Berlinale 2022: “Un été comme ça“, de Denis Côté (Sección Oficial)

Berlinale 2022: “Un été comme ça“, de Denis Côté (Sección Oficial)

Soy un hombre y estoy haciendo una película sobre la sexualidad femenina, algo de lo que no se nada, así que me atrevo a decir que no se de lo que estoy hablando. Pero el cine a veces es caminar y explorar en la oscuridad, no sobre tener las respuestas a todo.

A mitad de escritura del guion de Un été comme ça (Ese tipo de verano), el alma libre que es Denis Côté paró de escribir y lo podemos imaginar reclinándose en la silla y alejarse de la pantalla del ordenador. Mujeres hipersexuales conviviendo durante veintiséis días en una mansión. Se dijo que siendo un hombre blanco heterosexual en tiempos del metoo y tratando un tema como este, tenía que ser responsable, delicado y no tener una mirada masculina. Contrató como mano derecha a una terapeuta sexual de la que ya no se separó y empezó a reescribir el guion.

Tres mujeres hipersexuales de veinte, treinta y cuarenta años junto a dos “profesionales”, un trabajador social llamado Sami y una terapeuta de nombre Octavia, quien se dedica a tomar notas (una alemana pelirroja a quien el director conoció de casualidad en una cena). Las únicas reglas son los horarios de las comidas, la prohibición de drogas y un uso del teléfono no mayor a noventa minutos al día. Seguramente sea este el proyecto más arriesgado al que el director canadiense se haya embarcado. La cámara no juzga el comportamiento y los pensamientos que comparten estas tres mujeres sino, mas bien al contrario, se convierte en una especie de documento ficcionalizado en el que se dedica a observar, como lo hacen Sami y Octavia, quienes rara vez intervienen. Como es habitual en el cine de Côté, la historia sucede en un lugar aislado y con un elenco pequeño, esto le ayuda a centrarnos en los personajes de la historia sin distracciones de por medio. La más joven, Geisha, se diría que se autorrealiza al tener sexo con la mayor cantidad de personas posible, no tanto así que tuviera un problema real. Respecto a Léonie, alrededor de los treinta, trata más sobre el trauma, con problemas de incesto y fantasías extremas. Y en cuanto a la mayor, Eugénie, gira en torno a problemas mentales, maníacos y con recurrentes pensamientos intrusivos.

A este “viaje” o “proyecto” se invita cada verano a tres mujeres con diversas condiciones sexuales, es decir, están allí por su propia voluntad. Y así es como todo sucede, cuando quieren compartir algo lo hacen y cuando intentan extralimitarse en algún comportamiento, Sami esta allí para, con delicadeza pero firmeza, derivarlo hacia otro sitio. Porque la primerísima noche de su estancia Geisha pone a prueba a Sami, intentando seducirlo y proponiéndole una felación. El trabajador social rebaja el ambiente con su gesto y su lenguaje corporal y desvía la atención hacia otro tema. No parece claro que Un été comme ça tenga un mensaje o que intente transmitirnos algo en concreto, hablamos de un director cuyo cine radica más en las vibraciones, en las sensaciones, presentando escenarios que devengan en preguntas, las que se haga el espectador. Una película sobre seres humanos donde, en palabras del canadiense, quizás la manera de vivir la intimidad y sexualidad de estas mujeres pueda ser bella. Pese algunos testimonios oscuros que comparten, se diría que se trata de normalizar y aceptar las imperfecciones del ser humano. Queremos que tengáis una estancia agradable, alejada de tentaciones, de la gente que os marginaliza y de situaciones que os provoquen ansiedad. Tratamos de inducir un cambio en vuestras obsesiones, necesitáis encontrar una manera de ser más allá que a través del sexo y brillar distinto, despertar otros tipos de estimulación. Se les comunica a su bienvenida a la mansión.

