por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 23, 2016 | Artes visuales, Cine, Críticas |
(Foto sacada de http://www.hollywoodreporter.com/review/embrace-serpent-el-abrazo-de-795876)
La nueva película colombiana que ha causado bastante revuelo en la escena cinematográfica mundial, titulada El abrazo de la serpiente y dirigida por Ciro Guerra, además de ser una hermosa película sobre una travesía en el Amazonas, es un filme absolutamente actual y capaz de lograr un gran impacto político. Qué alegría poder ver por fin una nueva producción colombiana que trata de cerca una de las heridas todavía frescas y sangrantes de nuestra sociedad: el gran abismo que persiste entre la cultura occidental y las culturas indígenas que han resistido virtuosamente al colonialismo de occidente. Ese abismo, que es una guerra de cosmologías, de entendimientos del mundo, es un abismo entre, por un lado aquel que trata de entender por fuera, cartografiando y almacenando para la ciencia y aquel que por el otro prefiere insertarse en la naturaleza, entender de forma etológica qué puesto ocupa en el mundo y de qué es capaz el cuerpo en medio del universo. La incomunicación entre las dos partes va más allá de una lingüística (todas las partes hablan por igual los mismos idiomas y no sobra resaltar que solamente la iglesia ignora el lenguaje indígena), es más bien una incomunicación de pensamientos: la película trata de mantener una postura imparcial, ni la cultura blanca, ni la indígena está por encima de la otra; las dos tienen sus caras salvajes, su violencia interna. Pero para lograr poner en un sólo nivel a las dos culturas, la película tiene que exaltar aquella que ha sido ultrajada por todos estos siglos: la película pone frente a frente a dos culturas que terminan siendo un mismo ser humano con distintos rostros pero trastornado por similares tragedias (el indígena huérfano de ideología y de recuerdos por un lado, y el europeo en guerra y sumergido en su nihilismo asfixiante).
La película trata sobre dos viajes hechos por dos alemanes a la selva amazónica. El hecho de que los expedicionarios sean alemanes, hace del deseo por el saber enciclopédico uno más evidente, ya que detrás de esos personajes palpita el espíritu de Humboldt. Pero no se trata solamente de una expedición científica, también es un viaje al mundo de las plantas psicodélicas y de los sueños, el Amazonas como esa naturaleza inconsciente que palpita en nosotros, en nuestro más profundo sueño. Entonces pensamos en Antonin Artaud o bien en los reveladores libros de Carlos Castaneda, en esa búsqueda de la planta reveladora. La narración de cada viaje se da paralelamente en el filme y cada uno de los viajes se refleja en el otro recíprocamente por medio del protagonista de la película: un chamán amazónico que recibe a comienzos de siglo una visita, la visita de este científico alemán. Esa primera visita está motivada por un impulso etnológico de adquirir y almacenar todo el saber posible sobre las culturas indígenas de la Amazonía y al caer enfermo y al no poder mantener el ritmo de curación que el chamán se propone hacerle, este primer viajero muere. Su muerte motiva los estudios del segundo alemán, el cual encuentra al chamán, éste ya bastante mayor, y los dos emprenden un viaje en busca de aquel saber de una planta cuya extinción fue ocasionada por la ambición del primer visitante.
Entonces aparece aquello que se presenta como el centro conflictivo de la trama: la ambición, el dinero y el ego científico que lleva a la extinción de un saber ancestral que es eliminado por las mismas manos del indígena al ver lo sagrado infectado por occidente. Es decir, la extinción es ocasionada por las dos partes, es resultado de un conflicto atroz. Por otro lado, la despiadada industria del caucho comienza a comerse a la naturaleza haciendo hasta de la memoria del chamán un río moribundo, un río seco. Miguel Ángel Asturias en su épica novela Hombres de maíz retrata una situación parecida: dos mundos en guerra, en una guerra que sin embargo hace parte de los dos mundos y es interpretada de distinta forma: tanto los indígenas como los occidentales comprenden este conflicto a su manera, es decir el conflicto también tiene en el mundo indígena un significado, en este caso uno cósmico: la tarea de enseñarle a los blancos la sabiduría divina de las plantas. Sin embargo el capitalismo, la plantación, el consumo, el maíz y el caucho son aquellos elementos de occidente que amenazan con secar el río, con destruir a la cultura ancestral y a la naturaleza misma. El etnólogo se propone entonces no ‘infectar’ lo natural, mantener su postura de espectador, espectador del museo del mundo: pero este pensamiento de destrucción de lo natural y primitivo hace también parte de la mitología occidental con sus conceptos de lo original, lo natural y lo exótico (el chamán le hace entender al primer viajero, por ejemplo, que no puede negarle la sabiduría de occidente a los otros seres humanos al ver a este exigiendo que una tribu le devuelva su brújula). Es entonces una situación con muchas perspectivas, una situación que es mostrada en la película con su gran complejidad.
