Luces y sombras en el nuevo montaje de Salome de la Staatsoper de Berlín

Luces y sombras en el nuevo montaje de Salome de la Staatsoper de Berlín

La Staatsoper de Berlín, después de años de obras, ha vuelto a su sede original, en Unter den Linden. El regreso a su sede original está siendo celebrada por todo lo alto, con una programación que intenta renovar la imagen de la Staatsoper, considerada junto a la Deutsche Oper un centro más bien conservador en cuanto a escenografía y programación. El punto medio lo encontraron en Salome, de Richard Strauss. Es una de las óperas más emblemáticas del repertorio y sabe contentar a todos los públicos: no es demasiado transgresora para los más aficionados al repertorio previo al siglo XX y, a los seguidores de la contemporánea, como esta que escribe, la entendemos como una obra fundamental para conocer los derroteros posteriores de la música y su unión con el teatro. Su estreno el pasado 4 de marzo ha causado un gran revuelo entre melómanos en la capital alemana.

Una puesta en escena (Hans Neuenfels) bastante sobria y fría acompañó toda la función. La escala de grises era predominante en la escenografía y el vestuario, dando una sensación de continuidad visual. Al principio, los personajes se presentaban casi como parias que poco a poco iban adquiriendo su dignidad. Salome (Ausrine Stundyte), se desprendió pronto de una gran falda de tules que le daban un toque aniñado, cambiando así, con peinado de los años 20 y mono, de paria business woman. Su imagen era una suerte de cuadro de Tamara de Lempicka. Herodias (Marina Prudenskaya), estaba caracterizada como una femme fatale en un traje de noche -similar al que llevaban muchas mujeres entre el público (siguiendo la falsa asociación de que ir a la ópera tiene que significar ir de punta en blanco y luciendo, por tanto, gala y status)- y Herodes (Gerhard Siegel) como un pobre hombre con mucho dinero. Algunos lugares comunes caracterizaban a los demás. La guardia vestía trajes coloniales, aunque no queda claro si tratando de crear un vínculo entre ellos y la situación del reino de Herodes, en la actual Jordania, o si se trataba de guardar una estética que podría haberse encontrado en algunas películas de cine clásico situadas en países africanos, como Casablanca. Los judíos vestían esmoquin y sombrero, creando su perorata sobre la naturaleza divina en una conversación de señores en un salón y no en una discusión teológica. Jochanaan (Thomas J. Mayer), junto a Narraboth (Nikolai Schukoff) eran los dos personajes más interesantes a nivel de vestuario. El primero, con un toque andrógino, no obedecía a ningún estereotipo como los anteriores personajes. Narraboth, aunque exotizado -imitaba la estética gitana-, cooperaba a romper la lógica de los años 20 que seguían los demás personajes, que rezumaban algo de lo burgués que el propio Strauss puso en jaque con la obra.

El uso del escenario fue bastante limitado y muy básico. La celda en donde estaba Jochanaan era, a primera vista, una especie de nave espacial suspendida en el escenario. Luego se evidenció su forma fálica, algo que en apariencia cooperaría a poner sobre la mesa el carácter erótico de la pieza (algo que no hace falta explicitar de una forma tan burda). Resultó un tanto monótono y no ayudó a explorar espacios aún por descubrir de la pieza que se podrían revelar en la escenografía. El momento más trágico fue el ausente baile de los siete velos, unos de los hits de la pieza y motivo del escándalo que ocasionó en su estreno. En la segunda escena apareció allí un absurdo personaje extra, totalmente innecesario a mi gusto, el propio Oscar Wilde (Christian Natter), con dos testículos sin pene colgando por fuera del pantalón. Él, vestido con un atuendo entre el fantasma de la ópera y el sadomasoquismo, fue el que «bailó» con Salomé en los siete velos. Creo que, de todas las opciones posibles, quizá esta sea una de las peores. Aunque parece que se perscindió del baile para no objetualizar a Salomé o, en términos generales, a la figura femenina por parte de Sommer Ulrickson, a cargo de la coreografía, creo que hay una falsa comprensión de esa escena si se entiende como una objetualización. Aunque esta discusión podría llevarnos muy lejos, la danza de los siete velos es la primera aparición explícitamente erótica en la que una mujer sigue su deseo sin condena moral. Es decir, aquí, la relación con el cuerpo se modifica. Éste se vuelve explícito: ya no es portador de algo espiritual. En el cuerpo no se explicita lo problemático o no problemático de la acción. En acciones moralmente reprobables según la moral de la época, la palabra tenía que aclarar en qué sentido se mostraba “la perversión”. Lo vemos, por ejemplo, en el II acto de Cosi fan tutte de Mozart, Fiordiligi se lamenta por desear a otro hombre, por dejarse llevar.

