Han pasado ya cinco años desde que un joven Pablo González asumiera la titularidad de la OBC y este fin de semana acabó un ciclo que, como ya viene siendo tradicional en la OBC, ha sido polémico. Martínez-Izquierdo (2002-2006) despertó odio entre público, crítica e incluso, parece ser, entre parte de los músicos (posiblemente por su apuesta por repertorio más contemporáneo). Tras él llegó Eiji Oue (2006-2010). El japonés logró ganarse el apoyo incondicional de un público que llenaba la sala y de una orquesta que bajo su batuta creció y brilló como nunca lo había hecho. A pesar de las continuas muestras de apoyo del público y tras una fuerte campaña de desprestigio por parte de ciertos medios, la dirección de la OBC decidió no renovarle el contrato. El siguiente fue Pablo González (2010-2015). Ni odiado ni querido, sus apariciones al frente de la OBC se han caracterizado por una gran e impersonal corrección. Su tozuda predilección por las grandes sinfonías de Shostakovich y Mahler -interpretadas siempre con gran pulcritud pero sin vida – ha hecho que parte del público perdiera el entusiasmo, a la vez que él ha perdido la oportunidad de trabajar repertorios en los que sus innegables virtudes le hubieran cosechado un mayor éxito. Con él la OBC no ha crecido, como mucho se ha mantenido en el nivel con el que la encontró. De hecho, como ya comentamos en una crítica anterior, la orquesta ha mostrado un mayor rendimiento con algunos de los directores invitados, los cuales han sabido motivar a los músicos y ayudarles a alcanzar su verdadero potencial. Eso no significa que González no haya protagonizado buenos conciertos -de hecho, algunos han sido excelentes- pero a un director titular se le debe exigir regularidad y que su trabajo tenga un impacto duradero en la orquesta, y no parece ser el caso. Igual que a sus antecesores, la dirección de la orquesta tampoco le ha trató bien, filtrando a la prensa el nombre de su sucesor antes de anunciar que no le renovaban el contrato. Esperemos que el próximo titular rompa la racha y goce de una feliz y provechosa titularidad.

Volviendo al concierto, González escogió para despedirse a uno de sus compositores fetiche: lo hizo con la novena sinfonía de Gustav Mahler. A priori era una elección arriesgada, dado que las características de la sinfonía, con movimientos muy largos, no parece encajar con los puntos fuertes de González, quien rinde más con obras condensadas. Efectivamente, la versión de González peco de falta de dirección y no logró dar sentido global a la obra. El primer movimiento resultó una mezcla de elementos faltos de conexión. En los movimientos centrales lo grotesco y lo irónico, tan típicamente mahleriano, se convirtió en manos de González en lo vulgar y lo simplón. Solo en el último movimiento logro convencer, con un discurso coherente aunque falto de inspiración, demasiado calculado. Lo peor y más alarmante de todo fue la constante desafinación que afecto a casi todas las secciones. Las trompas y trombones dieron la nota de forma sonada en un par de ocasiones, mientras que los violines mantuvieron durante largos pasajes una especie de marea sonora que oscilaba alrededor de las notas de la partitura. Una despedida un poco triste, que ensombrece los buenos momentos que tanto orquesta como director han protagonizado.

Por Elio Ronco Bonvehí