Dentro de ese abismo insondable que se expande entre las dos culturas se gesta una guerra atroz y la película la retrata desde sus más agudos ángulos. A la mitad del filme se muestra cómo una comunidad deviene monstruosamente en lo que es un sincretismo bastante peculiar, la hibridez y la síntesis de lo que el chaman llama como “la peor parte de los dos mundos”. Una secta cristiano-indígena, una secta fanática guiada por un blanco demente, se muestra como el salvajismo en su mayor expresión (aquello que era entendida como solamente indígena, en el imaginario del Facundo de Sarmiento y su oposición entre civilización y barbarie), aquel salvajismo que está solamente allí, en ese fatal sincretismo, en la cópula desastrosa entre lo indígena y lo ‘blanco’. Es entonces la guerra misma, esa guerra que se vuelve comunión dispareja, la que lleva a la barbarie. Uno está tentado entonces a intuir la salida a este dilema en la aceptación de la otredad, en el aceptar la frontera del otro, de aquella otra forma de ver el mundo, es decir en aceptar que hay una diferencia sustancial y encontrar una forma para respetar esa alteridad en el espacio compartido. El absolutismo y la guerra por una conquista ideológica de los dos mundos en conjunto llevan a la destrucción, a lo monstruoso, al caos del fanatismo y de la violencia.
El hecho de que los diálogos de la película sean en su mayoría en lenguas amazónicas, y minoritariamente en español y alemán, es un mérito más para el muy bien logrado filme. Tuve el privilegio de poder verlo en una pantalla IMAX, lo cual hizo mucho mayor la experiencia. Las imágenes en blanco y negro, la escenificación y las actuaciones son impecablemente hermosas. Y es importante resaltar que el blanco y el negro no son meramente ornamentos que expresan una especie de nostalgia, sino que adquieren su sentido en el momento en el que la revelación mística de la planta sagrada, con su gran colorido, contrasta muy pertinentemente con el resto de la película. En un país como Colombia, donde las culturas indígenas han sido ultrajadas constantemente, donde el decir “indio” es una ofensa, una película como esta hace mucho bien. Es por eso que hay que celebrar el triunfo internacional que ha recibido en varios festivales, ya que su efecto político es regenerador, justo ahora en un contexto en el que la reunificación de las múltiples culturas dispares de Colombia necesita mucho apoyo. Las culturas indígenas no son vistas por el lente etnográfico en la película, más bien el lente etnográfico es enfocado también por la misma película: la cultura indígena es vista de frente, con aceptación, admiración y reconocimiento como parte de la sociedad. El lograr esto goza de un gran mérito y es producto de una empresa valiente.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 19, 2016 | Cine, Críticas, Sin categoría |
(Foto sacada de: http://www.dw.com/tr/cartas-da-guerra/a-19018110)
El género epistolar es por naturaleza deseoso y la carta de amor es su mayor expresión: escribimos una carta con la imagen del destinatario en nuestra mente, nos dirigimos a una instancia totalmente muda, una instancia lejana como la Laura de Petrarca a la que le dirigimos nuestras palabras como lanzas al vacío, como palabras dichas cuando se está mudo, cuando se siente que la otra instancia no tiene capacidad de escucha. Las cartas de amor son gritos que tratan de mantener una promesa y ese deseo, el desespero de gritar fuertemente y así exigir una respuesta, de hacer llegar como dardos nuestras palabras, hacen de las cartas de amor poesía intensa: el lenguaje se vuelve vivo, trata de transportar los besos, los abrazos que no se pueden dar en persona, el verbo deviene carne.