Estoy ardiendo
y ese ardor mío ya no es efecto
de un amor virtuoso,
es inquietud, afán, remordimiento,
arrepentimiento, ligereza,
perfidia y traición.

Por piedad, amor mío, perdona
el error de un alma enamorada;
entre estas sombras y estas
plantas siempre quedará escondido,
oh Dios.

Salomé es el deseo sin culpa, y la danza de los siete velos no la baila para Herodes, sino para sí misma. Así que la eliminación del baile, sustituido por movimientos coreográficos absolutamente naïves, pusieron en jaque el propio sentido de la obra. En un intento de no cosificar a Salomé, se diluyó el potencial radicalmente antiburgués de la obra. Un pequeño guiño al tango fue, simplemente, una asociación simplista que quería calmar la mala conciencia de prescindir de algo tan fundamental como es esta danza. En fin, que habría que recordar la obviedad que el baile puede ser radicalmente transgresor y, por supuesto, también feminista -si esa era la intención. Al final de la obra irrumpe una instalación de lámparas con la forma de la cabeza de Jonachaan, como único elemento distinto a la línea escenográfica mantenida hasta entonces, que permiten a Salomé besar a varios Jochanaan y, como acción creo que con un talante compensatoria por la supresión de la danza, que una de esas cabezas le haga un cunnilunguis. Es lo que pasa cuando se confunde lo erótico con lo sexual.

Un atropellado director tuvo que sustituir dos bajas de directores invitados previamente. El que salvó el pato fue el joven Thomas Guggeis, asistente de Barenboim, que hizo un trabajo impecable para las condiciones en las que tuvo que ponerse al frente de tal evento. Pero se notó en la falta de ensayos con los cantantes y un abuso del cómodo plano entre mezzofortes-fortes. Salome (Ausrine Stundyte) estuvo bastante justa en los graves, fue algo arbitraria la alternancia entre voz impostada y el Sprachgesang, pero tenía muy clara la dirección y presencia de su personaje. Suelo perdonar fallos técnicos si se justifican por las exigencias teatrales, aunque en el caso de Stundyte creo que, simplemente, el papel le quedaba algo grande. Marina PrudenskayaGerhard Siegel y Thomas J. Mayer, por su parte, mostraron mucho más aplomo. Mayer fue un Jochanaan de una elegancia extrema, que mantuvo un excelente nivel vocal pese a las exigencias coreográficas de este montaje, que implicaban cantar en posiciones muy extrañas y con un apretado corpiño. Prudenskaya supo brillar y sobresalir más de lo explicitado en su rol y fue, quizá, la más expresiva a nivel teatral. Siegel estuvo soberbio, trabajando el registro del viejo verde que quiere ver a su hijastra bailar y al tirano que manda asesinarla a sangre fría casi como si de dos personajes se tratase, pero manteniendo la continuidad teatral, algo que mostraba a su personaje como algo tan real y doloroso como la convivencia contradictoria entre lo racional y lo irracional con la que tenemos que lidiar y de la que no siempre nos gusta asumir las consecuencias. La orquesta, salvo el trabajo dinámico escaso -especialmente al principio, que hizo algo monótona la puesta en escena junto a la sobriedad del escenario- mantuvo un nivel excelente, especialmente en los complicadísimos solos de oboe y clarinete bajo.