Côté actúa como lo suele hacer, de una manera distinta pero equiparable, Asghar Farhadi en su cine: pone a sus personajes en determinadas situaciones y luego se dedica a observar cómo se comportan al respecto. Sin presentar buenos o malos, victimas o verdugos, débiles o fuertes. Todos sabemos que la vida rara vez se reduce al blanco y negro. Y a estas mujeres se les otorga un día libre, donde pueden salir, pernoctar fuera y hacer lo que les venga en gana sin tener que dar luego explicaciones. Un día que indudablemente aprovechan. En el caso de Geisha y su “participación“ en un partido de futbol masculino, atendimos a uno de los grandes momentos de la Berlinale.

Un été comme ça es una película que ciertamente desconcierta porque, seguramente, veamos la sexualidad y sus diversas variantes en base a ciertos códigos predefinidos muchos de los cuales ni siquiera tengamos consciencia, yacen a un nivel vegetativo. Decía en rueda de prensa Larissa Corriveau, que interpreta a Léonie, que esta era una película sobre una intimidad que muestra una cierta realidad. La intimidad encierra algo misterioso dentro de nosotros, hermoso, así que creo que es más una película poética que anti-porno. Y de hecho las bellas imágenes del lago junto a la mansión así como diversas escenas de naturaleza vendrían, quizás, a simbolizar esa belleza. Como es obvio, el incesto, los trastornos mentales o los pensamientos extremos intrusivos no son elementos que nadie se atreviera a calificar de bellos. Pero la perspectiva observacional de Un été comme ça trata de evitar caer en la lástima, la victimización o la estigmatización. Sea como fuere, es un cine que explora en la oscuridad con una naturalidad sorprendente que no dejará a nadie indiferente.

Berlinale 2022: El año de las historias de amor

Berlinale 2022: El año de las historias de amor

En pocas ediciones de la Berlinale hemos tenido tantas historias de amor como en esta. Si bien muy distintas entre sí, las siguientes tres películas de la Sección Oficial giran en torno al amor en algunas de sus infinitas variables, pero todas ellas contadas desde una perspectiva muy humana. Esto es de agradecer como contrapunto a algunos años plagados de dramas intensos y profundos donde, con el paso de los días, uno terminaba con un gran cansancio emocional tras tanta tragedia. Decía Andrei Tarkovsky en su película Solaris que el amor es un sentimiento que podemos experimentar, pero nunca explicar. Ejemplo de ello son estas tres variopintas historias de amor.

Peter von Kant, de François Ozon

El prolífico director francés volvió una vez más a Berlín presentando en esta ocasión una adaptación de Rainer Werner Fassbinder. La curiosidad aquí es que mientras la película original (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de 1972) estaba protagonizada por una mujer, en el film de Ozon el papel se lo otorga a un hombre. Y no un hombre menudo. El corpulento Denis Menochet (En la casa, Custodia compartida, Gloriosos Bastardos) interpreta a un célebre director de cine endiosado, impulsivo y para quien el mundo gira en torno a él. Un volcán de personalidad que se derrama por la pantalla esparciendo sentimientos y obsesiones cuando conoce al joven y atractivo Amir, cuya relación traerá más lágrimas que sonrisas. Las películas inaugurales rara vez suelen ser grandes obras y esto es algo que muchas veces descoloca al espectador, por las expectativas que crea la película de apertura de un festival. El gran aliciente de Peter von Kant es ver por fin a Menochet en un rol principal, EL rol principal en este caso, pues no hay una sola escena que desvíe la atención de él, un claro simbolismo de una personalidad narcisista que no esconde otra cosa que un hombre altamente inseguro y sensible. Las personas más cercanas a Peter son su ayudante Karl, a quien gusta maltratar y humillar, y su amiga Sidonie (interpretada por Isabelle Adjani) una gran actriz y antigua musa del director. Ella le presenta al joven de clase baja Amir de quien inmediatamente se enamora y apadrina hasta convertirlo en una estrella. A través de diálogos plagados de un humor muy satírico, Peter von Kant es la historia del descenso hasta la locura, las lágrimas y la tortura del desamor narrada con ese elegante y cómico melodramatismo tan marca de la casa del cine de François Ozon. Una historia que es, sin embargo, bastante previsible pero aun así disfrutable.