Algo similar ocurre con la imagen cinematográfica: la proyección abre un espacio, nos confronta con un otro, participamos de sus afectos. Tanto las cartas como el cine son maquinarias que juntan dos entidades, dos imágenes, puentes poéticos que entablan una relación afectiva entre dos seres, una promesa, un puente. Roland Barthes escribe respecto a la carta: “lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia: la relación pone en contacto dos imágenes. Usted está en todas partes, su imagen es total, escribe de diversas maneras Werther a Carlota.” (1993, p. 39) La última película del director portugués Ivo Ferreira Cartas da guerra, la cual participa en este momento en la competición del festival de cine de Berlín (Berlinale), trata de desentrañar justamente este familiaridad genérica entre estas dos artes, entre el cine y la carta amorosa: el cine se presenta entonces como el lugar para el discurso amoroso, para ese discurso que en la precariedad de la soledad del amante, en su desespero solitario revela sus entrañas poéticas. La película se basa en las cartas del escritor portugués António Lobo Antunes publicadas en su libro D’este viver aquí neste papel descripto: cartas da guerra, hecho el cual revela ya el carácter literario y poético de la película. La película utiliza las cartas de amor de este escritor durante la guerra, remitiendo así a un topos común, el escritor que parte, el enamorado en la lejanía, el hombre en riesgo de muerte que trata de encontrar en sus palabras la eternidad. Uno piensa por ejemplo en los hermosos poemas de John Donne o en toda la tradición de la lírica amorosa en la cual el poeta recurre a la poesía para fijar el amor hasta la eternidad. La voz que se perpetúa en la distancia, la botella con la carta que mandamos a un destinatario, las palabras que guardan a los amantes juntos hasta la eternidad. La película consta de pocos diálogos y su mayoría es solamente una voz en off, la voz de su mujer leyendo las cartas de su marido mientras se muestran las imágenes de este en la guerra, el amante en su travesía a blanco y negro. El blanco y negro, y la voz de ella que asentúa la ausencia de él, expresan efectivamente ese abismo entre los cuerpos y al mismo tiempo su comunión en el arte, en la película y en la poesía. La lejanía, la nostalgia es justamente aquello que permanece latente en el género epistolar y que viene a ser revelado, expuesto hermosamente en la película ante nuestros ojos.
La guerra no es la temática central del filme, por más de que la película se limite a mostrar imágenes de ella. No se narra, la película solamente celebra, presenta imágenes poéticas. La guerra incrementa el deseo amoroso considerablemente, hace de la situación del amante lejano una más precaria. Pero es la situación del amante en general la que está en el centro, aquella posición que proyecta una imagen del ser amado, justo como Roland Barthes lo entendería; el amante proyecta esta imagen como salvavidas, como aquello que le da sentido a su vida. Y es la proyección misma, la relación que sus cartas entablan con su amada lo que lo mantiene a flote, no la correspondencia, ya que en la película el amante nunca recibe una respuesta. Las imágenes no se tocan, no corresponden, su relación es sin embargo una intensa. En una escena memorable del filme, la proyección de una película romántica que observan los soldados en el campamento en repetidas ocasiones, de pronto es la película es proyectada no en la pantalla como de costumbre sino en la cara del protagonista, el cual con los ojos llorosos es devuelto violentamente a su soledad: la fantasmagoría de la carta y de la película se muestra entonces con ese sinsabor intrínseco que deja de igual forma el sueño de amor al despertar.
Referencias:
Barthes, Roland (1993): Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo XXI.
por Noè Pasies Baca | Ene 24, 2016 | Cine, Críticas |
Foto de Cultural Resuena de la proyección del 17 de enero en los cines Phenomena Experience de Barcelona.
La casualidad – o los designios de las distribuidoras – ha querido que este 2016 empiece con dos importantes estrenos situados, al menos de entrada, en el terreno del western. Hablamos de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, de Quentin Tarantino) y de El renacido (The Revenant, de Alejandro González Iñárritu). En el caso de Tarantino, se trata de su segunda incursión en el género tras la memorable Django desencadenado (Django Unchained, 2012). El cineasta de Tennessee rescata parte del elenco de su película anterior y esta vez devuelve el protagonismo a un Samuel L. Jackson en estado de gracia. Además, saca del baúl cinematográfico a Michael Madsen y a Tim Roth, que no veíamos compartiendo escena desde que dejaran hecho un cristo el garaje de Reservoir dogs. Por si esto fuera poco, la banda sonora corre a cargo de un peso pesado del género como Ennio Morricone. Muchos buenos presagios que se ven, en parte, truncados por culpa de un lamentable tramo final.
