Khôra: la urgencia de lo sonoro en Granada

Khôra: la urgencia de lo sonoro en Granada

Desde que hace ya más de una década la que hoy es la Agencia Andaluza de Instituciones Culturales cancelara las Jornadas de Música Contemporánea que cada año traía al Teatro Alhambra de Granada algunas de las propuestas sonoras más audaces de la composición académica, resulta francamente difícil encontrar ocasiones en las que saciar un oído tan sediento por lo experimental como el de un servidor. Más allá del pequeño gran ciclo anual del Centro José Guerrero y las apuestas puntuales aunque extraordinarias que realiza el Área de Música de La Madraza. Centro de Cultura Contemporánea de la Universidad de Granada, lo contemporáneo -entendido como todo aquello que arriesga, reta, inquieta e incomoda a una audiencia fundamentalmente conservadora- se ha convertido en un mirlo blanco entre los bosques de la Alhambra.

Es por ello que la puesta en escena del ciclo Khôra. Ciclo para cuarteto de saxofones y acordeón microtonal (2013-2019) de José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1968) –en el marco de su residencia en el 73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada– supusiera el pasado martes 9 de julio una experiencia francamente conmovedora, por varias razones.

En primer lugar, porque como muy bien recuerda Joan Gómez Alemany al inicio de su reseña de la reciente grabación del ciclo realizada por Kairos, Sánchez-Verdú permite saborear en Khôra su capacidad para nutrir y amasar el tiempo a través de las nueve piezas que conforman este ciclo compuesto a lo largo de 7 años; tiempo que sin duda no pasa de manera inadvertida para un lenguaje tan consolidado y ya plenamente reconocible como el suyo.

En segundo lugar, porque este ciclo es consecuencia de la complicidad, el compromiso y la militancia que Andrés Gomis, Ángel Soria, Alberto Chaves y Josetxo Silguero -Sigma Project– e Iñaki Alberdi muestran no solo con el encargo e interpretación de piezas de creación, sino también y sobre todo con sus procesos de acompañamiento: Khôra –estrenado en el XI Ciclo de Música Actual de Badajoz en 2020- está pensado y sentido con ellos, compuesto para sus enormes capacidades musicales y teniendo en cuenta su facilidad para encuerpar y situar un planteamiento sonoro tan sutil y complejo como el que siempre exige Sánchez-Verdú. Un ejemplo paradigmático es su interpretación parcial en la clausura de la exposición Brzmienia-Sounds-Sonoridades de Eduardo Chillida, celebrada al amor de Inés Ruiz Artola, comisaria y activista cultural malagueña afincada en Varsovia, en el marco de la capitalidad cultural de Wroclaw en 2016.

En tercer lugar, y en forma de muda reivindicación en un entorno institucional sordo a lo musical contemporáneo –salvo las excepciones ya comentadas-, Khôra nos hizo recuperar ese placer por lo inesperado, esa sensación de extrañeza y fascinación a un mismo tiempo que a casi nadie atrae hoy, cuando la mayor parte de la audiencia y los programadores institucionales prefieren lo conocido, lo confortable, la apuesta segura.

Khôra, entendido como lugar, espaciamiento o emplazamiento hace alusión en Derrida –así lo afirma el propio Sánchez-Verdú- a esa “cosa” que no es nada de aquello a lo cual sin embargo parece dar lugar sin dar jamás nada. El planteamiento sonoro crea un espacio escénico ilusorio, una escultura sonora polimórfica y móvil, un lugar repleto de reflejos, slaps, gestos vocales y guturales, distorsiones, un “algo que se convierte permanentemente en otra cosa” –Ramón Andrés dixit-, un juego de sombras, diálogos, alientos, líneas y cuerpos musicales que se desplazan, una suerte de pieza de conversación sonora –con Juan Muñoz en la mente-. Son múltiples los detalles que podría comentarles en torno al lenguaje sonoro desplegado en composiciones como Khora. Sin embargo, solo me qeuda sugerirles algo: la próxima vez que vean escritas las palabras Sigma Project, Iñaki Alberdi o José María Sánchez-Verdú en algún cartel o programa de concierto, acudan.

