Veinte marchas militares y una canción desenfadada

Veinte marchas militares y una canción desenfadada

Como cada año desde 1880, el pasado día 14 de julio se llevó a cabo en Francia la celebración de su Día Nacional. A pesar de que popularmente se lo conoce como el Día de la Bastilla por coincidir en fecha con el inicio de la Revolución de 1789, lo que ese día se conmemora es la celebración que el año siguiente se realizó en París con el nombre Fiesta de la Federación. Este tipo de eventos no se caracteriza, precisamente, por la innovación y suele reducirse a un desfile de las Fuerzas Armadas por las avenidas emblemáticas de las distintas capitales de los países en los que tales conmemoraciones siguen celebrándose, como un reducto irreductible del pensamiento decimonónico que aún hoy impera en la vieja Europa. Sin embargo, este año las celebraciones del Día Nacional han tenido en París dos importantes focos de atención personificados en los protagonistas que ocupaban el palco institucional: por un lado, el recién estrenado Presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, y, por otro, el también novato en su puesto de Presidente de los EEUU, Donald Trump. La visita de este segundo polémico personaje estaba justificada por la conmemoración del centenario de la intervención de EEUU en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, hubo una pequeña anécdota en el cierre del desfile que ha eclipsado, en parte, semejante pompa y circunstancia, y ha captado gran parte de la atención mediática. Atención que quizá habría sido más interesante enfocar a un análisis serio sobre el buen rollo que estos dos dirigentes han querido visibilizar puede que hasta de manera un tanto exagerada -basta con leer el tuit que Macron le dedicó a su amigo Trump-. Algunos ya habréis alcanzado a adivinar que la pequeña anécdota no es otra que la escenificación musical y coreográfica que la banda del ejército realizó sobre un popurrí de temas del grupo discotequero francés Daft Punk. La decisión de incluir esta innovación en el tradicional desfile militar ha sido aplaudida por la mayor parte de la opinión pública y se ha entendido como un pequeño triunfo del sonriente Macron frente a un desconcertado Trump. Sería conveniente, no obstante, dejar de mirar el dedo y enfocar la mirada en la luna.

Lo primero que hay que analizar es el mensaje que se quiere enviar con esta canción en cuestión. Soy muy dada a pensar que en asuntos políticos no hay detalle azaroso, y, por tanto, no creo que la decisión de tocar la música de Daft Punk -y no otra- pueda considerarse tal. ¿Qué tiene esta música que no tienen otras y la opinión pública acepta de tan buen grado en un desfile nacional militar? Pues que es, precisamente, una música sin importantes implicaciones políticas. Las letras de Daft Punk hablan, repetitivamente, de pasarlo bien, de bailar toda la noche y de ligar, y sus recursos musicales son igualmente simples. Nos encontramos así ante una decisión que difícilmente se puede rechazar porque no dice nada. El mensaje de Macron es, por tanto, vacuo y banal, y podría querer decir que con él se inaugura una nueva política despreocupada y superficial. No sé yo si son éstas las mejores características para una política en los tiempos que corren. Macron parece querer retratarse también como un líder moderno, fresco y atrevido, que es capaz de saltarse el protocolo, que se divierte y que quiere que nos divirtamos. En este sentido, la música de Daft Punk funciona exactamente igual que un vals en el siglo XIX, es decir, como una música de puro entretenimiento de las clases acomodadas, una especie de Marcha Radetzky del siglo XXI, en la que las instituciones tradicionales se permiten el lujo de soltarse la melena y aplaudir más o menos acompasadamente al son de la música y mostrarse así más humanos y en contacto con la sociedad en la que viven. Una estrategia de marketing que, hasta ahora, parece haberle funcionado al líder francés.