Los abucheos y bravos finales del público son expresión de mi propia impresión: que hubo momentos muy buenos, otros lamentablemente prescindibles. Desde luego, es un paso fundamental en la búsqueda de una Salomé memorable en la capital berlinesa, después del desastre de la Deutsche Oper. Quizá habría que revisar algunas de las aportaciones que, ya desde los años 70, como el trabajo de Pina Bausch, muestran que es posible repensar temas como lo erótico y una visión crítica de lo bíblico sin caer ni en lugares comunes, sin pecar de buenismo y sin tener miedo de asustar a aquellos visitantes de la ópera, que se marcharon el día del estreno y hoy van para tomar un champán antes y después de la representación, que es para ellos lo de menos. Es decir, creo que se trataría de reubicar la ópera en general y este tipo de piezas, transgresoras y contestarias, en particular, en una nueva tesitura, donde su potencial se explore poniéndonos frente a nuestros tabúes y terrores sociales.

 

Los dos recitales de Piotr Beczała

Los dos recitales de Piotr Beczała

Piotr Beczała se ha convertido en uno de los favoritos del público barcelonés después de un deslumbrante debut en el Liceu con Werther hace justo un año, al que siguió una excelente interpretación en Un Ballo in Maschera al inicio de esta temporada (con la que salvó unas funciones por lo demás desastrosas). Sin embargo en su recital del pasado viernes la sala del Palau de la Música mostraba no pocos huecos, quizás debido al programa inicialmente anunciado: las canción italianas y polacas no parecieron motivar lo suficiente a un público generalmente más interesado en la ópera que en el lied. Con lo que no contaban es que Beczała, muy consciente de qué repertorio es más popular, acabaría haciendo practicamente dos recitales.

El programa anunciado era precioso, con una primera parte dedicada a canciones italianas que huía de las habituales napolitanas. Flanqueadas por tres populares canciones de Francesco Paolo Tosti y otras tantas -menos habituales- de Stefano Donaudy, pudimos escuchar unas maravillosas rarezas de Ermanno Wolf-Ferrari y de Ottorino Respighi. Si bien no tiene la voz solar de Pavarotti, que tan bien representaba el carácter mediterraneo de estas melodias expansivas, la voz de Beczała es ideal para este repertorio, con su timbre claro, la emisión libre y cómoda en todos los registros y unos agudos resonantes. El atril (lo usó únicamente en la primera parte) le restó un poco de espontaneidad, pero mantuvo en todo momento el contacto con el público y la cuidada dicción con la que desgranaba cada palabra de las canciones demostraba un estudio concienzudo de la partitura. Si algo distingue su canto es la perfección de su emisión y el control de la línea melódica, y su recital fue toda una lección en ese sentido. Sublime resultó, por ejemplo, su interpretación de «Nevicata», una preciosa canción de Respighi que pertenece a un grupo de temática meteorológica. La voz era un flujo sonoro que esculpia sin fisuras y con precisión los arcos de cada frase. Cada contraste, cada matíz, hallaba su lugar con naturalidad. Todavía más natural -o mejor dicho, más extrovertido- se mostró en la segunda parte, al cantar en su lengua nativa canciones de Stanisław Moniuszko y Mieczysław Karłowicz. Fue una suerte poder descubrir este repertorio tan rico y desconocido. Ojalá se hubiera extendido más con él, aunque también valió la pena la incursión al otro lado de la frontera, con una selección de cuatro piezas de las canciones zíngaras de Dvořák magnificamente cantadas. Beczała es consciente de la diferencia entre ópera y canción, por lo que en todo momento adaptó el volumen de su voz al carácter de las obras y a las dimensiones de la sala; solo en notas puntuales -algunos agudos finales- cedió a la tentación de usar toda su potencia vocal, desvirtuando ligeramente el efecto laboriosamente construido durante la pieza. Por lo demás, el equilibrió y la coordinación con Sarah Tysman, fueron completos. La pianista mostró la misma musicalidad al teclado que el tenor, acompañando con una pulsación fluida y expresiva.

