Killer of Sheep. Charles Burnett y la estructura social como prisión hereditaria.

Killer of Sheep. Charles Burnett y la estructura social como prisión hereditaria.

«I don’t think I’m capable of answering problems that have been here for many years. But I think the best I can do is present them in a way where one wants to solve these problems.» Charles Burnett

Aprovechamos la reciente publicación del libro “Charles Burnett, un cineasta incómodo por Shangrila en colaboración con Play-Doc para adentrarnos en la figura de un cineasta imprescindible y poco conocido en nuestro país.

El libro reúne una larga entrevista de 60 páginas así como varios artículos académicos.

Killer of Sheep es el primer largometraje del director afroamericano. Consagrada como película de culto, fue escrita como trabajo final de máster en UCLA y grabada en fines de semana a lo largo de cinco años (entre otras cosas, por el encarcelamiento de uno de los actores).

El valor increíble de esta película no solo reside en el contra-relato que plantea sobre los estereotipos de los negros en Hollywood, nos encontramos también ante una obra cargada de una maravillosa gramática experimental. La Biblioteca del Congreso de los EEUU la declaró como tesoro nacional para su preservación (no tanto por lo de experimental, sino más probablemente por apaciguar su conciencia de clase-raza explotadora y dominante).

Para su rodaje, Burnett escogió historias reales de afroamericanos de clase obrera (amigos y conocidos) y les hizo recrearlas. A pesar de que el reenactment esté muy en boga en nuestros días, ensalzado por grandes obras como el díptico de Joshua Oppenheimer o la figura Pedro Costa, el origen de éste método se remonta a tiempos tan remotos como 1914 (adelantándose incluso a Flaherty, quien dirigía a los esquimales), fue el año de estreno de In the Land of the Head Hunters, primerísimo intento. En 1998 el austríaco Michael Glawogger lo utiliza para ofrecernos un retrato global de la marginalidad en Megacities. Volviendo a Burnett: aunque hay quien relaciona Killer of Sheep con el Cinema Verité francés o incluso el Neorrealismo italiano, el autor se inscribe en el movimiento L.A. Rebellion (Los Angeles School of Black Filmmakers, directores afroamericanos que de mediados de los 70 a finales de los 80 quisieron combatir los clichés racistas de Hollywood creando obras que reflejasen su cotidianidad y circunstancias reales). Podríamos enmarcar, (por su vocación de reenactment, quizá) a nuestra película en el cajón de sastre de la docu-ficción, pero lo cierto es que éste trabajo extraordinario trasciende clasificaciones.

La vida de una familia de clase trabajadora ejerce como centro gravitacional de un mundo hecho (de) polvo, sangre, miseria, música y desesperanza. Es extraño apreciar cómo la película, en lugar de estar compuesta por una suma forzada de escenas y acontecimientos, actúa como un organismo complejo, completamente conectado: las diferentes facetas de la estructura socioeconómica de la precariedad de la clase trabajadora, y la cultura asociada que engendra, conectadas como comunidad en un mismo espacio-tiempo cinematográfico. Así, navegamos indiferentemente entre infancia, violencia, juego, comunidad, resignación, erotismo, y el matadero como alegoría del rebaño social de ovejas que van juntas, apelotonadas, hacia la muerte, sin más explicación ni conciencia de clase. Son abundantes los elementos que apuntan a la naturaleza de una película profundamente marxista.

El juego interpretativo amateur de los actores adultos (personas que se interpretan a sí mismas, visiblemente forzadas) frente a la espontaneidad sin control de los niños, están envueltos en una forma estética sublime: las posiciones de cámara y la segmentación de la acción-tiempo son totalmente magistrales. Lejos del fallo técnico, sus saltos de raccord, desenfoques y reencuadres recuerdan a la frescura de un joven Cassavetes. Frente al cine de altos presupuestos, Killer of Sheep y su sucia imagen 16mm emanan una autenticidad inalcanzable a los estándares hollywoodienses de rígido canon técnico. El organismo es una bestia, y la bestia está viva, ruge, muestra los dientes y corre hacia nosotros.