El octavo filme del director de Pulp Fiction transcurre casi en su totalidad en el interior de una mercería perdida en las montañas de Wyoming, donde un grupo variopinto de personajes debe refugiarse de la ventisca. La premisa no podía ser más teatral y por eso sorprende el formato elegido por Tarantino a la hora de filmar la película. Amante del celuloide no sólo en su sentido figurado sino también en el literal, esta vez ha optado por rodar con el vetusto formato Ultra Panavision 70, un mastodonte que no se usaba desde 1965 y que ha obligado a cambiar la lente del proyector al único cine de España que proyecta la película tal y como lo querría Tarantino (la sala Phenomena, de Barcelona). Si rodar una película de interiores en 70 milímetros es, hoy por hoy, el equivalente cinematográfico a grabar un discurso de Mariano Rajoy en 3D, el formato ultrapanorámico sí se revela como un gran recurso que Tarantino usa con maestría. Cuando no opta por el travelling circular al que nos tiene acostumbrados, el cineasta convierte los planos fijos en una larga rendija por la que vemos desfilar (y conspirar) a los personajes.
Hablando de personajes, la gran sorpresa del film es Walton Goggins, que termina metiéndose al público en el bolsillo con su interpretación del ¿sheriff? Chris Mannix. Es él quien se encarga de ponerle el ‘spaghetti’ al western, con unos manierismos propios de un bandido de Sergio Leone y la cara aceitosa y morena a la que nos tenían acostumbrados los americanos postizos que vaciaban su revolver en el desierto de Almería. Por lo que respecta al resto de personajes, la mayoría de los actores que les dan vida están a la altura de las circunstancias. Samuel L. Jackson tiene algunas de las mejores frases de la película y sabe cómo entregarlas; Kurt Russell llena de matices a su caza-recompensas otoñal; Bruce Dern refina el personaje de viejo desorientado que ya había interpretado en la celebrada Nebraska y hasta el mexicano estereotípico de Demián Bichir parece esconder un mundo cuando nos mira de reojo. Da más o menos la talla Tim Roth, aunque su personaje parece una versión descafeinada del que interpretaba Christoph Waltz en Django desencadenado. En el otro extremo, en términos de calidad interpretativa, encontramos a Michael Madsen y a Jennifer Jason Leigh. El primero ofrece una interpretación tan acartonada como su cara y parece que esté allí haciendo un cameo. Jennifer Jason Leigh, por su parte, convierte a su maltratado personaje en una caricatura, ofreciéndonos un lamentable ejercicio de expresiones faciales que parecen sacadas de una película de dibujos animada por un cocainómano.
A pesar de tratarse de la segunda incursión de Tarantino en el western, estamos ante un film muy distinto de Django desencadenado. Lo penúltimo del cineasta era básicamente una película de acción, mientras que aquí nos encontramos ante un thriller psicológico mucho más centrado en los diálogos. Si añadimos el protagonismo de la ventisca, la presencia de Kurt Russell y la sospecha continua de que alguno de los personajes no es quien dice ser, Los odiosos ocho se revela como lo que realmente es: un magistral remake en clave western de La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Plano tras plano, diálogo tras diálogo, Tarantino exhibe un incuestionable dominio del suspense y consigue dejarnos pegados en la butaca, preguntándonos una y otra vez quien es el malo de la película, buscando matices en las miradas y en los gestos. Quizás ésta sea la razón por la que las revelaciones del último tramo del film saben a tan poco: la película va alimentando unas expectativas que terminan jugando en su contra, abriendo unas puertas que luego no sabe cerrar. También se produce en este tramo final un inexplicable y brusco descenso de la calidad fílmica, con extenuantes e interminables cámaras lentas propias del John Woo más desfasado, un uso sorprendentemente amateur del gore y unos diálogos que parecen escritos por el becario.