Nos encontraríamos, pues, ante un simple guiño que hay quienes han querido ver como un acto heroico, como una demostración de la resistencia francesa frente al líder estadounidense. Nada más lejos. Pretender “americanizarse” en estas cuestiones de atrezzo apolítico y venderlo como un intento de modernización pone, más bien, en evidencia lo perdidos que andamos. Una no puede evitar acordarse de ese “Americanos, os recibimos con alegría” de la película Bienvenido Mr. Marshall de Berlanga al ver bailar torpemente a los músicos de la banda militar francesa como cheerleaders, y empatizar con el rostro desconcertado de Trump mientras su indomable flequillo se deja llevar por la emoción del momento. Se trata, sin duda, de una escena fascinante, pero más por lo esperpéntico que por lo épico. También sería fascinante ver sonreír a Rajoy un 12 de octubre al son de la Macarena de Los del Río, aunque, en este caso, poco tendría de irreverente.

La música en este tipo de eventos no tiene un papel meramente ornamental y quedarse en esa lectura supone siempre una simplificación de sus implicaciones. La de Daft Punk puede que no sea una música especialmente política, pero, precisamente por ello, el hecho de que haya sido elegida para un evento de estas características es lo que la convierte en un hecho político. Entender la música house como algo irreverente y moderno es un grandísimo error y una muestra de que las viejas fórmulas funcionan aún muy bien. Así, lo único que se consigue es que la política quede alumbrada por una bola de luces de discoteca y se convierta en una política de filtros en la que la modificación de las formas se venda como un cambio de fondo. Un desfile militar en la celebración de la Fiesta Nacional es lo que es. Pretender modernizarlo a base de la inclusión de música pop es la mejor prueba de no querer modernizar nada. El 14 de julio de 1789 se tomó la Bastilla, pero dudo que se hiciera al ritmo de Daft Punk.

Ofensa, delirio y censura

Ofensa, delirio y censura

Resulta llamativo cómo, en una sociedad en la que se lucha cada día por las libertades individuales y colectivas, se dan, también cada día, episodios de indignación que nacen de la más mínima cosa y que terminan desembocando, en muchos de los casos, en la censura. Sin embargo, puede que lo segundo esté relacionado con lo primero, ya que quizá todo provenga de la mala comprensión de lo que es la libertad individual, la libertad de expresión y nuestros derechos ante las libertades de los otros. Hay veces que no hay más que darle la vuelta a la sartén y cambiar los agentes que intervienen en el asunto para darse cuenta de que nos estamos convirtiendo en lo que más detestamos.

Estoy hablando, cómo no, de la polémica que ha surgido a raíz del último anuncio de Mahou, que cuenta una historia real -aunque si fuera ficticia tampoco cambiaría mucho el asunto- en la que un grupo de rock toca cada año en un pueblo de diecinueve habitantes llamado Pejanda, en Cantabria, a cambio de 6000 botellines de cerveza porque el ayuntamiento no tiene dinero para pagarles. El grupo de músicos y el ayuntamiento han llegado, pues, a un acuerdo simbólico libremente. Como los músicos estamos muy cansados de que nos paguen mal, o no nos paguen, o nos paguen en cerveza, nos hemos indignado y en pocas horas ya estaba rulando por las redes sociales el enlace de change.org en el que se podía firmar para exigir la retirada del anuncio. Cosa que, en un tiempo récor, ya se había conseguido.

El colectivo de músicos -al que, por cierto, pertenezco- ha sido víctima durante los últimos tiempos de ciertas situaciones de indignación surgidas, sobre todo, de sentimientos de ofensa que han terminado en censura. Me refiero aquí a los casos como, por ejemplo, el del rapero Valtónyc, que, por su canción sobre el Rey Juan Carlos, ha sido condenado a tres años de cárcel por la Audiencia Nacional; al grupo Soziedad Alkoholika, que fue acusado de enaltecimiento al terrorismo por algunas de sus letras; o a los trece raperos de La Insurgencia, acusados de lo mismo en 2016; o el famoso tema de los titiriteros, sólo por citar algunos. Estemos o no de acuerdo con lo que estos artistas dicen en sus letras o en sus obras, coincidiremos en que la libertad de poder decirlas está por encima de nuestra posición concreta ante el tema, y nuestra libertad de criticar o apoyar públicamente a estos artistas es también -o debería ser- incuestionable. La libertad de expresión es, precisamente, aceptar el derecho del otro -no sólo el de una misma- a decir lo que quiera, ofensas incluidas. El buen gusto o la zafiedad con la que se diga es otra cosa. Pero, en principio, basta con que yo no los escuche para que no me molesten. ¿O vamos a censurar también el reguetón porque no nos gusta su mensaje?