En serio.

Acudan.

#Fotografías de prensa proporcionadas por el Festival.

Es la monstrua que os baila. Festival de Granada

Es la monstrua que os baila. Festival de Granada

En diciembre de 2019, Paul B. Preciado abrió una grieta en la Escuela Freudiana parisina cuando se presentó ante ella para enfrentarse a lo que él denomina la “nueva alianza necropolítica del patriarcado-colonial y las nuevas tecnologías farmacopornográficas”. Preciado se mostró de manera radical ante una comunidad psicoanalítica que lo tachaba de disfórico, que lo observaba como a un monstruo que era necesario calmar y adormecer puesto que no coincidía con lo que dicha comunidad entendía que debía ser lo normativo.

R         O         C         Í           O                                 M        O         L         I          N         A

es una monstrua.

Es una pregunta incómoda y un temblor de hombros.

Es una prodigio, algo que excede; es cosa extraordinaria.

Es la “sensualidad que nace de un cuerpo libre” -Carlos Marquerie dixit-.

Es la danza que nace de los ovarios, de la sangre y de la condición-de-ser-mujer.

Es ante-cuerpo, ante-brazos y ante-aliento. Es interpelación con una caricia puntiaguda a Los Hombres Buenos cuyos ojos saltan de sus cráneos -con Linda Stupart en la mente-.

Es un cuerpo estremecido, exultante pero también quieto, mínimo, microcelular.

Es materia lunática y torso agitado.

Es Anne Teresa De Keersmaeker, Marlene Monteiro Freitas, Claudia Castellucci y Soledad Córdoba bailando juntas un garrotín experimental.

Es ella sola.

El pasado jueves 27 de junio, en el marco del 73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada, tuvimos la magnífica oportunidad de ver y sentir bailar a Rocío Molina en Caída del cielo, un espectáculo inmenso en el que cohabitan la improvisación del impulso colectivo con una profunda, lenta y personal reflexión acerca de la múltiple diversidad que implica ser mujer hoy.

Acompañada por Óscar Lago (guit.), Kiko Peña (voz, b. eléct., compás), José Ángel Carmona (voz, compás, perc.), Pablo Martín Jones (perc. eléctr.) y una “incomprensible luz de luna oscura”, Rocío Molina desplegó un permanente diálogo consigo misma, con sus músicos y con el público, desde un eterno y -todavía hoy- perturbador silencio inicial hasta la fiesta de flores de mil colores que la llevó al mismísimo patio de butacas.

Efectivamente, Rocío bailó su nacimiento a ser mujer -vestida de blanco, pura e inmaculada-, su hallazgo de lo placentero, lo sensual y de su censurada apetencia sexual -transfigurada en implacable torera con paquete artificial- y, hacia el final de toda una experiencia catártica de casi dos horas, danzó sobre el suelo, arrastrando la propia sangre de sus ovarios, para después saltar y correr eufórica con el flamenco rock electrónico de su cuadro musical. 

Lo flamenco transitó entre el código convencional y la práctica de lo sonoro experimental, lo que constituye una raíz tan robusta como ignorada; tanto como lo es la condición de género en una práctica artística esencialmente impura, naturalmente fluida y jondamente queer.   

© Festival de Granada | Fermín Rodríguez

© Festival de Granada | Fermín Rodríguez

#Fotografías de prensa por Fermín Rodríguez.

Poéticas de la no-relación. Festival de Granada

Poéticas de la no-relación. Festival de Granada

En su extensa e imprescindible creación poética y ensayística, el pensador caribeño y decolonial Édouard Glissant estableció una sólida teoría acerca de la relación, entendida como ese abismo al que uno salta cuando se ofrece de manera sincera y confiada al conocimiento y la experiencia compartidas, es decir, justo en ese momento en el que aceptamos que “toda identidad se despliega en una relación con el Otro”. Precisamente ahí, en el instante de relación abierta al Otro radica cualquier posibilidad de comunicación y por tanto de creación y escucha.

