preferible tratar de buscar sentido, por remoto que sea, a su absurdidad o es más deseable recrearse en ese sinsentido, echarle un pulso al público, desesperarlo, jugar con su límite? En esta ocasión, en la interpretación del texto por parte de Ivan Panteleev, se optó claramente por la primera opción. ¿Cómo es posible que, basándose en un texto así, pueda realmente hilarse una historia con sentido, quizá con más sentido que otras en las que nadie sospecharía de su sinsentido? Hay varios aspectos que lo delatan.

En primer lugar, la escenografía, realizada por Mark Lammert. Se trata de un plano inclinado con un agujero en el centro. Se inicia con una tela rosada que cubre todo el plano y que se retira como si fuera una suerte de telón secundario.  El árbol al que hacen referencia de cuando en cuando los protagonistas, Vladimir (Samuel Finzi ) y Estragón (Wolfram Koch), es una especie de farola, un foco a media altura en la esquina superior izquierda del plano. Y ya está, ese es todo el escenario. El sentido aparece cuando todo lo que pasa, todo lo que cambia el mero tedio de la espera de Vladimir y Estragón, se coloca en ese agujero o en sus bordes. Allí está Lucky (Andreas Döhler). El equipaje que carga es la tela rosada inicial, que dobla con esmero una y otra vez, como una Penélope que no espera a Ulises sino a ser liberada de su labor con el regreso. Allí corre, y de allí sale para bailar. Lo interesante: es que el agujero promueve, directamente, una lectura en clave política. Lucky es observado, con pasividad y distancia, por Pozzo (Christian Grashof) –naturalmente, y por Vladimir y Estragón –al principio incómodos, luego (como nos pasa a todos los de este mal llamado primer mundo cuando vemos a niños negros con panzas hinchadas por televisión) con costumbre y desapego. Pero en este caso, es aún más radical: en la segunda aparición de Pozzo, Vladimir y Estragón imitan las actitudes de Pozzo, contra él mismo y contra Lucky. De pronto, el absurdo ya no lo es tanto, o es tan absurdo como el momento hipócrita de la existencia.

Por otro lado, vemos la interpretación de la segunda parte como una suerte de Alicia en el País de las maravillas. Que Estragón no recuerde mucho de lo sucedido el día anterior no es tanto para recalcar, como habíamos creído, la absoluta indiferencia de los días y las horas (es decir, que nada extraordinario, nada para recordar ocurra), sino como un momento en el que Vladimir llega a dudar si meramente lo ha soñado o imaginado todo, hasta que reaparecen Lucky y Pozzo y se confirma que existió o, al menos, que parece probable que existió. Los momentos de humor también suavizan el absurdo del  texto y potencian su lectura política. Cuando Lucky baila, que en esta obra es signo de humillación, nos reímos. Se intercalaron momentos de clown, en el que Vladimir  y Estragón juegan, al estilo Tricicle, a un imaginario partido de tenis chasqueando los dedos –cuya función es externa al texto-. Relaja la acción y permite al espectador ver un poco más. ¿Un momento de entretenimiento, para  hablar a un espectador acostumbrado al cambio constante de esta sociedad del espectáculo o un guiño al teatro antiguo –o quizá al cine en blanco y negro- o una recreación de lo que podrían hacer Vladimir y Estragón en esas horas muertas? Esta última opción las descartamos: el entretejido entre conversación y silencio es el principio constructivo de la obra y, el objetivo de los momentos de diálogo es hablar por hablar. Ya aparece este tema en el segundo acto:

“ESTRAGON: Entretanto, intentemos hablar sin exaltarnos, ya que somos incapaces de callarnos.

VLADIMIR: Es cierto, somos incansables.

ESTRAGON: Es para no pensar.

VLADIMIR: Tenemos justificación.

ESTRAGON: Es para no escuchar.”

Así que nuestra solución es que es un recurso un poco pobre si somos ortodoxos, pero recordemos que parece que Panteleev intenta encontrar sentido desesperadamente. Después de dos horas de concentración, le parece que es de recibo ser amable con los espectadores y permitirles unas carcajadas con teatro del de siempre. Quizá, también, tiene que ver con que este texto de Beckett ha sido desde hace mucho tiempo relacionado con el humor chapliniano o de los hermanos Marx. Ese humor que en su absurdo cuenta muchas verdades, quizá porque la vida es absurda, o quizá porque es difícil nombrar la verdad.

