Celebro que una institución como la Orquesta y Coro Nacionales de España se anime a, poco a poco, abrir su programación allende el siglo XIX o, en general, allende el canon eurocéntrico, como parece que se pretendía en el concierto del pasado 1 de marzo, donde se interpretó el Concierto rumano y el Concierto de violín de Ligeti y la Sinfonía 41 de Mozart. Quizá porque aire fresco en la programación encajaría algo más con la renovada y estilosa imagen de esta temporada, que nos promete un proyecto orquestal idem. Aunque, a la hora de la verdad, la programación, salvo algunas excepciones, peca de caer en demasiados lugares comunes, como es el caso de la segunda parte de este concierto que nos ocupa. Aún dudo si hay relaciones ocultas de gran fecundidad entre esta sinfonía de Mozart y las dos piezas de Ligeti o si, como me temo, se utilizó la técnica de convencer al público más conservador con una parte del programa compuesta por un hit y la otra por “extravagancias” contemporáneas. Quizá este modelo -si mis sospechas se confirmasen- no sería necesario con un compromiso firme por la variedad y un proyecto de divulgación más ambicioso. Esto lo exijo, sobre todo, porque es una orquesta que bebe de dinero público, así que entiendo que tendría que estar, por tanto, al día con las exigencias estatales con respecto a la cultura que, entre otras cosas, pasa por entender que la educación y la formación están en la base de lo que se entiende por publicidad de la cultura. Pero ese es otro asunto. Como es la primera vez que escribo sobre la OCNE, me permito esta disquisición. Disculpen ustedes el extravío.

El programa original del concierto contaba con un estreno (Naufragios) de Jesús Rueda bajo la batuta del director principal, David Afkham, que tuvo que delegarla por motivos personales de última hora al joven director Joshua Weilerstein, que cambió a Rueda por el Concierto rumano, tan escasamente interpretado. En general, la propuesta del director norteamericano fue la de buscar un sonido efectista, que funcionó bastante bien en el Concierto, algo peor en el Concierto de violín y definitivamente fue un exceso en Mozart.

El Concert romanesc o Concierto rumano es una obra donde Ligeti, desde un lenguaje aún tonal, visita a Bartok, compositor del que definitivamente se quiere distanciar -sin conseguirlo nunca del todo- solo un par de años más tarde. Fue, a nivel interpretativo, una excelente presentación del director, que se sentía cómodo en el -aparentemente- despreocupado mundo que propone Ligeti, de lo popular no domeñado. En ese sentido, quizá faltó algo de radicalidad en el Molto vivace, donde Bartok se cruza con la reivindicación primitiva de Stravinsky. Pero no es nada fácil: la orquesta se convierte, de pronto, en un gran conjunto de cámara y Ligeti nos anticipa su interés por extraer hasta las últimas consecuencias la tímbrica de los instrumentos orquestales. No es sencillo, entonces, el paso del sonido compacto de los movimientos anteriores -pese a los solos del segundo movimiento- a la separación por capas del último. Aún así, fue una interpretación enérgica y ágil sin caer en banalidades.