Both sides of the Blade (Los dos lados de la cuchilla), de Claire Denis

Nunca tantos Je t’´aime sonaron tan forzados, tan vacíos. Both sides of the blade gira en torno al amor, a la obsesión y a la manipulación. Del amor inocente, del que deviene en obsesión, de la obsesión disfrazada de amor y de los juegos tóxicos cuando la sinceridad se deja de lado. Claire Denis realiza una película que atrapa y que profundiza en estos temas a través del triángulo amoroso que forman Jean, Sara y François. Los dos primeros, interpretados por Vincent Lindon y Juliette Binoche, llevan nueve años juntos y protagonizan la escena inicial más bella de esta Berlinale: es verano y el sol se proyecta sobre las leves olas de un mar donde ambos se entregan como enamorados adolescentes. Finalmente, una cámara acuática muestra sus manos entrelazadas caminando bajo el agua cristalina.

Desde aquí la atmosfera en su casa se siente extrañamente cargada así como la química en la cama, pese a las continuas muestras de amor mutuas. Es un sutil presagio de lo que ha de venir, la reaparición en sus vidas de François, antiguo mejor amigo de Jean y exmarido de Sara. Una vez que amas a alguien nunca dejas de amarle del todo, le dice Sara a Jean, sigo sintiendo algo especial por él pero tranquilo, lo que hubo entre él y yo terminó. Porque el destino es caprichoso y, tras tantos años, Sara ve a François por la calle y una potente sensación la subyuga, él no la ve, pero casualmente, pocos días después contacta a Jean para ofrecerle un trabajo. Both sides of the Blade es pura y dura dirección de personajes y gestión del arco narrativo, donde Claire Denis saca de ellos unas magníficas actuaciones. La realizadora francesa se alzó con el Oso de Plata a la mejor dirección. Es sencillo sentir el papel de Juliette Binoche como el de manipuladora, a Jean el de víctima y a François el de elemento detonador. Sin embargo, Claire Denis apuntó en rueda de prensa que quizás esa relación no tenía un buen balance y que Sara también era una víctima, al aceptarse, ser de alguna manera consecuente con sentir aún deseo por otra persona. Y lo que ello le conlleva. Y a todos.

A E I O U, el rápido alfabeto del amor, de Nicolette Krebitz

La directora berlinesa Nicolette Krebitz se presentaba en la Sección Oficial con la historia de amor entre una veterana actriz de sesenta años y un inadaptado joven de diecisiete. De amplio y curioso título, A E I O U -sirva como apócope- relata una particular relación que nace, como nace el infortunio en la película de Claire Denis, de una improbable y enorme casualidad. O el destino abriendo una vía por algún motivo caprichoso. La excelente actriz de cine, teatro y televisión Sophie Rois da vida a Anna, una otrora célebre actriz de excelente dicción, pero caída a menos y que acepta un pequeño trabajo de logopeda. Su alumno, un joven muy introvertido llamado Adrian, resulta ser el mismo que hace un par de noches le robó el bolso en plena calle. Siendo una película ligera y entretenida, no trata de disfrazarse de una profundidad pretenciosa y Krebitz consigue sacar de esta historia más de lo esperado: sortea el cajón de feel-good happy ending movie gracias a una estética estilizada y a un tipo de humor sagaz. A todo ello ayuda la imponente presencia en pantalla de Udo Kier, quien interpreta en A E I O U al vecino de Anna y que otorga una elegancia muy armónica a la película. Viendo la gran selección de casting, sería difícil imaginar que la directora encontrara al personaje de Adrian en un spa. “Tras meses en busca del actor perfecto para el papel de Adrian, fui con mi pareja a un spa y nos cruzamos con un chico. Fue un flechazo, aunque un poco incómodo por la situación entre vapores y albornoces (…) finalmente le invité a un casting y resultó que tenía bastante experiencia en teatro pese a su corta edad” descubría la directora. Su nombre es Milan Herms, lo anotamos para el futuro.