En las redes sociales sabemos mucho de libertad de expresión, pero sabemos lo mismo de censura. El spot publicitario de Mahou, que yo sepa, no vulnera los Derechos Humanos, ni hay delito en nada de lo que dice. Simplemente, cuenta una historia. Real, según dicen. Lo que ha ocurrido, sin embargo, y como suele ocurrir con casi todo hoy en día, es que un colectivo se ha ofendido por el mensaje que envía. Hasta tal punto ha llegado la ofensa, que la marca comercial -no olvidemos que no se trata de un ente público- ha sucumbido a la protesta y ha rectificado retirando el anuncio. Una rectificación, por otra parte, que tendrá más que ver con las cifras de venta que con un arrepentimiento sincero, no seamos ingenuos. Pero este punto al que se ha llegado, más que fruto de la sensatez y el buen hacer, me parece que es el triunfo del delirio colectivo y de la censura de lo políticamente correcto.

En el anuncio no se denigra la profesión del músico, sino que se cuenta una historia, precisamente, por lo excepcional que hay en ella. Podemos poner el grito en el cielo, podemos dejar de comprar Mahou, podemos desahogarnos en las redes sociales si queremos, pero exigir la retirada del anuncio es, cuando menos, exagerado. Sobre todo, porque no hay músico que yo conozca que no haya tocado alguna vez gratis o a cambio de comida y de bebida, por la razón que sea. Por una causa solidaria, por una amistad, porque le da la gana. Seamos serios y, si queremos que nuestras condiciones laborales cambien, invirtamos nuestras fuerzas en la dirección adecuada. Pero convertirnos en adalides de la censura cuando algo no nos gusta me parece deshacer un camino que puede llevar a una situación algo peligrosa. La libertad es esto, señoras y señores, y pretender que el mundo en el que vivimos sea el reflejo de nuestro pensamiento individual nos lleva, bien a una sociedad polarizada en la que el blanco y el negro ocupan el espacio de los grises, o bien a un mundo en el que se imponga el pensamiento único. Porque no sé cuál es la diferencia entre exigir la retirada de este anuncio por ofensas al colectivo de músicos o exigir que las mujeres se tapen las rodillas por no ofender a un grupo de puritanos.

La solución es mucho más sencilla y reside en ejercer nuestra propia libertad y nuestro sentido de la responsabilidad para no tocar a cambio de cerveza si no queremos, para no consumir esa marca de cerveza, para apagar la televisión o para provocar un debate fructífero sobre el asunto. Pero utilizar la libertad individual para coartar la de otro, siempre me parecerá una mala idea. Sobre todo cuando hay aún tanto camino que recorrer en lo que a libertades individuales y colectivas se refiere. Porque estoy segura de que este artículo ofenderá a mucha gente, pero espero que nadie exija que lo retiren.

El buen gusto de la princesa

El buen gusto de la princesa

Hay veces que la estrecha línea que separa la cultura de la política se difumina de tal manera, que se mezcla la una con la otra como lo hacen las manchas de color pastel en un cuadro impresionista. La relación de la cultura con la política ha sido muchas veces tratada, de una manera o de otra, en esta revista. Y es, quizá, uno de los temas que a quien esto escribe más le impulsan a sentarse ante el teclado. Por eso, no he podido dejar pasar esta oportunidad para, en este caso, tratar sobre las implicaciones políticas del gusto cultural.

