por Rubén Fausto Murillo | Mar 9, 2018 | Críticas, Música |
Era llena de gracia, como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!
Hay conciertos que sabes mientras los disfrutas que su recuerdo te acompañará siempre. Algo muy grande ocurre en cada uno de nosotros cuando determinada música toca lo más hondo de nuestro ser y trasforma de manera irreversible nuestra vida. Quizás es esto lo que hace que estas experiencias sean trascendentes en tanto que son profundamente trasformadoras de nuestra realidad.
En el Palau de la Música Catalana el pasado sábado 24 de febrero, muchos pudimos vivir una experiencia similar, en un estupendo concierto protagonizado por tres consumados artistas: la soprano Diana Damrau y el tenor Jonas Kaufmann acompañados al piano por el maestro Helmut Deutsch.
El programa anunciado era uno de los ciclos de lieder más celebres de la historia. Me refiero al Italienisches Liederbuch de Hugo Wolf y que su propio autor definió como: “mi trabajo más original y artísticamente logrado”. Escritos sobre textos de antiguos poemas italianos traducidos por Paul Heyse, constituyen una de las más bellas muestras del lied de finales del siglo XIX. Organizadas en dos libros de 22 y 24 Lieds cada uno, en ellos Wolf muestra todo su oficio y maestría como compositor de una de las más depuradas formas musicales de tradición alemana. Para poder entender cabalmente ante lo que estamos, y dejar de escuchar comentarios como “a mí me gustan más las napolitanas de toda la vida” tenemos que ver el peso que tiene el Lied como quinta esencia del arte musical alemán por excelencia. Si tiráramos del hilo del tiempo, veríamos que estos lieder beben de una tradición iniciada por los Minnesänger en Alemania durante los siglos XII y XIII a imagen de los trobadours (trovadores) provenzales. Ellos cantaban generalmente al amor cortés, o sobre grandes gestas heroicas, entre otros temas,pero siempre a través de poemas muy bien elaborados, donde la música suele complementar o enfatizar lo dicho por la palabra escrita. Es en el siglo XIX cuando el Lied logra un grado de refinamiento hasta ese momento no conocido, F. Schubert, R. Schumann, o J. Brahms entre otros grandes nombres, producen auténticas joyas en los innumerables ciclos de canciones donde el común denominador es la poesía de altísimo nivel por la cual estos maestros se expresan.
J.W.von Goethe, F. Schiller, J. Mayrhofer o J.von Eichendorff entre otros ilustres autores, son la fuente de la que parten los compositores para crear pequeñas obras de arte, donde la música solo remarca, ahonda, sensibiliza aún más la profundidad de la obra poética. Cuando escuchamos por ejemplo, «Der Erlkönig” de F.Schubert, la obra nos comunica muy vívidamente la angustia de un padre que sabe que un ser fantástico está literalmente arrancándole de los brazos la vida de su hijo enfermo, mientras cabalga por en medio de una noche oscura y cerrada. El poema original de Goethe se ve potenciado por la música de Schubert, desvelando todo su potencial dramático.
Wolf, personaje lleno de claroscuros. Polémico, siempre insatisfecho, hipersensible a la más mínima critica, pero de una sensibilidad exquisita, aporta a esta tradición, grandes títulos entre los que destacan mucho los italienisches Liederbuch por su sencillez y al mismo tiempo por la perfección técnica con que une hasta el más mínimo detalle en un todo lleno de vida y emoción. Son pequeñísimas gotas de un perfume muy delicado que cuando es percibido por los sentidos, logra cautivarte profundamente.
Para ejecutar estas obras, hay que estar realmente en estado de gracia. Damrau, Kaufmann y Deutsch lo estaban. Los cantantes, mostraron un soberbio dominio tanto del escenario como de la canciones, hasta en sus mínimos detalles. Recreando los breves poemas que lo mismo hablaban del amor más profundo, como lo hacían sobre la muerte. Actuando y atrapando al público con sus gestos, demostraron por qué tienen la estatura artística que tienen. Deutsch al piano, por otra parte, siempre en el lugar justo, dando soporte, acompañando, impulsando en la medida justa tal o cual frase, dando pie a que la magia ocurriera, completando el círculo virtuoso que las voces tejían lentamente. Por momentos, y permítanme la licencia poética, era como sin en el recinto el ambiente se percibiera casi perfumado ante la ambrosia que en el aire flotaba.