Navegar a medio camino entre documental y ficción, con decorados naturales, no es impedimento al director para lograr una puesta en escena que le revela enorme conocedor del arte cinematográfico narrativo. Lo genial es que a veces el curso de la acción cambia, y otras veces no ocurre nada, volviéndose la circunstancia transparente, permitiendo ver el problema social que late en su interior. Además, y esto no es necesariamente una obviedad, se trata de una película de cuerpos que se mueven, todo el tiempo, de una forma particular, como animados por una fuerza vital apabullante, o en ocasiones una delicadeza estremecedora. El movimiento de los cuerpos en el encuadre, sumados genialmente en el montaje, hacen la experiencia de disfrutar la película un placer de doble y triple lectura, bañado por el buen manejo en la ecuación de las palabras: pocas dicen mucho. Cada elemento significativo es controlado con tal dominio que resulta desconcertante pensar en su condición documental (y por tanto, quizá, fuera hora de comenzar a disociar definitivamente las ideas documental e improvisación, o más aún, reconocer la dificultad de definición del documental).

La música es un factor fundamental, utilizada de una forma que hoy día sería considerada a contracorriente del documental contemporáneo (si es que existen las modas). Las canciones se suceden todo el tiempo sin cesar, irrumpiendo y cortándose de repente, tanto en la banda sonora como cantadas por los propios personajes, especialmente los niños. La música es indisoluble de la cultura retratada. La banda sonora es abundante, va desde jazz a blues a ópera, desde Dinnah Washington, hasta Gershwin o Rachmaninov, una música que hace agridulce lo amargo y da belleza a la tristeza. Dota a toda la película de un tono que quizá sea lo único que hace que no queramos pegarnos un tiro, aparte de los niños. Uno no puede evitar pensar en las muestras culturales que llegan a la burguesía del momento, emanadas de otro mundo en profundo contraste con el primero: el universo sin escapatoria en el que residen los obreros protagonistas, cuya escasez material impregna toda circunstancia vital, desde lo cotidiano del trabajo (alienante) al sustento y configuración de sus familias, hasta sus comportamientos sexuales, hasta sus juegos infantiles.

Así es como, poco a poco, vamos entendiendo que esta familia retratada es una representación honesta de todo un estrato social (la honestidad en el trato a los actores era una de las pocas reglas del director toma estrictamente, y una diferencia radical con el tratamiento que Hollywood hace de cualquier realidad). Los niños se ven pronto enfrentados al peligro que supone el mundo, a los conflictos entre hombres y mujeres adultos. En este mundo acechado por la delincuencia como salida fácil y peligrosa, el obrero se enfrenta al obrero, unos se aprovechan de otros, sobreviviendo de pequeños trapicheos, mientras que todos en conjunto conforman esa galaxia de los dominados por su lugar en la estructura de poder socioeconómica. Son los explotados, los condenados a vivir al borde de la pobreza, cuya necesidad de supervivencia no deja lugar a la reivindicación de una mejor vida (y no, aquí no hay sueño americano que valga).

Me quedo con una imagen: la del padre abatido, en la cocina, el padre que renuncia al sexo con su mujer porque no pueden permitirse más hijos, su mujer al borde del llanto de frustración, frustración que expiró del rostro del padre aplastada por el peso insoportable de una esclavitud a su presente, sin solución, sin respuesta. Y la pequeña hija de cuatro años, que masajea sus hombros agotados, colocada en el centro, manteniendo con su inocencia el equilibrio de una vida que es cárcel, cadena perpetua. Esa vida es la que Charles Burnett, al retratar, reivindica como problema fundamental de los negros de su país. No nos queda tan lejana, esa vida precaria y miserable. He aquí la necesidad de esta película: mientras exista el capitalismo, seguiremos necesitando éste cine. Luego ya veremos.

Por Guillermo Etchemendi

Il Pianeta Azzurro, de Piavoli. Cine de poesía vence a cine de prosa.

Il Pianeta Azzurro, de Piavoli. Cine de poesía vence a cine de prosa.

«Il nascere si ripete/di cosa in cosa/e la vita/a nessuno è data in proprietà/ma a tutti in uso”
Lucrecio

En la pasada X Edición del Festival Punto de Vista, en Pamplona, tuve la oportunidad y el placer de descubrir una obra maestra del prácticamente desconocido en nuestro país, Franco Piavoli.