Si no podemos explicar el amor, al menos podemos experimentarlo a través del cine y de algunas historias donde nos vemos reconocidos, volviendo a esos lugares comunes, esos de ilusión, pasión, ira, decepción, renacimiento y todos los rastrillos de palabras inanes posibles que solo el lenguaje mudo del corazón puede expresar.

Berlinale 2022: “Un año, una noche”, de Isaki Lacuesta (Sección Oficial)

Berlinale 2022: “Un año, una noche”, de Isaki Lacuesta (Sección Oficial)

Realizar una película basada en un hecho real como un atentado terrorista es, que duda cabe, una labor delicada. Y el acercamiento del director español Isaki Lacuesta a un suceso así no pudo ser más respetuoso y sincero: “Un año, una noche” pone el foco en las diferentes maneras de sobrellevar un trauma, el de una pareja que se encontraba en la sala Bataclan de París el 13 de noviembre de 2015. Basado en el libro de Ramón González “Paz, amor y Death Metal”, quien contaba su historia de supervivencia tras los atentados donde noventa personas fueron asesinadas, la mejor película -siempre en mi opinión, por supuesto- de esta Berlinale es una historia compleja contada con destreza.

El guion, escrito a seis manos entre Isaki Lacuesta, Isa Campo y Fran Araujo, oscila entre escenas de aquella noche y otras de un año después. Y ese entrelazado va añadiendo capas y más capas, goteos de matices al cuadro final que uno se hace de Ramon y de Céline, la pareja de protagonistas interpretada por Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant. “Un año, una noche” abre con cortes, los cortes de la desorientación, de ambos siendo rescatados por la policía a la salida del club. Porque, lejos de caer en el sensacionalismo de dar una excesiva tribuna a los terroristas, Lacuesta elige no sacarlos un solo segundo en pantalla. “Decidimos que en lugar de mostrarlos, que se vieran en los ojos y en las expresiones de los personajes, quienes luego odiaban que los llamasen supervivientes, porque ellos ahora quieren vivir, no sobrevivir” remarcaba el director en la rueda de prensa.

Céline se encuentra todavía, un año después, en un estado de negación, sigue empleada y viviendo para echar una mano a los que tiene alrededor, centrándose en los demás más que en sí misma. Ramón, sin embargo, esta muy hipersensible, deja el trabajo y sufre regulares ataques de pánico. Los vemos despertarse por la mañana y preparar tranquilamente el café o en otros pasajes cenando y bebiendo con amigos y uno tiene una extraña sensación, porque pareciera que nada ha pasado o que es su vida antes del atentado. Hasta que un comentario, un gesto es el disparador de una discusión y de unas lagrimas que nos hacen tocar tierra. “Tú eres el traumatizado, tu eres el herido, te levantas y tocas la guitarra, estoy exhausta de hacerlo todo yo”. Probablemente sea “Un año, una noche” la película con el papel mas consistente en la carrera de Noémie Merlant, más aun que en la célebre Retrato de una mujer en llamas. Porque el nivel de exigencia es aquí mayor y lo es tanto en su personaje como en el de Nahuel, donde a través de los gestos y expresiones van dotando de contenido a sus personajes durante más de dos horas. “Tu no vistes sus caras, yo sí, ¡las tengo clavadas en mi cabeza!” Más arriba aun rayan tanto el guion como la dirección, cerrando una película redonda.  Pero dado que la Berlinale suele repartir sus premios, se hace utópico imaginar lo que sería natural: premios a mejor película, a mejor guion y al mejor director de esta Berlinale 2022.