Para el final del recital el tenor polaco se reservó un as en la manga. El público sin duda disfrutó de todo el recital (hacía tiempo que no se gozaba de un silencio tan intenso durante un concierto en el Palau), pero fue después de la verdiana «Celeste Aida» cuando se desató la locura, a lo que Beczała respondió generosamente con cuatro propinas operísticas ( «la fleur» de Carmen, «recondita armonia» y «e lucevan le stelle» de Tosca, y «dein ist mein ganzes Hertz» de Das Land des Lächelns) y otra canción del ciclo zíngaro de Dvořák como colofón. En definitiva, casi un segundo recital que empezó con el aria de Aida y se prolongó casi media hora para disfrute del público y también del propio tenor, que liberado del intimismo que impone la canción llenó la sala del Palau con todo el volumen de su voz e impactantes agudos.

 

Malograda Le Prophète en la Deutsche Oper de Berlín: horror vacui, machismo y voces grises

Malograda Le Prophète en la Deutsche Oper de Berlín: horror vacui, machismo y voces grises

Desde el 26 de noviembre la Deutsche Oper de Berlín cuenta entre su programación con una rareza del canon operístico, la poco visitada Le Prophète de Meyerbeer: todo un gesto, habitual en esta casa, de compaginar clásicos del canon con obras infrarepresentadas. En el caso de Meyerbeer, además, su olvido es ciertamente injusto. A simple vista, parece una grand ópera para entretener a burgueses con esmoquin y anteojos. Sin embargo, la composición tiene un talante cosmopolita, mezclando lo mejor de todas las aportaciones nacionales ya claramente disponibles en ese momento; y, al mismo tiempo, pone en cuestión algunos de los recursos clásicos de la ópera, en especial en su exploración del sufrimiento y del formato monólogo del rol de Fidès, como por ejemplo el uso del modo mayor cuando están a punto de matarla) o el acompañamiento basado en las interrupciones instrumentales cuando Fidès tiene que aceptar que su hijo no la reconoce. Su segunda representación, la del 30 de noviembre, es el objeto de esta crítica. La excelente apertura del coro, de gran potencia vocal y mucho criterio musical, auguraban una velada de alta categoría. No tardó en defraudarse la expectativa, con problemas de afinación importantes en los vientos -que reaccionaron con premura- y, sobre todo, un trabajo muy desigual entre los solistas -que no supieron reaccionar en toda la obra-.

Gregory Kunde, en el papel de Jean de Leyde, no estuvo a la altura de las circunstancias. Llegaba ahogado a muchos finales, con serios problemas de afinación en los agudos. La impostación de su voz era irregular, a veces profunda y potente, otras casi nasal. Parecía siempre en búsqueda de su propio sonido: algo impropio cuando ya se está en la función. Llegaba tarde en la preparación del personaje. Sus complicaciones vocales le impidió  un trabajo cuidado de lo teatral, algo en lo que tampoco cooperaron Derek Welton (Zacharie), Andrew Dickinson (Jonas) ni Noel Bouley (Mathisen), el trío de secuaces anabaptistas. Los tres también mostraron sus problemas de afinación y de coordinación (¡era un escándalo lo inexactas que iban las melodías a octavas!) desde su primera aparición con el “Ad nos, ad salutarem undam”. Clémentine Margaine (Fidès) y Elena Tsallagova (Berthe) estuvieron, en comparación, mucho mejor. Aunque ambas exageraron el vibrato y quizá el virtuosismo no estaba del todo justificado para sus personajes, expresivos por otros medios, y que en cualquier caso reclamaba su atención por encima de aspectos teatrales relevantes, estuvieron por lo general muy equilibradas y es de agradecer el trabajo conjunto evidente. Especialmente Margaine brilló por su excelente representación. Sus apariciones eran donde verdaderamente era posible meterse en la historia, donde era posible esa unión de artes que la ópera promete (en su propia definición, incluso antes de Wagner), que no se veía interrumpida por personajes malogrados. La orquesta, que estuvo brillante, especialmente la sección de viento-maderas, destacó aún más por su controladísimo talante ante las dificultades de los cantantes. Parecía que tenía que compensar, de alguna manera, el mal gusto de alguno de ellos y mantener la tensión de la historia. Escuchar la excelente interpretación bajo la batuta de Enrique Mazzola  hizo que, sin duda, la noche valiera la pena.