Sería injusto decir quién de los cantantes brilló más sobre el escenario, porque los dos lo hicieron. Pero quizás, el momento más hermoso del concierto lo viviéramos muchos cuando, Kaufmann, haciendo un alarde de musicalidad y profundidad, cantó el hermoso lied “Sterb’ ich, so hüllt in Blumen meine Glieder” (cuando muera, cubran mi cuerpo con flores) lleno de frases lentas y muy sentidas, que exigen ser cantadas pausadamente, construyéndolas nota a nota con un fino hilo de voz.
Por la misma época en que Wolf escribía este ciclo de lieder, en París, el poeta mexicano Amado Nervo, escribía en memoria de su difunta esposa los versos arriba citados, y que tras terminado el concierto vinieron a mi memoria. Realmente los tres intérpretes estaban llenos de gracia y tras escucharlos esa noche será muy difícil olvidarlos.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 7, 2018 | Críticas, Música |
La Staatsoper de Berlín, después de años de obras, ha vuelto a su sede original, en Unter den Linden. El regreso a su sede original está siendo celebrada por todo lo alto, con una programación que intenta renovar la imagen de la Staatsoper, considerada junto a la Deutsche Oper un centro más bien conservador en cuanto a escenografía y programación. El punto medio lo encontraron en Salome, de Richard Strauss. Es una de las óperas más emblemáticas del repertorio y sabe contentar a todos los públicos: no es demasiado transgresora para los más aficionados al repertorio previo al siglo XX y, a los seguidores de la contemporánea, como esta que escribe, la entendemos como una obra fundamental para conocer los derroteros posteriores de la música y su unión con el teatro. Su estreno el pasado 4 de marzo ha causado un gran revuelo entre melómanos en la capital alemana.
Una puesta en escena (Hans Neuenfels) bastante sobria y fría acompañó toda la función. La escala de grises era predominante en la escenografía y el vestuario, dando una sensación de continuidad visual. Al principio, los personajes se presentaban casi como parias que poco a poco iban adquiriendo su dignidad. Salome (Ausrine Stundyte), se desprendió pronto de una gran falda de tules que le daban un toque aniñado, cambiando así, con peinado de los años 20 y mono, de paria a business woman. Su imagen era una suerte de cuadro de Tamara de Lempicka. Herodias (Marina Prudenskaya), estaba caracterizada como una femme fatale en un traje de noche -similar al que llevaban muchas mujeres entre el público (siguiendo la falsa asociación de que ir a la ópera tiene que significar ir de punta en blanco y luciendo, por tanto, gala y status)- y Herodes (Gerhard Siegel) como un pobre hombre con mucho dinero. Algunos lugares comunes caracterizaban a los demás. La guardia vestía trajes coloniales, aunque no queda claro si tratando de crear un vínculo entre ellos y la situación del reino de Herodes, en la actual Jordania, o si se trataba de guardar una estética que podría haberse encontrado en algunas películas de cine clásico situadas en países africanos, como Casablanca. Los judíos vestían esmoquin y sombrero, creando su perorata sobre la naturaleza divina en una conversación de señores en un salón y no en una discusión teológica. Jochanaan (Thomas J. Mayer), junto a Narraboth (Nikolai Schukoff) eran los dos personajes más interesantes a nivel de vestuario. El primero, con un toque andrógino, no obedecía a ningún estereotipo como los anteriores personajes. Narraboth, aunque exotizado -imitaba la estética gitana-, cooperaba a romper la lógica de los años 20 que seguían los demás personajes, que rezumaban algo de lo burgués que el propio Strauss puso en jaque con la obra.