Otra de las cuestiones que más fascinación me crea son las batallas campales que se generan en las redes sociales. La última gran polémica en Twitter ha sido en torno a la información que la revista Tiempo publicó sobre los gustos culturales de la princesa Leonor. El titular de la portada, escrito sobre la foto de un primer plano a página completa de la niña, decía lo siguiente: “Leonor de Borbón. Así es la futura Reina de España. Lee a Stevenson y Carroll, le gustan las películas de Kurosawa, domina el inglés y tiene una perrita llamada Sara”. Fueron, pues, suficiente estas pocas palabras para que la mofa y la ofensa, a partes iguales, estallaran en las redes sociales. Hubo quienes se lo tomaron muy en serio y se dedicaron a opinar sobre lo adecuado o no de que una niña de su edad consuma esta cultura tan “elevada”. Otros, como es natural en este medio, comenzaron a hacer chistes sobre el tema. Y, los últimos, entre ellos una republicana declarada que se hizo viral por sus publicaciones al respecto en Twitter, se ofendieron de que unos adultos cazurros se metieran con una niña, en vez de aplaudirla, por tener un consumo cultural de estas características y no perder su vida con bobadas como Hora de aventuras. El tema, sin embargo, es más complejo que todo esto. Así que, en las siguientes líneas intentaré desentrañar lo que este aparentemente simple titular nos quiere decir.

Lo primero que llama la atención es eso de “la futura Reina de España”, no tanto porque se dé por hecho que tendremos monarquía para rato, sino porque se sobreentiende que el prácticamente recién estrenado reinado de Felipe VI se ha dado ya por vendido -o por vencido, o por perdido- y ha llegado ya la hora de hacer propaganda de su sucesora. El titular, pues, comienza con un mensaje político y de marketing -valga la redundancia-, para continuar por la misma línea. Porque, no nos engañemos, el subtítulo con el que Tiempo completa la portada no es más que eso: política y marketing.

¿Qué hay de político en los gustos literarios y cinematográficos de una niña? Pues mucho. Por un lado, y de tan obvio resulta hasta ofensivo tener que decirlo, esta niña pertenece a una institución que, si las cosas no cambian, le garantiza, de nacimiento, la jefatura del Estado -cosa que Tiempo nos deja muy clara-. Por lo tanto, sería ingenuo pensar que cualquier comunicación pública que esta institución realiza no está absolutamente medida y controlada. Así pues, hay que entender que la Casa Real nos está enviando un mensaje a través de dos medios: la revista y la propia infanta. En este punto, se podría abrir el debate -ya que en las redes sociales también se ha hablado de acoso hacia la niña- de si la exposición pública de una menor y su uso como medio propagandístico es del todo adecuado. Pero no es mi intención abrir aquí esa veda.

Lo que sí me interesa es reflexionar sobre el mensaje que la institución monárquica nos está queriendo enviar. Y aquí es donde entra la otra dimensión política del asunto: el gusto cultural. Cabría pensar que, si hay algo que en esta vida elegimos, es lo que nos gusta. Puede que sea así, pero la comunicación pública de nuestros gustos culturales tiene sus implicaciones políticas, porque elegimos “decir” lo que nos gusta para proyectar una imagen determinada de nosotros mismos y decidimos, según la situación, sacar a la luz una faceta u otra. Porque, en realidad, elegimos lo que nos gusta por un sinfín de cuestiones que van más allá de la cosa en sí. Por ejemplo, las diferencias meramente musicales entre un grupo de pop-rock y otro son muy pequeñas. Pero ahí están enfrentados los fans de Daddy Yankee y los de Calle 13, los de los Beatles y los Stones, los de Beyoncé y Lady Gaga, los de Ludovico Einaudi o Philip Glass. Y ahí están también las fotos de nuestro menú diario en Instagram. Porque el hecho de que seas vegetariano no tiene implicaciones, pero comunicar públicamente que lo eres, sí. Por eso nadie dice ver Sálvame, pero es el programa de más audiencia de la parrilla televisiva, por continuar con metáforas gastronómicas. Nadie quiere formar parte de ese grupo de personas, precisamente, por lo que social y políticamente implica.