El bajón cualitativo a nivel técnico tiene difícil explicación, pero habrá quien achaque los problemas con el desenlace de la trama a las reescrituras que llevó a cabo un muy enojado Tarantino después de que se filtrara el primer borrador de su guion. En mi opinión, el principal sospechoso de este desastre es el método de escritura que sigue el cineasta americano. En una entrevista reciente para el podcast de The Nerdist, Tarantino revelaba que nunca tiene una estructura en mente antes de empezar a escribir y que confía en su destreza para llevar la trama por buen camino. Este método no está exento de riesgos (como bien recordarán los fans de Perdidos) y es una lástima que en esta ocasión el cineasta haya perdido el rumbo en el último tramo. Dicho en pocas palabras, Los odiosos ocho es una película muy buena con un final muy malo. Si esto es una contradicción o no, es algo que deberá decidir el espectador.
por Noè Pasies Baca | Dic 21, 2015 | Cine, Críticas |
En estos últimos años, pocas películas han acumulado tanta expectación antes de su estreno como la nueva entrega de Star Wars. Ya desde el primer teaser, las hordas de fans de la saga galáctica y los aficionados a la ciencia ficción en general habían empezado a segregar saliva con el plano del destructor estelar varado en las dunas. Había razones para el optimismo: George Lucas y sus malas decisiones habían quedado fuera del proyecto, lo que reducía las probabilidades de que se volviera a caer en los errores de las precuelas. Además, J.J. Abrams, su sucesor, tenía a sus espaldas un más que decente reboot de Star Trek. Sin embargo, tan altas eran las expectativas generadas por los impecables trailers y el bombo de estos últimos meses que una decepción, por pequeña que fuera, parecía inevitable. Pues bien, Star Wars: El despertar de la fuerza no sólo no decepciona, sino que logra un equilibrio imposible entre dos generaciones cinematográficas y narrativas.
Lo que hizo grande a la primera trilogía de Star Wars (1977-1983) fue aunar una impresionante imaginería visual con unos protagonistas con los que establecíamos un vínculo emocional casi desde el minuto cero, logrando que hasta una marioneta barriosesamista como Yoda nos hiciera sufrir al verlo toser. Todo esto se perdió con la segunda trilogía (1999-2005): los efectos visuales sudaban píxeles y los personajes sólo conseguían producir indiferencia o repulsión. No ayudaba en absoluto el guion, escrito en solitario por un George Lucas fuera de control.
Esta vez la tarea de elaborar el grueso de los diálogos ha corrido a cargo de Lawrence Kasdan, quien ya había sido uno de los artífices del libreto de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980) y El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983), además de una obra maestra como es En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). La pluma de Kasdan devuelve la chispa y el humor a una saga que se había llegado a tomar demasiado en serio a sí misma, al tiempo que la dota de gravedad en los momentos clave. Compartir guionista principal con El retorno del Jedi también ayuda a que esta nueva entrega no se sienta como un apéndice extraño de la trilogía original, sino como una continuación en toda regla.
Uno de mis principales temores era que la nueva generación de protagonistas no estuviera a la altura de las circunstancias. No en vano, muchos recordamos todavía ese lamentable Poochie con gomina perpetrado por Shia LaBeouf en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008). Afortunadamente, los nuevos personajes de Star Wars: El despertar de la fuerza tienen la consistencia necesaria para resultar interesantes y están interpretados por un elenco más que digno. Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver y Oscar Isaac están a la altura de las circunstancias y logran que sus conflictos internos nos importen. La interacción entre ambas generaciones de personajes funciona: las caras conocidas se ven reflejadas en las desconocidas sin que el conjunto rechine.
En el apartado visual y sonoro también se logra una fusión casi sin fisuras. Si la trilogía original se había resuelto a golpe de maquetas, marionetas y rotoscopio, las precuelas habían caído en el abuso de unos efectos digitales demasiado inmaduros para las aspiraciones de George Lucas. El equipo de J. J. Abrams no comete el mismo error y consigue armonizar la tecnología digital con los recursos tradicionales hasta el punto que a veces cuesta saber dónde acaba la maqueta y comienzan los polígonos. También tiene el acierto de evitar el circo visual: pese a la indudable espectacularidad de muchas escenas, los efectos están ahí para ayudar a avanzar la trama o para dotarla de una capa más de simbolismo, no como meros fuegos artificiales destinados a impresionar a la audiencia. Otro gran acierto creativo es seguir la línea de la tecnología sucia que habíamos visto en la trilogía original: los fuselajes de las naves y sus interiores están llenos de ángulos, los cascos se abollan y los robots rezuman óxido. En el aspecto sonoro, los efectos de sonido clásicos (los blásters, los sables de luz) se intercalan con nuevas y muy acertadas contribuciones (el extraño y escalofriante crujido que se escucha cuando el villano de la película intenta leer la mente de sus víctimas). Asimismo, la banda sonora del incombustible John Williams aúna temas clásicos de la saga con otros que, si bien menores y menos memorables, contribuyen a dar fuerza al conjunto.