A través de espejos, marcos dobles y otros elementos observamos también el durante y el después en los protagonistas, ambos mundos interiores superpuestos, usados por Isaki Lacuesta con ingenio y siendo respetuoso con la banda sonora: alternancia de estilos donde el Rock & Roll o la música electrónica son otro protagonista (todo sucedió en una sala de conciertos) y cuando llegan los violines de Monteverdi suenan relajados y en un tono suave, nada protagónicos. Porque en “Un año, una noche” no hay espacio para el sentimentalismo forzado, el dramatismo impostado ni otro elemento que no sea la honestidad para con ellos, con la gestión de sus traumas sin juzgarlos. Ramón y Marianne en persona (Céline en la película) ayudaron durante el rodaje al director y volaron a Berlín para atender a la Premiere mundial de la película. No es cerrar un círculo porque, como dijo Ramón González, la memoria pertenece al pasado y cada vez que volvemos a él lo sentimos, lo recordamos y lo volvemos a vivir distinto.

Berlinale 2022: «Manto de gemas», de Natalia López (Sección Oficial)

Berlinale 2022: «Manto de gemas», de Natalia López (Sección Oficial)

La primera gran película de la Sección Oficial de la Berlinale llegó de manos de una debutante. Decía la directora en la rueda de prensa que describir México es extremadamente difícil y lo comparaba con la diosa Ganesha, como un país de múltiples brazos y tan complejo que el único acercamiento posible para tratar de describirlo fue desde lo abstracto. Manto de Gemas es el debut en la dirección de la mexicana Natalia López y un retrato del miedo y de las heridas provocadas por el narcotráfico como, me atrevería a decir sin pudor, nunca antes visto. La desfragmentación en la narración y la ausencia de un hilo argumental convencional devienen en esa abstracción que muy lógicamente recordaría a Carlos Reygadas; no en vano, Natalia fue la montadora de sus dos mejores películas, Post Tenebrax Lux y Luz Silenciosa. El término manto del título alude a un estrato subterráneo, a esa violencia que no emana esencialmente en la película desde lo explícito -que también en diversos momentos- sino desde capas más profundas, más abstractas.

Por todo esto hacer una crítica cinematográfica al uso de Manto de Gemas se antoja un ejercicio complicado. Sí es cierto que tenemos en Isabel a un personaje al que podríamos llamar protagonista, quien vive en un continuo estado de miedo contenido, con una expresión congelada sin que lleguemos a saber los motivos exactos. Ya en una de las escenas iniciales de la película, la observamos contra un gran ventanal mientras su pareja, no con poca brusquedad, trata de tener sexo con ella, quien mira al vacío con expresión ausente. Mientras, la tranquila sirvienta María empieza lentamente a mostrar una creciente incomodidad y la vemos más tarde preguntando por su hermana desaparecida en la comisaria. Otros personajes con relevancia intervienen con historias paralelas, pero el actor principal de la película es el sonido.

                                                                                                                                                              ©Visit Films

El sonido como paulatino detonador de la violencia, con unas iracundas ráfagas de viento que azotan la tierra y empolvan el aire, con el volumen ensordecedor del televisor y los gritos de fondo de la nieta, porque el abuelo no escucha bien, o con el jardinero cortando la leña, con primeros planos de los leños y el hacha cayendo una y otra vez, casi cinco minutos de un ruido seco y vehemente constante. Así, a medida que aumenta la aparición de este tipo de escenas, aumenta también la aparición de la violencia explicita a través de algunas imágenes. “El sonido es el creador de la realidad, es un demiurgo – dice la directora- porque yo te muestro algo en la pantalla y mientras tu estas escuchando otra cosa y viceversa. En México ver y oír no van juntos, es un país de una enorme ambigüedad.”

Pese a extraño que pudiera sonar, hay también belleza e incluso poesía en la película. La directora hace gala de un cultivado talento y un gran gusto estético, alternando bellos primeros planos, amplias panorámicas que todo lo abarcan, la cámara lenta e incluso un tipo particular de lente de esquinas desenfocadas, algo que indudablemente recuerda a Post Tenebras Lux de Reygadas.

