Los amantes de la música perdida hemos tenido finalizando este último año un regalo inigualable. La apuesta del sello Deutsche Harmonia Mundi por presentarnos La scuola de’ gelosi (1778), en la primera grabación que podemos disfrutar de su historia, no hace más que confirmar muchas de las tendencias sobre este repertorio que se viven en los últimos tiempos. Por un lado, llevar a cabo un proyecto de rescate de esa magnitud no deja de ser en nuestros días un negocio de riesgo, y más si se trata de una obra de ese periodo concreto de la historia musical. Sin embargo, después del esfuerzo de directores como Christophe Rousset o de figuras más mundialmente conocidas como la mezzosoprano Cecilia Bartoli, parece que aún queda hueco para la esperanza. A pesar de los innumerables riesgos, sigue habiendo valientes que se tiran a la piscina y nos obsequian con tesoros como estos.

Antonio Salieri, como tantos otros de sus coetáneos, ha sufrido hasta hace pocos años un olvido amargo. No tanto por injusticia histórica, aunque sería discutible, sino principalmente por prejuicios. No han sido una, sino muchas, las veces que he oído comentarios despectivos de muchos estudiantes de interpretación, y no tan estudiantes, repletos de ignorancia o de repulsión hacia el repertorio desconocido. Salieri, Cimarosa, Martín y Soler o Paisiello; o incluso figuras algo posteriores como Mèhul o Cherubini, no tienen una “novena sinfonía” escondida para nosotros, aparentemente. Sin embargo, sobretodo en el periodo clásico, éste hecho último produce un especial y marcado desprecio hacia éstos coetáneos de la primera escuela vienesa. Es como si la existencia de las sinfonías de Brahms me impidieran escuchar con gusto un ballet de Tchaikovski. ¿Y para que molestarse con Sibelius? ¡Si ya tenemos a Mahler! O cuando se hacen, por ejemplo, claras referencias a Hummel o Spohr como “marcas blancas” de Beethoven. ¿Imaginan a alguien atreviéndose a hacerlo abiertamente con Dvorak o Saint Säens respeto a Brahms? Que escándalo.

Evidentemente las razones de este intenso rechazo, en especial sobre lo que rodea al período clásico, son muy variadas y probablemente no podamos llegar a una conclusión exacta sobre las mismas. Independientemente de las filias y fobias personales, el sano juicio previo y la curiosidad hacia lo desconocido son mejores aliados para un viaje por la historia de la música edificante y lleno de dulces sorpresas que el prejuicio, la desgana o el desinterés. Esa es otra de las razones por las que tanto batallamos en el mundo de la música contemporánea, desgraciadamente otro ámbito ampliamente dañado por una cuestión similar. De esas dulces sorpresas que uno puede encontrar, sin bucear demasiado hondo, en el entorno musical de finales del siglo XVIII europeo; L’arte del mondo bajo la batuta de Werner Ehrhardt nos trae una muestra.

Mantenida en el repertorio habitual hasta bien entrado el siglo XIX, La scuola di gelosi (la escuela de los celosos) fue estrenada en Venecia en 1778, siendo uno de los mayores éxitos en el género cómico de Salieri junto a La Grotta di Trofonio (1785). La temática de las pasiones y los celos, tan típica en las obras de ese período, preside una trama llena de humor, donde estos sentimientos se presentan de mil formas junto a situaciones de enredo y confusión. A pesar de la posterior revisión del libreto por Lorenzo da Ponte y la reorquestación de la partitura por el mismo Salieri en 1783, Ehrhardt nos presenta la versión original de la obra, con solo dos pares de oboes y trompas en la sección de vientos y un fagot opcional. Esta instrumentación, bastante escuálida para una obra de tanta extensión y complejidad, es debida probablemente a las circunstancias de su estreno veneciano. A este respecto, la indicación de highlights en en el pack de tres CD’s, que no deja de ser una lástima, nos da una idea de la extensión original de la obra; de la que de esta edición grabada fueron suprimidas solo algunas arias.

