Sobre Paradigmas para una metaforología de Hans Blumenberg

Sobre Paradigmas para una metaforología de Hans Blumenberg

Título: Paradigmas para una metaforología,
Autor: Hans Blumenberg
Traducción: Jorge Pérez de Tudela Velasco
Editorial Trotta (2018)
Colección: Estructuras y procesos. Serie Filosofía
186 págs.

 

Por primera y última vez. Una vez desintegrada esta unidad, ya nunca más hubo una totalidad espontánea del ser. La fuente cuya agua desbordada había barrido con la vieja unidad se había agotado; pero los lechos de río, ya irremediablemente secos, habían marcado el rostro de la tierra para siempre.

Teoría de la novela, György Lukács

 

El texto que edita rigurosamente Trotta en esta versión del año 2018, con un minucioso estudio introductorio de Jorge Pérez de Tudela, se publicó originalmente en 1960 en la revista que Eric Rothacker había lanzado para ser un medio de difusión e investigación de la historia de los conceptos. Esta mención filológica no tiene valor por sí misma sino que resulta significativa en tanto que el proyecto de la metaforología únicamente adquiere sentido en su relación dialéctica con la historia de los conceptos. Hans Blumenberg participaba activamente en el grupo de «Historia de los conceptos» del que formaban parte Gadamer, Rothacker, Ritter y Koselleck, así como en el grupo de «Poética y Hermenéutica» que fundó junto a Hans Robert Jauss y Clemens Hesselhaus en la universidad de Giessens. Fue precisamente en una de las conferencias organizadas por el grupo de <<Historia de los conceptos>> donde Blumenberg ofreció por primera vez una versión embrionaria del texto que aquí leemos. Fue en 1958 y la conferencia llevaba por título Tesis para una metaforología.

La lectura de este texto embrionario en el seno del grupo de historia de los conceptos resultaba altamente controvertida pues consistía, en cierto sentido, en una enmienda a la totalidad de esta nueva corriente de pensamiento por cuanto toda historia de los conceptos, planteaba Blumenberg, habría de estar necesariamente precedida de una investigación metaforológica que desvelara aquellas metáforas absolutas que preceden y condicionan preteóricamente la formación de los conceptos. Estas metáforas absolutas no tendrían la pretensión de resolver axiomaticamente determinados problemas del pensamiento, pero sí constituirían una subestructura que condicionaría la ulterior formación de los conceptos, así como su sentido. En esta oposición dialéctica con la historia de los conceptos se aprecia ya que el interés de Blumenberg por las metáforas no es tanto ontológico como funcional. Las metáforas constituyen para Blumenberg la herramienta pragmática para dar sentido a una realidad que se presenta como teóricamente incomprensible; las metáforas tienen por tanto un valor posicional o situacional dado que permiten orientarse ante problemas que son irreductibles a la terminologización. Algunas de las metáforas que, desde esta comprensión ha analizado Blumenberg son la posición del ser humano en el cosmos (ampliamente en este volumen que estamos reseñando), el carácter legible del mundo (en su libro La legibilidad del mundo) o la desnudez de la verdad (a la que dedica un capítulo completo en Paradigmas para una metaforología).

Siendo la metáfora para Blumenberg una técnica antropológica puesta al servicio de la orientación pragmática en el mundo no resulta casual que Paradigmas para una metaforología se abra con una cita del parágrafo 59 de la Crítica del juicio y se cierre con una mención explícita a Nietzsche y, de forma más oblicua, a su Verdad y mentira en sentido extramoral. Parece plantear Blumenberg que el proyecto de la metaforología nace del desarrollo de la reflexión kantiana sobre el símbolo como un “procedimiento del transporte de la reflexión” (36). No merece la pena aquí realizar una descripción pormenorizada del mencionado parágrafo de la Crítica del juicio pero sí conservar el postulado kantiano general en virtud del cual los conceptos puros de la razón, para los cuales no existen ejemplos, exigen el transporte hacia una representación simbólica. Blumenberg recupera el caso que Kant plantea para ilustrar esta idea: un estado despótico constituye una abstracción total cuya representación simbólica sería el molinillo por cuanto entre ellos no existe parecido alguno, pero si en la regla de su causalidad. Las metáforas estarían al servicio de la representación simbólica o intuitiva de conceptos que son irreductibles a su terminologización, conceptos que no pueden ser subsumidos en un conjunto definido de rasgos teóricos. No obstante, el hecho de que Blumenberg emplee la noción de absoluto para caracterizar este tipo de metáforas no implica que estas estén arrebatadas de la historia, sino que son absolutas en tanto que no se pueden resolver en conceptualidad (pg. 37). De hecho, buena parte de Paradigmas para una metaforología consiste en el seguimiento de las transformaciones históricas que las metáforas absolutas de la desnudez de la verdad y la cosmología antropocéntrica han experimentado desde la Antigüedad clásica a la modernidad.