                                                                                                                                                               ©Visit Films

La idea de la película surgió cuando Natalia López empezó a entrevistar a madres que habían perdido a sus hijos alrededor del área de Morelos, donde se crio la directora. “Mi interés era encontrar una cercanía con esa herida espiritual y su dimensión psicológica, no hacer en realidad una película sobre el narcotráfico en sí mismo, sino sobre el miedo y la consecuente falta de un proyecto común en una comunidad sin futuro”.

El resultado es un excelente debut y también una película que no se lo pone fácil al espectador: Manto de Gemas es exigente y no es sencillo entrar en ella, pero quienes lo consigan quedarán ampliamente gratificados. Una temática que creíamos agotada y sobreexplotada es reinventada aquí aportando un punto de vista fresco y cargado de talento.

 

 

No ha fallecido, lo han matado. ¿Y ahora qué?

No ha fallecido, lo han matado. ¿Y ahora qué?

Hace apenas una semana amanecíamos con la noticia de la muerte de Samuel. Según los titulares, había muerto de madrugada, aunque la realidad es otra: el joven de 24 años había sido asesinado mientras le gritaban insultos homófobos. Samuel se ha ido y hoy la comunidad LGTBIQ+ todavía sangra, porque si tocan a uno nos tocan a todes y porque los hechos van mucho más allá: nos están matando, y no por amar o por con quién nos acostamos, sino por quiénes somos o quiénes interpretan que somos, como una oleada de compañeres han señalado en Twitter.

A muches ya nos habían llamado maricón, marimacho, y otros tantos nombres antes de que nosotres siquiera supiéramos que lo éramos. Nos obligaron a vivir un proceso de identificación acelerado para alimentar sus bromas y sus risas. Más tarde, las risas se convirtieron en acoso por bolleras, por trans, por maricas, por viciosas (porque de la bifobia también es hora de que hablemos). Y ahora nos matan; de nuevo. Pero no nos matan por amar, nos matan por existir. Por llevar una camiseta un poco más masculina de lo esperado, por mover las caderas al andar, porque no pueden clasificar nuestras apariencias en modelos binarios. El caso es que no hace falta saber a quién amamos para recibir golpes, porque nuestros cuerpos hablan por nosotres.

¿Y ahora qué? Ahora hay que empezar por reconocer que a Samuel lo asesinaron a grito de “maricón” en A Coruña y que los hechos casi se repiten en León, en Terrassa, en Sant Cugat, en Compostela, en Valencia, en Huelva o Barcelona, por ahora. Todas estas agresiones son LGTBIfóbicas. Es la homofobia, la transfobia, la bifobia, la que mata. No morimos por un brote de rabia o locura de una persona aislada, nos asesinan porque la LGTBIfobia está presente en todos los espacios: en instituciones, en centros educativos, en medios tradicionales o digitales y en nuestras propias casas. Por tanto, es esencial que empecemos a señalar estos comportamientos desde las posiciones de poder. Es imprescindible que las escuelas activen protocolos para condenar la LGTBIfobia y que hablen de diversidad más allá de una charla de una hora al año. Hay que educar a les niñes para romper los patrones que nos llevan a matar por odio. Asimismo, es igual de importante que las instituciones no permanezcan pasivas ante la situación que vivimos y que nos escuchen para poder frenar esta ola de violencia, así como que los medios de comunicación ejerzan su función, condenen los hechos por lo que son, un asesinato homófobo, y dejen de blanquear discursos fascistas dándoles minutos de exposición para transmitir un odio y una desinformación que claramente permea en la audiencia.

