«I don’t think I’m capable of answering problems that have been here for many years. But I think the best I can do is present them in a way where one wants to solve these problems.» Charles Burnett

Aprovechamos la reciente publicación del libro “Charles Burnett, un cineasta incómodo por Shangrila en colaboración con Play-Doc para adentrarnos en la figura de un cineasta imprescindible y poco conocido en nuestro país.

El libro reúne una larga entrevista de 60 páginas así como varios artículos académicos.

Killer of Sheep es el primer largometraje del director afroamericano. Consagrada como película de culto, fue escrita como trabajo final de máster en UCLA y grabada en fines de semana a lo largo de cinco años (entre otras cosas, por el encarcelamiento de uno de los actores).

El valor increíble de esta película no solo reside en el contra-relato que plantea sobre los estereotipos de los negros en Hollywood, nos encontramos también ante una obra cargada de una maravillosa gramática experimental. La Biblioteca del Congreso de los EEUU la declaró como tesoro nacional para su preservación (no tanto por lo de experimental, sino más probablemente por apaciguar su conciencia de clase-raza explotadora y dominante).

Para su rodaje, Burnett escogió historias reales de afroamericanos de clase obrera (amigos y conocidos) y les hizo recrearlas. A pesar de que el reenactment esté muy en boga en nuestros días, ensalzado por grandes obras como el díptico de Joshua Oppenheimer o la figura Pedro Costa, el origen de éste método se remonta a tiempos tan remotos como 1914 (adelantándose incluso a Flaherty, quien dirigía a los esquimales), fue el año de estreno de In the Land of the Head Hunters, primerísimo intento. En 1998 el austríaco Michael Glawogger lo utiliza para ofrecernos un retrato global de la marginalidad en Megacities. Volviendo a Burnett: aunque hay quien relaciona Killer of Sheep con el Cinema Verité francés o incluso el Neorrealismo italiano, el autor se inscribe en el movimiento L.A. Rebellion (Los Angeles School of Black Filmmakers, directores afroamericanos que de mediados de los 70 a finales de los 80 quisieron combatir los clichés racistas de Hollywood creando obras que reflejasen su cotidianidad y circunstancias reales). Podríamos enmarcar, (por su vocación de reenactment, quizá) a nuestra película en el cajón de sastre de la docu-ficción, pero lo cierto es que éste trabajo extraordinario trasciende clasificaciones.

La vida de una familia de clase trabajadora ejerce como centro gravitacional de un mundo hecho (de) polvo, sangre, miseria, música y desesperanza. Es extraño apreciar cómo la película, en lugar de estar compuesta por una suma forzada de escenas y acontecimientos, actúa como un organismo complejo, completamente conectado: las diferentes facetas de la estructura socioeconómica de la precariedad de la clase trabajadora, y la cultura asociada que engendra, conectadas como comunidad en un mismo espacio-tiempo cinematográfico. Así, navegamos indiferentemente entre infancia, violencia, juego, comunidad, resignación, erotismo, y el matadero como alegoría del rebaño social de ovejas que van juntas, apelotonadas, hacia la muerte, sin más explicación ni conciencia de clase. Son abundantes los elementos que apuntan a la naturaleza de una película profundamente marxista.

El juego interpretativo amateur de los actores adultos (personas que se interpretan a sí mismas, visiblemente forzadas) frente a la espontaneidad sin control de los niños, están envueltos en una forma estética sublime: las posiciones de cámara y la segmentación de la acción-tiempo son totalmente magistrales. Lejos del fallo técnico, sus saltos de raccord, desenfoques y reencuadres recuerdan a la frescura de un joven Cassavetes. Frente al cine de altos presupuestos, Killer of Sheep y su sucia imagen 16mm emanan una autenticidad inalcanzable a los estándares hollywoodienses de rígido canon técnico. El organismo es una bestia, y la bestia está viva, ruge, muestra los dientes y corre hacia nosotros.