No dudo que a Leonor le guste Kurosawa ni que lea a Stevenson. En realidad, me trae sin cuidado. Pero estoy segura de que habrá muchas más cosas que le guste hacer. Jugar al fútbol, las Sailor Moon, arrancarles la cabeza a las muñecas, chincharle a su hermana pequeña, vaguear todo el día o ver Bob Esponja. Sin embargo, ninguna de esas aficiones encajaría en la imagen que de ella quieren mostrar los adultos. Porque todavía hoy existe eso que se llama “el buen gusto”, un gusto que es bueno, porque, sencillamente, nos hace mejores frente al público objetivo al que queremos llegar. Además, a las personas con “buen gusto” cultural, o con gusto por la “alta cultura”, se les atribuyen otras bondades personales. No se trata, por tanto, de lo que le guste hacer o no a la princesa, sino de que nos lo comuniquen. El mensaje, al venir de una institución pública, y más allá del chismorreo, es político. Lo que nos han querido decir con este reportaje en Tiempo es que confiemos en Leonor, que en el futuro estaremos en buenas manos, pero no porque tenga una perrita que se llama Sara, sino porque le gusta Kurosawa. Y claro, ver el cine de Kurosawa es mejor que escuchar a los Sex Pistols, sobre todo si pretendes ser reina.

Jazz a la koxkera

Jazz a la koxkera

Como cada año por estas fechas, muchos esperan ansiosos la programación del festival de jazz que cada mes de julio se celebra en Donostia-San Sebastián y cuyo mismo nombre, “Heineken Jazzaldia”, suscita dudas sobre el orden de prioridades que lo inspira. Pues bien, el pasado día 24, en la solemnidad del Teatro Victoria-Eugenia, se hizo, por fin, pública la ansiada programación con especial hincapié en la participación de 35 grupos vascos en la edición de este año, la 52ª de este longevo encuentro jazzístico. Diré para empezar -y evitar, de paso, malentendidos- que apuestas por grupos locales en un mundo tan global e internacional como el del jazz me parecen, quizá también por mi condición de instrumentista, no sólo plausibles, sino absolutamente necesarias para crear un tejido cultural sólido. Ojalá no quedaran en mera anécdota, y la programación musical fuera en Euskadi más consistente a lo largo de todo el año. Pero este tema da para un artículo diferente que no descarto en otra ocasión que más venga al caso.

Lo que en este de hoy me interesa señalar no es tanto la loable apuesta por otorgar espacios a músicos locales en un festival internacional, sino la terminología que se utiliza para comunicarlo. Y es que el titular que se pudo leer en los medios, y puede aún consultarse en el apartado de noticias de la página oficial del evento, dice lo que sigue: “el jazz vasco tendrá una presencia muy destacada en el Heineken Jazzaldia”. En una primera lectura, podría parecer que no hay nada en él que dé pie a la reflexión. Acostumbrados, como estamos, a que el adjetivo “vasco” califique prácticamente la totalidad de la producción artística y cultural de este país, tendemos a olvidar que las palabras tienen significado, además de por lo que directamente denotan, también por lo que connotan o insinúan.