El uso del escenario fue bastante limitado y muy básico. La celda en donde estaba Jochanaan era, a primera vista, una especie de nave espacial suspendida en el escenario. Luego se evidenció su forma fálica, algo que en apariencia cooperaría a poner sobre la mesa el carácter erótico de la pieza (algo que no hace falta explicitar de una forma tan burda). Resultó un tanto monótono y no ayudó a explorar espacios aún por descubrir de la pieza que se podrían revelar en la escenografía. El momento más trágico fue el ausente baile de los siete velos, unos de los hits de la pieza y motivo del escándalo que ocasionó en su estreno. En la segunda escena apareció allí un absurdo personaje extra, totalmente innecesario a mi gusto, el propio Oscar Wilde (Christian Natter), con dos testículos sin pene colgando por fuera del pantalón. Él, vestido con un atuendo entre el fantasma de la ópera y el sadomasoquismo, fue el que «bailó» con Salomé en los siete velos. Creo que, de todas las opciones posibles, quizá esta sea una de las peores. Aunque parece que se perscindió del baile para no objetualizar a Salomé o, en términos generales, a la figura femenina por parte de Sommer Ulrickson, a cargo de la coreografía, creo que hay una falsa comprensión de esa escena si se entiende como una objetualización. Aunque esta discusión podría llevarnos muy lejos, la danza de los siete velos es la primera aparición explícitamente erótica en la que una mujer sigue su deseo sin condena moral. Es decir, aquí, la relación con el cuerpo se modifica. Éste se vuelve explícito: ya no es portador de algo espiritual. En el cuerpo no se explicita lo problemático o no problemático de la acción. En acciones moralmente reprobables según la moral de la época, la palabra tenía que aclarar en qué sentido se mostraba “la perversión”. Lo vemos, por ejemplo, en el II acto de Cosi fan tutte de Mozart, Fiordiligi se lamenta por desear a otro hombre, por dejarse llevar.
Estoy ardiendo
y ese ardor mío ya no es efecto
de un amor virtuoso,
es inquietud, afán, remordimiento,
arrepentimiento, ligereza,
perfidia y traición.
Por piedad, amor mío, perdona
el error de un alma enamorada;
entre estas sombras y estas
plantas siempre quedará escondido,
oh Dios.
Salomé es el deseo sin culpa, y la danza de los siete velos no la baila para Herodes, sino para sí misma. Así que la eliminación del baile, sustituido por movimientos coreográficos absolutamente naïves, pusieron en jaque el propio sentido de la obra. En un intento de no cosificar a Salomé, se diluyó el potencial radicalmente antiburgués de la obra. Un pequeño guiño al tango fue, simplemente, una asociación simplista que quería calmar la mala conciencia de prescindir de algo tan fundamental como es esta danza. En fin, que habría que recordar la obviedad que el baile puede ser radicalmente transgresor y, por supuesto, también feminista -si esa era la intención. Al final de la obra irrumpe una instalación de lámparas con la forma de la cabeza de Jonachaan, como único elemento distinto a la línea escenográfica mantenida hasta entonces, que permiten a Salomé besar a varios Jochanaan y, como acción creo que con un talante compensatoria por la supresión de la danza, que una de esas cabezas le haga un cunnilunguis. Es lo que pasa cuando se confunde lo erótico con lo sexual.
Un atropellado director tuvo que sustituir dos bajas de directores invitados previamente. El que salvó el pato fue el joven Thomas Guggeis, asistente de Barenboim, que hizo un trabajo impecable para las condiciones en las que tuvo que ponerse al frente de tal evento. Pero se notó en la falta de ensayos con los cantantes y un abuso del cómodo plano entre mezzofortes-fortes. Salome (Ausrine Stundyte) estuvo bastante justa en los graves, fue algo arbitraria la alternancia entre voz impostada y el Sprachgesang, pero tenía muy clara la dirección y presencia de su personaje. Suelo perdonar fallos técnicos si se justifican por las exigencias teatrales, aunque en el caso de Stundyte creo que, simplemente, el papel le quedaba algo grande. Marina Prudenskaya, Gerhard Siegel y Thomas J. Mayer, por su parte, mostraron mucho más aplomo. Mayer fue un Jochanaan de una elegancia extrema, que mantuvo un excelente nivel vocal pese a las exigencias coreográficas de este montaje, que implicaban cantar en posiciones muy extrañas y con un apretado corpiño. Prudenskaya supo brillar y sobresalir más de lo explicitado en su rol y fue, quizá, la más expresiva a nivel teatral. Siegel estuvo soberbio, trabajando el registro del viejo verde que quiere ver a su hijastra bailar y al tirano que manda asesinarla a sangre fría casi como si de dos personajes se tratase, pero manteniendo la continuidad teatral, algo que mostraba a su personaje como algo tan real y doloroso como la convivencia contradictoria entre lo racional y lo irracional con la que tenemos que lidiar y de la que no siempre nos gusta asumir las consecuencias. La orquesta, salvo el trabajo dinámico escaso -especialmente al principio, que hizo algo monótona la puesta en escena junto a la sobriedad del escenario- mantuvo un nivel excelente, especialmente en los complicadísimos solos de oboe y clarinete bajo.