El pasado día 18 de junio se celebró en el sobrio y magnífico Patio de los Inocentes del Hospital Real de Granada un extraordinario concierto bajo el título “Manuel de Falla, entre la influencia y la creación”, como parte de la extensa e intensa programación del 73 Festival Internacional de Música y Danza. Dicho concierto estaba protagonizado por Miguel Colom (vl.), Fernando Arias (vc.), Álvaro Octavio (fl.), Ángel Luis Sánchez (ob.) y Vicente Alberola (cl.), bajo la dirección de Benjamin Alard, sentado también al clave. Junto a ellos se anunciaba en el programa la participación del bailaor Israel Galván, Premio Nacional de Danza hace ya casi veinte años.

Teniendo en cuenta las querencias de un servidor -que tienen en lo flamenco y lo contemporáneo dos de sus atracciones más irrefrenables- pueden imaginar la expectativa con la que nos sentamos a escuchar la posibilidad de una relación todavía inaudita; esa que podía establecer un cuerpo experimentador y profundamente improvisador como el de Galván con la sutileza contrapuntística de Johann Sebastian Bach, Juan Vásquez y Tomás Luis de Victoria, con la audacia compositiva de Manuel de Falla y muy especialmente con la ingeniosa y siempre sugestiva finura tímbrica del diálogo sonoro que propone José María Sánchez-Verdú, compositor residente del Festival, reconocido tan pronto como en 2003 con el Premio Nacional de Música y flamante nuevo miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Sin embargo, dicha relación no se dió. O sí, pero de manera exigua y aforística, teniendo en cuenta el peso específico -en duración y significación estética- de las dos obras que protagonizaban la noche: el estreno absoluto Las ínsulas extrañas de Sánchez-Verdú -con el que se reforzaba una personalidad compositiva ya plenamente reconocible- y el Concierto para clavicémbalo, flauta, oboe, clarinete, violín y violonchelo (1923-1926) de Manuel de Falla.

Galván, que conoce y ha bailado músicas de Colon Nancarrow, Igor Stravinsky y el propio Falla, por citar solo algunos ejemplos y gracias entre otras cosas a su trabajo con Pedro G. Romero, se relacionó sólo con las composiciones más alejadas de sí, aquellas pensadas hace más de dos siglos, que también fueron las más breves. Su cuerpo buscó un delicado susurro de brazos con el Affettuoso del Concierto de Brandenburgo nº 5de Bach y un tenso y sonoro temblor de pies con la contención musical de la Sonata K. 87 de Scarlatti. Las piezas de Vásquez y Tomás Luis de Victoria fueron anécdotas musicales en un contexto compositivo como el que planteaba el programa de la noche. A modo de propina deliberada, y quizás para satisfacer a un público que no reparó en la ausencia de relación que describimos aquí y que quizás considerara al bailaor incluso una molestia para apreciar audacias estrictamente compositivas, Galván bailó, sentado delante del clave, las Sevillanas del siglo XVIII recuperadas por Federico García Lorca.

No hubo relación con el lenguaje tímbrico y místico en Las ínsulas extrañas de Sánchez-Verdú y tampoco se dio con la exultante pulsión rítmica y armónica del Concierto de Falla. La valentía artística de una propuesta como la que anunciaba el programa se quedó solo en tentativa.

¡Ay lo que nos perdimos! ¡Qué magnífica relación hubiera podido acontecer! ¡Qué identidad generosamente diluida en lo Otro!

Ocurrió que durante estas dos piezas Galván se quedó sentado en un rincón del escenario, detrás del clave -como pueden ver en la imagen-.

Y yo no dejo de preguntarme ¿por qué?

© Festival de Granada | Fermín Rodríguez

#Fotografías de prensa por Fermín Rodríguez.