¿Qué es, en efecto, el jazz vasco? Una podría imaginarse que, así como llamamos “música vasca” a aquella que tiene unos rasgos distintivos que provienen, por ejemplo, del folklore, por jazz vasco entenderíamos aquel que pretendiera transmitir esos mismos rasgos, fusionándolos, de algún modo, con las armonías y los ritmos propios del género jazzístico. Por supuesto que esta definición precisaría de matizaciones que requieren más espacio que el limitado de este artículo. Pero supongamos, si no es mucho suponer, que esa podría ser una condición necesaria, si no suficiente, para justificar el uso del adjetivo “vasco” en este contexto del jazz. Y supongamos también, como llevamos haciéndolo históricamente, que la música vasca es aquella que hace uso de instrumentos, melodías y ritmos asumidos como propios de la tradición vasca. Allá por el siglo XIX y principios del XX, a la música académica se le adjudicó -y ella asumió de buen grado- un papel político en la formación de las identidades nacionales, de modo que este tipo de recursos musicales comenzó a utilizarse para la creación de una música específica de cada país o territorio. En el caso vasco, hay varios ejemplos que podrían utilizarse aquí, sin perjuicio de que muchos de ellos entrarían en múltiples contradicciones. ¿Es, por ejemplo, música vasca la zarzuela “El Caserío” de Jesús Guridi, perteneciendo, como pertenece, a un género eminentemente español y abundando en armonías propias del wagnerianismo, sólo por el hecho de que incluye una ezpatadantza y algunas canciones populares vascas? Otro debate inagotable.

La cuestión del idioma podría parecer determinante a este respecto. Lo hemos visto, y seguimos viéndolo, en la literatura. En muchas librerías se cataloga como literatura vasca la que está escrita en euskara. Pero ¿qué sucede con la literatura que, aun teniendo a un vasco como autor, está escrita en castellano? Que tenemos que cambiar de sección para encontrarla. Y es que estaríamos tomando por vasca sólo la literatura que utiliza el euskara como medio de expresión, obviando otras características como podrían ser las temáticas o los géneros. La cosa no es, por tanto, tan simple. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha venido en llamarse “rock radical vasco”. En este caso, la lengua pasa a un segundo plano y el mensaje políticamente subversivo y rebelde parece ser la auténtica razón que justifica el calificativo. Porque a nadie se le ocurriría calificar lo que hace Álex Ubago de música vasca…

Pero, centrándonos en el tema que nos ha traído hasta aquí, si nos detenemos a examinar cuáles son esos grupos de “jazz vasco” que se han programado para esta edición del Heineken Jazzaldia, veremos que ninguna de las características aquí expresadas a modo de esbozo tiene algo que ver con ninguno de esos 35 grupos. Lo primero que llama la atención es que muchos de ellos ni siquiera son conjuntos de jazz. Pero, además, ninguno de los que incluye voz canta en euskara todos sus temas. Y ninguno utiliza instrumentos folclóricos. En los vídeos y audios que están disponibles en la web, no se escucha arreglo alguno sobre temas populares vascos. Y todos, excepto dos, tienen sus nombres en inglés o castellano. Algunos son homenajes a John Coltrane, Dizzy Gillespie o Thelonius Monk. Es decir, lo único vasco en esta programación es el lugar de nacimiento u origen de los músicos. ¿Basta eso para que su música sea considerada “vasca”? No lo niego, pero suscita todo un debate.

Si algo he pretendido dejar claro a lo largo de estas líneas es que el concepto de lo vasco, cuando va unido a cualquier tipo de expresión artística o cultural, resulta extremadamente inconsistente y se utiliza con escandalosa arbitrariedad. No se trata además de una arbitrariedad inocua, sino calculada. Porque es desde las instituciones, públicas y privadas, desde donde se decide qué merece llevar ese apellido y qué no, en función de la potencialidad política o mercantil que la cosa en cuestión tenga. Pero el jazz, sigue siendo jazz. O ¿es el fútbol del Athletic fútbol vasco porque sus jugadores lo sean? Ni Mozart, por tocarlo yo, va a ser música vasca, por mucho que a él le habría gustado que lo fuera.

«El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia» de Edurne Portela

«El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia» de Edurne Portela

Es una idea bastante aceptada y asumida que las diferentes producciones artísticas nos ayudan a entender los procesos históricos, políticos y sociales. Sin embargo, ¿son estas producciones sólo el reflejo de determinadas realidades o sirven también para generar imaginarios y relatos? ¿Tienen la literatura y el cine la capacidad, no sólo de describir y explicar, sino de crear esas realidades? Edurne Portela (1974) realiza en este, no sé si imprescindible, pero sí necesario ensayo un recorrido por diferentes películas, documentales, novelas y relatos que se han producido sobre el tema de la violencia etarra, además de analizar más o menos exhaustivamente, no sólo cómo lo abordan, sino cómo a través de estas producciones se puede modificar el imaginario común que se establece en la sociedad.

