La gente habla… Y todos mienten…

León Tolstoi, Sonata a Kreutzer

 

Por más de que lo hemos escuchado, lo hemos visto con nuestros propios ojos una y otra vez, lo hemos sufrido en nuestras familias, hoy en día la gente no ha desistido del deseo implantado de casarse. Y la cultura, una y otra vez, desde hace siglos no ha dejado de sugerirnos que tal vez allí, en el matrimonio, se corre el riesgo de llegar, de ponerle legalmente caducidad al amor. Como frontera legal de los afectos genuinos, el matrimonio es una crítica vulgar y humorística del amor: en la cima de su objetivo (fusión entre dos almas) se consume lo que mantenía a flote la relación amorosa, la dualidad incondicional, esa máquina de dos cuerpos (¡no uno!) que deviene más y más, adhiriéndose como una maquina de deseo a múltiples formas. León Tolstoi en Sonata a Kreutzer (1890), Ingmar Bergman en Escenas de la vida conyugal (1973) o bien Leopold von Sacher-Masoch en sus Galizische Geschichten (1877-1881) han pensado ya sobre el error de una institución legal que parece llevarnos a finales trágicos: esa explosiva mezcla entre la ley y el amor. Este año se junta a esta tradición la película Marriage Story (2019) de Noah Baumbach que le hace un guiño explícito a su precursora de Bergman, dándole especial énfasis a primeros planos (imágenes afectivas) de sus dos personajes principales Charles (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johansson). En su focalización obsesiva a los cuerpos de sus maravillosos actores, Baumbach inspecciona la perversión del amor en la ley del matrimonio, su veneno legal en la falsa idea de unidad (en el hijo Henry (Azhy Robertson), ese “contrato de carne” como lo nombró Sacher-Masoch) y la subcutánea revolución del amor que se resiste, una y otra vez, a la castración de la ley, a ese devenir uno, su simplificación.

El título anticipa el tema, el matrimonio. Ahora bien, en su paradoja no se trata sobre un matrimonio, o bien sí, sobre su desenlace. Es por eso que el tono de la película solamente podía ser tragicómico, al mostrar la inercia de unos sujetos que intentan en vano zafarse de un destino que está predeterminado por la sociedad circundante y por la ley. El complejo afectivo que une a los dos cónyuges solamente puede entrar en roces, roces afectivamente explosivos con la ley que supone una unidad imposible de alcanzar. Las frustraciones de Nicole y de Charles de llevar una carrera paralela a un contrato que supone el sacrificio de perder sus particularidades, es precisamente el error de sus propósitos el cual llegan a comprender los personajes solamente al final: es justamente la idea de la unidad la que va en contra de la esencia amorosa que es plural, dual, dinámica. Si esa dualidad en el amor es necesaria para su subsistencia, como Alain Badiou trata de subrayar en su defensa del amor, entonces son sencillamente aquellas instancias que los hace fusionarse la caducidad de su relación: el dinero, las pertenencias, la idea de vivir en un mismo lugar, el hijo, tener la misma carrera, etc. Y por otro lado, la repartición de bienes, el pleito por la custodia parental y todas las instancias relevantes en un divorcio legal vienen a revelar el mismo veneno que llevó a la anulación de un primer momento amoroso: la libertad de los dos sujetos, sus respectivas afirmaciones, la dualidad verdadera, etc. Se trata entonces de la infinita disputa entre la ley simplificadora y la corporalidad afectiva infinita del amor: su abrupto choque es una tragedia, su insistente repetición una comedia perfecta.

Las apariencias es el juego al que están condenados los conyugues: es la apariencia de la moral, el estado y las costumbres sobre las que rige la ley. Estas apariencias desconocen por necesidad los afectos que no son predecibles, manejables, estructurables como lo pretende la generalidad de la ley. Y esta parece ser una de las ideas principales de la maravillosa película de Baumbach: todo lo verdadero se queda en silencio, la historia del matrimonio es una historia de superficialidades. Y si el amor deviene superficie – buenas formas vacías, buenos modales, parecer el padre o la madre perfecta, etc. –, con el riesgo de caer en una cursilería, este deviene nada. Si seguimos en la línea de que el amor es una constitución dual de dos sujetos que se adhieren pero no se sustraen, entonces sus dinámicas son más complejas que las simples apariencias. El ritual del matrimonio, el estatus y el anillo, las capitulaciones y el divorcio, todo eso es superficie de algo que ya ha quedado ausente. Y allí radica lo cómico, ese personaje resbalándose una y otra vez sobre una superficie frágil, una pista de hielo, balbuceando algo que ya no existe. Y allí radica lo trágico, en el duelo por un amor ausente, la ácida melancolía sobre la superficialidad y la ceguera de la ley.

Adam Driver y Scarlett Johansson hacen parte de un casting maravilloso, de una película que retrata una historia simple, sin mayores arabescos, de la tragedia cotidiana del matrimonio. Una película inteligente y compleja que se puede ver en Netflix o en la pantalla grande.