Otro momento de difícil interpretación es la respuesta de Estragón al leitmotiv de toda la pieza –aquello que recuerda al principio constructivo de las obras tradicionales, el tema en clave musical-, a saber:

“VLADIMIR: No podemos.

ESTRAGON: ¿Por qué?

VLADIMIR: Esperamos a Godot.

ESTRAGON: Es cierto. (Pausa)”

Ese es cierto, que en la versión del teatro berlinés en alemán era un “Ah, sí” [“Ach, ja”] lo pronunciaba siempre Estragón con hastío. De hecho, el hastío aparecía constantemente y dividía el carácter de los personajes. Vladimir era, como Don Quijote, el más loco de los locos, el que más rigurosamente esperaba a Godot, el que mantenía el absurdo. Claro, en un teatro absurdo, Don Quijote ya no es Do Quijote desplazado de la realidad, sino uno que encuentra que sus ensoñaciones se convierten en verdades, que los molinos son efectivamente gigantes. Godot no viene, pero eso no importa. Lo que hay que hacer es esperar. Y eso hace Vladimir. Antes de la segunda aparición de Pozzo y Lucky, Vladimir piensa que quien se acercaba era Godot. Y dice:

“VLADIMIR (triunfal): ¡Godot! ¡Por fin! (Abraza efusivamente a Estragon) ¡Gogo! ¡Es Godot! ¡Estamos salvados! ¡Vayamos a su encuentro! ¡Ven!”

Esto ha llevado a interpretaciones de todo tipo pero, sobre todo, la religiosa. Godot es Dios, según estas lecturas. Y su llegada es como la parusía: no se sabe cuándo, pero hay que vivir como si fuese a llegar cada día. El paralelismo es evidente. Sin embargo, es bien sabido que el propio Beckett refutó esta interpretación. Yo siempre lo he leído como una salvación de sí mismos. Godot es lo extraordinario, lo que cambia radicalmente la existencia. Es a lo que aspiramos en la infancia: todos queremos tener la mejor vida y la pensamos y esperamos en los juegos. Ningún niño quiere ser mendigo, ni se imagina casándose y divorciándose, o con hijos problemáticos. Godot es la promesa de que no es imposible que llegue, aunque nunca llega, siempre vendrá “mañana seguro”. Es mensaje del muchacho (Andreas Döhler), es la clave. La parusía implica que Dios vendrá en cualquier momento, no mañana. Ese “llegar mañana” es como Beckett describe la espera de la desesperanza. Ya lo dijo Benjamin: “Sólo para los desesperados nos fue dada la esperanza”. Entonces, ¿Porqué Estragón dice “Ach ja” con cansancio, con desgana? ¿Por qué no espera simplemente, como Vladimir? Es producto de la mano de Panteleev en su intento desesperado de dar al texto algún sentido y alejarse de las interpretaciones canónicas de la vinculación con la religión. Estragón personaliza a una suerte de Sancho Panza, que a base de estar con Don Quijote termina creyéndose su mundo. No obstante, lo que Sancho Panza no espera es que el mundo de Don Quijote, como hemos dicho antes, devenga real. En un mundo hecho por locos, Sancho Panza no sabe dónde situarse, de pronto él es el loco. Así que sus momentos de cordura aparecen en esos “Ach ja” dichos con hastío y rabia. Estragón no espera, en realidad. Pero no puede hacer más que esperar:

“ESTRAGON (furioso, de pronto): […] ¡He arrastrado mi perra vida por el fango! ¡Y quieres que distinga sus matices! (Mira a su alrededor) ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella!

VLADIMIR: Calma, calma.