Habrá quien critique a J. J. Abrams por no haberse arriesgado más, por haber elegido el camino fácil de la continuidad en lugar de dar un nuevo giro a la saga galáctica. Sin embargo, no sé hasta qué punto esta continuidad puede entenderse como un defecto. Es cierto que la nueva entrega repite muchísimos patrones de la trilogía original, pero se trata de algo que ya sucedía en las dos secuelas que sucedieron a la primera película y tiene todo el sentido del mundo si se entiende Star Wars como una serie creada a base de capítulos semi-autónomos y no como un único título cortado en partes, como sería el caso de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003). No parece, por cierto, que nos encontremos ante el inicio de una nueva trilogía, sino ante el cuarto capítulo de una serie de seis, con las precuelas relegadas a un prescindible prólogo. Esto explicaría por qué en el título oficial del film no aparece ‘Episodio VII’ por ninguna parte. Es así, escondiendo los midiclorianos bajo la alfombra, como J.J. Abrams y su equipo han logrado devolver a la serie la magia que había perdido décadas atrás. Star Wars: El despertar de la fuerza es cine de aventuras del más alto nivel y un estupendo relevo generacional en una multiplicidad de sentidos.
por Javier Santana | Dic 19, 2015 | Artículos, Cine |
Continuamos el comentario sobre el ímpetu materialista que se puede apreciar en el cine de ciencia ficción de Hollywood más reciente al representar el espacio, ahora centrándonos en The Martian. En el anterior artículo comentamos cómo Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) abrió una línea de exploración narrativa marcada por la idea de que mostrar de forma radicalmente realista la extrañez e imprevisibilidad de los movimientos en el espacio, lejos de la gravedad terrestre, proporcionaba ya un nudo argumental suficiente como para urdir una trama, si bien en aquel caso esto se reducía a un survival bastante plano. Por su parte, Interstellar (Christopher Nolan, 2014) quiso recuperar las grandes preguntas de la ciencia ficción asumiendo el reto de la representación realista del movimiento en el espacio. De esta manera, se reducía en definitiva la idea materialista (tan presente en el imaginario contemporáneo) de que el control del universo es algo que nos excede: nos venía a decir implícitamente que, aunque sea muy difícil y nos tengamos que enfrentar a realidades totalmente ajenas a nuestro entendimiento intuitivo (terrestre), en definitiva, sí que es una cuestión de tiempo que podamos someter el universo a los intereses (y conflictos) humanos. Hay materialismo, pero domesticado: recordemos que el materialismo es, en este sentido, el hecho de que la representación realista de algo típicamente ignorado tenga consecuencias insoslayables. (más…)
por Noè Pasies Baca | Dic 7, 2015 | Cine, Críticas |
El pasado 4 de diciembre se estrenó en España Langosta (The Lobster), el primer largometraje con elenco internacional de Yorgos Lanthimos. La película supone, en muchos sentidos, un cambio sustancial respecto a la filmografía anterior del griego y no eran pocos quienes temían que esta internacionalización implicaría una apuesta menos arriesgada y una cierta pérdida de identidad. Nada más lejos de la realidad: Langosta es una de las películas más extrañas y valientes del año.
A David (un bigotudo y miope Colin Farrell) lo acaba de dejar su mujer por otro. Para su desgracia, la realidad en la que opera la película no considera la soltería como una opción, así que es enviado a un hotel en medio del bosque con la misión de encontrar pareja en un plazo de 45 días. Si no lo consigue, será convertido en el animal que elija. Lo que sigue tras esta absurda premisa es una despiadada metáfora del modo en que la sociedad actual enfoca las relaciones.
Que Yorgos Lanthimos tiene una forma de escribir y dirigir muy particular ya había quedado claro con su celebrada Canino (Kynodontas, 2009). En esa distopía a pequeña escala, los personajes se destripaban verbalmente unos a otros a base de discursos monocordes, como si los actores recitaran la lista de la compra en vez de estar apuñalándose con palabras. Sorprendentemente, este mismo estilo de interpretación no se pierde con el paso del griego al inglés (con pizcas de francés): los personajes suenan mecánicos, se mueven como si tuvieran engranajes en vez de articulaciones y pelean como autómatas torpes. A esta deshumanización voluntaria contribuye el excelente libreto, escrito a cuatro manos por Lanthimos y su coguionista habitual, Efthymis Filippou. En él vuelven a abundar los diálogos repletos de enumeraciones, listas y datos tan absurdos como concretos (el peso de las pelotas utilizadas en distintos deportes). Así, como ocurría con las anteriores películas de su director, nos encontramos ante lo que parece una tragedia humana protagonizada por robots.