El que sería alabado por Tarkovski como uno de los cineastas más talentosos de su tiempo por su capacidad única de observar la naturaleza sigue vivo entre nosotros, y firmó ésta genialidad allá por el año 1982, ganando uno de los premios importantes del Festival de Venecia de aquel año.

Se proyectó en 35mm como película inaugural del Festival Punto de Vista. El director del festival, Oskar Alegría, lanzó antes algunas premisas interesantes sobre el color azul: el azul es el color del tiempo. Ni griegos ni romanos utilizaban éste color en sus representaciones, llegando a convertirse entre éstos últimos en elemento de sospecha o desconfianza: un varón de ojos azules era considerado, de partida, como alguien sospechoso, susceptible de ser un traidor, y posiblemente hacer mayores esfuerzos por ganarse la confianza de sus allegados. El por qué no lo sabemos. En la naturaleza, ninguna planta, mamífero ni fruta es azul, y sin embargo, todas ellas comparten la misma suerte: el paso del tiempo, y con este paso, en algún momento, la muerte. El azul es el color de todos estos seres, unidos en la podredumbre de su final (nuevo principio).

La experiencia de ver esta breve película fue tan sublime que es difícil describirla, sobre todo con palabras, pues se trata de un largometraje de 80 minutos carente de información verbal.

Filmando solo con la naturaleza circundante a 4 kilómetros de su casa en el campo (y sin la necesidad de mencionarlo en la propia película) construye una obra que bien  se podría enseñar a los alienígenas para que entendieran lo que fue la vida en la tierra, aunque no lo que fuimos los seres humanos.

El propio Piavoli aclara: aparecen seres humanos en la película, pero sus palabras son ininteligibles: no importa, a veces el tono de la voz es suficiente para entender los sentimientos de alguien. Su tesis queda demostrada en su obra. Piavoli confirma la mía: que un buen cineasta ha de ser también un buen montador. He aquí la clave de la película: la sensibilidad ganando la batalla a la inteligencia. A través de un mecanismo muy sencillo de observación es capaz de construir una gran cantidad de ideas uniendo fragmentos de tiempo y de espacio en una obra cósmica y microscópica al mismo tiempo, la imagen-fractal. Aunque esté disfrazado de observacional, el filme es todo lo contrario: poesía pura.

¿Pero de qué va la película? Il Pianeta Azzurro es un triple viaje. Piavoli quiso representar, en primer lugar, el surgimiento de la vida en la tierra, desde el deshielo de los glaciares al surgimiento de la vida celular, animal, llegando al ser humano y quizá su ocaso. En segundo lugar, traza un paralelismo con las estaciones del año, empezando por el invierno y avanzando hasta la primavera, el otoño, y reinicio de ciclo, eterno retorno. Por último, además, inserta estos dos estratos de tiempo dilatado en el paso de un solo día en el mundo: desde el amanecer hasta el anochecer.

Este viaje no es la estructura que justifica la película, pues quizá ninguna estructura carente de sensibilidad justifique nada, el tesoro es precisamente éste otro: la delicadeza de su narración, el ritmo magnífico, el acercamiento elegido en cada caso a cada fenómeno. Franco Piavoli es un ser conectado con la naturaleza, y posiblemente un gran amante, capaz de excitar nuestros sentidos y calmarlos cuando toque, de dirigir nuestra mirada allí donde nunca lo hacemos y hacernos ver entonces el esplendor de la vida en los ciclos del tiempo.

Piavoli nos ofrece una gran lección si lo leemos críticamente: el cine es antropocentrista. Se centra en historias humanas. Humanos rodeados de objetos y construcciones humanas, y de otros humanos. Su escala de planos (plano medio, primer plano, plano general) son relativas al tamaño de la figura humana.  Sus absurdas reglas de continuidad, realismo, psicologismo…solo pueden ser fruto de mentes humanas. Las razones de esto quizá sean el contexto industrial en que el cine da sus primeros pasos, los obreros, que habitan las ciudades, retratar obsesivamente las ciudades…aquel cine se hacía desde la ciudad, desde mentes alejadas de la sensibilidad hacia la naturaleza.