ESTRAGON: ¡Así que déjame en paz con tus paisajes! ¡Háblame del subsuelo!”
Por tanto, de Esperado a Godot no importa tanto Godot como la estructura de la espera. Es la confrontación de aquello que el ser humano no quiere, bajo ningún concepto, hacer. No queremos entender la vida, como pretendía Heidegger, como un esperar la muerte (un «ser-para-la-muerte», en sus palabras). No queremos que dispongan de nuestro tiempo, como si el tiempo fuera un posesión. Estragón es consciente de la espera, mientras Vladimir está concentrado en Godot. Así lo expresan, desde el principio:
«ESTRAGON (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer

VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha.»

¿Qué hace más justicia a Beckett? ¿El absurdo o el sentido del sinsentido? Siempre había pensado que Esperando a Godot tenía que representarse con todas las consecuencias y dificultades de su texto, es decir, respetando la literalidad de lo que aparece. Esto no significa que defienda el sinsentido. Precisamente en las constelaciones de los diálogos que traza aparece la crudeza de la existencia. No tanto como existencia absurda, como se ha leído en algunas ocasiones, sino como una relación compleja con el tiempo, donde el presente se nos queda pequeño, el pasado siempre vuelve y el futuro nunca llega. La lectura de Panteleev es atrevida y tiene lo mejor de tomarse con libertad un texto: que aporta cosas nuevas, que abre cuestiones. Eso y el gran equipo con el que contó, hacen de esta versión de Esperando a Godot una de las imprescindibles de esta temporada en la capital alemana.

por Marina Hervás

Mortier: reflexiones de un gestor. Reseña sobre In Audatia Veritas

Mortier: reflexiones de un gestor. Reseña sobre In Audatia Veritas

Cumplido un año de la muerte de Gerard Mortier (1943-2014) este libro comercializado por Confluencias Editorial es un homenaje a la figura del gestor cultural belga. Ese trata de la segunda referencia bibliográfica en castellano del controvertido e ilustre personaje. Dirigido al melómano medio, posee un carácter eminentemente divulgativo gracias a una prosa fluida, accesible, que muestra la sabiduría y riqueza intelectual de un hombre que vio mundo y razonó sobre él.

Silvain Cambreling y Peters Sellars lo retratan desde el ideario del proyecto artístico mientras que Mar Fosca aborda la trayectoria. Tras ello el ensayo de Mortier se reparte en tres grandes bloques: uno político, otro artístico y el último, operístico. En ellos reflexiona sobre la importancia del equilibrio de los órdenes económico, político y cultural como base de salubridad social. Dicho equilibrio es posibilitado por un crecimiento y estabilidad social sólo posibles en época de paz. También critica una parte del ideario del neoliberalismo y del despotismo del mercado económico contemporáneo. Igualmente reflexiona sobre los ejes de la identidad cultural europea (andante, mitos, religión, filosofía, arte). Todo ello prepara al lector para concebir la ópera como una de las máximas manifestaciones culturales de la civilización. De ahí que no sea gratuito glosar las tipologías del teatro y su reflejo social a partir de la arquitectura.

Por otro lado, Mortier reivindica la vitalidad del espacio teatral y la voluntad que éste no degenerara en pura decoración. La acción debía interpretarse y no ilustrarse como se percibe en el comentario y profundización de algunos títulos que inducen al lector a ampliar sus puntos de mira. Una mención especial merece el capítulo dedicado a Messiaen y su San Francisco de Asís, una obra que fascinaba al gestor belga. En cuanto a la filosofía operística también incide en la importancia de guiar al público antes de la difusión de la ópera; en el papel del teatro en correlación con el mundo actual y, finalmente, en la función del arte como agente educativo en la sociedad. Como es sabido, en sus pensamientos hay una dimensión moral, una invitación a la reflexión y una utilización de códigos de nuestro tiempo: para Mortier no había una estética que se justificase sin ética.

La edición es atractiva con una estética cuidada con fotografías, cubiertas rústicas y tipografía de letra cómodamente legible. Cabe señalar un posible error de traducción en la página 146: donde indica “el gran corazón del pelegrino” seguramente se refiera a “coro de pelegrinos” de Tannhäuser.