Por otro lado, y me atrevería a decir que más importante, es momento de poner las masculinidades en el centro de la conversación. Los agresores usan insultos como “maricón” para demostrar su virilidad frente a otros hombres, porque sienten la necesidad de defender su ego ante la simple presencia de una persona disidente, alguien cuya masculinidad es extirpada con una rápida lectura de su apariencia. El lenguaje de las masculinidades es la violencia frente a lo que se interpreta como amenaza, y es por eso que debemos incidir en estos comportamientos desde todos los ángulos, ya sea desde la educación, la cultura, los espacios virtuales o los espacios de sociabilidad, para proponer modelos que descentralicen la agresividad de la idea de lo masculino y lo viril. Es imprescindible que las personas que no forman parte del colectivo reconozcan su responsabilidad en el asunto, pues son ellas (o mejor dicho: ellos) quienes deben poner límite a ciertos comportamientos, comentarios o pensamientos. Si seguimos tolerando el uso de términos como “maricón”, “bollera” o “travesti” a modo de insultos o burlas, el patrón se mantiene. Debemos permanecer firmes y ser conscientes de la repercusión del lenguaje y el uso que hacemos de él. Tenemos un impacto real en nuestro círculo más cercano, y el cambio empieza ahí, deteniendo la conversación para hacer entender a nuestro entorno que tales términos no son aceptables. Pero eso solo lo conseguiremos si las personas que no forman parte del colectivo toman conciencia de su responsabilidad social.

Nosotres seguiremos gritando, organizándonos, cuidándonos, luchando y, si podemos, escapando de la represión policial. Pero en vuestras manos está que nuestras acciones no sean en vano. Necesitamos que uséis vuestras plataformas, que frenéis comportamientos LGTBIfóbicos de personas cercanas y que gritéis con nosotres. Por Samuel, por tantas otras víctimas y por quienes salimos a la calle con miedo a que el próximo titular lleve nuestro nombre; #simematanqueardatodo. 

Espacios digitales y costumbrismo millennial: una historia de ironía, memes y cultura trash

Espacios digitales y costumbrismo millennial: una historia de ironía, memes y cultura trash

Que somos la generación más acomodada, con menos ganas de trabajar o la más sensible. Estos son algunos de los argumentos más recurrentes que las personas nacidas entre el 1990 y los 2000 escuchamos a diario por parte de generaciones anteriores. Ahora bien, ¿qué es aquello que los llamados boomers no acaban de entender? Si bien es cierto que no hay consenso en lo que divide a lxs millennials, de lxs zennial y gen-z, hay un factor que indudablemente nos une: la virtualidad. Por primera vez, una generación ha crecido en un entorno que no solamente es físico, sino que, con nosotrxs, se ha gestado un nuevo espacio digital. Un espacio en que nos hemos situado a pesar de la novedad y el recelo del mundo adulto, que nos ha concedido la posibilidad de desarrollarnos sin ciertas presiones de las que no podríamos escapar en un mundo regido por normas sociales estrictas. Pero sobre todo, el virtual es el espacio que nos ha permitido desarrollar nuevos códigos de comunicación, y es justamente eso lo que ha creado la brecha entre generaciones.

Con esto no quiero decir que internet sea un espacio desjerarquizado y sin ningún tipo de presión sobre los individuos. Ello comportaría una visión ingenua y poco matizada de la realidad virtual, algo que debería estar ya más que superado. Lo que sí pretendo remarcar es cómo este entorno que se gestó a partir de la generación millennial se ha convertido en una extensión de la realidad física, en una parte esencial de la experiencia de las nuevas generaciones. Por tanto, el error estaría en considerar, como todavía hacen algunas personas, que ambos escenarios, el físico y el digital, están claramente delimitados y son fácilmente diferenciables. Por el contrario, es vital comprender que los códigos que se han desarrollado en un marco digitalizado han impregnado el espacio físico, hasta ahora el único considerado real. Debemos entender, pues, que un emoji comunica tanto como una palabra registrada en el diccionario, o que una relación afectiva establecida en el espacio virtual es igual de real que un vínculo creado entre personas físicas. A fin de cuentas, nada cambia en la comunicación entre dos individuos más que el entorno a través del cual se relacionan.