Y sin embargo el cine puede ser también una herramienta de conocimiento, de traslación, desplazamiento, fuera de nuestra conciencia cotidiana. Encuadrar historias humanas en el campo no es suficiente, la naturaleza no ha de ser testigo, sino protagonista. El cine, entre sus varios poderes, tiene uno increíble: establecer nuevas sensibilidades, tejer empatías, acercar lo alejado. El punto de vista animal tiene pocos precedentes y grandes aciertos, trabajarlo puede suponer revolucionar ciertas cosas: Au Hazard Balthazard, Adieu au Langage, Bella e Perdua… habría que investigarlo.

El contraplano de El Planeta Azul posiblemente sea Koyaanisqatsi, el intento de gran relato de humanos como hormigas y ciudades-circuito, otra gran obra.

Pero Piavoli dirige ese ojo hacia otro lugar: los flujos de agua, la lluvia, el efecto del viento en las dunas, el sexo, un niño que juega, la cena de granjeros y una mujer llorando en la noche. Más que análisis o documental es sinfonía, construcción pensada, poema de amor al planeta que nos recuerda cuánto le debemos y cuánto olvidamos su danza hipnótica.

Cuando los fenómenos físicos han mostrado, al principio de la película, sus variaciones, llegan los animales, empezando por los pequeños, los más diminutos, los acuáticos, que pueden nadar en el medio recién posibilitado por la naturaleza, vemos sus pequeños comportamientos, pasamos a insectos (jamás se grabó con tanto cariño a una pareja de insectos). Curiosa sensación: pasado el asco llega la empatía. Pasamos por los mamíferos y a través de relaciones visuales de textura llegamos a seres humanos, haciendo el amor hundidos en un hueco en medio de la hierba. La ausencia de palabras hace posible trazar estas asociaciones tan complejas pero a la vez tan sencillas y bellas. Si Eisenstein se alejara de las máquinas y del mundo social habría trabajado en esto. La estructura de la película también es peculiar. Mostrar indicios sin continuarlos, puesto que el viaje de la cámara es suficiente motivo, hay piezas sueltas incapaces de contar ninguna historia, porque la historia de la que forman parte es una mayor: todo lo que sucede bajo el cielo en un día y en la sustancia de los tiempos, que es contínua. No hace falta mayor continuidad que la del tiempo mismo.

La abstracción no solo la logró en la imagen de lo natural: también en la aproximación a la historia, en la recomposición de un tiempo diferente a todos, el tiempo del cine. Creo que hay varios tiempos posibles, y en lugar de argumentarlo, que ya lo hicieron Bergson o Bachelard, o Deleuze o Antonioni, puede demostrarse con la imagen-concepto.

Festival de Cine Europeo de Sevilla IV. L’Accademia delle Muse y Under Electric Clouds.

Festival de Cine Europeo de Sevilla IV. L’Accademia delle Muse y Under Electric Clouds.

La academia de las musas

Las cosas, o se hacen bien, o no se hacen. Éste parece ser uno de los principios adoptados por algunos cineastas que nos ofrecen una filmografía escasa donde cada obra tiene un altísimo valor, como es el caso extremo de Victor Erice o de Jose Luis Guerín, ambos eruditos del cine, ambos fundamentalistas del cine, ambos pausados, sabios y contenidos, ambos joyas únicas de nuestro cine de los que debemos sentirnos profundamente orgullosos. Cada palabra que dice Guerín hay que escucharla con atención, hay que tomar con cuidado cada frase y darle un lugar y un valor en nuestra memoria. No es ningún secreto que el cineasta es una persona con un inmenso bagaje cultural, que siente especial afecto por el arte, la historia, la filosofía y en suma las humanidades. Su trabajo no es sino el de un humanista del siglo XXI. Sería un error (falacia de autoridad) pensar que estas ideas pueden influir directamente en la calidad de su última película, más bien al revés, son ideas que extraigo del visionado de sus obras, y que quedan confirmadas nuevamente en La academia de las musas. Aunque Guerín sea el director y montador, él mismo atribuye la co-autoría de la obra a todos sus personajes, pues escribieron estos sus propios papeles y fueron juntos guiando el curso de la historia, sin final predefinido. Sería otro error pensar que la provisionalidad de la película la acerca al documental, debe quedar muy claro que nos encontramos frente a una ficción contemporánea, de esas que abren su proceso de rodaje al azar, de esas que recogen la vida en todo su esplendor, como hace Javier Rebollo o como hacía Rossellini en su Viaggio a Italia, la primera película moderna cuyo recorrido coincide (por casualidad) con el de la trama de L’accademia delle muse.

