Estrenada en febrero de 2015 en EEUU y aún por salir en España (aunque ya con un largo recorrido por distintos festivales) Kumiko: The Treasure Hunter (David Zellner, 2014) ha gozado de una recepción más bien templada respecto a las expectativas que en un principio levantó. Se trata de la obra de una década, que los hermanos Zellner han tenido gestando en una preproducción que se remonta al 2001. La película es un estudio sobre el personaje de Kumiko (Rinko Kikuchi), que encarna esa poderosa combinación entre introversión y determinación, que hemos visto en otras protagonistas femeninas como la ya épica Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001) o la adorable Faye de Chungking Express (Wong Kar-Wai, 1994).

Kumiko nos cuenta la historia de esta retraída oficinista japonesa, que tiene una secreta pasión por la búsqueda de tesoros. En la primerísima escena encuentra un peculiar tesoro consistente en una copia VHS del clásico Fargo (Joel Coen, 1996) y a partir de ahí dedica sus noches a analizar la cinta, hipnotizada por el famoso aviso «Based on a true story»; llegando incluso a desatender sus obligaciones laborales. Así, llega a la pintoresca conclusión de que el maletín lleno de billetes enterrado por el personaje que encarna Steve Buscemi al final de la película en la ciudad norteamericana de Fargo, debe ser un tesoro real. En cuanto encuentra una oportunidad, abandona un trabajo que ostensiblemente no la complace y toma un avión a Minneapolis para encontrar dicho tesoro. La película cambia completamente de ambiente con este viaje y nos sitúa ahora en el paisaje nevado y rural del norte de Estados Unidos. Ella, que apenas habla inglés más allá del «I want to go Faago», se ve rodeada de todo tipo de gente que no la entiende, pero quiere ayudarla intentando apartarla de lo que ven como un viaje inútil y peligroso: desde guías religiosos en el aeropuerto (uno de ellos es Nathan Zellner, guionista y hermano del director) hasta una buena samaritana que la recoge de la carretera (Shirley Venard), incluido el sheriff del pueblo (encarnado por el propio director David Zellner).

La buena fe de quienes la encuentran se traduce en forma de clichés que contribuyen al absurdo de la trama: a la buena samaritana que la acoge, incapaz de entablar una conversación con una japonesa, se le ocurre que a Kumiko le puede interesar la novela Shogun de James Clavell (subtitulada «A novel about Japan») y se la regala con la mejor de sus voluntades. El sheriff, por su parte, la lleva a un restaurante chino con la esperanza de que la encargada pueda traducirle y explicarle a Kumiko que Fargo es una película ficticia y que el pretendido tesoro de su obsesión no existe, pero descubre que los chinos no tienen por qué saber japonés. Abatido, le reconoce que quiere ayudarla, pero no sabe cómo. Kumiko acabará huyendo de estos personajes que no toman en serio su periplo y que, como le dice a su madre por teléfono, no pueden ni «imaginarse lo importante que es» el proyecto que ella tiene entre manos.

El trabajo de cámara de Sean Porter, unido a la dirección artística de Michelle Gilstead, orquesta alrededor del personaje de Kumiko una estética que alcanza un grado de originalidad propio de las películas que acaban volviéndose de culto. La imagen de Kumiko con su caperuza roja y la colcha de cama de hotel estilo patchwork (usada a modo de poncho), se convierte en algo completamente icónico. Tanto en las escenas en Tokio como en los parajes invernales norteamericanos, la cinta sabe declinar en todo momento el contraste entre un paisaje deshumanizado y una protagonista cuya humanidad rebasa los límites de lo razonable. Esta tensión visual, que expresa el abismo entre Kumiko y el resto del mundo, se recoge en imágenes siempre sobrias y muy meticulosas, y va radicalizándose a medida que avanza la cinta (con una Kumiko cada vez más extravagante y un escenario cada vez más indómito), hasta que en la última escena la vemos contra un escenario de un blanco puro e infinito. La consumación visual de la centralidad de Kumiko al final del film es el resultado del proceso de evolución del personaje, que coincide con la realización de su expedición neurótica.