Por Albert Ferrer Flamarich

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

 

Imagen tomada de aquí

Port Bou, de Eliot Sharp, es una de esas obras que se quedan grabadas en la memoria musical, aunque no tanto por la calidad insólita de la partitura, sino por la originalidad del tratamiento de lo vocal, que fue extraordinario. Tuvimos la suerte de estar en su premiere el día 25 de abril en la Konzerthaus de Berlín, después de que se estrenase en octubre de 2014 en Nueva York. Según el propio Sharp, para escribir esta ópera (sic) se inspiró en los últimos días que Walter Benjamin pasó en la frontera de España y Francia (en el pueblo de Port Bou), antes de decidir suicidarse, antes de que lo matase la Gestapo o la policía franquista. Walter Benjamin es uno de los filósofos que más influencia tienen en todo el mundo actualmente, aunque en vida fue rechazado en círculos académicos y tuvo dificultades para vivir como crítico literario, y traductor. Fue un personaje de extraordinaria inteligencia y sensibilidad, una de esas figuras que la humanidad debería ser incapaz de perdonarse el haberlo maltratado de tal modo que su solución fue el suicidio.

Se trata de una pieza que, en realidad, se basa en una suerte de libreto que resume las lecturas y las, por así decir, reflexiones musicales que Sharp ha hecho de Benjamin, que básicamente son La tarea del traductor, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La obra de los pasajes. No estoy segura de que consiga aquello que proponía: contar esas últimas horas de Benjamin. No es que exija una especie de monólogo sobre el fin de la existencia, pero me parecía interesante ver qué posibilidades daba el enfrentarse realmente a esa experiencia. Al menos, hubiese sido deseable, por ejemplo, algún tipo de alusión a los problemas de las Tesis sobre el concepto de historia, que es el último texto que nos dejó (incompleto), o a esa compleja vinculación entre la propia vida de Benjamin y su trabajo intelectual. Por tanto, la obra me parece una música excelente sobre un texto que poco tiene que ver con la promesa de su compositor. Se entremezclan dos asuntos. Por un lado, la pregunta de cuál sería, si es que la hay, para narrar un muerte anunciada por el propio ejecutor, si cabe musicar algo tan terrible como el suicidio impuesto por gobiernos fascistas. Y si esa música debe ser, efectivamente, en lenguaje contemporáneo o si debe apelar a cosas que movieron a Benjamin, como los cuentos infantiles. ¡Quién sabe si el sonido de una caja de música se aproxima más a esas últimas horas de Benjamin, si insistimos que esa es la intención de la obra! Y, por otro, nos cuestionamos hasta qué punto, con esa música y ese libreto, hace falta realmente Benjamin, si realmente para lo único que aparece  Benjamin ahí es mera cita textual. Y digo mera con todas las consecuencias, porque Sharp pasa de puntillas por lo que Benjamin abre, porque no hay diálogo entre Benjamin y Sharp. Sharp petrifica las letras de Benjamin, no permite que hagan lo que él siempre intentó: que viviesen, que fuesen “programa de la filosofía futura”. Eso sí: musicalmente fue apasionante, un viaje por la maestría, especialmente del trabajo vocal. Nicholas Isherwood es, simplemente, una de las mejores voces actuales. Versátil, preciso, impecable, con un timbre extraordinario. Le falló lo que le falló a la obra completa: algo más de dramatismo, introducir verdaderamente el tema en el marco de la pieza. De ahí que los momentos susurrados que terminaban en una “Scheiße” [=mierda] pareciesen fruto de un loco, y no de un condenado a morir. Aquí pueden encontrar muestras de lo que es capaz de hacer. La música, que la interpretaban William Schimmel al acordeón y Jenny Lin en muchos casos quedaba eclipsada por la fuerza de lo vocal. Fue muy interesante el diálogo con la electrónica y todo un acierto la interacción entre células, que iban apareciendo y desapareciendo a lo largo de las diferencias “escenas”.

Lo peor: el vídeo, hecho por Janene Higgins. Fue, en resumen, una suerte de cúmulo de lugares comunes y estereotipos. Era, además, poco logrado a nivel estético. Sólo la parte en la que se refería al comunismo y a Ascja Lascis tenía algo rescatable, y más por una combinación cromática que por construcción fílmica. Un desastre. Al menos no molestaba en exceso el discurrir de la acción, pero sí que condicionó en algunos momentos la lectura de lo musical con alusiones a los mismos vídeos que hemos visto miles de veces de nazis desfilando o de trenes.