El canto de un mirlo blanco o estreno de una ópera contemporánea en Sevilla

El canto de un mirlo blanco o estreno de una ópera contemporánea en Sevilla

El Patronato de Protección a la Mujer fue un instrumento institucional fundado en 1941 para “la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la Religión Católica”. Durante más de cuarenta años, puesto que en 1985 sólo cambió de denominación para seguir actuando como tal, dicha institución desplegó su acción como una verdadera máquina de alienación, represión, castigo y explotación, un “reformatorio de la moral” de casi cualquier joven adolescente que o bien mostrara una mínima disensión con la vida que le había sido adjudicada o bien hubiera sufrido la mala suerte de ser deseada y abusada por quien debía cuidarla y protegerla.

Y te preguntarás ¿por qué empiezo hablando de esto en una reseña sobre ópera contemporánea?

Voy:

La Bella Susona, ópera en un acto de Alberto Carretero (Sevilla, 1985) con libreto de Rafael Puerto (Sevilla, 1980), toma como motor narrativo la leyenda sevillana de Susana Ben Susón, mujer judía que a finales del siglo XV vino a enamorarse en Sevilla para después traicionar -solo ella, claro- y provocar el ajusticiamiento de su padre y el de todo un grupo de conversos disidentes. Una vida de resentimiento y culpa, embarazo -deseado?-, “retiro” conventual -como en los que encerraban a las chicas del Patronato franquista, regido por órdenes como las Oblatas del Santísimo Redentor, Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad o Trinitarias- y autoescarnio público con la exhibición de su propia calavera tras su muerte. En definitiva, ni más -ni menos- que la enésima historia de cosificación de una mujer que necesita de un proceso de redención para “dignificar” su propia vida y que resulta tan vigente como lo son las vidas perseguidas de tantas mujeres todavía hoy.

Pero más allá de ello, Carretero toma el libreto de Puerto -excesivo en poética y poco eficaz en acción narrativa- para elevar una arquitectura sonora repleta de matices y recovecos en los que ubicarse y disfrutar. En su lenguaje compositivo percibimos gestos creativos entre otros del Quijote de Cristóbal Halffter -en el lirismo expresionista de algunos pasajes vocales-, El viaje a Simorgh o Aura de José María Sánchez-Verdú -en el tratamiento tímbrico y la relación con lo electrónico- y El Público de Mauricio Sotelo -en la reivindicación melódica de expresiones musicales no académicas y ciertos giros instrumentales-, pero también encontramos decisiones compositivas que consolidan a Carretero como una voz cada vez más personal. Estando a cargo él mismo de la electrónica, pudimos deleitarnos con una espacialización inaudita en el Maestranza -aunque muy transitada un poco más al norte de nuestro país- y con un lenguaje sonoro contemporáneo, es decir, sujeto y conocedor de las formas satisfactorias en que se han formulado propuestas orquestales precedentes.

En lo que respecta al abanico vocal, no podemos delimitar hasta qué punto la habilidad para lo experimental que ostenta Carretero se ha visto condicionada por la casi nula experiencia con técnicas y prácticas contemporáneas por parte de los intérpretes, con la excepción de la soprano protagonista Daisy Press, que sí desplegó una paleta de recursos más coherente con el lenguaje orquestal que pudimos oír sabiamente conducido por el militante de lo actual Nacho de Paz.  

Lo sonoro se vio enriquecido por la magnífica dirección de escena de Carlos Wagner y los vídeos de Francesc Isern, que ayudaron a reforzar la inevitabilidad de la muerte como única salida para Susona.

Todo ello completó el maravilloso y excepcional estreno de una ópera contemporánea en Sevilla o lo que es lo mismo, todo un mirlo blanco para aquellxs que ansiamos la escucha de nuevos sonidos al sur de la capital de la corte. 

Imágenes de La Maestranza https://www.teatrodelamaestranza.es/es/detalle/248/la-bella-susona/

Lo flamenco amanece en París (II): Andrés Marín y Pedro Barragán

Lo flamenco amanece en París (II): Andrés Marín y Pedro Barragán

… como decíamos, al amanecer también se da el despertar. Pero no me refiero únicamente a ese lento y a veces costoso y farragoso abrir de ojos, a ese abandono del sueño, necesario para entregarnos de manera más o menos deseablemente apasionada a un nuevo día. Hablo también de la agencia propia del despertar, es decir, de su capacidad para traer a la memoria algo ya olvidado y provocar ese fogonazo repentino que nos estremece y que convoca quizás un episodio arrinconado en aquel cajón cerrado de nuestro recuerdo. Lo fantasmagórico, lo sombrío y lo oscuro pueden darse entonces junto con una insólita familiaridad.