Ahora viene otro tema polémico: la escenografía, a cargo de Olivier Py. La idea giratoria y modular del escenario estuvo pobremente aprovechada, pues no había verdadera comunicación entre lo que pasaba en el escenario y los personajes. Simple en colores -casi todo en tonos grises- los tonos de color solían provenir de pequeños detalles en el escenario, como carteles o luces. Pero, en lugar de modificar la relación cromática o la estructura del escenario, eran puro exceso, marca del horror vacui de esta escenografía: es el caso de unas imágenes horteras sobre el universo (cuando, además, se hablaba del cielo) o de un avión sacado del más indigno anuncio de cualquier compañía aérea. De ese intento introducir elementos rupturistas en la monotonía cromática y en los módulos (que al final eran los mismos colocados de una forma distinta), se añadieron elementos un tanto hípsters y claramente en diálogo con propuestas más contemporáneas. Se mostraban mensajes en cartón (como vimos en Satyagraha o en el Mondparsifal) y aparecía de vez en cuando un ángel con el torso desnudo y alas también de cartón. Un pastiche mal ejecutado. El mismo intento efectista lo escondía la malograda introducción de un perro en el segundo acto, que intentaba mostrar el lado más humano de de Leyde. Pobre perro. Qué habrá hecho él para que lo metieran de forma tan absurda en la ópera, por no decir lo cuestionable que es el uso de animales en este tipo de contextos. El gesto más creativo, que fue la de aprovechar el escenario giratorio para hacer el ballet del tercer acto también giratorio, resultó ser monótono al cabo de cinco minutos. El presunto caos organizado que quería propiciarse era puro efecto. Y, encima, incidió en otros de los graves asuntos de esta ópera: la inexistente reflexión sobre los roles de género que se estaban reproduciendo.

Y es que hubo varios momentos claves en los que el trato gratuitamente desigual (es decir, no justificados ni siquiera por la época o por la lógica de la historia) eran evidentemente fruto de la escasa reflexión al respecto. El encierro de Fidès y Berthe se convierte en una violación de ésta por parte de Oberthal, en la que solo ella aparece desnuda. Las violaciones son una constante en el ballet giratorio (que dio lugar a un sonoro abucheo entre el público), algo que termina banalizando una experiencia límite y donde, por cierto, eran solo las mujeres las que las sufrían. La estetización de la violencia era una constante, sin dar lugar a ningún tipo de reflexión crítica al respecto. La guinda del pastel fue en la escena final en la que, en el fondo, aparecía una orgía o un club de swingers, no lo tengo muy claro. El caso es que, aunque las relaciones no eran heteronormativas, ellos iban desnudos y peludos, ellas depiladas y con tacones. Es lamentable y, desde luego, inaceptable en los tiempos que corren.

 

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

Copyright de las fotos: Iko Freese

Si bien está más o menos claro que la música tiene que lidiar con la división entre «alta o culta» y «baja o popular», hay una división más que la articula que se suele tener menos en cuenta: la «música infantil» y la «adulta». El doble programa que presenta la Komische Oper, que junta Petrushka, de Stravinsky y -una rareza del repertorio- L’Enfant et les Sortilèges, de Ravel justamente pone en entredicho tal división.