Hay otro rasgo identitario del cine de Lanthimos que se vuelve a repetir aquí y que podría resumirse en una sola palabra: caspa. Todo en el hotel de Langosta, desde las moquetas de los pasillos hasta la sala de actos, pasando por sus empleados y huéspedes, desprende un inconfundible aire rancio, como si el paso del tiempo se hubiera detenido en aquel rincón del mundo un día particularmente desafortunado de 1973. La escena del baile, con una cochambrosa versión de la ya de por sí casposa Something’s Gotten Hold of My Heart, contrasta con el resto de una excelente banda sonora que mezcla melodías griegas con piezas de Stravinski y Shostakóvich.
El apartado visual de Langosta también presenta, en algunos aspectos, una continuidad respecto a los otros largometrajes de Lanthimos. Las caras y los cuerpos fuera de plano vuelven a hacer acto de presencia, al igual que los planos generales fijos. Sin embargo, la fotografía de Thimios Bakatakis (que ya había trabajado para Lanthimos en Canino, 2009) toma aquí una ruta diferente y se acerca mucho, quizás demasiado, a los trabajos de Robert D. Yeoman para Wes Anderson. Los pasillos del hotel de Langosta y del Gran Hotel Budapest se funden en los planos simétricos de algunas escenas y lo mismo ocurre con los bosques de Nueva Inglaterra de Moonrise Kingdom y este bosque anónimo (que las notas de producción sitúan en Irlanda). A la similitud entre la fotografía de Bakatakis y la de Yeoman contribuye, sin duda, la corrección de color de tonos claramente setenteros.
Si hay algo que no acaba de funcionar en Langosta es su estructura argumental. El arco que empieza a configurarse ya al principio del filme parece pedir a gritos que la práctica totalidad de la película transcurra en el hotel. Sin embargo, la decisión de Lanthimos y Filippou de dividir el libreto en dos actos simétricos deja al espectador desorientado en medio del camino, perdido en la arboleda de un segundo arco argumental que no esperaba. Aunque esta decisión cobra todo el sentido del mundo si se entiende la película como una oscura metáfora de la brecha entre el mundo de las parejas y el de los solteros, lastra el ritmo del conjunto y puede provocar que el cuñado de turno la tache de ‘lenta y larga’.
Profundizando en el simbolismo de Langosta, cabe destacar la originalidad con la que Lanthimos y Filippou enfocan una cuestión tan manida como las relaciones (y su ausencia). Recurrir a la ciencia ficción para abordar este tema no es algo nuevo: ya se había hecho, con excelentes resultados, en películas como la indispensable (y terriblemente titulada a este lado del mundo) ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). La alegoría se presenta aquí con unos recursos tan geniales como marcianos (las escenas de caza, las representaciones teatrales, el papel de los niños) que denotan un colosal talento creativo tras las cámaras.
He mencionado más arriba el regusto robótico que dejan las interpretaciones en Langosta. Sin embargo, no quisiera que se entendiera esto como una crítica. Los protagonistas de las tragedias de Lanthimos no tienen vocación de parecer reales: su forma de hablar, de actuar y de reaccionar se encuentra en las antípodas de lo que muchos consideraríamos humano. Sin embargo, que los actores se conviertan en marionetas es precisamente la gran baza del cine de Lanthimos: al quedar libres del peso del realismo, pueden reflejar mejor los aspectos más oscuros e incómodos de nuestra propia humanidad. La obsesión enfermiza y mecánica con la que los personajes de Langosta buscan a su media naranja a través de las taras físicas compartidas es un espejo invertido de los absurdos criterios de selección que llevamos, a veces sin darnos cuenta, en la mochila. Con Langosta, Yorgos Lanthimos nos ofrece una película catártica y absurda, una tragedia disfrazada de comedia que hará las delicias de los ávidos de rarezas y de quienes busquen una reflexión inteligente y cruel sobre el amor.