Uno de los aspectos más valorados de la escritura de Leonadro Padura es lo visual que es. Mientras tenemos el libro entre las manos, nos sumergimos en sus letras y, de pronto, estamos en una silla, con un vaso de ron, en silencio, sintiéndonos parte de las reuniones del Flaco, el Conejo, el Conde, Andrés y Candito el Rojo, desgranando las miserias cotidianas. Y nos imaginamos a Conde fumando, llamando comemierda a Manolo pero siendo «más bueno que el carajo», paseando por las calles de La Habana, donde cada esquina es una promesa de lo que podría haber sido, suspirando por Tamara (y todo lo que Tamara supone). Eso tan valorado, la facilidad para crearnos todo un mundo, es que cuando se hace visual siempre nos falta algo.

Vientos de La Habana (estrenada ayer en España), dirigida por el director Félix Viscarret, y atentamente guionizada por Leonardo Padura y por su compañera, Lucía Lopez Coll, comete la herejía de meterse en ese mundo tan íntimo al que nos ha invitado Conde (al que da vida Jorge Perurrogía), el de cada uno de nosotros. Está basada en Vientos de Cuaresma y en su fidelidad al texto introduce guiños para los lectores, que encajamos todo lo que para el no iniciado resulta anecdótico como portador de un significado amplísimo. Es una película que, si no se ha leído nunca a Padura, cumple a la perfección su papel: casi dos horas que se pasan volando, una historia que va enganchando, unos personajes a los que más o menos se les ha cogido cariño cuando se encienden las traicioneras luces de la realidad. A todo ello se suma una fotografía deliciosa, concentrada en crear un retrato de La Habana como sólo puede hacerlo alguien que ama esa ciudad pese a todo, que es consciente de que, La Habana, «de tanto decaer, se ha ido p’al carajo» (como suena por ahí en el celuloide). Pero si se ha leído a Padura, como es mi caso -y, además, confieso que he disfrutado con la lectura de sus libros como con pocos en mi intensa vida de lectora-, falta un rasgo esencial: lo escuálido y conmovedor. Creo que el problema se encuentra en que se intenta condensar una complejidad trabajada al detalle de los personajes en dos horas, porque hay algo de aquellas relaciones -fundamentales en las letras de Padura– que se quedan algo desinfladas porque lo vemos todo in media res sin entender muy bien todo el conjunto. Pero me bajaré de la torre de marfil donde nos ponemos los críticos y me enfrentaré a la pregunta que, estoy segura, se hizo el equipo de Vientos de La Habana: ¿Cómo se es fiel a esta historia tan llena de matices, donde lo más importante es lo que se lee entre líneas? Padura ha conseguido convencer a lectores ávidos de thriller y novelas policíacas con unos libros donde los crímenes son lo de menos y con un policía que quiere ser escritor. Pero en el cine todo esto no es fácil de contar: por eso, a veces no queda claro qué tipo de película es. No tanto porque las películas tengan que ser o encajar en algo, sino porque el lenguaje visual de cada género lleva a cuestas una larga trayectoria. Por eso esta película no termina de estar en ningún lado y es quizá ahí donde pierde su fuerza. Utiliza algunos clichés para no perderse entre la indecisión -como la aparición del jazz y el sexo saxofón mediante- y deja algunos cabos por desarrollar que en los libros son vertebradores. Las historias de ese círculo de amigos, cuyo mejor pasatiempo nocturno es escuchar a Creedence bebiendo ron, aparecía de refilón como reproche de borrachos, y toda su vida pasaba por los ojos del espectador en un par de minutos. Las tensiones del policía-escritor, que no es nada del todo, quedan disueltas en una comisaría de policía donde las viejas y las nuevas rencillas y las largas sesiones de investigación y cooperación pasan como un suspiro. El sexo y las mujeres (que en esta película van de la mano, salvo en el caso de la buena de Josefina), aparecen ocupando un lugar accesorio para la vida de Conde, que se presenta mucho más transparente y enamoradizo de lo que nunca será en los libros. Aunque parece que la relación con Karina (Juana Acosta) -que sustituye el rol de Tamara- es uno de los hilos conductores, mirándolo con lupa, Karina es la excusa para que Conde escriba, para que cuente algunas cosas, confiese otras y, sobre todo, dibuje con más nitidez su faceta de perdedor que siempre, de alguna forma, sale a flote. La complejidad de sus relaciones sentimentales, tan bien perfilada por Padura en los libros, que nos toca tanto a todos, se difumina -aunque con verdadera elegancia-.

En esta película, por mor de ser fiel a todo y que nada se escape, y dar a los lectores un retrato en el que no echen nada de menos, todo pasa demasiado deprisa. Por eso creo que no hay que entenderla como la película sobre Mario Conde, sino como un experimento, un juego para ver cómo sería hacer eso que tanto deseamos los que hemos dedicado horas a disfrutar con las páginas de Padura: que esa gente exista, que ese mundo tenga vida, que nosotros podamos, por un rato, creer que es posible traspasar la ficción.