Por Marina Hervás

 

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Foto tomada de aquí

 

FICHA TÉCNICA

DIRECCIÓN MUSICAL

Max Renne

ESCENOGRAFÍA

Mascha Pörzgen

DECORADOS

Johannes Gramm

VESTUARIO

Isabel Theißen

MARIUS | TARQUIN

Maximilian Krummen

CORINNA

Sónia Grané

CLEON | OFICIAL

Stephen Chambers

ARZOBISPO | TONIO

Grigory Shkarupa

CANCILLER | BRUNO

Jonathan Winell

TÉCNICO DE LABORATORIO | PERIODISTA

Annika Schlicht

El pasado 19 de abril fue la premiere de Tarquin, de Krenek en la Staatsoper de Berlín. Es una ópera pequeña, en su concepción: para seis músicos y cinco cantantes. El libreto, aunque intenta ser satírico con la figura de un dictador en apariencia similar a Hitler, pero con una complicada vida interior, se queda en un texto insulso y a la altura de los peores libretos de la historia de la ópera. La historia va así: Marius, Corinna y Cleon son compañeros de college. Marius y Cleon están enamorados de Corinna, quien parece preferir a Marius. Éste, un chico ambicioso y autoexigente, aspira a conseguir las mejores calificaciones. Pero no es así: las obtiene Cleon. Eso le hace desquiciar y autoprometerse llegar a ser el número uno. Esta frustración personal le lleva a convertirse en dictador, Tarquin. Mientras, Cleon y Corinna desconocen que Marius es Tarquin, y tienen una radio clandestina de resistencia. La policía descubre la radio y así se produce el encuentro entre los tres antiguos compañeros. Corinna le hace recordar el tipo de chico que era Tarquin antes, y hace aflorar a Marius y, con él, el amor adolescente por ella. Cuando todo parece que va a terminar en una bonita historia de amor, el capo de la policía estatal mata a Corinna y Marius queda destrozado por su muerte. Poco después, fallece él también. En fin, todo esto se adereza con catolicismo rancio y espiritualidad religiosa. Según J. Stewart, «It would be charitable to suppose that Krenek was not yet sufficiently acquainted with English to appreciate the awfulness of such lines». Pero, a veces, con un mal texto se puede hacer una gran escenografía. Al fin y al cabo, la música tiene muchos momentos muy rescatables e interesantes. La puesta en escena, a cargo de Mascha Pörzgen, consistía en una especie de laboratorio, donde la historia del libreto se mezclaba con la idea de que estábamos viendo algo explícitamente irreal, como si el público (que íbamos vestidos con la semibata verde típica de los hospitales, que se repartían a la entrada) tuviese que apreciar poco más que un experimento. No sé si eso habla a favor o en contra de Krenek (es decir, puede subyacer la idea de entender su pieza como experimento y no como algo terminado) pero, desde luego, fue un flaco favor para Pörzgen. Esa idea del laboratorio no llegó a entenderse, se integró más bien mal con el contenido de la historia.

La interpretación instrumental fue más que correcta: hubo momentos muy buenos. Lo cierto es que con tan pocos instrumentos es difícil crear grandes construcciones, sin embargo se consiguió, sobre todo, mantener siempre una tensión que no estoy segura que la propia partitura desprenda fácilmente. Lo más flojo fue el clarinete, cuya presencia se vio muy eclipsada por el resto.

Sobre los cantantes: es una pieza exigente. Salvo Corinna y Marius, todos los demás tienen que asumir varios roles. Esto, vocalmente, en una pieza tan corta y en el espacio del Werksatt de la Staatsoper, es todo un reto. Sobre todo porque no hay exactamente un backstage. Es decir, los cambios de atrezzo y de caracterización se incluían dentro del propio discurrir de la historia. Me pareció un acierto, daba que pensar sobre el dentro y el afuera de la puesta en escena.