Con todo un medio por explotar, no es de extrañar que las generaciones más jóvenes hayan encontrado nuevas maneras de relacionarse con y a través del entorno. En un espacio en que prima la inmediatez y los impulsos cortos pero multisensoriales, resulta evidente que nuestros períodos de atención hayan disminuido, como demuestra la preferencia por aplicaciones como TikTok o espacios como las historias fugaces de Instagram. De la misma manera, somos la primera generación que tiene toda la información al alcance con una sola búsqueda en Google, lo que ha comportado un cambio en las metodologías de aprendizaje (aunque parece que el sistema educativo todavía no se ha instalado esta actualización). Con tan solo un clic podemos acceder fácilmente a un resumen del Quijote, o a un vídeo-resumen de la obra y el pensamiento marxista. Que no se sorprenda nadie si la juventud empieza a mostrar menos interés por los grandes clásicos y más por los memes. Que se prepare el profesorado universitario para empezar a corregir redacciones y tesis plagadas de referencias a YouTube o Twitter y no a Aristóteles, Kant o Butler.

Asimismo, los aparatos digitales se han convertido en una parte fundamental de nuestra existencia, pues se hace inimaginable salir a la calle sin el teléfono móvil, por ejemplo. Estas tecnologías han devenido parte de nosotrxs, un accesorio imprescindible, prácticamente una extensión del propio cuerpo. Nuestra realidad, por tanto, se ha visto también afectada. Poco tiene que ver ya nuestra cotidianidad con acercarnos a la plaza del pueblo o juntarnos con nuestro círculo de amistades en el parque del barrio, en parte por los nuevos modelos de la vida urbanita y en gran parte porque nuestro día a día ya no se desarrolla en el pueblo o en la ciudad, sino en los algoritmos. Nuestro día a día consiste en dejar las historias de Instagram correr mientras nos lavamos los dientes porque nos molesta el aviso de que hay contenido nuevo, o en abrir Twitter para compartir la última interacción con las vecinas y, de paso, ponernos al día de las últimas noticias. La cotidianidad de las nuevas generaciones es un híbrido entre la realidad palpable del espacio físico y las notificaciones de WhatsApp e Instagram. El costumbrismo de Sorolla se ha convertido en el costumbrismo millennial – o quizá más acertado: zennial, en referencia a lxs nacidxs a partir del 1994 – en el costumbrismo de los memes, del humor basado en la autoridiculización y de lo trash.

Las redes se han inundado del día a día de toda una generación, de la cotidianidad más absoluta. Los nuevos retratos costumbristas no están expuestos en El Prado, están expuestos en internet, porque ¿quién dijo que las apps no son un museo? Como propone la youtuber Ter en su manifiesto en defensa del millennial, ¿es que acaso no usamos Instagram como si de nuestra galería personal se tratase? ¿No son las redes sociales un escaparate que usamos para mostrar al resto de usuarixs nuestro talento, nuestros logros y nuestra rutina diaria a partes iguales? Vivimos en una performance constante. Nos hemos convertido en nuestro propio avatar. Un avatar que creamos a partir de los memes, de imágenes descontextualizadas y vaciadas de contenido para saturarlas más tarde de nuestras inseguridades convertidas en ironía, en humor. Somos el reflejo de nuestro yo virtual, aquello que ha permeado y que hemos trasladado a un día a día en que el futuro es cada vez más incierto y en que lo único que vislumbra al final del túnel de la crisis socioeconómica no es más que la posibilidad de transformar esta realidad a través de un clic, de un tweet cargado de rabia y reivindicación o de una historia fugaz en la que de fondo suena Bad Gyal.

La generación millennial se ha pasado el juego y se ha comido al costumbrismo para transformarlo en la máxima expresión de la ironía y el humor que nos caracteriza. La nueva moda está en lo trash, en el reclamo de lo absurdo y la reivindicación del sinsentido. Esta es la experiencia millennial.