Cinco años después del cese definitivo de la actividad armada de ETA, la urgencia de “pasar página” parece haberse instalado en la agenda política y social de Euskadi. Sin embargo, según Portela, para que eso pueda ocurrir de una manera sana y justa, se debe antes trabajar en el relato sobre el que se construirá esta nueva etapa, un relato para el que es necesario realizar una reflexión profunda por parte de todos los agentes que han intervenido en esa oscura parte de la historia del País Vasco. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, Portela nos sitúa en una posición algo incómoda como lectores, ya que en la construcción de ese imaginario colectivo, entre esos agentes generadores de la realidad histórica y actual de Euskadi, nos incluye a todos. Ni siquiera ella se excluye de la crítica y se obliga a sí misma a romper ese silencio que, durante demasiado tiempo, ha estado y continúa instalado en nuestra sociedad. El silencio es en este ensayo un personaje más, un personaje que le ha cedido a la violencia y a la sinrazón un espacio que han creído ocupar por derecho.

Dice el DRAE que un testigo es, en su primera acepción, la “persona que da testimonio de algo o lo atestigua” y la ”persona que presencia o adquiere directo y verdadero conocimiento de algo” en la segunda. Por tanto, no es el hecho de presenciar algo lo que le convierte a una en testigo, sino lo que el agente informado hace con ese conocimiento directo de un determinado hecho. Observamos que la DRAE no define al testigo simplemente como aquella persona que presencia un hecho, sino que es fundamental en su definición la actitud activa que esa persona asume ante lo conocido, ya que es ese “dar testimonio” o “atestiguar” lo que se subraya de la condición de testigo por encima de la información que posea. ¿Qué es, entonces, la persona que, ante ese conocimiento directo y verdadero de algo no da testimonio ni lo atestigua? Pues, nada más y nada menos que un cómplice.

“Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes”. Edurne Portela utiliza esta frase de George Steiner para hacer una reflexión sobre el silencio y ese “mirar para el otro lado” que se instaló en la sociedad vasca durante los más de cuarenta años de actividad armada de ETA y que muchas veces nos llevó a cruzar la pequeña línea que existe entre ser testigo y ser cómplice. Una sociedad silenciada que, una vez pasada la violencia, tiende al olvido. La autora alterna el análisis de películas y obras literarias con relatos personales descriptivos en los que narra situaciones en las que ella misma ha sido, de alguna manera, cómplice de la violencia etarra. Y es en este punto en el que el ensayo de Portela se torna incómodo para el lector, al menos para el lector que se siente identificado en esas vivencias.

Estar en algún bar de alguna parte vieja de cualquier ciudad o pueblo de Euskadi y que, al son de una canción, comience a corearse “Gora ETA» o “ETA mátalos”. No decir nada, quedarse en silencio, no unirse al griterío, pero tampoco marcharse. Esperar pacientemente a que comience la siguiente canción y seguir bailando. Que una amiga diga ese “uno menos” cuando ETA ha matado a un Guardia Civil. Apresurarse a tomar un sorbo de la cerveza para no tener que fingir un gesto de aceptación, pero, a su vez, evitar la respuesta de rechazo. Ir a pagar la ronda a la barra del bar que está empapelado de consignas políticas y pancartas del hacha y la serpiente que ya, por tan vistas, dejas de ver. Pagar con un billete y que el camarero, sin preguntar, introduzca las monedas que sobran en una hucha para la causa de los presos de ETA. No decir nada, coger los “potes” y volver a la mesa. En definitiva, no darse cuenta, o no querer darse cuenta de la violencia que te rodea. Estar anestesiada.

