Al final de la calle hay un grupo de chicos que miran. Al final de la calle hay un coche con las luces encendidas. Al final de la calle hay una farola fundida. Al final de la calle hay un callejón. Al final de la calle hay soledad y silencio. Lo que aparece siempre, para una mujer, en cualquier calle nocturna, es el miedo. Au Bout de la Rue (Al final de la calle), de Maxime Gaudet, es un cortometraje francés que se ha hecho viral en redes sociales y del que se han hecho eco numerosos medios en España a comienzos de este mes. La película sugiere en poco más de tres minutos la situación de una joven que tiene que regresar a casa sola en la noche. Y digo sugiere porque, como mujer, me he sentido enormemente identificada desde incluso antes de darle al play y, sin embargo, enormemente irritada al ver que ese corto que tanto había llamado la atención se quedaba, no obstante, muy muy corto. Tras despedirse de sus amigos al salir de una fiesta la protagonista cruza dos o tres calles, recorrido en el que es increpada por un joven de esos que creen que intimidar a una chica es la mejor forma de ligar. A continuación se desvía de la acera para esquivar a otro joven, todo ello habiendo apagado la música que escuchaba para poder estar alerta. Al llegar a casa saluda a su pareja afirmando que le ha ido muy bien el día.
La cotidianidad de esta situación es tan abrumadora que, efectivamente, no merece ni mención al llegar a casa. Lamentablemente hemos asumido el miedo como una situación “normal”, inherente a nuestra condición de mujeres. Pero no lo es. El miedo ha tomado tanto las riendas de —entre otras cosas— nuestro regreso a casa, que al pulsar el play, esperaba ver a una chica corriendo sin motivo aparente, con un montaje trepidante de planos cortos y desde diferentes ángulos insinuando casi la locura, y la banda sonora de Psicosis acechando en cada esquina mientras cada hombre con el que se cruza la mira con los ojos inyectados en sangre, aparentemente dominados, cual zombies, por el impulso de matar, violar, golpear, increpar o robar. Sí, esperaba una película de terror. Lo que encontré, sin embargo, es una mucho más ligera representación de ese terror. Una cuidada fotografía, eso sí, y un silencio necesario y completamente acertado para la situación.
Mi mayor sorpresa fue cuando leía ciertos comentarios masculinos en la red acerca de cómo el corto no era más que, como otras muchas reivindicacones, una exagerada victimización de las mujeres. A esos hombres les digo que puede que sean unos inocentes ignorantes, pero, aunque no lo crean, seguro que más de una vez han sido uno de esos zombies terroríficos por el simple hecho de caminar detrás de una chica, bajarse detrás de ellas en el metro o el autobús, mirarlas de arriba abajo, tocarles la pita al pasar con el coche, o incluso, reírse de cualquier otra cosa mientras una de ellas pasaba por su lado. Efectivamente, salir del metro detrás de una chica no es reprochable, casi siempre se trata de un hecho casual, pero que ella se sienta atemorizada cuando esto ocurre significa que algo está pasando, que algo no funciona bien. Que apaguemos la música al salir del autobús, que saquemos las llaves del bolso con mucha antelación, que tengamos pre-marcado el teléfono de nuestros padres “por si acaso” mientras caminamos por la calle, que cerremos a toda prisa el portal del edificio con el corazón a punto de salir de nuestro pecho, no es, y esta vez sí que no hay duda, nuestra culpa. Así que Au Bout de la Rue no solo no es una victimización de las mujeres, sino que, además, deja muy bien parados a los hombres; quienes, por cierto, deberían asumir la responsabilidad social de estar atentos para no ser percibidos con los ojos inyectados en sangre (si verdaderamente no los tienen) por quienes somos incapaces de dejar de escuchar la banda sonora de Psicosis cuando vamos solas, de noche, por la calle.
Filmadrid acierta de pleno inaugurando su sección vanguardias con una obra absolutamente deslumbrante y ambiciosa, Le Moulin, asombroso debut de Huang Ya-li que gracias a un a la apuesta radical, coherente y arriesgada de los programadores, aterriza en Madrid tras su paso por Rotterdam, Baffici o CPH:DOX.
La etiqueta de cine-ensayo que reza en su descripción me parece inadecuada para una obra inclasificable en los cajones tradicionales por su apuesta formal: Le Moulin conjuga pintura, fotografía, poemas, conversaciones, cartas, recreación, escultura, archivo, historia y tantos ingredientes que la receta es solo apta para estómagos osados, especialmente recomendada para aquellos fetichistas de las vanguardias del siglo XX. Podríamos decir que se trata de un documental en tanto que extrae su materia de trabajo de la realidad y formula un pacto de honestidad con los sujetos que retrata, siempre dentro de la libertad de su interpretación histórica.
