Hay algo fantástico que ofrece este festival y de lo que deberían tomar nota programadores para futuros eventos, y es que Infektion ha devuelto a la vida obras semiolvidadas de compositores como Stokhausen, Cage o Feldman; y, además, a precios asequibles (¡incluso eventos gratuitos!). No obstante, en este caso, las buenas intenciones no son suficientes, y la calidad de Europeras 3&4 de John Cage y Originale, de Stokhausen (que ha sido lo que hasta ahora hemos cubierto desde Resuena), ha sido -por decirlo de manera cortés- bastante mejorable. Eso, o yo no he entendido nada, que es bastante probable. En este caso, hablaremos de las piezas de John Cage.

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Europeras 3&4 (1990) se grabó por primera vez en 1993 por la Long Beach Opera (California), bajo la batuta del discípulo cagiano Andrew Culver. Estas dos piezas fueron compuestas entre las Europeras 1&2, compuestas para la ópera de Frankfurt y la Europera 4 escrita especialmente para el pianista Yvar Mikhashoff. La idea de Europera 3 es muy sencilla de fondo: seis cantantes cantan sus arias favoritas de Gluck a Puccini (escogidas por ellos mismos), dos pianistas tocan en tiempos determinados de manera aleatoria extractos de ópera y seis djs pinchan (en el lenguaje de hoy) fragmentos de óperas en vinilos de 78 rpm. Todo a la vez. A veces hay flashes de luces. Los silencios se determinan también de manera aleatoria. Como señala J. Prichett aquí, la pieza está pensada como un móvil de Calder: «los elementos formales están dados, pero una vez que la mano del artista los deja sueltos, el viento toma el control y los hace danzar». Son múltiples las reflexiones que propicia la pieza. En primer lugar, el horror vacui, algo muy logrado por en la propuesta de la Staatsoper. La saturación de sonidos, la indescernibilidad. Esto abre una cuestión: ¿realmente es deseable que sea indescernible, que se forme una masa sonora de diferentes eventos? Desde luego, en esto es una obra que supera al oyente: es imposible oírlo todo. Lo normal es que el oyente aficionado a la ópera se instale en aquello que conoce, aparte de que la selección de arias en la versión de la Staatsoper fue bastante recurrente el top ten de highlights. Pero no debe ser, al contrario de lo que sugiere Peter P. Pachl de NMZ online, que el oyente tenga que estar atento a ver qué es lo que puede reconocer, como si aquello fuese una fiesta de sociedad.  Ahí pierde su fuerza. Parece que tenemos que aceptar que no hay un tipo de escucha ni una posible interpretación «más» adecuada, como aquello que pedía Adorno, «una intepretación verdadera» que él entendía como una suerte de «radiografía de la obra». Algo que sí parece básico, aunque no sabemos hasta qué punto se exige en la obra, es que los cantantes canten bien. Entiendo la dificultad de cantar cuando suenan muchas otras cosas simultáneamente, pero la afinación y el gusto brilló por su ausencia, lo que hizo merecedores a algunos momentos del calificativo de «genocidio musical». En segundo lugar, vemos cómo, en realidad, John Cage está poniendo sobre la mesa la artificialidad de los popurrís de ópera, que hacen que el resultado sea un batiburrillo desocntextualizado destinado a que se luzca el divo de turno. Esto sigue existiendo, y las galas de éxitos de ópera se coronan siempre con un sold out. Cgae lleva esto al extremo en esta pieza, que se basa en llevar al extremo ese batiburrillo. El problema, y esto tiene que ver con la puesta en escena, fue que se asumió ese momento tan peligroso en el arte contemporáneo del «todo vale», donde es evidente que no se sabe ni porqué ni para qué se hacen las cosas. Por ejemplo: los djs hacían un ruido extraordinario al guardar los vinilos de nuevo, algo totalmente innecesario y prueba del ideológico «total, como todo es un lío sonoro, algo más no importa». Pero sí importa, al menos yo no tolero escuchar cualquier cosa. Los cantantes miraban en un papel dónde tenían que situarse cada vez y el minuto en el que tenían que entrar. Aí va otro ejemplo, en el que me concentraré. Los cantantes tenían un rol, o eso parecían indicar por su ropa y maquillaje. De resto, se dedicaban a pasearse por el taller (Werkstatt) de la Staatsoper sin ton ni son. Una mujer vestida de hombre con la misma gracia y buen hacer que en las fiestas del patrón de un pueblo perdido (Katharina Kammerloher), otra vestida con un vestido de noche como se ven en las tiendas más horteras de los turcos que viven en Berlín (Narine Yeghiyan), una especie de arlequín de una comedia del arte venida a menos (Torsten Süring), una especie de cowboy de paquete apretado y botas, un ¿leñador? (quién sabe) y una chica vestida con un disfraz que -nadie sabe porqué- hacia de loca (Carolin Löffler). En realidad, casi todos tenían que asumir el rol de estar medio pallá. Esto, al principio lo interpreté como si la intención fuese que representasen una suerte de obsesión por su parte, por lo que tenían que cantar. Pero no. O sí. No lo sé. No se entendía nada. ¿Por qué iban con ese atuendo, qué aportaba a la obra? ¿por qué se comportaban de ese modo? Muchas veces prestaba más atención a que la cisne-loca no se cayera encima de mí o, simplemente, se cayera y se partiera la crisma en uno de sus escarceos en el límite de la plataforma que hacía las veces de grada y de escenario. Si, como propone Prichett, la idea es que Europera 3 traiga al escenario el Roaratorio (de ‘roar’ – rugido, trueno, vociferar en inglés) que sugiere James Joyce en su obra Finnegans Wake 