Decide cerrar Blumenberg su obra con la siguiente mención a Friedrich Nietzsche:

“Que el movimiento circular sea el movimiento «natural», tenía todavía en Aristóteles un trasfondo completo de justificación metafórico-racional; para Nietzsche significa el último principio, que ya no hay por qué justificar: «racionalidad o irracionalidad no son predicados del universo», el círculo es una necesidad irracional sin ninguna consideración formal, ética, estética». La metáfora absoluta, como hemos visto, irrumpe en un vacío, se proyecta sobre la tabula rasa de lo teóricamente incompletable; aquí ha ocupado el lugar de la voluntad absoluta, que ha perdido su vivacidad. A menudo, la metafísica se nos mostró como metafórica tomada al pie de la letra; la desaparición de la metafísica llama de nuevo a la metafórica a ocupar su lugar.” (pg. 186)

Si la Crítica del Juicio kantiana había supuesto el primer cuestionamiento de la metafísica, la obra de Nietzsche y, sobre todo, su texto de juventud Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, cierra el crepúsculo de la metafísica. En ese texto, la posibilidad de que una conceptualización precisa del mundo sea verdadera, en tanto que se adecúe a la realidad exterior y no solo se adecúe sino que desvele su arquitectura lógica, ha quedado clausurada. La confianza en que nuestro modo de conceptualizar y clasificar el mundo arraigue en la duplicación de su estructura real ha fenecido. Si no existe un arquetipo primigenio que constituiría el ser mismo de la realidad y por tanto no hay una correlación verdadera entre logos y mundo, todas las representaciones verbales del mundo han sido aproximaciones verosímiles. Los conceptos que referían el ser del mundo no eran sino metáforas que lo describían aproximativamente por el juego de sus semejanzas. La obra de Blumenberg, siguiendo el sendero abierto por este texto de Nietzsche toma como tarea la de desentrañar el caldo de cultivo de las cristalizaciones sistemáticas (pg. 37) que constituyeron el germen de la metafísica.

La obra que publica Trotta es por tanto una referencia ineludible para comprender el desarrollo de la historia de la filosofía occidental pero no resultará únicamente provechosa para entusiastas del pensamiento filosófico, sino que permitirá también a estudiosos de la literatura comprender el estrecho vínculo que existe entre la escritura y el pensamiento, rompiendo así una obstinada escisión administrativa entre disciplinas humanísticas que ha terminado por reducir los tropos retóricos a figuritas de lladró obliterando así su potencial epistemológico.

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Título: Tango Satánico
Autor: László Krasznahorkai
Traducción: Adan Kovacsics
Editorial Acantilado (2017)
Colección: Narrativa del Acantilado, 297
301 págs.