Se trata sin duda de una propuesta exigente para el espectador, que si logra asumir sus 162 minutos obtendrá a cambio una experiencia muy pocas veces vivida en un cine. El director taiwanés retrata toda una generación y movimiento literario de poetas muy influidos por el surrealismo en Taiwan en los años 30, que protestaron contra la superioridad cultural del invasor japonés. Política, arte y lenguaje dialogan a lo largo de toda la historia del grupo, que sufrirá las graves consecuencias de los vaivenes del poder. Más que en su trama complejísima que atraviesa décadas, países e invasiones varias, incidiremos en este artículo en el análisis del aspecto formal de la película.
Le Moulin es un film extremadamente táctil (nos queda mucho por explorar en esto), concretamente dos elementos forman lo táctil: la madera y el papel. Una decisión de puesta en escena tan arriesgada como no mostrar el rostro de los actores en ningún momento hace que su canal de expresión se traslade a las manos, manos que interpretan mejor que muchos actores, se mueven, modulan el espacio y manipulan el papel y la madera sin cesar. Y sí, a pesar de lo que muchos creían, se pueden filmar manos de forma genial después de Bresson.
La ambientación es sobria pero cuidadísima en tonos, luces, materiales… Los poemas se nos muestran siempre en texto, como intertítulos, nunca recitados, manteniendo su naturaleza medial dentro de su nuevo soporte. Echamos de menos este rigor radical donde otras cintas no se atreven, Le Moulin lo hace en cada plano. Los libros aparecen todo el tiempo, sin cesar, son ventanas al interior. No hay una voz narrativa omnisciente que hile artificiosamente los hechos “tal cual” sucedieron (¿es posible acaso?), pues no es un documental de La 2. En vez de ello, vamos siendo guiados por un diálogo recreado a través de las cartas que los propios escritores se enviaban unos a otros, o sus diarios (reales o imaginados), manteniéndonos siempre en su punto de vista. Se intercalan además un volumen importante de pinturas surrealistas, cubistas, dadaístas, que ayudan a comprender el universo referencial y de rechazo realista donde se inspiran los poetas, siendo el propio film coherente en su propuesta con esta sensibilidad. Todas estas decisiones de puesta en escena configuran un sistema que sorprendentemente consigue hacer de una película la envoltura perfecta y adecuada que creíamos imposible para la poesía. La adaptación de textos al cine es una problemática muy compleja que no debería buscar resolución, pues no estamos haciendo ciencia, sino propuestas. Algunas se estandarizan con el tiempo, volviéndose clichés. Le Moulin es de otra clase, intenta algo nuevo, lo cual es tremendamente valioso y necesario.
Pero además del conflicto textual/fílmico la película aborda otra serie de oposiciones específicas del tema que trata: sensorial o intelectual, poesía o narración… cuestiones que requieren para explicarse bien de un artículo aparte, de mayor extensión. Sin embargo, quedan aquí trazadas como muestra de la compleja situación que aborda el cineasta, que contra todo pronóstico logra resolver. Como señalaba Javier H. Estrada en la proyección, da la sensación de estar ante una película fruto de una gran madurez, impropia de una ópera prima.
La banda de sonido está construida de forma exquisita, prácticamente como otra obra de arte en sí. La sinestesia es crucial en esta película y su control requiere unos dominios que lejos de la teoría, se mueven en el campo de la intuición y la sensibilidad: asociar sonidos a conceptos, a emociones, sin ser obvios. Pero Le Moulin no es solamente una película de citas y referencias. Hay momentos exquisitos donde el cineasta, bien por los objetos, bien por la iluminación que utiliza, o bien por el movimiento de dichos objetos en la pantalla, logra el complejo reto de acercarse a la abstracción desde la figuración, de crear una situación inexplicable donde los espíritus parecen habitar, incluso animar la materia, digna de un cuadro de Magritte en movimiento, de pocos segundos de duración, casi como un gif, una pequeña dosis de surrealismo en vena.
Dentro de la serenidad y los modos culturales japoneses, la trama da vueltas, desvíos, movida por las inseguridades de los propios artistas, contratiempos o incluso una visita imprevista de Jean Cocteau, que le dice a uno de los (¿cinco? ¿ocho?) protagonistas unas palabras en francés que él nunca comprendió, que solo incrementaron su admiración. Quizá eso me ocurre al terminar la película. Siento la fascinación, pero su complejidad y su densidad poética es tal que requiere de un segundo visionado. Desbordamiento. Impresionante ópera prima de Huang Ya-li, cuyos pasos habrá que seguir de cerca a partir de ahora.