Los abucheos y bravos finales del público son expresión de mi propia impresión: que hubo momentos muy buenos, otros lamentablemente prescindibles. Desde luego, es un paso fundamental en la búsqueda de una Salomé memorable en la capital berlinesa, después del desastre de la Deutsche Oper. Quizá habría que revisar algunas de las aportaciones que, ya desde los años 70, como el trabajo de Pina Bausch, muestran que es posible repensar temas como lo erótico y una visión crítica de lo bíblico sin caer ni en lugares comunes, sin pecar de buenismo y sin tener miedo de asustar a aquellos visitantes de la ópera, que se marcharon el día del estreno y hoy van para tomar un champán antes y después de la representación, que es para ellos lo de menos. Es decir, creo que se trataría de reubicar la ópera en general y este tipo de piezas, transgresoras y contestarias, en particular, en una nueva tesitura, donde su potencial se explore poniéndonos frente a nuestros tabúes y terrores sociales.
por Jose Luis Perdigon | Feb 22, 2018 | Críticas, Música |
El pasado 17 de febrero se celebró en la sede de la Akademie der Künste (adK) berlinesa uno de los encuentros organizados por el festival AFEKT. Desde sus inicios allá por el 2001, estos encuentros han promovido la música contemporánea estona, expandiendo sus fronteras más allá de los límites nacionales. Aparte de renombrados compositores estonios, como Jüri Reinvere o Helena Tulve, en esta ocasión contaron también con la participación de la compositora de origen londinense Rebecca Saunders. Este carácter, tanto reivindicativo como aperturista, ha cristalizado siempre en programas estimulantes -que permiten introducirse en música poco transitada y ponerla en valor junto a compositores más consolidados en el panorama internacional-. Como próximas colaboraciones anuncian las de la propia Saunders y Lachenmann para este próximo otoño y las de Märt-Matis Lill o Toshio Hosokawa para 2019.
El Requiem (2009) para flauta, cuatro voces masculinas, cinta y vídeo de Jüri Reinvere abrió el concierto. La obra de este compositor, escritor y ensayista estonio, discurre en un diálogo constante entre las reflexiones del narrador, las imágenes de deportados estonios de la primera mitad del siglo XX y la línea virtuosa de la flauta solista- enriquecida esporádicamente con vaporosas intervenciones de las cuatro voces. Este conjunto cargado de tristeza, lleno de reflexiones sobre el tiempo, la espiritualidad, la impermanencia o la fragilidad de las esperanzas humanas, consigue su propósito en parte. El texto -del propio compositor- y la nostalgia de las imágenes no logran formar un todo con los intérpretes en vivo, que parecen siempre estar en un extraño plano paralelo, que no seduce ni a modo de contraste. La interpretación de la flautista Monika Mattiesen destacó, a pesar de las dificultades, por su intensidad y expresión -al igual que la de los cuatro miembros de los Neue Vocalsolisten, que demostraron mucho mimo y precisión incluso con un papel tan exiguo.-
La propia compositora Helena Tulve, se hizo cargo de sus Klangobjekte en la siguiente obra del programa. Con el silences/larmes (2006), para mezzosoprano, flauta, copas musicales y la mágica campana de viento nacarada –Perlmutt-Windglocke– se abrió el breve repaso por la obra de esta autora. Su interés por el canto gregoriano y mucha música de transmisión oral, así como su familiaridad con lo orgánico, los patrones e impulsos de origen natural y las transformaciones energéticas; no queda solo en los programas de mano. Desde el comienzo de su silences -con texto sobre fragmentos del poemario Hai Kai de la madre Immaculata Astre- Tulve despliega con naturalidad dos melodías hermanas en mezzosoprano y flauta, con el foco constructivo basado en la pura horizontalidad -reforzada por el reflejo lineal de las copas-. Este diálogo trenzado es interrumpido en dos ocasiones por la campana de viento, generando en la primera ocasión un momento de contraste; sin embargo no obvio, sino pudoroso y lleno de lirismo. A pesar de la sinergia en escena, gran parte del efecto logrado fue posible gracias a la destacada interpretación de la mezzo, también miembro de los Neue Vocalsolisten, Truike van der Poel.