Después de la deliciosa obertura, también conocida como Sinfonia Veneziana, el primer número, Introduzione: “Zitto! Alcun sentir mi parve”, es suficiente para comprobar que no estamos ante un compositor menor. Los paralelismos con la introducción de Las Bodas de Figaro (1786) nos resultarán finalmente anecdóticos si logramos verdaderamente obviarlos y sumergirnos en el universo musical propio de este autor. En un estilo más ligero y enérgico, bastante alejado del dulce cromatismo y perfecto dibujo melódico mozartianos, Salieri introduce de manera sorprendente acción dramática dentro del primer número de la obra. La curiosa hazaña de incluir varios sucesos de la trama en los números orquestales, cuya maestría absoluta es atribuida con justicia al genio de Salzburgo, da aquí sus primeros y nada tímidos pasos.

Continuando a lo largo de todo primer acto, llama la atención la naturalidad con la que se suceden arias y recitativos, dotando al conjunto de una fluidez rara en la ópera buffa de esos años. Esto es debido en gran parte al uso de ariosos y al intento de difuminar los abruptos cortes entre los números. De este acto destacan sobretodo los conjuntos, como el Duettino: “Al gran Can di Tartaria” o el Terzetto: “Eh via, saggia Penelope”, en los que sorprende la capacidad del compositor de sacar colores de una orquesta tan reducida. También brilla con luz propia el aria para bajo “Fate buonna compagnia”, otro ejemplo de lo cruel y reduccionista que puede llegar a ser el canon del repertorio actual. El Finale primo: “Son le donne sopraffine” sorprende por su poderosa inventiva y su ritmo frenético incluso en los últimos acordes.

El segundo acto abre con el aria para mezzosoprano “Il cor nel seno balzar mi sento”, cuya melodía nos transporta directamente a alguna de esa veladas vienesas donde los grupos de Harmoniemusik interpretaban las melodías más pegadizas de las óperas de moda. Lo mismo podría decirse del aria que le sigue “Lumaca giudizio!”. Aparte del hermoso aria para bajo “Adagio… allor potrei” de una serena belleza; y del brillante y elaborado quinteto “Ah, la rabbia mi divora”; la gran joya de este último acto es reservada, como no podía ser de otra forma, para la soprano principal. Con el aria “Ah, sia già de’ miei sospiri” Salieri se corona sin lugar a dudas, si no lo había hecho ya, como un maestro absoluto de la poesía y el drama musical. Este aria, ya recogida por Cecilia Bartoli en su álbum dedicado al compositor, se erige casi finalizando la obra como su momento cumbre, sobre el que parece orbitar todo el último acto.

En cuanto a la dirección, Werner Ehrhardt hace un papel inmejorable sabiendo sacar infinitas posibilidades a los pocos componentes que conforman L’arte del mondo. Destaca la labor del fortepiano, cuyas referencias a otras obras en los recitativos y sus originales intervenciones durante los números orquestales le permiten brillar con luz propia. Del elenco hay que destacar la labor de la sección femenina, sobretodo de la soprano Francesca Mazzulli Lombardi. El punto débil del disco es quizás la sección masculina, concretamente los tenores. Es una lástima que Emiliano D’Aguanno y Patrick Vogel no hayan tenido más cuidado en su fraseo y sobretodo en su afinación. Solo hay que echarle una ojeada al making off del proyecto, cuyo enlace se encuentra al final del artículo, para comprobar cómo se pueden empobrecer y romper unas líneas melódicas tan llenas de posibilidades. Como decía el mismo D’Aguanno en el citado reportaje: “Mucha gente cree que esta música es muy fácil de cantar, pero no es cierto”. Bueno, en su caso, queda más que demostrado su esfuerzo infructuoso.

Puede que esta grabación, y la revitalización que supone, no pase efectivamente a la historia. Aunque, sin embargo, ya forma parte de una historia más pequeña. La recuperación de tanta música que aún sigue durmiendo en bibliotecas estatales o privadas, y sobretodo tesoros de esta magnitud, que hicieron las delicias de generaciones enteras, debe ser siempre motivo de alegría y contar con nuestro apoyo incondicional. Nos están ofreciendo, ciertamente, algo difícil de definir. Esa magia que hace a la música volver a ser, resucitar después de siglos y plantarse ante nosotros como inmutable ante el tiempo, no deberíamos obviarla nunca. Forma parte, sin lugar a dudas, del gran misterio que esconde este arte.