A principios de siglo XX, quizá por los horrores de la Gran Guerra, el tema de lo infantil tenía cierto protagonismo entre pensadores y artistas. Por un lado, porque a los niños de la guerra les quedaría una herida para siempre, la de haber perdido su infancia entre la metralla. Pero, por otro, porque el mundo de los niños representa ese espacio del juego, de las reglas cambiantes, de la magia. Exactamente lo que la guerra no consigue: hablar de que otro mundo es posible. Ambas creaciones lidian con esto, haciéndose cargo de la «exacta fantasía», aquella que trata de describir esos otros posibles.

De la escenografía se encargó el colectivo 1927, que repite con la Komische Oper después de su exitosa Flauta mágicaSu propuesta, como con Mozart, se basa en la combinación de proyección y personajes reales, con una estética entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Se trata de recreaciones visuales de lo que se interpreta de la música. En el caso de Petrushka, el constructivismo ruso se mezcló con el collage, sacándole todo el jugo al sueño infantil con el que Stravinsky juega: la posibilidad de que los muñecos, los acompañantes del juego, se conviertan en reales (como en Pinocho). Precisamente, eso es lo que propone su escenografía. Lo que se supone que pertenece al «mundo real» es lo proyectado, utilizando como recurso de los dibujos a lápiz y fragmentos con texturas, como figuras troqueladas.

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Mientras, los muñecos que han cobrado vida son tres acróbatas (Petrushka, Tiago Alexandre Fonseca, La bailarina -en este caso acróbata, Pauliina Räsänen y El moro -aquí el forzudo, Slava Volkov) que intentan sobrevivir al amenazante mundo exterior y también a lo que la vida les ha aportado: sentimientos. Vimos a un Petrushka emocionante, cargado de registros y haciendo sus números acrobáticos como si fueran fáciles. Destacó por encima de sus compañeros de reparto, que resultaron algo fríos y mostraron cierta tensión en sus números, especialmente Slava Volkov. Musicalmente, es imposible no aplaudir el excelente control dinámico de la batuta de Jordan de Souza, que hizo de aquella música lo que estrictamente pide: una detallada música de cámara. Aplaudo especialmente el trabajo del viento madera y, más concretamente, el del fagot solista, con un sonido redondo, bien dirigido y rotundo.

Una de las críticas más famosas a esta obra viene firmada por Th. W. Adorno, que señala que Stravinsky no consigue identificarse con la víctima (Petrushka), sino que se centra en su liquidación y en la interiorización de la maldad en la víctima (por aquello de que al final aparece Petrushka mirando desde arriba «vengativo»). Justamente, este montaje se dirige hacia lo contrario. Aparte de la dirección de la emoción del espectador para generarle compasión por Petrushka, en una versión más compasiva que la del libreto stravinskyano, en el final no se acentúa la fanfarria, sino los tres-cuatro pizzicati finales (que se componen con elementos del «acorde de Petrushka», en do mayor y fa# mayor a la vez), mientras el espíritu de Petrushka se eleva y no vuelve a mirar hacia abajo. Eso rompe, en cierto modo, la lógica de la aparición del primer pizzicato, que los convertiría en cuatro, que es el culmen de la fanfarría: ¿Son esos pizzicati una ruptura con la fanfarria o emergen de ellos? Es curioso, porque el «acorde de Petrushka» suena solo parcialmente, como si lo nombrase y se esfumase al tiempo. La interpretación de este final nos haría situar en qué lado (la de la víctima o la del asesino) se encuentra la música. Muy probablemente Adorno consideraría que no son la melodía de la fanfarria y los pizzicati lo problemático, sino el continuum que constituye el viento metal, un ronroneo que parece indiferente al destino del payaso.

En L’Enfant et les Sortilèges, de nuevo, se invierten los papeles. Mientras que el «mundo real» es la proyección, el sueño en el que se convierte la regañina al niño, mezcla elementos de tal mundo real con el animado. Lo curioso es que musicalmente hay consciencia de esto. El inicio y el final parten de la misma melodía pentatónica, utilizada en la tradición francesa para evocar mundos imaginarios (pensemos en Debussy). O bien los invita a pensar que aquello que parece real va a dejar de ser o bien que dentro de lo que entendemos por real siempre hay un resquicio para lo mágico.