La primera parte se cerró con otra obra de Tulve: There are tears at the art of things (2017/18). Estreno absoluto -para flauta, clarinete bajo, arpa y percusión- en la partitura se percibe una evolución estilistica con respecto a la obra anterior. La base inspiradora de la pieza se encuentra en una cita de La Eneida de Virgilio: “sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt” (Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma). Tratada como una revelación humana primordial- y muy unida también al mono no aware japonés- de esta cita, y también de un epitafio de In a Dark Time de Thodore Roethke a modo de cierre, hace surgir Tulve el paisaje sonoro de su obra. Los embistes obsesivos del comienzo van dando paso poco a poco a momentos contemplativos, donde el color es trabajado en detalle. Al contrario que en su silences – y a pesar de lo concreto de las citas en las que se inspira- no se siente en la obra tanta homogeneidad, habiendo algunos momentos menos integrados que parecen sabotear lo conseguido. La interpretación por los miembros del Ensemble Adapter sacó partido a los momentos de más violencia y densidad, sobretodo por parte de la flautista Kristjana Helgadóttir.
Después del pequeño coloquio, el Stasis Kollektiv (2011/2016) de Rebecca Saunders ocupó la segunda mitad del programa. Esta nueva versión de la obra original está dedicada al Ensemblekollektiv Berlin, una agrupación formada por la suma de veintitrés miembros de los ensembles más famosos de la capital alemana- Ensemble Adapter, ensemble mosaik, Sonar Quartett y Ensemble Apparat-. Como muchos de los trabajos de la compositora, la inspiración parte de un breve y esquelético texto de Beckett, Still (1974), donde se describe a un protagonista desconocido observando un atarceder y aguardando algún sonido, con la cabeza entre sus manos temblorosas. Esa ambivalencia entre luz y oscuridad, silencio y sonido, movimiento y quietud; es una constante en toda la obra de Saunders, que encuentra en las infinitas interpretaciones e intensidad -pero a la vez sobriedad y fugacidad- de los últimos textos de Beckett un paralelo ideológico a muchos niveles. Como un collage articulado sobre el espacio, los músicos se reparten formando pequeños grupos de cámara y se posicionan en diferentes lugares, dependiendo de en que edificio se interprete la obra. En esta ocasión, a lo largo de los cuatro niveles de la sede de la AdK, público y músicos se mezclaban en aparente desorden. Desde el bombo de la entrada hasta el violín de la cuarta planta, el espectador se sentía rodeado y con la sensación de poseer un verdadero protagonismo, incluso tras el apagado de las luces. Los susurros de la flauta baja y la cuerda grave rompieron el “vacio” y anunciaron el trazo que supone la pieza.