Aparte del azar en su filmación, la película se sustenta en la palabra como pilar fundamental (aunque la cámara de Guerín añada con su puesta en escena de reflejos y superposición de planos, multitud de capas de significado), la palabra en todas sus formas, desde el medio de expresión de Dante a la que se expresa en Tinder para ligar, esa compañera imprescindible del ser humano, pues como dice el profesor Raffaele Pinto, no hay pensamiento más allá de las palabras.

La relación entre el profesor, su mujer y sus alumnas sirven de trama a Guerín para introducirnos en una masterclass de 92 minutos de filología italiana, de poesía, amor, muerte, musas y conocimientos fascinantes, pues como rezan los títulos de créditos, la cinta es un experimento pedagógico, que además resulta extremadamente divertida, extraordinaria, bella y auténtica.

Under Electric Clouds

Tras terminar la obra titánica, rara avis del cine mundial, Hard to be a God (2013) comenzada por su padre, Aleksei German Jr. Prueba suerte en Sevilla con su última obra: una cinta capitular y fragmentaria donde narra a duras penas varias historias de personajes aislados y solitarios que vagan en la incomprensión de un mundo postapocalíptico, orbitando sus historias alrededor de un edificio cuya construcción ha quedado inacabada, al igual que el esfuerzo del cineasta por cerrar una película comprensible en modo alguno. Es ésta su propuesta: una amalgama de pensamientos inconexos que no dicen nada ni de los personajes, ni de la historia ni del mundo en que habitan, ni siquiera de nuestro propio mundo.

Sólo hay alguien más perdido que los protagonistas y es el propio espectador que contempla su deriva preciosista, nihilismo hecho banalidad. Los paisajes se conectan por la niebla en una escenografía y una luz muy cuidadas que el director echa a perder a través de su dispositivo: planos secuencia coordinados sin demasiado talento y sin aportar nada, con una profundidad de campo igual a cero, que hace que veamos casi todo el tiempo figuras humanas aisladas, recortadas frente a un fondo plano totalmente desenfocado. El rechazo al plano/contraplano articulado en una panorámica por la que fluyen las formas y el espacio puede verse resuelto de forma magistral por los franceses en Le Mépris (1963) o La guerre est finie (1966), por citar algunos ejemplos, pero Under Electric Clouds parece utilizar el recurso de forma simplista y vacía, dado el contenido hueco envuelto por preciosa cáscara que supone es su guión. La desorientación propia del mismo emerge de la falta de correspondencia alguna entre las palabras, los hechos que suceden (¿acaso ocurre algo?) y los actos de los personajes, que no ofrecen tampoco ninguna información sobre sí mismos. Sugerir es una cosa, y malograr la narración es otra: la incomprensión es un truco tramposo, pues no se puede hacer juicio alguno respecto a aquello que no se comprende (y de lo que no se puede hablar, mejor es callar), sin embargo la sensación de que nos están tomando el pelo, de capricho visual, sí que prevalece al término de la película. Al menos, la cinta queda como la experiencia de un error, un perfecto decálogo de cómo hacer cine superfluo en tiempos de apariencias.

Festival de Cine Europeo de Sevilla III. As Mil e Uma Noites y Cementery of Splendour.

Festival de Cine Europeo de Sevilla III. As Mil e Uma Noites y Cementery of Splendour.

La trilogía de Miguel Gomes: los mil y un rostros de la narración.

 Miguel Gomes se reinventa como uno de los cineastas más geniales de nuestro tiempo, si es que no lo era ya con Tabú (2012), dando un paso más allá, donde nadie le esperaba.