Pulsa para ver un ejemplo del texto de Joyce

«What clashes here of wills gen wonts, oystrygods gaggin fishygods! Brékkek Kékkek Kékkek Kékkek! Kóax Kóax Kóax! Ualu Ualu Ualu! Quaouauh! Where the Baddelaries partisans are still out to mathmaster Malachus Micgranes and the Verdons catapelting the camibalistics out of the Whoyteboyce of Hoodie Head. Assiegates and boomeringstroms. Sod’s brood, be me fear! Sanglorians, save! Arms apeal with larms, appalling. Killykillkilly: a toll, a toll»
, un libro imposible de traducir a la lengua de Cervantes, donde se juntan ruidos y sensaciones de manera simultánea e independientes a la vez. Si bien cada personaje, con aquellos atuendos, parecía sugerir un mundo, el mundo de sus arias y a todo lo que remiten (no es baladí que se canten precisamente arias, que tienen tanta historia -de la propia obra y la de los seres humanos- y tanta política detrás), todo se quedó en una mediocre puesta en escena que le hizo un flaco favor a todas las posibilidades de la pieza de Cage. Si, como dice Prichett, Europera 3 tiene que ser una fiesta, yo me fui de allí con la sensación de que iba a tener resaca de las malas porque me habían dado garrafón en grandes cantidades.

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Europera 4, por su parte, es una pieza mucho más corta, de 30 minutos, que frente a la densidad de Europera 3 es mucho menos ambiciosa. La idea es la misma, pero esta vez lo interpretaron dos cantantes, un bajo y una soprano, sólo pinchaba una mujer, esta vez en una gramola, y el piano tocaba extractos. Hay algo en lo que, quizá, me he ido volviendo menos tolerante: que una obra se convierta en una bufonada. Y eso pasó en esta ocasión. Los discos de la gramola estaban rayados a propósito, de tal manera que el sonido se colgaba y la calidad era bastante mala, aparte de los defectos técnicos propios de un reproductor tan antiguo. Esto hizo reír al público al menos diez minutos, con esa risa infantil que nos provoca la caída de alguien o los momentos escatológicos que se reducen al caca, culo, pedo, pis. El disco enganchado captó la atención y rompió lo poco que se había construido de la pieza y, desde mi punto de vista, fue una simplificación radical de las muchísimas posibilidades de diálogo que tienen las dos piezas. Nos trataron como si fuésemos oyentes simplones, y les devolvimos una confirmación. Prichett, que habla del momento de la pérdida de calidad de lo sonoro como de su fragilidad y del recuerdo que le evoca a su mujer escuchar esa música borrosa, que le lleva a estar con su madre haciendo la colada mientras escuchaban aquellos vinilos, en esta representación se vuelve burdo, bruto y de muy mal gusto. Por otro lado, de nuevo, los personajes no tenían sentido. Ella iba vestida de un traje de época del siglo XVIII, del cual se desprendió en el primer tercio de la obra para quedarse en enaguas (¿por qué? no lo sé. No tiene sentido nada, ni el traje ni las enaguas) y él como un protagonista de Saturday night fever sin presupuesto. Al menos, a nivel vocal, estuvieron mucho mejor que sus compañeros de Europera 3. Al menos afinaron. Si en algo había que hacerle caso a John Cage es, quizá, en sus notas sobre Europera 4, cuando escribe que «played so as to be suggested rather than heard». Esa sutileza de la sugestión brillo por su ausencia, siendo sustituida por la violencia de una mera de suma de partes.

Esta pieza, que tendría que ser un poco macarra (Según Cage: «durante 200 años nos han mandado los europeos sus óperas. ¡Ahora se las devuelvo todas!») y llevar a la reflexión sobre la primacía y sentido de la ópera europea en el mundo, que ha tenido un rol tan fundamental en muchos núcleos sociales del viejo continente, mediante la reflexión de un outsider como es John Cage como norteamericano y como músico combativo, se convirtió, a mis ojos y a mis oídos, en un quiero y no puedo.

Ficha técnica