Sobre una paleta de sonidos muy reducida, Saunders amplía y reduce a su antojo los enfoques del objeto en la obra; donde se suceden momentos de pura poesía junto a otros minutos de agresividad que nunca estalla del todo aunque lo parezca. Por si fuera poco -y a modo de coreografías teatrales- muchos de esos pequeños grupos de cámara se trasladaban silenciosamente por los niveles, haciendo de ese collage algo vivo y difuminando así en parte su connotación firme y plástica. El Ensemblekollektiv Berlin se sintió en todo momento como una gran unidad, a pesar de lo difícil que pudiera parecer. El trabajo de diálogo entre los diferentes pisos y grupos -así como la precisión y el balance en las dinámicas- fueron piezas fundamentales para que esa imponente arquitectura sonora no se viniese abajo. Cuando los cincuenta minutos de obra terminaron, la familia, que ya formabamos todos los presentes, aplaudimos, nos levantamos y nos fuimos. Así, sin más. A veces asomarse a un vacío puede llenar de cosas otro vacío. O, dicho de otro modo, si se trataba de mover algo, prácticamente nada parecía estar en su sitio al terminar la obra. Tal vez, solo Beckett podría ponerlo en palabras: “Una noche mientras estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse e irse. Una noche o un día. Porque cuando su propia luz desapareció no quedó a oscuras”.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 20, 2018 | Críticas, Música |
Seguramente estimado lector, alguna vez has recibido un regalo de esos que prometen. La sola vista sobre el paquete perfectamente envuelto anuncia que el regalo será de esos que atolondran los sentidos. Te dispones a abrir el obsequio y sientes palpitar tu corazón lleno de emoción, y tras penetrar en el secreto oculto por tanto adorno, tu alma directamente se va por el sumidero al ver que aquel tan espléndidamente anunciado regalo no es otra cosa más que… un objeto, cosa u articulo más y que además, sinceramente, no sabes dónde vas a colocarlo en tu casa.
Al que escribe, se le quedó cara de ¿de verdad esto es mí regalo? El pasado sábado 9 de febrero al salir del concierto dado por la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Saber que Maria João Pires vendría a tocar Mozart era causa suficiente para llenar, como de hecho sucedió, l’Auditori. Su dilatada carrera la avala como una exquisita intérprete del genio de Salzburgo. Aún recuerdo las tardes que pasé en mis juveniles años de formación en el conservatorio, escuchando sus maravillosas lecturas de las sonatas de Mozart. Esto hacía que el regalo estuviera asegurado, y si además agregamos, que en reciente fecha su agente en Londres anunciará que tras casi 70 años de carrera se retira de los escenarios, la cita era ineludible. Quedan muy pocos mitos vivos para dejar pasar la oportunidad de disfrutar de ellos.
El programa era potente, primero una obra de estreno del maestro Ferran Cruixent comisionada por la FUNDACIÓN SGAE, AEOS y la misma OBC. Deus ex machina es una obra interesante, con un lenguaje atractivo al público, aunque necesitada de más desarrollo en todas sus potencialidades. Nos plantea una serie de reflexiones interesantes sobre lo que el mismo autor denomina “la fascinación por la dependencia humana de la tecnología“. La expresión fue acuñada por Aristóteles, refiriéndose a que dentro de las tragedias griegas, era una maquina quien traía a escena a los actores que, haciendo los papeles de dioses, resolvían el entuerto planteado en la trama de la tragedia. La máquina entonces, se constituía en la portadora de una ayuda resolutiva, externa y divina, en este punto Cruixent se pregunta y nos confronta ante ese constante depender de las máquinas y en concreto, de nuestros móviles, para resolver casi todo en nuestra vida. Utilizando entre otras técnicas el Cyber Singing, los músicos utilizaban durante la ejecución de la obra sus teléfonos móviles donde previamente se habían descargado un archivo MP3 enviado por Cruixent y que es un elemento más de la obra.