La novela se inicia con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje adormilado, Futaki, que todavía entre sueños escucha el lejano tañido de unas campanas o de una campana y sorprendido por ese sonido líquido e inesperado sale de su sueño y se acerca a la ventana como si desde esa posición pudiera ver aquel objeto cuya existencia reconoce imposible pero cuyo sonido percibe con claridad. Futaki sabe que en la explotación, el páramo postindustrial que pueblan los personajes de esta novela, nunca hubo campanas, únicamente hubo una antigua ermita ubicada a las afueras de la explotación en cuya torre se podía ver una pequeña campana. Pero Futaki está plenamente convencido de que la distancia que media entre la ermita y la explotación haría imposible que el sonido de esa diminuta campana se percibiera con la claridad y la nitidez con la que en ese preciso instante está percibiendo el tañido líquido e inesperado de unas campanas o de una campana. Y así es como se inicia la novela de Krasznahorkai, que posteriormente Béla Tarr adaptara al cine, pero curiosamente así también finaliza: con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje apoltronado y agorafóbico que ha dedicado toda su vida a la contemplación y el registro de la vida en la explotación desde la ventana de su habitáculo y que, al percatarse de la despoblación, escucha con claridad y nitidez el tañido de las campanas y decide abandonar su casa y seguir su melodía.

No es casual que el inicio y el final de la novela se articulen en torno al sonido anunciador de las campanas (“En esos sones lejanos y peculiares se le antojó haber escuchado <<la melodía de la esperanza que creía perdida>>, una voz de ánimo ya carente de objeto, las palabras completamente incomprensible de un mensaje decisivo” (pg. 295)) y que los personajes que perciben este sonido y a través de los cuales se constituye esa acción vivan el repicar de las campanas como un signo esperanzador y, en último término, redentor, pues todo Tango satánico es una luenga reflexión sobre la esperanza, la espera y la redención. La obra se inicia con un índice escatológico, las campanas, cuyo sonido es percibido por Futaki como el signo de un futuro prometedor. Sin embargo, la tensión narrativa de la novela se traba en torno a la promesa recurrente de un futuro devuelto y su constante e inexorable negación por un desarrollo narrativo que frustra cualquier avance con sentido hacia el mismo. Es decir, por una parte, cuando la narración se focaliza en los personajes y estos se erigen en centro de coordenadas desde el cual el lector percibe la realidad diegética, no podemos dejar de encontrar índices y señales de un futuro venidero que ha de llegar, mas, por otra parte, cuando la narración asume el punto de vista del narrador en tercera persona el transcurso de los acontecimientos no puede sino confirmar la futilidad, inutilidad e incluso incomprensibilidad de muchas de las acciones de los protagonistas enzarzados la mayor tiempo en disputas absurdas, diálogos delirantes o contemplaciones sin motivo. Resulta en todo punto imposible interpretar las acciones de los protagonistas como inscritas en un desarrollo coherente conducente a un fin concreto y es precisamente el carácter absurdo, refractario al sentido de las acciones de los protagonistas que la esperanza de un sentido y un final se torna más irónica. Esta tensión entre la teleología y el absurdo teje el desarrollo narrativo de la novela y constituye el argumento subterráneo de la misma: ¿qué función cumple la narración en el proceso de dotación de sentido a la realidad? ¿puede la narración dar sentido al mundo sin clausurar su facticidad?

En toda tentativa, en todo flirteo con la teleología no podría faltar el personaje mesiánico que en este caso está representado por una pareja: Irimias y Petrina. En esta pareja emergen ecos de otras parejas ilustres de la literatura universal: Don Quijote y Sancho Panza, Bouvard y Pécuchet y probablemente de ella hayan surgido otras parejas más cercanas a nuestro tiempo como Lars y W., los protagonistas de la trilogía de Lars Iyer. En el caso de Krasznahorkai, Irimias y Petrina constituyen una pareja tan mesiánica como burlesca, cómica e incluso absurda pues, a pesar de que todos los habitantes de la explotación depositen en ellos sus esperanzas y hagan de su vuelta a la explotación uno de los principales índices de que “todo va a salir bien” – merecería la pena dedicar un estudio más detenido a analizar las irónicas concomitancias entre la relación de los habitantes de la explotación con Irimias y la relación de los ciudadanos del siglo XX con líderes tan carismáticos como enajenados y absurdos – ellos no parecen ser sino una arquetípica pareja de payasos en la que Irimias representa el papel del clown, inteligente, verboso y dominador mientras que Petrina representa el papel del augusto, aquel que con su torpeza física y su desatino verbal da pie a la pirotecnia del primero. Y no deja de ser irónico que el redentor sea una pareja de payasos forajidos completamente absurdos y beckettianos y que los personajes no se percaten de su error, un error imperdonable: “confundí las campanadas sonoras del Cielo con las campanas del alma ¡Un sucio vagabundo! ¡Un enfermo mental que se ha escapado del psiquiátrico!¡Soy un estúpido! (pg. 299)” Múltiples son las formas en que la esperanza de una transcendencia se materializa en la tierra y múltiples son los modos en que la espera se erige como prerrogativa de todo poder.