¿Cómo puede una ficción conectarse con el mundo? ¿Cómo pueden conjugarse poesía y realidad? Gomes propone genialmente tantas respuestas como fragmentos componen su extraordinaria última obra, pero una idea subyace a todas: la metáfora para recoger la verdad, el constructo de la ficción puede expresar el pensamiento mejor que el registro documental, aunque documentar implica una perspectiva, un juicio, emplazar la cámara es una decisión política.

Partir de la realidad y abstraerla sin despegarse de ella es una posibilidad que impregna todo el género que la película genera: la fantasía social. El portugués acude al cuento como herramienta retórica y plurívoca desarrollada durante cientos de años. La cinta comienza con el tormento del propio director por la imposibilidad de hacer una fantasía de espaldas a su pueblo que sufre en carne viva los efectos de la crisis de los países mediterráneos. El dilema lleva al Miguel Gomes a escapar del propio rodaje y ser perseguido en su huida por su equipo de filmación, quienes le entierran en la playa hasta el cuello, prometiendo éste contar una historia que les dejará boquiabiertos si consigue así su redención, y lo que viene a continuación, efectivamente, es un prodigio increíble.

Así comienza el prólogo de esta obra maestra, que irá recorriendo ficciones extraídas de la realidad político-social presente del país para crear historias rebosantes de belleza, tristeza, nostalgia, mezclando realidad y fantasía como no habíamos visto antes. Junto con Pedro Costa, parece que los portugueses son pioneros a día de hoy en reinventar las formas del documental, y es quizá este hecho junto con su maestría lo que potencia en Las mil y una noches un impacto emocional brutal: el sustrato es siempre la realidad, una realidad no exenta de miseria, podredumbre, celos y ruindad, pero también de compasión, nostalgia, ternura, fuerza y apoyo mutuo. Las numerosas historias que componen el relato son una oportunidad múltiple de consagrar la maestría de Miguel Gomes como uno de los mejores contadores de historias del cine de nuestro tiempo, a la vez que demuestra su compromiso artístico de justicia con el tiempo y el espacio que le han tocado vivir: Portugal estafado, Portugal iluso, digno, superviviente, Portugal querido, profunda saudade.

“No llore, señora mía, pues las lágrimas son contagiosas”

Verla es un placer imprescindible.

 

Cementery of Splendour

Está claro que la última obra de Apichatpong Weerasethakul está plagada de sus obsesiones habituales. Lo onírico, la alegoría, la mística que surge desde el naturalismo tailandés más desprovisto de artificio, espíritus que se manifiestan en los constantes tiempos muertos de los habitantes de sus películas. El ritmo de la vida en Tailandia transcurre lentamente, y esta vez la mitad de la película transcurre en una habitación de soldados enfermos de sueño perpetuo y enfermeras que les cuidan. La fotografía grisácea contrasta con la magnificencia del mundo místico que se nos narra, los espíritus de dioses ancestrales que trata de mostrar el director, encarnados en personas reales y normales, nos dan las pistas de la historia, que avanza por el diálogo entre ambos mundos, aunque nosotros solo vemos el nuestro, puesto que el otro se expresa siempre a través del testimonio de los cuerpos poseídos. En un ambiente médico de hospital, destaca la presencia de una de las enfermeras, una médium cuyos poderes son lo único que arroja algo de luz allá donde la ciencia nunca llega. El peso de la historia reside más en aquello que no vemos ni oímos, y ahí está la clave del cine espiritual del tailandés, en una cinta que no ha sido tan valorada por la crítica como su obra anterior, y donde el talento alegórico del director se muestra omitido, por la propia naturaleza del relato. Sin embargo, sigue resultando de interés para quien sepa disfrutar de los tiempos muertos y la cotidianidad rural.

 

 

Festival de Cine Europeo de Sevilla II. Les Deux Amis y The Childhood of a Leader

Festival de Cine Europeo de Sevilla II. Les Deux Amis y The Childhood of a Leader

Les Deux Amis

Louis Garrel presenta su ópera prima, estrenada en Cannes y coescrita con Christophe Honoré, quien le ha dirigido como actor en cinco ocasiones.