La historia de los conocidos como los diez de Hollywood es el ejemplo perfecto de cómo en determinadas coyunturas históricas dos modelos de sociedad aparentemente contrapuestos pueden llegar a desarrollar mecanismos muy similares de defensa ante la misma amenaza. Poco tiempo después del final de la II Guerra Mundial, comenzó a desarrollarse un clima de persecución a todo elemento social que pudiera estar relacionado de alguna u otra manera al comunismo, desembocando en la caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy.
Dalton Trumbo era, por entonces, uno de los mejores guionistas de Hollywood. Su prestigio era tan grande que fue precisamente ese elemento el que le salvó del ostracismo. Cuando las acusaciones de ser un peligroso agente comunista le llevaron a la cárcel, el único modo de conseguir volver a trabajar fue el de usar un seudónimo con el cual poder seguir escribiendo guiones. Al principio, sólo pudo hacerlo para producciones de serie B. Pero el problema es que era demasiado bueno para no aprovechar su talento en las grandes producciones. Películas como Spartacus de Stanley Kubrick fueron escritas por él en el más absoluto secreto.
Precisamente, su forma de sobrevivir a las acusaciones y al ostracismo fue la de ser más capitalista que los propios capitalistas, es decir, más americano que los propios americanos conservadores. Cuando los representantes más ideologizados presentan el límite de la necesaria adhesión a una americanidad que está en absoluta contraposición a los valores teóricos del comunismo, lo que hacen es plantear sin quererlo el hecho de que la búsqueda de beneficio es la verdadera esencia de dicha americanidad. Por este motivo, el propio talento de Trumbo le convertía en el verdadero representante del capitalismo en comparación con los defensores conservadores de la ideología, es decir, de ese sistema en el que la consecución del beneficio ya se sitúa por encima de todo.
¿Qué valor puede tener la historia de Dalton Trumbo, una vez que parece que el fantasma del comunismo parece haber desaparecido completamente? En concreto, que al ser un fantasma su presencia nunca es total, del mismo modo que tampoco lo es su ausencia. Desde el punto de vista del relato, Trumbo es una víctima de un período especialmente desquiciado de la ideología norteamericana y su hegemonía. Su verdadero delito no sería otro que el deseo universalizable de justicia y de reparto de la riqueza, es decir, aquello que en el viejo continente ha llegado a identificarse con la socialdemocracia.
Aunque la política norteamericana nunca ha dejado de temer a ese fantasma del comunismo, lo cierto es que en el contexto del Estado español esta presencia fantasmal parece más presente que nunca, si es que un fantasma puede tener grados diferentes de presencia.
A raíz del auge de Podemos, se han vuelto a oír otra vez las cadenas de ese fantasma, ahora mediatizado a través de una sobre-preocupación absolutamente ideologizada por la suerte de los regímenes de Venezuela e Irán en base a las relaciones que algunos miembros de Podemos tuvieron con esos países en el pasado. Mediante una transferencia ideológica artificial, se sospecha que el fantasma del comunismo bolivariano y/o de la dictadura teocrática iraní pueden empezar a amenazar la vida política española. Curiosamente, aquellos que buscan los rastros de ese fantasma son los mismos que no dejan de legitimar el relato de la Transición como el momento de la reconciliación verdadera entre las ideologías encontradas. Lo que esta historia cuenta, y que parece olvidarse de modo interesado, es que el comunismo dejó de ser un fantasma para convertirse en una presencia identificable dentro de la nueva vida política española.
De alguna forma, las posiciones que agitan el fantasma caen por detrás del relato mismo de la Transición, es decir, en el momento en que la ideología ultra del fascismo franquista entendía al comunismo como amenaza inasimilable, es decir, en el mismo momento en que McCarthy se alinea con el fascismo europeo en su cruzada contra el comunismo. Por eso, cabría preguntarse si la historia de Trumbo nos resulta lejana o si está más cerca de lo que pensamos en la coyuntura histórica en la que el fantasma del comunismo, pese a ser sólo un fantasma, parece volver a amenazar a Europa.
Algunos dirán que vaya locura hacer un documental sobre un poeta cuando aún sigue vivo. Aunque tú no lo sepas no es sólo una representación sobre la poesía de Luis García Montero sino que pretende serlo de toda su generación de escritores poetas, aquellos que pensaron que otra forma de expresarse era posible y que sentaron las bases de lo que hoy se podría llamar «la poesía moderna en España». En sus escritos nos hablan como iguales sin los artificios y las frases ininteligibles de anteriores poetas. Hablan de lo cotidiano sin prescindir de un lenguaje elaborado. Como dice Joaquín Sabina: “Luis parece capaz de contarnos lo que habíamos olvidado de nosotros mismos”.