Me llaman naturaleza y soy todo arte. Sobre El jardín de los delirios. Las ilusiones del  naturalismo, de Ramón del Castillo

Me llaman naturaleza y soy todo arte. Sobre El jardín de los delirios. Las ilusiones del  naturalismo, de Ramón del Castillo

Título: El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo
Autor: Ramón del Castillo
Editorial Turner (2019)
Colección: Noema
680 págs.

Uno de los titulares que ayer componía el noticiario de Antena 3 rezaba: “Conectar con la naturaleza”. El titular abría una noticia sobre un fenómeno que se ha venido a denominar agroturismo. Los congregados en retiro junto a vacas, ovejas y cerdos tenían la oportunidad de pasar unos días experimentando la vida del granjero y reestableciendo una supuestamente pérdida conexión con el mundo natural (animal y vegetal). Si bien es cierto que el tópico del desprecio de corte y alabanza de aldea recorre buena parte de la tradición poética occidental y adquiere un nuevo significado durante el Romanticismo, parece que esta nueva filia por los entornos naturales y aldeanos presenta unas características insólitas.

De este nuevo modo de relacionarnos con la naturaleza trata el último libro de Ramón del Castillo El jardín de los delirios. Las ilusiones del  naturalismo publicado recientemente por la editorial Turner. Podríamos decir que en época premoderna, la relación que los humanos manteníamos con la naturaleza consistía en el sometimiento a sus inescrutables arbitrios, rogándole dádivas y suplicándole lluvias. La naturaleza amaba ocultarse y sus modos de proceder eran incomprensibles para el ojo humano. Lucrecio en De la naturaleza decía: “La naturaleza celosa nos ha ocultado el espectáculo de los átomos”.  La existencia humana estaba por tanto subrogada a una fuerza que la transcendía y de cuya pervivencia dependía.

De este paradigma mágico, definido por la heteronomía existencial, se pasa en época moderna al paradigma racional de la dominación. De acuerdo con este paradigma, los secretos ocultos de la naturaleza habían de ser extraídos con el hierro y el fuego de las técnicas. La naturaleza dejaba de ser una fuerza incontrolable y extraña para convertirse en una máquina cuyos mecanismos se podían desentrañar mediante la observación racional y la pericia técnica. El ser humano no estaba así sometido a sus arbitrios sino legitimado para su dominación. No dejaba sin embargo de ser un objeto que había de ser trabajado, explotado, domesticado y estudiado.

Las copiosas y múltiples reflexiones que componen El jardín de los delirios parecen ubicarse en un paradigma distinto a los dos anteriores pero en el que, sin embargo, emergen rasgos de ambos. Lo define Ramón del Castillo en la página 144 de su extenso libro:

“La producción de la naturaleza pasa a otro orden sistémico, cuando la globalización neoliberal borra la diferencia entre naturaleza primera (o recibida, la que precede a la historia humana) y segunda naturaleza (la modificada por la mano del obra). En un momento dado esa diferencia dejó de ser categórica (si es que alguna vez lo fue) y se transformó definitivamente en “una diferencia de grado”. O sea, ya no se trata de la ambición por “dominar la naturaleza” [la ambición que caracterizaba la relación humana con la naturaleza en época moderna], sino más bien de la ambición de “producir naturaleza”, una ambición que estaba inscrita en la naturaleza misma del capitalismo y a la que el capitalismo verde o natural por fin ha dado satisfacción.”

