El febrero pasado Tusquets publicó el último libro de Leonardo Padura (La Habana, 1955), la colección de cuentos Aquello estaba desean ocurrir escritos entre 1987 y 2009. El que hasta hace unos meses fuese un escritor sólo conocido en algunos círculos de lectores, gracias a los numerosos premios que ha ganado comienza a poblar librerías y nuevas estanterías familiares. ¿Es este libro una imposición editorial para tener un producto más del escritor o tiene un sentido en el conjunto de su obra? No tengo palabras mágicas, pero sí que parece que hay elementos en este libro que apuntan a dar por afirmativas las dos opciones. Vamos a ello.

Este libro parece que abre, como si fuese una caja de recuerdos, los primeros escritos de Padura que dibujan los rostros, las manías y las derrotas de los personajes que dan vida a la colección de Mario Conde (para los que no han leído aún a Padura y son españoles: no se asusten. Por suerte no tiene nada que ver con el maltrecho Mario Conde de la prensa rosa del país).  En el libro aparecen las punzadas de premonición que le suelen dar al Conde ante una pista para resolver un caso (esta vez, le pasa a Alborada Almanza, en «La muerte feliz de Alborada Almanza»), o los años en el preuniversitario, recordados al más estilo el Flaco-Conde en «Según pasan los años», donde Lucrecia a veces es Tamara, el amor nunca caducado de Mario, o los trágicos recuerdos del Flaco, su mejor amigo, en Angola, relatados en «La puerta de Alcalá» y en «Los límites del amor». Con «Nueve noches con Violeta del río» da los primeros pasos para La Neblina del ayer (Tusquets, 2005) -Lo confieso, mi favorito del cubano-. También aparecen algunos personajes que transitan los misterios que el Conde tiene que resolver, como el del travestí de Máscaras (Tusquets, 1997) en el protagonista de «El cazador». Los homosexuales, los chinos y los judíos son algunos de los grupos que, en La Habana, han sido o son esos «parias de la tierra» que el himno comunista trataba de generalizar para su lucha. Ellos los trae Padura a sus libros. Contando su historia, como en Herejes (Tusquets, 2013) o La cola de la serpiente (Tusquets, 2011), Padura pone rostro a esas voces silenciadas. Para la mayoría de este lado del mundo, la existencia de comunidades chinas, judías o la situación de los homosexuales en Cuba es un misterio. Padura también trae a sus historia a otro grupo maltratado por la sociedad: los ancianos, los viejos. En la madre del Flaco, Alborada (de «La muerte feliz de Alborada Almanza») o en Adelaida (en «Adelaida y el poeta»), Padura le da voz a los ancianos, tan olvidados por los literatos. La vejez entra en ese tácito grupúsculo de temas tabú que no hacen fácil (si es que alguna vez lo es) la tarea al escritor. Precisamente, ése es uno de los puntos fuertes de Padura: su -por así decir- poética de lo cotidiano. Habla del ron, del tabaco, de los frijoles y el arroz, de lo austero y del sexo con la belleza de lo simple, con el detalle del orfebre, como si en esos instantes se escondiese la verdad de algo muy serio y profundo. A veces esa combinación resulta redonda, como el pequeño regalo que supone «El destino: Milano-Venezia (vía Verona)» o «La Pared». Lo mejor de este libro es que en él se conjuran algunas de las mejores cosas que ya nos mostró en sus libros sobre Mario Conde y consigue, en la mayoría de los casos, que deseemos, como con el Conde, que esos personajes sean reales y ser nosotros los que nos vamos a tomar un ron o de paseo con ellos. De pronto, su tragedia es también la nuestra: el tránsito del desencanto, de las promesas que no llegan a cumplirse y el vivir pese a todo es su marca. El deseo de aquello de ocurrir es también nuestra única esperanza.

A favor de la postura más conspiranoica, vemos algunos cuentos (sobre todo los que pasan la década de los 80 y de los primeros 90), en los que parece que Padura estaba haciendo ejercicios de escritura, pero se nos vende como un producto terminado. Carlos Zanón, de Babelia, dice que Padura parece que tenía, a  veces, el piloto automático. Estas páginas las pueblan algunos tópicos de más y el recurso al lugar común que ya sabemos que funciona, que no pasa del efectismo, algo que parecía sólo en escasas ocasiones en sus textos anteriores y que Padura trataba, a veces, con melancolía, y otras, con ironía. En «Nochebuena con nieve», importa más lo que no se dice y la estructura que se repite en otros cuentos que es casi un círculo conductor, si los filólogos me permiten esa palabreja. A lo que me refiero, es que sus cuentos suelen empezar con un tema que levita por toda la historia y es la que pone el broche final y lo redondea (de ahí lo de círculo conductor). Lo demás de este cuento es, a mis ojos, un ejercicio que por sí solo se tambalea. Algo parecido pasa con «Mirando al sol». Padura, que incluso saca luz de los escombros de los suburbios de La Habana, en este cuento es puro exceso y se va hacia una prosa que le queda grande (o pequeña, para ser más exactos) y no convence. La fuerza de la escritura de Padura está en lo implícito, en la fuerza de lo que por sí mismo hace estallar todas las costuras, que lo dice todo sin decir nada, porque ponerle palabras no es posible. Lo único deseable es que Padura no se convierta sólo en un escritor de moda (con las imposiciones editoriales que eso exige), sino que siga siendo fiel a lo que le ha hecho llegar ahí: esa (su) sensibilidad exacta por lo cotidiano, por su forma de contar la escasez de ron y de café, por la melancolía que arrastran sus personajes y que hablan cara a cara con la vida, que nadie dijo que era un camino de rosas. Que nadie pueda decir y tener argumentos para afirmar en el futuro que Padura escribe con el piloto automático, por respeto a lo que él ya ha hecho por la literatura en español y lo que aún le queda por decir. Por todo esto, espero que mi teoría cospiranoica sea sólo eso, una teoría.