Con esta canción comienza el documental. Una canción de Quique Gonzalez basada en uno de los poemas de García Montero gracias a la que muchos descubrimos el buen hacer de este autor (seguramente para otros haya sido al revés). Y es que esta es una película, ante todo, de amigos. Porque, aparte de poeta, García Montero es catedrático, critico, ha apoyado numerosas causas sociales y participado activamente en política. Facetas que se desgranan en el documental y de las que ha ido formando un séquito de «colegas» como Felipe Benítez Reyes, Almudena Grandes, Eduardo Mendicutti, Benjamín Prado, Miguel Ríos, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, Àngels Barceló y Juan Diego Botto, entre otros, que hablan por él y sobre él a lo largo de la película.
Luis García Montero (Granada, 1958) es Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada y, sin lugar a dudas, su nombre está entre los poetas más importantes en lengua castellana. Es autor de más de una decena de poemarios y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por “El jardín extranjero”, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por su libro “Habitaciones separadas”. En 2003, con “La intimidad de la serpiente”, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica. En los años 80 y bajo el magisterio de Juan Carlos Rodríguez se vinculó al grupo poético de “La otra sentimentalidad”, junto a los poetas Álvaro Salvador y Javier Egea. Su trayectoria personal se fue ampliando en lo que se fue conociendo más tarde como Poesía de la experiencia.
Tanto si sois seguidores de la obra de Luis García Montero como si no, recomendamos sumergiros en la propuesta de este documental. Sobre todo a estos últimos ya que su figura es posiblemente el mayor y más influyente poeta actual. Se podrá ver próximamente en:
Cineteca del Matadero (Madrid), 24-25-26 de Junio: 18:30. Sala Berlanga (Madrid ), 30 de Junio y 2 de Julio: 20:30.
“Es un retrato de dos personas, una película sobre la amistad” afirmó el propio Lehman momentos antes de la proyección de Before de beginning, una cinta preciosa y arriesgada que inicia el foco que dedica la presente edición de Filmadrid al cineasta belga, tras 20 años sin que ninguna de sus obras se proyectase en nuestro país.
Pero en esta ocasión se trata de un obra “a cuatro manos”, como se traduce visualmente en varios momentos del metraje, que aborda la dificultad extrema de aunar dos miradas tan diferentes, tan especiales, como las del propio Lehman y su amigo, Stephen Dwoskin, figura brillante del cine experimental británico. La polio que sufrió durante su infancia marcaría toda su vida y por ende su obra, su cuerpo y su relación con el sexo, el erotismo y la mujer.
Antes del fallecimiento de Dwoskin, en 2012, filmaron Before the begining. Lehman asegura que siempre quisieron hacer una película juntos y lo hicieron demasiado tarde, lo que estamos a punto de ver no es la película que ellos querrían haber hecho, pero es la que salió (de ahí su título). Al ser un diario íntimo, no hay guión, el proceso creativo se construye filmando y se completa en el montaje. Cada personaje se interpreta a sí mismo, y no hay más misterio que el genio y la experiencia de una vida, la sinceridad, el juego y la amistad presente entre ambos, siempre palpable.
La primera secuencia reúne diferentes encuadres de los rostros de ambos, juntos, en una declaración de intenciones silente: estamos ante una película de cuerpos en contraste, deseantes y amantes. El de Lehman es amor por sí mismo, autoaceptación de madurez vital, autoparodia también. El cuerpo limitado de Dwoskin desea, por ello filma pies, piernas, el caminar, asistimos a la trastienda de sus días. Lehman juega con sus aparatos, sillas de ruedas, máquina de respiración…buscando el lugar del otro, jugando a sentir el mundo como Dwoskin. Ojea sus libros mientras este le busca por la casa, alcanzando cierto punto de comedia a veces, como un juego de escondite.
Otras, de tragedia, pero tragedia real, calmada, como las de la vida misma. La película fracasa en su propósito de unificar las dos miradas, siendo un retrato-atisbo que cada uno hace del otro, más que una sola voz (son dos voces que no luchan, atención, se quieren). No obstante, me parece interesante este viraje en el propósito, y a la luz del resultado merece la pena repasar con gusto los 70 minutos que dura, cargados de imágenes y soluciones de montaje complejas, preciosas, ingeniosas y divertidas ¿Puede el cine fusionar dos en uno? ¿cómo mirar al otro?
