por Javier Santana | Nov 24, 2015 | Artículos, Cine |
El pasado miércoles 19 de noviembre, en una charla en el Zentrum für Literatur- und Kulturforschung de Berlín, el filósofo de origen ruso Boris Groys comentó el sintomático hecho de que en nuestra época impere una sensación de miedo por pertenecer a un cosmos enorme que ya no se deja controlar: desde principios del siglo XX sabemos que ‘cosmos’ ya no es sinónimo de ‘orden’ (como sugiere la etimología), sino que se asocia a la idea de un caos impredecible. Es nuestra acción humana (guiada por la tecnología y la ciencia empírica) la encargada de aportar un cierto grado de orden sobre este cosmos caótico; pero dicha actividad tecnológica (y precisamente esto es lo nuevo en el clima intelectual de los últimos veinte años), se revela siempre insuficiente. Esto se ve, decía Groys, en el auge reciente de distintos tipos de filosofías materialistas en los discursos académicos actuales (realismo especulativo, aceleracionismo, etc.), pero también en el cine: el ejemplo que él puso fue la elegía apocalíptica de Lars von Trier Melancholia (2011) pero, en mi opinión, esta idea se puede apreciar mucho mejor en una serie de películas del cine de masas hollywoodense más reciente. (más…)
por Guillermo Etchemendi Varón | Nov 21, 2015 | Cine, Críticas |
La academia de las musas
Las cosas, o se hacen bien, o no se hacen. Éste parece ser uno de los principios adoptados por algunos cineastas que nos ofrecen una filmografía escasa donde cada obra tiene un altísimo valor, como es el caso extremo de Victor Erice o de Jose Luis Guerín, ambos eruditos del cine, ambos fundamentalistas del cine, ambos pausados, sabios y contenidos, ambos joyas únicas de nuestro cine de los que debemos sentirnos profundamente orgullosos. Cada palabra que dice Guerín hay que escucharla con atención, hay que tomar con cuidado cada frase y darle un lugar y un valor en nuestra memoria. No es ningún secreto que el cineasta es una persona con un inmenso bagaje cultural, que siente especial afecto por el arte, la historia, la filosofía y en suma las humanidades. Su trabajo no es sino el de un humanista del siglo XXI. Sería un error (falacia de autoridad) pensar que estas ideas pueden influir directamente en la calidad de su última película, más bien al revés, son ideas que extraigo del visionado de sus obras, y que quedan confirmadas nuevamente en La academia de las musas. Aunque Guerín sea el director y montador, él mismo atribuye la co-autoría de la obra a todos sus personajes, pues escribieron estos sus propios papeles y fueron juntos guiando el curso de la historia, sin final predefinido. Sería otro error pensar que la provisionalidad de la película la acerca al documental, debe quedar muy claro que nos encontramos frente a una ficción contemporánea, de esas que abren su proceso de rodaje al azar, de esas que recogen la vida en todo su esplendor, como hace Javier Rebollo o como hacía Rossellini en su Viaggio a Italia, la primera película moderna cuyo recorrido coincide (por casualidad) con el de la trama de L’accademia delle muse.
Aparte del azar en su filmación, la película se sustenta en la palabra como pilar fundamental (aunque la cámara de Guerín añada con su puesta en escena de reflejos y superposición de planos, multitud de capas de significado), la palabra en todas sus formas, desde el medio de expresión de Dante a la que se expresa en Tinder para ligar, esa compañera imprescindible del ser humano, pues como dice el profesor Raffaele Pinto, no hay pensamiento más allá de las palabras.
La relación entre el profesor, su mujer y sus alumnas sirven de trama a Guerín para introducirnos en una masterclass de 92 minutos de filología italiana, de poesía, amor, muerte, musas y conocimientos fascinantes, pues como rezan los títulos de créditos, la cinta es un experimento pedagógico, que además resulta extremadamente divertida, extraordinaria, bella y auténtica.
