(Foto sacada de: http://www.allocine.fr/film/fichefilm-241070/photos/detail/?cmediafile=21332724)

Hace más de un año escribí un comentario sobre Amy (2015), el filme biográfico sobre Amy Whinehouse, en el que partía de la curiosa idea del deseo al fracaso. En aquel entonces traté de entender la vida de la cantante inglesa por medio de la literatura de Enrique Vila-Matas; un proyecto un tanto acrobático. La película muestra cómo Amy nunca quiso triunfar realmente, más bien fue obligada a su triunfo y con él a su perdición. ¿Quién la obligó? Un amor tortuoso, un romance enfermizo. La fama de Amy era entonces una obligación impuesta por los otros, una fatalidad que consumió toda su vida, un codiciado destino que se le dio justo cuando no lo deseaba: un golpe, un ‘golpe de fama’, un knock-out en la cabeza. Souvenir (2016) trata esta misma temática y, al igual que en el caso de Amy, trata de una obligación impuesta por el amor: siempre hay alguien que vive de la fama del otro, una maquinaria que instaura una obligación, un código moral a susurros. Y he allí mi fascinación (y la de Vila-Matas) por aquellos personajes que llegan hasta el escenario y quedan encandelillados por las luces, o bien, prefieren no acercarse mucho a ellas, retroceden y salen por la puerta de atrás, al aire fresco.

Liliane es una trabajadora más en una fábrica francesa de tortas. Todos los días Liliane cumple con terminar los idénticos empaques de una torta, poniendo las mismas dos hojas de laurel y un par de nueces con arándanos. Todos los días el mismo día. Liliane es una persona promedio inmersa en una soledad absoluta en medio de la cual le llega, de repente, el recuerdo (souvenir) a visitarla y a desempolvar lo que fue entonces una carrera exitosa pero, al mismo tiempo, mediocre. Liliane solía llamarse Laura, una cantante recordada por haber sido vencida por ABBA en Eurovisión; su fama era mediana pero era fama, una fama de cierta manera fracasada. Huyendo de su pasado tibio, Liliane se había retirado a la vida ordinaria de una trabajadora común y corriente, sin embargo la fama la persigue hasta allí y con ella un amor tardío que la llevará a intentarlo de nuevo.

El resultado del nuevo intento es vergonzoso aunque medianamente glorioso, y esto hace de la película una gran tragicomedia protagonizada por la no menos espectacular Isabelle Huppert. Liliane se tropieza con otro perdedor, uno que fracasa pero esta vez al menos al comienzo del éxito. Jean es un joven apuesto que dedica su vida al boxeo y se ve de pronto en la tarea de renunciar a su carrera por rescatar aquella perdida de Liliane, y Liliane tratará de rescatar la suya por amor a Jean. Dos esperanzas frustradas y en la frustración el amor perfecto; la película muestra ese patio trasero de la fama, justo allí donde hay más calor, el refugio de lo humano. Y es que parece ser justo allí, en medio del desierto de la cotidianidad absoluta, donde el amor puede germinar de veras.

La increíble Isabelle Huppert hace de esta película una verdadera joya y una memorable tragicomedia. De manera similar a L’avenir (2016) o a Elle (2016), la actriz francesa ha demostrado en este último año que su maestría a la hora de hacer comedias (sí, en el caso de Elle también se trata de una comedia) y sus expresiones parcas (heladas, diría yo) hacen que el humor de estos filmes explote sin esfuerzo con una naturalidad hasta espeluznante. Por otro lado, el no menos afortunado performance de Kévin Azaïs como Jean complementa perfectamente el agridulce gesto sobrio de Huppert. Los dos perdedores o mediocres presentan entonces el cuadro de dos figuras simpáticas y al mismo tiempo complejas. El fracaso no aparece tan oscuro por el contrario se muestra desde su mejor ángulo: la felicidad que este promete.