Y sobre todo, ¿con qué actitud se deja uno grabar en su propia película? ¿cómo ser uno mismo? Solo Lehman tiene la respuesta, después de toda una vida explorando la cuestión, haciendo y distribuyendo sus propias películas y siendo un cineasta completamente outisder e imprescindible. «Qué difícil, qué difícil es hacer esta película» repite Dwoskin. Pero esa lucha por la expresión queda patente y sus frutos son muy bellos. Así que por favor: sigamos haciendo cine de amigos, cine común, imagen compartida.
La segunda edición de Filmadrid abre con la primera proyección en España de Francofonía, la última película del prolífico Aleksandr Sokurov, aún pendiente de estreno en salas.
Jonathan Rosenbaum, invitado especial de esta edición (donde impartirá un taller por primera vez en España) afirmó tras la sesión que habíamos visto una antítesis, un reverso de El arca rusa, la cinta más conocida del director. Aunque ambas películas están emparentadas por cercanía, son de muy distinta naturaleza.
Francofonía es un video ensayo sobre arte anclado al Museo del Louvre que atraviesa, como un fantasma, diversas épocas y periodos solapándolos en el plano fílmico. Se trata de una obra narrativamente muy compleja que sortea, con cierta dificultad, la frontera entre la fantasía y el delirio, entre el artificio y el capricho autoral. En esta frontera difusa, a la que es peligroso acercarse demasiado (y Sokurov lo sabe), la película hace equilibrios cayendo a veces del lado equivocado. No es para menos tratándose de un ejercicio tan complejo ¿cómo relacionar la ocupación nazi en París, la historia del Louvre, los museos en general, el bolchevismo y un carguero marino que transporta valiosas obras emboscado por una tempestad?
La voz del propio director es su herramienta fundamental, que aúna diversos modos narrativos en un solo tono divagatorio y plural, estableciendo relaciones complicadas de llevar a cabo con imágenes, sin resultar pedante ni obvia. Ese tono que ha encontrado es posiblemente el elemento de mayor peso a la hora de mantener a flote la película frente a la locura de su autor, que integra a Napoleón con La libertad (encarnada en la mujer del famoso cuadro de Delacroix) en un supuesto presente del Louvre nocturno. Pero hay mucho más.
La historia en torno a la cual gira toda la película es la relación entre Jacques Jaujard, el responsable del Louvre antes de la ocupación, y Franz Wolff-Metternich, conde, historiador del arte y encargado de gestionar el museo a partir de la invasión. Aunque estos personajes actúan, como cada elemento, más en un nivel simbólico que en lo concreto: sirven a unos fines superiores ideológicos de fuerzas invisibles: poder, estado, arte… Temas que se articulan para esbozar una reflexión no resuelta: el paradójico esfuerzo de los estados en salvar obras de arte antes que a su propio pueblo (el arca rusa, piensenlo, ¿qué animales pretende salvar del diluvio?).
Es aquí donde interviene Sokurov con apuntes de la historia rusa en una situación análoga, con suficiente moralina para hacer oscilar su propio discurso hacia lo patético. Sucede bastante en la película: cada vez que ha alcanzado un punto agradable de interés y profundidad intelectual, el director corta el fuego y echa en la sartén candente el chorro de agua fría de un torrente de música y palabras encaminados a la manipulación emocional, a la búsqueda de la empatía y el reencuentro con el espectador. Cuando estábamos cómodamente distanciados volvemos a caer, y así hasta el final, entre planos aéreos de París y clips grabados en 4K y pasados por un plugin sepia “old film look” terrible para jugar irónicamente con las connotaciones del soporte. Algunas partes del uso de este material de archivo maquillado se salvan por el cómico choque de diégesis que se da al mezclar personajes disfrazados de rebeldes en la ocupación con personas y coches reales del presente, pasando por detrás y mirando a cámara.
El sonido, sin embargo, está trabajado de forma minuciosa. Pocas filmografías pueden entenderse o tener significado alguno si despojamos la imagen y nos quedamos solo con el audio. Michel Chion, (teórico, el mayor experto en sonido de cine) dice que ninguna película, jamás, puede sostenerse sin la imagen, pero al revés sí, que algo estamos haciendo mal. Yo añado la excepción: la filmografía de Sokurov, que antes de ser cineasta trabajó en la radio y conoce la importancia de la banda de audio. Pueden hacer este experimento: cierren los ojos, abran los oídos, y verán otra película. No hay un instante de silencio en toda esta Francofonía.
Por lo demás queda un regusto agridulce al final: tiene buenas aptitudes para un ensayo interesante y su director sobrado talento y experiencia en este tipo de encargos, pero no llega a ser todo lo genial que podría.