Navegar a medio camino entre documental y ficción, con decorados naturales, no es impedimento al director para lograr una puesta en escena que le revela enorme conocedor del arte cinematográfico narrativo. Lo genial es que a veces el curso de la acción cambia, y otras veces no ocurre nada, volviéndose la circunstancia transparente, permitiendo ver el problema social que late en su interior. Además, y esto no es necesariamente una obviedad, se trata de una película de cuerpos que se mueven, todo el tiempo, de una forma particular, como animados por una fuerza vital apabullante, o en ocasiones una delicadeza estremecedora. El movimiento de los cuerpos en el encuadre, sumados genialmente en el montaje, hacen la experiencia de disfrutar la película un placer de doble y triple lectura, bañado por el buen manejo en la ecuación de las palabras: pocas dicen mucho. Cada elemento significativo es controlado con tal dominio que resulta desconcertante pensar en su condición documental (y por tanto, quizá, fuera hora de comenzar a disociar definitivamente las ideas documental e improvisación, o más aún, reconocer la dificultad de definición del documental).

La música es un factor fundamental, utilizada de una forma que hoy día sería considerada a contracorriente del documental contemporáneo (si es que existen las modas). Las canciones se suceden todo el tiempo sin cesar, irrumpiendo y cortándose de repente, tanto en la banda sonora como cantadas por los propios personajes, especialmente los niños. La música es indisoluble de la cultura retratada. La banda sonora es abundante, va desde jazz a blues a ópera, desde Dinnah Washington, hasta Gershwin o Rachmaninov, una música que hace agridulce lo amargo y da belleza a la tristeza. Dota a toda la película de un tono que quizá sea lo único que hace que no queramos pegarnos un tiro, aparte de los niños. Uno no puede evitar pensar en las muestras culturales que llegan a la burguesía del momento, emanadas de otro mundo en profundo contraste con el primero: el universo sin escapatoria en el que residen los obreros protagonistas, cuya escasez material impregna toda circunstancia vital, desde lo cotidiano del trabajo (alienante) al sustento y configuración de sus familias, hasta sus comportamientos sexuales, hasta sus juegos infantiles.

Así es como, poco a poco, vamos entendiendo que esta familia retratada es una representación honesta de todo un estrato social (la honestidad en el trato a los actores era una de las pocas reglas del director toma estrictamente, y una diferencia radical con el tratamiento que Hollywood hace de cualquier realidad). Los niños se ven pronto enfrentados al peligro que supone el mundo, a los conflictos entre hombres y mujeres adultos. En este mundo acechado por la delincuencia como salida fácil y peligrosa, el obrero se enfrenta al obrero, unos se aprovechan de otros, sobreviviendo de pequeños trapicheos, mientras que todos en conjunto conforman esa galaxia de los dominados por su lugar en la estructura de poder socioeconómica. Son los explotados, los condenados a vivir al borde de la pobreza, cuya necesidad de supervivencia no deja lugar a la reivindicación de una mejor vida (y no, aquí no hay sueño americano que valga).

Me quedo con una imagen: la del padre abatido, en la cocina, el padre que renuncia al sexo con su mujer porque no pueden permitirse más hijos, su mujer al borde del llanto de frustración, frustración que expiró del rostro del padre aplastada por el peso insoportable de una esclavitud a su presente, sin solución, sin respuesta. Y la pequeña hija de cuatro años, que masajea sus hombros agotados, colocada en el centro, manteniendo con su inocencia el equilibrio de una vida que es cárcel, cadena perpetua. Esa vida es la que Charles Burnett, al retratar, reivindica como problema fundamental de los negros de su país. No nos queda tan lejana, esa vida precaria y miserable. He aquí la necesidad de esta película: mientras exista el capitalismo, seguiremos necesitando éste cine. Luego ya veremos.

Por Guillermo Etchemendi