Toda la trama está zurcida alrededor de esta obstinación inamovible, que surge a partir de la fascinación de un descubrimiento y de la inocencia sin límites de una trabajadora alienada. El elemento ficticio del tesoro de Fargo se convierte en el aliciente de una travesía inopinada que el espectador es absolutamente incapaz de predecir. El detalle de la escena en que la cinta de VHS de Fargo se estropea y Kumiko no duda en ir a comprar una copia en DVD (a la que trata con la misma obsesión y a partir de la cual traza su muy particular mapa del tesoro) nos revela que Kumiko no es tan ingenua como parece. Ella sabe que se trata de una cinta comercial producida por la industria cinematográfica, pero sin embargo no pone en duda el anuncio de «Based on a true story» (que los propios hermanos Coen reconocieron haber colocado en la cinta como mero artefacto estilístico) y como en una exigencia de justicia poética, asume esa última escena en calidad de pista.

Ha de notarse que la idea misma de esta película surge también en el contexto de una complicada relación entre realidad y ficción. Kumiko está basada en la leyenda urbana generada alrededor de la figura de Takako Konishi, una oficinista de Tokio que de hecho fue encontrada muerta en un campo junto a los lagos de Detroit en 2001, tras haber pasado por Fargo. La prensa local desató el bulo de que se trataba de una japonesa que vino a Minnesota a buscar el tesoro de la cinta de los Coen, a raíz de un malentendido entre la policía del lugar y Konishi, que efectivamente no hablaba muy bien inglés. Paul Berczeller rodó en 2003 el corto documental This is a True Story en el que analiza la realidad tras este mito y, a pesar de que no encuentra prueba alguna que rechace la tesis de la búsqueda del tesoro, descubre que Konishi tuvo un amante de Minnesota que conoció en Tokio tiempo atrás y que la familia de la japonesa había recibido poco antes de su muerte una nota suicida. Acaso había decidido poner fin a su existencia en la tierra de la única persona que la hizo feliz, comenta Berczeller. Desde luego no es una historia tan golosa como la leyenda de la cazatesoros, pero desde luego es, si cabe, más trágica.

Kumiko es una película lenta y testaruda (hay quien la cataloga como «comedia surrealista»), que en muchas ocasiones pone a prueba la paciencia del espectador, a quien intenta mantener atento sin recurrir a grandes giros en una trama completamente lineal. Sí que recurre, no obstante, a pequeños alicientes, detalles enternecedores: como el momento en que Kumiko se despide de su conejo mascota dejándolo en un vagón del metro de Tokio, o la ocurrencia de hacer desaparecer una cinta de VHS por el retrete, o el impulsivo e infantil beso que le da al sheriff. Esta estructura plana es a la vez el gran atractivo y el último límite de esta cinta: si bien permite la centralidad temática de la obsesión de Kumiko, es cierto que hace que el argumento se agote en ella. Acaso por ello mismo se abre un espacio para lucir la ya comentada fotografía soberbia o la banda sonora etérea que nos ofrece The Octopus Project, aspectos técnicos que en ocasiones llegan a eclipsar la trama.

Kumiko es, además, una poética reflexión sobre el papel que las ficciones tienen en el mundo contemporáneo, tanto desde una perspectiva intranarrativa (Kumiko siguiendo un tesoro ficticio) como metanarrativa (la obra misma, que narra la leyenda urbana y no los hechos). La pregunta que nos invita a plantearnos es por qué tiene sentido pensar que una muchacha que tiene una vida hiperordenada (en una sociedad tan racionalizada como la de Tokio) podría dejarse llevar por la falsa promesa de un falso aviso al principio de una película norteamericana. Como en tantas otras ocasiones, una ficción bien enfocada toca mucho mejor determinadas problemáticas reales que la mera representación objetiva de los hechos. Los hermanos Zellner, que se decantaron por el mito incluso después de haber visto el documental que lo aclaraba, son muy conscientes de ello.