[Esta reseña está completamente libre de spoilers o destripes de la trama de la obra]

La industria cultural ha acabado por descubrir la manera de explotar económicamente un sentimiento que hasta ahora tenía un protagonismo relativo en la producción de línea más comercial: la nostalgia. Fenómenos como la última película Star Wars: The Force Awakens o el videojuego Pokémon Go, hurgan en la memoria de los consumidores contemporáneos para rescatar fenómenos culturales que los marcaron como generación y que, con el paso del tiempo, han desarrollado un fuerte potencial de identificación afectiva basado en recuerdos de la infancia o la adolescencia vinculados a estos productos. La saga de libros Harry Potter es otro de estos fenómenos que, al igual que Star Wars y Pokémon, abarcan todo un universo rico en personajes, mitología propia, lugares, genealogías y tantos otros detalles. Su potencial yace fundamentalmente en la capacidad de inmersión: en hacer al lector, espectador o jugador sentirse parte de un mundo distinto al suyo.

Harry Potter and the Cursed Child (Ed. Litte, Brown, 2016) no es un libro más de la saga de J. K. Rowling, sino que debe entenderse como una continuación de la saga al completo, de la misma forma que The Force Awakens se vincula a la saga original de Star Wars o Pokémon Go a los juegos de la Game Boy: no es una mera «nueva entrega de la saga», sino un ejercicio de gestión de la nostalgia. El libro en cuestión, publicado ayer día 31 de julio, es en realidad el guion de ensayo de la obra de teatro estrenada anteayer en el Palace Theatre de Londres, que continúa la trama de la saga de literatura juvenil más exitosa de la historia nueve años después de la publicación del último libro y cinco de la última película.

La trama se centra en Albus Severus Potter, uno de los hijos de un Harry Potter convertido en funcionario del Ministerio de Magia con Ginny Weasley (padres ahora de una familia), y Scorpius Malfoy, hijo del archienemigo escolar del «niño que vivió». La historia parte del famoso epílogo del séptimo libro, que tanta polémica generó en su momento y que se situaba ya diecinueve años después de la derrota de Voldemort en la batalla de Hogwarts. A partir de ahí se desarrolla un hilo narrativo nuevo que avanza a un ritmo trepidante y que ya no está ceñido a la estructura conocida de «un libro, un año»: esto permite dar grandes saltos y evitar lo innecesario. La historia se enfoca en escenas paradigmáticas a partir de las cuales el lector puede hacerse una composición del trasfondo y, sobre todo, de la historia de los personajes (tanto de la de los nuevos como de lo que ha pasado entretanto con los tradicionales). Hermione Granger, Ron Weasley y Draco Malfoy están presentes en todo momento, con lo que resulta inevitable que la relación entre estos y sus hijos ocupe la centralidad de la trama. Temas como la madurez, la responsabilidad, la rebeldía juvenil, etc. emergen constantemente en los diálogos, interpelándonos a unos lectores doblemente privilegiados, pues no solo conocemos cada detalle de la evolución de los personajes tradicionales, sino que en gran medida nosotros también nos hemos hecho adultos en paralelo.

Uno de los factores que llama la atención de inmediato es el formato de The Cursed Child: los lectores de Harry Potter estamos acostumbrados a la novela, donde este efecto de inmersión se encuentra en su medio natural. No obstante, la presentación como obra teatral, lejos de ser un obstáculo o un aspecto formal engorroso, se revela rápidamente como ideal para un texto cuyo objetivo no es fundamentalmente crear algo nuevo sino gestionar nuestra nostalgia. Por constricciones formales, la obra prescinde de prácticamente toda descripción y se centra en la acción. El lector agradece en seguida esta concisión, pues no necesita descripciones detalladas de escenarios como el andén 9¾, el despacho de dirección de Hogwarts, el Hogwarts Express, etc., pues los conoce perfectamente. Las acotaciones, escuetas y en ocasiones socarronas, solventan posibles lagunas o aportan información necesaria allá donde la memoria del lector no puede abarcarlo todo. Es digno de comentar también que, aunque se trate de una obra de teatro, la mayor parte de los lectores la habremos leído en el guion antes de verla en directo si es que la llegamos a ver (pues al ritmo de venta de tickets actual esto no se vaticina como algo próximo), pero esto tampoco resta calidad a la experiencia. Si acaso la acerca más a lo que supuso el fenómeno original en su momento.