Llegó el plato fuerte, el concierto para dos pianos y orquesta núm.10 en Mi bemol mayor KV 365 de W.A.Mozart y junto a Maria João Pires apareció Ignasi Cambra, estupendo pianista catalán que desde hace años trabaja con la maestra Pires en el proyecto “Partitura”. Kazushi Ono inició la ejecución de la obra y ya desde los primeros compases la sensación de “¿es esto mi regalo?” lo impregnó todo. Por un lado la OBC se tomó literalmente como un bolo más la obra de Mozart, cosa nada extraña por cierto (se ve que el Salzburgués es demasiado clásico para el ecléctico paladar de muchos músicos) en una lectura plana y fría del acompañamiento orquestal. Ciertamente, en el plan original de Mozart, el peso de la obra recae sobre los solistas, restando mucho de su habitual papel a la orquesta. Pero lo que se escuchó en la sala Pau Casals esa noche fue algo absolutamente rutinario y casi burocrático. Se creó sobre el escenario algo realmente sorprendente, en una interpretación, dijéramos a tres niveles: en un nivel muy alto, Maria João Pires, mostró por qué es quien es, leyó la obra dándole una musicalidad y una elegancia maravillosas. A una buena distancia de ella Ignasi Cambra, que pese a todos sus esfuerzos nunca logró hacer un todo con la maestra Pires. Se le notaba nervioso, por momentos apresurado y esto, influyó y mucho en su calidad musical. El resultado fue que el dúo de pianos nunca logró cuajar cabalmente y la obra, en su parte solista, quedó muy deslucida, al ser escrita por Mozart para dos intérpretes en igualdad de condiciones. En un último nivel, la OBC que, como ya apunté, trató a la obra de Mozart como requisito más para dar continuidad al concierto, cosa que preocupa y mucho, porque demuestra que cuando el programa gusta a los músicos, logran interpretaciones de primer nivel, cuando por las razones más peregrinas, el programa o alguna obra no les interesa, el esfuerzo es mínimo y la calidad de la misma orquesta, antes maravillosa, es francamente muy deficiente.
La última obra del programa fue la Primera sinfonía en Do menor, Op. 68 de Johanes Brahms. Obra maravillosa, llena de la energía y el vigor de un Johanes Brahms que se sabe poseedor de una maestría absoluta a la hora de trabajar. Todo está perfectamente meditado y contrastado en esta partitura que su autor trabajó durante casi catorce años. De hecho, la obra sinfónica de Brahms en su conjunto es fruto ya de un compositor muy maduro y con muchas obras a sus espaldas, lo que hace harto difícil poder decantarse por alguna de ellas como la mejor. Todas son perfectas en su escritura y todas son un universo perfectamente bien concatenado en sí mismas. La lectura de Kazushi Ono siguió la tónica del concierto, no logramos escuchar la mejor versión de nuestra orquesta, quizás para hacerlo tengamos que esperar un nuevo programa, dijéramos, más inspirador que saque lo mejor de todos. De cualquier manera, pese a que regresé con cara de “vaya, esto fue mi regalo” la oportunidad de haber escuchado a Maria João Pires en su última gira de conciertos, es un hecho a guardar en la memoria, y muchos lo haremos. Muchos le debemos grandes momentos, de esos que no se olvidan.
por Elio Ronco Bonvehí | Feb 16, 2018 | Críticas, Música |
Hay obras endiabladamente difíciles que requieren un dominio técnico para abordarlas. Si encima juntamos tres de estas obras en un concierto sin pausas, la hazaña es todavía mayor. Pero las tres últimas sonatas de Beethoven son mucho más que un reto técnico, su profundidad empalidece en comparación con su dificultad y una interpretación impecable, como lo fue la de Elisabeth Leonskaia en el Palau de la Música de Barcelona, no sirve de nada si no se asienta en un planteamiento que permita articular su riqueza.
Leonskaia no parecía del todo cómoda en el Palau. Los numerosos ruidos que desde el principio se escucharon en la sala parecieron importunarla, hasta el punto de hacerle demorar el inicio de la segunda sonata a la espera del ansiado silencio. Hace apenas un mes, Barenboim reprendió duramente al ruidoso público que llenaba el Palau. Aunque en esta ocasión el nivel de ruido no era ni de lejos el mismo, es normal que algo así estropee la conexión entre público y artista y podría explicar, al menos en parte, el carácter distante de la interpretación de Leonskaia.
El inicio de la sonata nº 30 Op.109, con un marcado rubato, parecía presagiar una interpretación muy personal, pero la sensación se desvaneció a medida que la obra avanzaba. Los contrastes, las dinámicas, el fraseo… todo parecía obedecer más a la intuición de la intérprete en el momento que a un plan trazado a partir del estudio previo de la partitura, con lo que los efectos puntuales se impusieron al efecto global. El dominio del instrumento y el talento de la intérprete legendaria estaban allí, pero en esta ocasión la inspiración de Beethoven no se vio correspondida en la interpretación.