Este es el paradigma en el que es más fácilmente comprensible el agroturismo. Si en época moderna el fin de la dominación de la naturaleza era la extracción de un mayor número de materias primeras, en este nuevo orden sistémico la naturaleza deja de ser el tesoro de la riqueza para convertirse en una experiencia psicológica y espiritual que promete un retorno a una unidad perdida, estando siempre esta vuelta al paraíso perdido mediada por la mercancía.

No obstante, podría parecer que estos paradigmas se suceden uno tras otro cronológica y ordenadamente. Nada más allá de eso, y es precisamente en la crítica del retorno de una naturaleza mágica que el libro de Ramón del Castillo se torna más ácido. En el paradigma de la producción de la naturaleza, Ramón del Castillo rastrea determinados posicionamientos ideológicos que plantean un retorno a la madre naturaleza como aquel dominio armonioso que ha venido a ser perturbado y enturbiado por la acción humana. Desde esta ecología afectiva, la naturaleza tiene un valor eminentemente terapéutico y el retorno a la misma no consistiría tanto en  la transformación política de los modos de producción y relación con la naturaleza sino más bien en las decisiones individuales que nos permitirían reconectar  espiritualmente con ella. Esta vuelta a una relación mágica con lo natural, que lleva aparejada una concepción mítica de la misma “como un todo armonioso cuyo equilibrio se puede reestablecer gracias a una gerencia ambiental mejorada”, es la ilusión más penetrante que Ramón del Castillo trata de desactivar insistiendo en el cariz social de todo problema natural y desarticulando la oposición metafísica entre naturaleza y cultura. Es precisamente que la Naturaleza no existe que tenemos una responsabilidad con ella que no puede agotarse en las resoluciones técnicas ni en las revelaciones mágicas.

De los múltiples casos que Ramón del Castillo analiza para diagnosticar este nuevo modo de relación con la naturaleza – cuyo carácter redentor y totalizante parece hacerlo merecedor de la categoría de primer gran relato después de la era los grandes relatos –  quería destacar aquí dos casos especialmente significativos. El primero de ellos atiende a los efectos aparentemente benéficos que la exposición a entornos naturales tiene sobre la psique humana. En la medida en que el grueso de la población mundial se congrega actualmente en las ciudades y muchos jóvenes no han tenido un contacto con la naturaleza más que a través de su reformulación en imágenes tecnológicamente mediadas, se produce un fenómeno denominado “amnesia ambiental”. De tal modo, el carácter terapéutico de los entornos naturales no exige como condición indispensable que esa naturaleza sea real sino que basta con tener contacto únicamente con imágenes de la misma. Estos simulacros tecnológicos de la naturaleza, mediante videojuegos como el Telegarden, que permiten cultivar un jardín manejando a distancia aperos tecnológicos, conservarían el efecto benéfico sobre nuestra psique erradicando el riesgo que una exposición a un entorno natural peligroso conlleva. Es decir, una experiencia tecnológicamente dopada de lo sublime. El verdadero riesgo de esta reducción tecnológica de la naturaleza es que contribuye a reforzar la imagen de esta como un todo armónico con el que habríamos de reconectar para recuperar una identidad perdida.

A esta construcción mítica de la naturaleza también contribuyen los esfuerzos de los conservadores culturales y de patrimonio. La máxima que rige la relación de los conservacionistas con la naturaleza es la de restaurar su pasado y recuperar así su origen autóctono y salvaje. En una frase demoledora, censura Ramón del Castillo estos intentos pues “pretender restaurar el pasado de la naturaleza debe ser muy difícil porque lo que en realidad restauramos son ideas de ese pasado.” Tanto los simulacros tecnologicistas, asociados un futuro apocalíptico, como los retornos nostálgicos a una naturaleza primigenia  operan a nivel ideológico como neutralizadores del componente político y social que rige nuestra relación con lo natural. Como recoge agudamente una cita (de entre las muchas lucidísimas que orlan el libro) del Grupo Francés pronunciada en la conferencia del diseño de 1970: “la nueva ideología ambiental y naturalista es la forma más sofisticada y pseudocientífica de la mitología naturalista que siempre ha consistido en transferir la desagradable realidad de las relaciones sociales a un modelo idealizado de naturaleza maravillosa, a una relación idealizada entre hombre y naturaleza”.