La historia se articula a través del recurso narrativo de un elemento «mágico» en particular, que ya estaba presente en las obras originales, y que abre la puerta a una interacción constante entre los sucesos de la nueva trama y lo ocurrido a lo largo de los siete libros originales. De esta forma, la historia original tiene un enorme protagonismo. Más de uno querrá probablemente volver a los originales para revivir en detalle cómo transcurrió en un principio todo, aunque esto no sea necesario para seguir la trama. Esta constante interacción se vuelve de inmediato adictiva para quien disfrutó de los originales, si bien es cierto que en algún momento acaba resultado excesivamente engorrosa y complicada (hay un par de ocasiones en las que el lector se pregunta cómo es posible que los propios personajes sean conscientes de la enorme complejidad de lo que está pasando en la obra). No obstante, el libro consigue su objetivo de revivir esa nostalgia con creces y recupera de forma original muchas escenas que todos recordamos haciéndonos incluso reflexionar sobre si sus personajes podrían haber crecido de otra forma. Eso sí, en las escenas ya finales, como ocurre con todos los finales de Harry Potter, la justa cantidad de moraleja y aleccionamiento (con recurso a temas como «el amor», «la amistad» o «el bien»; como ocurría en aquellas conversaciones de Harry con Dumbledore en la saga original) nos recuerda que estamos leyendo literatura para adolescentes, aunque nosotros ya no lo seamos.

Es interesante plantearse los límites de la producción cultural basada en la nostalgia: qué puertas se nos abren con ella y qué otras se nos cierran. Desde luego, tiene un enorme mérito el saber gestionar todo el caudal emotivo que sagas como Harry Potter generan en sus lectores, pues construir una trama que canalice bien todo ese potencial no es fácil. Esta obra de teatro lo logra ampliamente y asienta exitosamente el universo de Harry Potter como referente cultural para la generación que creció con él (de la misma forma que lo están haciendo The Force Awakens y Pokémon Go con sus respectivos universos). No obstante, el producto generado no da lugar a algo nuevo ni nos lleva más allá de una pequeña vuelta de tuerca (la justa y adecuada) de lo que ya conocíamos para adaptarlo a lo que somos ahora. Su esencia consiste en beber parasitariamente de un fenómeno que puebla nuestra memoria y no nos interpela como sujetos estéticos, sino como sujetos históricos. La enorme ganancia en identificación emotiva implica, no obstante, que seamos menos críticos con las carencias de estas nuevas obras y, sobre todo, evita que estas obras nos pongan a prueba como espectadores, lectores o jugadores. Ya no aprendemos algo con ellas, sino que recordamos lo que aprendimos con las originales, que sí nos enseñaron algo. Una producción cultural basada en la gestión de la nostalgia corre el riesgo, por tanto, de simplificarnos como sujetos y nos puede hacer creer erróneamente que uno siempre y necesariamente entenderá mejor lo que ya conoce que lo que podría llegar a conocer.

Superar este riesgo es una tarea que cobra una actualidad enorme ante la inminencia de producciones basadas en la nostalgia y que ya generan gran expectación: como la serie Stranger Things, la hornada de remakes y secuelas de películas clásicas Disney, la nueva temporada de Twin Peaks o, especialmente, las próximas dos películas de Star Wars. Parece poco probable que se salga de la mecánica emotivista en la que hemos caído, pero quizás la razón de ello esté en que por primera vez en la historia de la humanidad, una generación entera está creciendo con referentes culturales que ya no están circunscritos a su tradición local o nacional. Este boom nostálgico quizás pueda ser leído como un intento por reivindicar por primera vez un folclore que sea consecuentemente global.