Frente a versiones más literales de los sortilegios, donde los cantantes se vuelven una silla, o algo por el estilo, que lo hace un poco naif (como ésta), aquí exploran los recursos del vídeo para adentrarnos en el país donde las cosas toman la palabra. Precisamente, con los propios recursos de la ficción es como parece posible permitir verdaderamente a los objetos y a los animales que se expresen y no mediante una repetición de lo antropomórfico.

El asunto no se acaba con que el mundo imaginario del niño adquiere vida. Sino que comienza a imitar lo terrible del mundo real: paulatinamente adquiere un tono más macabro. Es, quizá, una forma de llevar a escena la sensación descrita por tantos al verse inmersos en una guerra: de pronto, el mundo parece volverse contra la fragilidad de uno.  Imagínense ese momento en el que la mesa y el gato nos comienzan a hablar y a juzgar: después de la fascinación inicial, comenzamos a darnos cuenta de que nos aterroriza lo desconocido y que, aquello que anhelábamos nos produce pavor. Es la historia del Rey Midas. El nuevo sueño es, precisamente, volver adonde estábamos.

Musicalmente, fue excelente la ejecución del cambio de registro frenético de la pieza, que obliga a los mismos cantantes a interpretar a diferentes personajes. Estuvo muy logrado gracias a la atención del cambio de registro. Precisamente Katarzyna Włodarczyk, en su papel de niño, fue uno de los menos logrados, con una voz excesivamente impostada, que impedía romper con la ilusión de que aquellas voz, efectivamente, fuese la de un niño en edad escolar y no la de una mujer hecha y derecha (algo así como cuando en las series ponen a hacer de adolescentes a tipos entrados en la treintena).

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El único pero: la sonorización fue desigual , espacializada e irregular en volumen. Es una lástima, pero también una queja que frente a la calidad escénica, es meramente anecdótica. Déjense llevar por estas «cosas de niños», que tantos secretos fundamentales de la vida adulta nos desvelan.

 

 

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

Fotos con copyright de la Komische Oper

La Komische Oper celebra su 70 aniversario apostando por óperas poco representadas o aún no incorporadas al repertorio. Entre ellas, se encuentra Satyagraha, de Philip Glass, compuesta en 1979 y estrenada un año después. El término, en sánscrito, significa «lealtad a la verdad», y hace referencia especialmente a la filosofía de Gandhi, especialmente en los actos de resistencia y reivindicación de los indios en Sudáfrica. Es una pieza inspirada de cuatro personajes relevantes en la lucha no violenta, según la interpretación del compositor norteamericano, a saber, Gandhi (que es el protagonista de la ópera), Tagore (que articula las tres escenas del primer acto y era amigo de Gandhi), Troski (que da nombre a las tres del segundo y que se carteaba con él) y Martin Luther King (que está a la base de la única escena del tercer acto y que se inspiró en Gandhi para su lucha contra el racismo).

El montaje de la ópera, a cargo del coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui, es de una delicadeza, sensibilidad y elegancia excepcionales, que se ven pocas veces en la ópera y que suponen verdadero aire fresco ante montajes carísimos e insulsos. Toda la pieza está articulada en torno a la danza, que es hipnótica, basada en movimientos circulares y orgánicos. Lo que menos se merecen las piezas que tienen un talante político es incidir superficialmente en eso político como si se pudiese reducir a panfletos o pancartas. Aquí se mostraba, mediante el movimiento de los bailarines, la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, que a lo largo de la pieza se va magullando, manchando y despojando de la ropa, el único cobijo, la segunda piel. El escenario, apenas una plataforma móvil, parecía que iba a terminar siendo un recurso limitado y simple, pero se convirtió un elemento plástico más con el que se crearon momento de gran potencia visual. En combinación con otras planchas móviles que movían los propios bailarines o cantantes, se construían los rasgos mínimos de un escenario, que actuaba con una mera superficie sin más peso que el estrictamente necesario para el desarrollo de la obra. Este minimalismo también escénico contrasta con esos grandes montajes de escenografía que no tienen fuerza por sí solos, que no terminan de empastar con la música y la narración y que, desde luego, no suponen una aportación a la interpretación de la pieza.