Andrés Marín y Pedro Barragán nos dan la oportunidad de amanecer con ellos y despertar a la figura de Vicente Escudero, presente de múltiples maneras en Recto y solo, estreno absoluto con el que concluyó la Bienal de Flamenco del Chaillot. Teatro Nacional de la Danza de París, el pasado domingo 11 de enero.

Pues sí, Vicente Escudero recogió como bailaor y pensaor el impulso de Antonia Mercé la Argentina e hizo crecer en París entre 1922 y 1939 una raíz irremplazable e imprescindible para entender la flor más radical y experimental de lo flamenco -tan significativa como mayoritariamente ignorada-; y sí, Vicente Escudero protagoniza Recto y solo desde su propia voz que nos da la bienvenida por tanguillos hasta su cuerpo y su vocabulario gestual y sonoro que Andrés descifra, traduce y re-crea en su propio y muy personal devenir coreográfico. El fantasma -¿o quizás el duende?- de Escudero se nos entrega también a través de su palabra y sus dibujos -proyectados al fondo en dos momentos distintos- y de objetos aparentemente inanimados como la silla blanca inmaculada que centra el foco del escenario al inicio, el sombrero que culmina el anguloso cuerpo de Marín o la máquina-roomba con la que bailará más tarde por cantiñas; pero también se encuentra en la poderosa luz que sirve a Benito Jiménez para convocar espacios ausentes y sugerir lugares, huecos y volúmenes donde efectivamente no los hay. Porque la luz es aquí un territorio enigmático y cautivador en el que Marín se sitúa -muchas veces en penumbra- para desplegar un ejercicio de fuerza, ingenio creativo, riesgo e improvisación, siguiendo a rajatabla la máxima de Escudero: “aquel que baila sabiendo de antemano lo que va a hacer está más muerto que vivo”. Y esto también lo contemplamos en la guitarra de Pedro Barragán: su libertad es incondicional, lo modal armónico queda trascendido hacia la composición de un paisaje sonoro -en el que también tendrán lugar las “pelotitas americanas” de Raúl Cantizano– que envuelve e ilumina a Andrés y a su cante por malagueña y abandolao, por tientos o por seguiriyas. El bailaor cada vez canta más -desde que comenzara a hacerlo ante el público en Yo le canto a mi baile– y en cada ocasión impacta de manera siempre sorpresiva.

Y ambos arrancan el ole. Pero este ole no viene únicamente del tenso contraste entre contención y expansión, entre fragilidad y brío que se puede contemplar en una acción flamenca convencional; el ole de Andrés y Pedro proviene además de lo incómodo, de la incertidumbre en la que nos ubican y de la liberación física que supone seguir Recto y solo por cada uno de sus múltiples y a veces insondables recovecos. Desde una posición radical contra la repetición fordista de un vocabulario gestual preconcebido y familiar, canónico y clásico, Andrés busca el conflicto a través del agotamiento y la extenuación para crear un espacio vacío que nosotros debemos consumar.

La experiencia deviene así significativa: Andrés materializa en cuerpo y volumen, luz apolínea y penumbra dionisíaca el enunciado sonoro de Pedro y así observamos una escultura angulosa, barroca y valdelomariana en constante movimiento. 

Andrés y Pedro conversan en definitiva con un fantasma; yo lo hice a mi manera en 2016 cuando un alma del diálogo musical en París como era Frédéric Deval falleció pocos días después de responder a mi penúltimo mensaje. Con “Una entrevista telefónica la semana que viene, quizás?” dejó por abrir una posible conversación imaginaria y que sin embargo mantengo con sus libros, quizás ubicados entre las luces y sombras que observo en mi estantería cada vez que vuelvo a París.