Normalmente, un remake no es más que el intento de crear una novedad allí donde ya existe un producto cultural definido. La necesidad de esa novedad hace que Hollywood esté siempre necesitando producir nuevos relatos. Pero cuando la producción de cultural empieza a encontrar sus límites, lo que le queda es la creación de la apariencia de novedad. En ese instante, lo que se presenta intenta mostrarse como completamente nuevo. Sin embargo, es muy fácil descubrir dónde está el truco. En este caso concreto, como ocurre también en The Force Awakens, el salto generacional se usa para presentar al nuevo público aquello que ya fue novedad hace mucho tiempo. Lo único que demuestra esta pequeña trampa es que, poco a poco, la industria cultural va encontrándose con que todo lo que tenía que contar y producir ya empieza a agotarse.

Por eso, si la película original de los 90 todavía tenía una cierta ingenuidad en la historia de cuatro surferos que atracaban bancos para poder dedicarse a viajar por el mundo en busca de la ola perfecta, en este nuevo relato la ingenuidad se ha perdido. Ahora se trata de cuatro deportistas de élite que viven por y para los deportes de riesgo. No faltan los esponsors y las fiestas en yates de lujo. Lo que en el primer caso se entendía desde una cierta relación new age con el océano a través del personaje principal de Bodhi, aquí se sustituye por la mística de la naturaleza y la necesidad de rendir tributo a su fuerza.

Secretamente, la intención del nuevo Bodhi y su grupo es cumplir con las «8 de Ozaki», una leyenda inventada por la propia película que consiste en 8 pruebas físicas en la naturaleza con las cuales se rendiría el tributo necesario a la fuerza primigenia de la Tierra, consiguiendo así un tipo de lucidez espiritual y de comunión entre el sujeto y la tierra. Obviamente, la relación con la naturaleza y su mística aparece mediatizada por la estética capitalista y postmoderna de los deportes extremos. La adrenalina y el riesgo están siempre subsumidas en esa forma de experiencia casi chamánica con las fuerzas naturales.

Pero hay otra misión más profunda: luchar contra la destrucción ecológica del planeta. Para ello, no sólo roban dinero de los ricos para repartirlo entre los pobres (la enésima ejemplificación del mito de Robin Hood, pero ahora con tatuajes y músculos) sino que atacan las formas de explotación de la naturaleza, buscando recobrar una armonía preestablecida originaria. Así, esta nueva versión intenta rizar el rizo de una forma más bien artificial: si la primera conseguía dejar la conciencia más o menos subversiva en un deseo de poner por delante una vida basada en la autenticidad, aquí queda absolutamente mediatizada por una forma de entender la naturaleza ingenuamente romántica.

Obviamente, una apuesta de este tipo tiene que acabar en tragedia según el relato de Hollywood. La vitalidad de esa especie de «romanticismo revolucionario» parece que siempre se tiene que confrontar con el límite de la ley. Pese a que el agente del FBI Johnny Utah comparte la pasión por la adrenalina y el riesgo debido a su pasado como deportista extremo, al final acaba sucumbiendo a la razón. No piensa en la idoneidad de los «crímenes» de Bodhi; simplemente están fuera de la ley, y como tal tienen que ser perseguidos. Un concepto de razón profundamente autoritario y ligado al derecho empírico triunfa por encima de la propia pulsión romántica.

Pero, ¿y qué pasaría si el final del relato fuera otro? ¿Qué pasaría si la audacia y el atrevimiento, más o menos ingenuo, no tuviera que enfrentarse necesariamente con la ley y con la categoría de delito? ¿Qué pasaría si fuera posible ganar? La ideología de la industria cultural no puede permitir mostrar de ninguna forma que el capital pueda ser vencido, ni que pueda existir la victoria frente a los que se arriesgan por derrotar, aunque sólo sea de forma ínfima, el modo de explotación. En su lugar, es capaz de disfrazar una victoria por la fuerza como si se tratara de un destino inevitable. La tragedia es el final necesario para aquellos que intentan luchar con lo que debe ser. Por eso, pese a toda su pátina más o menos progresista de denuncia de la degradación ecológica se esconde, como casi siempre en estos casos, el mensaje de que dicha degradación es absolutamente inevitable, y que es la tragedia y el límite lo que le espera a aquellos que piensan que la historia pertenece a quien la hace.