«Si supiera que el mundo se acaba mañana, hoy todavía plantaría un árbol» – Martin Luther King.

Que el cambio climático es el gran reto de la humanidad en el siglo XXI es una obviedad. Ahora bien, saber qué implica esta afirmación parecer provocar pavor entre mandatarios y gobernantes. Tanto organizaciones, como activistas y medios de comunicación hablan del cambio climático como de una “amenaza existencial”, pero de poco -o nada- sirven estas voces de alerta, que se acallan fácilmente, bien ignorándolas, bien enmascarándolas o simplemente dejando que estén ahí, en suspensión, junto a otras tantas desgracias que llenan informativos y planas de periódicos.

La atención sobre los vínculos entre calentamiento global y movimientos migratorios ha venido centrándose en los llamados “desplazamientos transfronterizos”, es decir, aquellos que implican un desplazamiento de un país a otro, a veces incluso entre continentes. Ahora, el Banco Mundial alerta que estos desplazamientos de personas como consecuencia de fenómenos meteorológicos extremos se están produciendo en el interior de los propios países. Y esta es una nefasta noticia para el grueso de la población mundial: la empobrecida, la que no tiene representación, la que cuenta tan sólo en estadísticas sobre el papel.

Las familias de las regiones del África subsahariana, Asia del Sur y América Latina, que en su conjunto suman más de la mitad de la población mundial en vías de desarrollo, protagonizarán estos desplazamientos dentro de sus países como única vía de escape ante los efectos del cambio climático para el 2050. Cada vez más pobres, más vulnerables y más desprotegidos. Me inclino a pensar que si ya no supondrán una “amenaza” para nuestras sociedades, optaremos por abandonarles a su suerte, que es tanto como decir que nos desresponsabilizaremos de nuestros actos y de las consecuencias que éstos tienen sobre las regiones del sur.

Ahora mientras escribo, llueve. Miro el cielo gris y encapotado de Barcelona y en mi mente resuenan las palabras de Kisilu: “When the rain fails every farmer feels like running away”. ¿Cómo se construye una vida a merced del agua, de la venida o no de la lluvia, más aún cuando tu propia supervivencia y la de los tuyos depende de ello?

Thank you for the rain narra la historia de Kisilu Musya, un granjero que vive junto a su familia en una remota aldea de Kenia, sumida en una sequia que dura ya varios meses y que obliga a muchos a abandonar sus hogares y emigrar a la ciudad. El encuentro, casi casual, con la directora y activista noruega Julia Dahr, que viajó al país con la idea de rodar un documental sobre el modo de vida de algunas comunidades africanas, es el punto de partida de este documental colaborativo grabado a cuatro manos.

“Nuestra problema aquí es el cambio climático” afirma Kisilu ante la mirada poco atenta de los miembros de su comunidad, quienes desconfían de la idea de replantar árboles para luchar contra los efectos de la deforestación y favorecer así un ciclo de lluvia más estable. Finalmente, y aun con ciertas reticencias, acaban confiando en su propuesta pero una tormenta imprevista azota la región, destrozando casas y campos. Es entonces cuando Kisilu decide aceptar la invitación de Dahr para viajar a Europa, primero a Oslo y después a París, como invitado a la COP21, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

El fragmento del discurso del entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se intercala con otras tantas imágenes: periodistas, primeros ministros, presidentes, cámaras, grupos ecologistas… Y entre todos ellos, el rostro de Kisilu, que parece no entender el circo que hay montado, o más bien todo lo contrario. Acaba la cumbre y no se consigue el gran pacto, esta vez pierde de nuevo la justicia social.

“Todo es una contradicción”, dice Kisilu mirando sus tierras, bajo un insolente sol. Es una buena frase para cerrar.