Las transiciones entre escenas, que en algunos casos son radicales (como de la segunda a la tercera escena del primer acto) se hacían de forma equilibrada y medida, de tal forma que había un continuum pero sin caer en la mera indiferencia de escenas. El trabajo de coreografía es inenarrable, pero nada resultaba excesivo, ni con la rigidez de lo ensayado hasta que deja de tener nervio, aunque ciertamente los cantantes carecen de la fluidez de movimientos de los bailarines.

Lo que convoca a esta creación a ser una ópera no queda claro, porque cuenta con numerosos momentos (de duración muy significativa) solo instrumentales, dejando de lado ese egocentrismo a veces cercano al horror vacui de la ópera tradicional. Por tanto, algo nos hace pensar que hay un interés en dejar que la música adquiera su espacio, que en esta propuesta destaca en su unión con el cuerpo y la palabra -escueta pero suficiente. Esta unión es también a veces reivindicada de forma explícita, como en el inicio del segundo acto donde, en una pieza que no tiene percusión, se sustituye la tensión rítmica por la propia construcción de lo dicho-cantado. El coro de hombres que increpa y ataca a Gandhi, hizo una demostración de la comunión de corporalidad, voz y música que aparece en el ritmo de forma casi primitiva, como ya estaba explícitamente en La consagración de la primavera de Stravinsky, por ejemplo.

Vocalmente, escuchamos irregularidades entre las voces femeninas y las masculinas hasta la segunda escena del segundo acto. Stefan Cifolelli estuvo excepcional como Gandhi, especialmente en su solo final, de una calidez extrema, aunque le costó un par de escenas perder la rigidez corporal. En cualquier caso, es sumamente difícil cantar en las condiciones que él lo hizo, después de ser elevado, girado y volteado en numerosas ocasiones, como representación de la violencia acometida contra él. Cathrin Lange (Miss Schlesen) y Mirka Wagner (Mrs. Naidoo), al principio mostraron poca delicadeza en la modulación de las voces, un tanto chillonas y sin redondear. Pero su aparición en el tercer acto fue un giro repentino, como si por fin se hubiesen integrado en la lógica del montaje, tan frágil y cuidado que, sin las pretensiones de lo pulcro y lo terminado de una vez para siempre, se podía resquebrajar en cualquier momento. El coro fue excelente, tanto teatral como vocalmente, y su tratamiento escénico me recordaba mucho al montaje de Moses un Aron que comentamos hace ya unos cuantos meses. A nivel orquestal, celebro el brillante control de la tensión (aunque eché de menos algo más de cuidado en la dinámica) en una pieza extremadamente exigente, por las repeticiones y microvariaciones típicas de la música de Glass. Pero, lejos de resultar monótona, la música fue contenida, de tal manera que actuaba como nervio de la pieza.

En estos días en que la agresividad y la violencia, precisamente por tener presencia absoluta en nuestras retinas, han dejado de afectarnos -mientras no sea contra nosotros, como aquel supuesto poema de Brecht-, la potencia de unos cuerpos se encuentra en la exposición desprejuiciada de su vulnerabilidad. Al igual que Gandhi pidió resistir sin utilizar los recursos que criticaba, los de la violencia, aquí la herramienta es mostrar eso que se oculta en el intento de hacer todo visible sin mediación, mostrar eso que no aparece en las imágenes: el cuerpo de individuos anónimos que se retuercen y se mezclan, que se rompen y dañan. En un mundo en el que no servir para nada es el mayor delito, pues se atenta contra la productividad y la supervivencia del sistema, bailar -que además nos hace felices- es una nueva forma de resistencia y, desde luego, un camino a seguir para la ópera y sus montajes contemporáneos.