Antes del inicio del Concierto, Weilerstein tuvo el detalle -muy agradecido por el público- de explicar brevemente las bondades del mismo en un perfecto español. Propuso que nos acercásemos auditivamente a él como si penetrásemos un cuadro de Pollock. Not bad. Yo lo que destaco es que, ese pequeño gesto, se plantea una cuestión compleja: la paulatina necesidad de romper la jerarquía de espacios y disposición entre el público y los músicos, en romper con el ritual casi religioso del concierto; así como la evidencia de que acercar las obras es algo que debe ser tarea de la institución, no del director. Toda la pieza estuvo marcada por una sensación de cierto desencaje entre la propuesta del solista y la de la orquesta, que estuvo a la zaga de la fuerza interpretativa de Christian Tetzlaff. Tetzlaff mantuvo una idea circular del concierto, es decir, aquellos lugares microscopios que abrió al comienzo del concierto, buscando un sonido diminuto pero clarísimo -¿quizá como mónadas, ese sonido que persiguió Anton Webern durante toda su vida?- que adquirieron todo el sentido en los últimos minutos del concierto, en la cadencia que resume buena parte de los temas que lo construyen. En lugar de explotar el sonido más extrovertido y, si me permiten la palabra, como acto de egotismo (que no erostimo, ojo), como se suele esperar de una cadencia, Tetzlaff creció a base de la acumulación de sonidos, poco a poco, saboreándolos y dándoles entidad propia. Esta circularidad constructiva quedó desangelada por una orquesta algo incómoda, especialmente en momentos clave como en el pasaje de las ocarinas o en el comienzo del último movimiento, donde las entradas tienen que ser seguras y enérgicas para que sea posible el choque de discursos que plantea Ligeti. Quizá los movimientos más conseguidos fueron los intermedios, especialmente en el viento y en la percusión, en especial la lenta construcción de la “Passacaglia” tan heterodoxa en la que consiste el cuarto movimiento. Tras un aplauso más frío de lo esperado (hubo bastante gente a mi alrededor que no aplaudía, supongo que porque aquello les parecía muy raro -algo que no es culpa del público, precisamente-), Tetzlaff ofreció la sonata para violín solo “Melodíai”, de Bartok, uno de esos regalitos del repertorio. La intimidad y delicadeza de la interpretación de Tetzlaff hizo que esa propina uno de los mejores momentos de toda la velada, a la altura de su brillante interpretación de Ligeti. Hubo un móvil de turno que, justo a punto de acabar, decidió interrumpir la atmósfera que es tan difícil de construir. Todo se rompió con aquella llamada inoportuna. Pero, afortunadamente, ya estaba casi todo dicho.

¿Cómo se escucha Mozart después de los mundos que abre Ligeti? Mis sospechas sobre el pastiche de programa se confirmaron con la interpretación de Weilerstein, que optó por un Mozart bastante cómodo. Tanto, que temía que algún fiel del concierto de Año nuevo se pusiera a aplaudir al ritmo del primer movimiento en cualquier momento. Todo lo que podría haber de grande -en términos sonoros, no personales-, de introspectivos o irónico quedó diluido en una amabilidad impostada. Todo el carácter sorpresivo (a là Haydn) del segundo y último movimiento brilló por su ausencia por un dinamismo plano y poca claridad en la dirección de las frases. Sin embargo, agradecí durante todo el concierto una frescura poco habitual en directores tan jóvenes. A Weilerstein le falte, quizá, los años que compositores como Mozart exigen para entender qué demonios buscaba con su música, siempre enigmática, pese a la aparente claridad y evidencia. Justamente, eso es lo que, desde mi punto de vista, hace que movimientos como el tercero no queden como una danza momificada, sino que se muestre el problema, cada vez más patente, del discurrir temporal que luego preocuparían seriamente a Schubert y Beethoven y que finalmente llegue a du disolución con Mahler; o que la fuga final nos haga ver como el sencillo tema inicial cambia de forma hasta lo absolutamente inesperado mediante un juego de deformaciones casi experimentales, como si de un caleidoscopio se tratase.

Notas a la notas: Me gustaría saber a qué se refiere Gonzalo Pérez Chamorro -redactor de las notas al programa- cuando dice que Ligeti es “proteína pura, su música está desprovista de toda grasa” o que “es un genio porque es único”. Deberíamos, creo, dejar de alimentar ese tipo de retratos decimonónicos de “genios” para empezar a plantearnos el reto de hablar sobre música sin divinizar a los compositores, sobre todo cuando eso hace que -como en el caso que nos ocupa-, de lo que se va a interpretar, apenas se redacten dos párrafos plagados de lugares comunes, como “el noctámbulo Adagio se asoma con personalidad, manejando con estilo propio dos trompas y efectos en eco”.