Más que un trío amoroso, la cinta presenta tres personajes, esbozados con destreza, presos del capricho y entregados al deseo y sus estragos, sin pretender maquillarlos de la tradicional poesía francesa heredera de la Nouvelle Vague. Las actuaciones dan la talla en un guión que consigue que ninguno de los tres cojee.

El joven Garrel presenta en esta comedia con tintes de drama un sentido del humor elegante y sobrio a pesar del histrionismo teatral de los personajes (no en vano, se trata de una adaptación teatral de una obra de Alfred de Musset), intentando alejarse, confiesa el director en la ronda de preguntas posterior, de la solemnidad pedante propia de la nueva ola, consciente de lo que se esperaba de él por ser hijo de quien es y por algunos de sus papeles en esta clase de películas. No obstante, algunas situaciones que pretenden ser dramáticas acaban resultando cómicas por su exagerado patetismo.

El paso a la madurez que nunca llega no está exento de violencia, que Garrel nos propone como parte del amor en una perspectiva interesante del paradigma. El bello Garrel como personaje es una seriedad no dignificada esta vez, de la que se burla Vincent Macaigne con sus momentos de patetismo encantador y su inmadurez extrema. La tercera pata del trío, Golshifteh Farahani, aporta todo el drama a la historia y es el único elemento destacable de la película: consigue crear un personaje realmente atrayente, una femme fatale sin margen de maniobra, con mención especial a la escena de su baile liberador y sublime, guiño de Garrel a tantos cineastas amantes del baile, de Lanthimos a Godard.

Deux Amis no es una película extraordinaria, sino mediana, no obstante necesaria y recomendable, con algunas frases y momentos que hacen que su visionado merezca la pena.

 

The Childhood of a Leader

En cada edición, el SEFF nos regala dos o tres (como mucho) verdaderas obras maestras. Este año he tenido la suerte de toparme con una de ellas.

Estreno en por la puerta grande de Brady Corbet, que viene a desplegar ante mis ojos atónitos  su talento descomunal tras la cámara. En un experimento hipotético similar al Enemy de Villeneuve que tantas posibilidades permite, el director y la coguionista, Mona Fastvold, inspirados en relatos de Sartre y Fowles, redactan la vida de un trasunto de Adolf Hitler con marca propia: un sol dorado y una infancia extremadamente sombría. Para lograr el ambicioso proyecto de realizar un drama de época enraizado en un retrato psicológico de represiones familiares extremas, Corbet ficha a los mejores artistas posibles: el genio Scott Walker hace la banda sonora (otra obra maestra en sí misma) inesperada, sutil, estridente, conemporánea, que aporta texturas y significados más allá de la imagen. El director de fotografía, Lol Crawley, trabaja la cámara con tal exquisitez que muchos planos parecen filmados por el mejor John Alcott en Barry Lyndon, sacando partido máximo de ese chiaroscuro perpetuo soñado por Rembrandt. Hay algo de Kubrick en la película: el trabajo con el extraordinario protagonista, el niño Tom Sweet, su expresión de terrible hastío y su ira reprimida, sus explosiones impagables. Hay mucho de Haneke con esa visión oscura de los desiertos ensombrecidos del alma humana, su fuera de campo, su violencia incómodamente latente, no mostrada, siempre reservada, que acentúan ese ambiente irrespirable. Coronada con un final que bien podría ser un mano a mano entre el dramatismo tremendo de Paul Thomas Anderson y una locura de Gaspar Noé. El director logra con inesperada maestría propia de un experimentado controlar el silencio, el gesto, y el tiempo, construir el espacio, el tono y el estilo tenebroso de una pesadilla de Poe, enmarcados en un paisaje rural enmarañado de ramas y hojas en los albores del pasado siglo, filmado casi a oscuras. Somos testigos de los conflictos de poder de una familia adinerada exiliada en una mansión decadente y ruinosa, esperando el momento de regresar a Alemania, pero este es solo el pretexto de lo que vendrá. La Cinta Blanca siendo alimentada por una potencia de resonancias Wagnerianas, un motor de inestabilidad que ruge en segundo plano, la misma represión dominadora que desencadena la locura en The Nightmare, el óleo romántico de J.H.Füssli. Cada segmento de significación suma a favor de un todo descomunal. No se la pierdan.