Sonia Grané, como Corinna, demostró tener una gran voz y de un timbre muy bonito, en el mejor sentido de la palabra de bonito, pero teatralmente tiene mucho que pulir. Muy forzada y excesivamente dramática, tuvo problemas con la naturalidad de sus movimientos. Maximilian Krummen, como Marius/Tarquin, fue quizá uno de los mejores de la noche. Quizá gestualmente un poco exagerado, pero sus exageraciones no desentonaban en exceso con el manierismo de su personaje, un megalómano que va a menos. A Stephen Chambers le faltó un poco de adaptación vocal a lo que estaba cantando, aunque en general estuvo a la altura. Grigory Shkarupa fue un divertido y excelente Tonio, no tan brillante Arzobispo. Jonathan Winell dejó en evidencia los problemas de pronunciación del resto con una excelente dicción del texto narrado. Fue convincente y vocalmente muy potente. Quizá el mejor de los secundarios, que en muchos momentos sobresalía como un protagonista más.  A día de hoy no entiendo el papel de Annika Schlicht como técnico de laboratorio. Su función consistía en explicar al público qué pasaba en la historia, como si no fuese ya suficientemente evidente. Me pareció algo absurdo, innecesario y falto de consideración para con la inteligencia de los asistentes. Eso sí, vocalmente demostró tener una gran potencia y una capacidad dramática que, por desgracia, no pudo explotar demasiado. La hubiese preferido a ella como Corinna.

 

 

 

Por Marina Hervás

Dos jóvenes lumbreras: Fernando Arias y Luis del Valle, en Sabadell

Dos jóvenes lumbreras: Fernando Arias y Luis del Valle, en Sabadell

En un abril con muchas propuestas musicales en Sabadell –tanto dentro como fuera de las salas de concierto- la convocatoria de este mes de Joventuts Musicals se ha saldado  con otro éxito. Dos jóvenes lumbreras como Fernando Arias y Luis del Valle demostraron una progresión y una calidad artística en un programa variado, de raíces románticas y propicio a las efusiones líricas de amplio vuelo.

El atento Luis del Valle secundaba con la seguridad de quien domina el teclado con gesto acaparador y sutil a voluntad, y que se sabe garantía de respaldo. De esta manera Fernando Arias extraía un sonido rico y homogéneo, con mucho vibrato, idóneo para un repertorio que explota la preeminencia del violoncelo con grandes meandros melódicos como el Adagio y el Allegro para violoncelo y piano de Schumann, la Introducción y polaca brillante de Chopin y los pasajes más tensos y exhalantes de la Sonata en re menor de Shostakóvich. Es fácil presuponer que uno de sus referentes es Rostropóvich, a la vez que, escuchados algunos de los preludios de Scriabin por el pianista, Luis del Valle se revela como un intérprete de ascendencia beethoviana, lisztiana y de Prokófiev.

Ahora bien, la intensidad y la pureza buscados por Arias a veces presentaban cierta falta idiomática en obras exigentes como la de Shostakóvich. En parte por una homogeneidad expresiva que contrastaba poco el “melos” de raíz tchaikovskiana con la acidez y la opresión propias del compositor, por mucho que técnica y rítmicamente los resultados fuesen meritorios. La ironía en música, tan abstracta como imprecisa, ha de rebasar los márgenes de la ambigüedad.

La adaptación del lied “Que descansen en paz todas las almas” de Schubert cerró una sesión aplaudida por un público satisfecho por el carácter, la vehemencia y la intensidad de los intérpretes. Unos trazos presentes en la Suite de Cassadó, bien enfocada por Arias como soliloquio y con precisos sonidos aflautados en la cuerda aguda en el Preludio-Fantasía iniciales y “rasqueados” en el último movimiento.

Por cierto, ¿hay que recordar que el toser, los caramelos y los móviles que se caen al suelo provocan molestias a los otros asistentes y a los músicos que, por encima de todo, están trabajando y merecen el máximo respeto?

 Programa:

Obras de Cassadó, Scriabin, Schumann, Shostakóvich, Chopin.

Fernando Arias, violoncelo. Luis del Valle, piano.

Por Albert Ferrer Flamarich