Estas no son las vivencias que escribe Portela en su libro. He querido incluir aquí otras mías que la lectura del libro me hizo recordar. Cualquier persona de mi generación y de la anterior a la mía, al menos, tendrá las suyas. Y no creo que las que he mencionado le suenen tan extrañas. Por eso, y como dice la autora en su libro, conviene ser un poco más estricto al delimitar el concepto de víctima. Se ha venido diciendo, sobre todo estos últimos cinco años sin asesinatos, que la sociedad civil vasca ha sido víctima del terrorismo. A este respecto, Portela es contundente, ya que el peligro que se corre al considerar a toda la sociedad como víctima, es el de igualar los sufrimientos. Y, evidentemente, no es lo mismo recibir un balazo mientras tomas el café en el bar de siempre, que sufrir leyéndolo en el periódico. No es lo mismo perder a un familiar en un atentado con coche bomba por pensar de manera distinta, que sentirse algo incómoda al oír gritar consignas violentas. Pero, sobre todo, no es lo mismo jugarse la vida que no hacerlo. Lo mismo que las responsabilidades no son las mismas en todas las personas, los sufrimientos tampoco los son.

Ante esto, Portela apuesta por la imaginación y su capacidad, no sólo de generar realidades, sino de controlar los afectos. Porque el problema fundamental de la complicidad del silencio en Euskadi viene dada por la anulación de los afectos y el derrumbe de la imaginación del semejante como espacio común que sostiene la humanidad. Pero esa imaginación no se refiere simplemente a la empatía, como podría entenderse en una primera lectura, sino a un estado de inteligencia, ya que la ausencia de la capacidad de imaginación se traduce para Portela, cuando cita El mal consentido de Aurelio Areta, en estupidez.

Partiendo de estas premisas, la autora realiza un viaje por diferentes aportaciones artísticas que, con distintos enfoques, se acercan al “tema vasco”, colocando esa imaginación que conlleva todo acto artístico como punto fundamental para el conocimiento, la crítica y la autocrítica. Siendo siempre precavida, Portela no niega, sino que se molesta en visibilizar las diferentes violencias que se han ejercido alrededor de está cuestión. Y lo hace porque, en esa llamada imaginación del semejante, se debe también dejar espacio al tema de las torturas policiales y los abusos de las fuerzas del orden sobre la población civil, así como el tema de la dispersión de los presos de ETA y sus consecuencias en los núcleos familiares, para realizar una fotografía completa del clima de terror y violencia que se alcanzó en Euskadi. Si bien la autora considera estas cuestiones necesarias para el total conocimiento del conflicto, se guarda de equiparar dolores y sufrimientos. No pretende empatizar con los asesinos, sino sacar a la luz una realidad existente de manera que se pueda, a través de la imaginación, conocer la situación completa, sin caer en el error de justificarla. Porque el objetivo debe ser conocer, más que comprender, como tan lúcidamente lo dijo Primo Levi en su imprescindible Si esto es un hombre: conocer es necesario; comprender es imposible.

Se trata, el fin y al cabo, de valentía. No la del héroe -ya que a nadie se le puede exigir que lo sea- sino la valentía de reconocer la falta de imaginación propia, el papel social que cada uno haya querido o podido asumir, más allá de que en su fuero interno esté convencido de su rechazo total a la violencia. Se trata de la valentía de romper el silencio, de mirarse al espejo y saber que, en mayor o menor medida, fuimos testigos de tantas atrocidades que anestesiaron nuestros afectos. Pero esa valentía debe ser también utilizada para, a través de esa imaginación del semejante, darse cuenta de que los grises ocupan más espacio que los blancos y los negros. Edurne Portela ha roto su silencio y ha mostrado, a pesar de las evidentes ausencias que puede haber en el libro, que la imaginación y el arte juegan un importante papel en la deconstrucción y la construcción de la realidad; que, cuando los hechos no son más que eso, la imaginación es, quizá, una de las pocas herramientas que tenemos a nuestro alcance para conocer a los demás, pero, sobre todo, para conocernos a nosotros mismos.