Under Electric Clouds
Tras terminar la obra titánica, rara avis del cine mundial, Hard to be a God (2013) comenzada por su padre, Aleksei German Jr. Prueba suerte en Sevilla con su última obra: una cinta capitular y fragmentaria donde narra a duras penas varias historias de personajes aislados y solitarios que vagan en la incomprensión de un mundo postapocalíptico, orbitando sus historias alrededor de un edificio cuya construcción ha quedado inacabada, al igual que el esfuerzo del cineasta por cerrar una película comprensible en modo alguno. Es ésta su propuesta: una amalgama de pensamientos inconexos que no dicen nada ni de los personajes, ni de la historia ni del mundo en que habitan, ni siquiera de nuestro propio mundo.
Sólo hay alguien más perdido que los protagonistas y es el propio espectador que contempla su deriva preciosista, nihilismo hecho banalidad. Los paisajes se conectan por la niebla en una escenografía y una luz muy cuidadas que el director echa a perder a través de su dispositivo: planos secuencia coordinados sin demasiado talento y sin aportar nada, con una profundidad de campo igual a cero, que hace que veamos casi todo el tiempo figuras humanas aisladas, recortadas frente a un fondo plano totalmente desenfocado. El rechazo al plano/contraplano articulado en una panorámica por la que fluyen las formas y el espacio puede verse resuelto de forma magistral por los franceses en Le Mépris (1963) o La guerre est finie (1966), por citar algunos ejemplos, pero Under Electric Clouds parece utilizar el recurso de forma simplista y vacía, dado el contenido hueco envuelto por preciosa cáscara que supone es su guión. La desorientación propia del mismo emerge de la falta de correspondencia alguna entre las palabras, los hechos que suceden (¿acaso ocurre algo?) y los actos de los personajes, que no ofrecen tampoco ninguna información sobre sí mismos. Sugerir es una cosa, y malograr la narración es otra: la incomprensión es un truco tramposo, pues no se puede hacer juicio alguno respecto a aquello que no se comprende (y de lo que no se puede hablar, mejor es callar), sin embargo la sensación de que nos están tomando el pelo, de capricho visual, sí que prevalece al término de la película. Al menos, la cinta queda como la experiencia de un error, un perfecto decálogo de cómo hacer cine superfluo en tiempos de apariencias.
por Guillermo Etchemendi Varón | Nov 19, 2015 | Cine, Críticas |
La trilogía de Miguel Gomes: los mil y un rostros de la narración.
Miguel Gomes se reinventa como uno de los cineastas más geniales de nuestro tiempo, si es que no lo era ya con Tabú (2012), dando un paso más allá, donde nadie le esperaba.
¿Cómo puede una ficción conectarse con el mundo? ¿Cómo pueden conjugarse poesía y realidad? Gomes propone genialmente tantas respuestas como fragmentos componen su extraordinaria última obra, pero una idea subyace a todas: la metáfora para recoger la verdad, el constructo de la ficción puede expresar el pensamiento mejor que el registro documental, aunque documentar implica una perspectiva, un juicio, emplazar la cámara es una decisión política.
Partir de la realidad y abstraerla sin despegarse de ella es una posibilidad que impregna todo el género que la película genera: la fantasía social. El portugués acude al cuento como herramienta retórica y plurívoca desarrollada durante cientos de años. La cinta comienza con el tormento del propio director por la imposibilidad de hacer una fantasía de espaldas a su pueblo que sufre en carne viva los efectos de la crisis de los países mediterráneos. El dilema lleva al Miguel Gomes a escapar del propio rodaje y ser perseguido en su huida por su equipo de filmación, quienes le entierran en la playa hasta el cuello, prometiendo éste contar una historia que les dejará boquiabiertos si consigue así su redención, y lo que viene a continuación, efectivamente, es un prodigio increíble.
Así comienza el prólogo de esta obra maestra, que irá recorriendo ficciones extraídas de la realidad político-social presente del país para crear historias rebosantes de belleza, tristeza, nostalgia, mezclando realidad y fantasía como no habíamos visto antes. Junto con Pedro Costa, parece que los portugueses son pioneros a día de hoy en reinventar las formas del documental, y es quizá este hecho junto con su maestría lo que potencia en Las mil y una noches un impacto emocional brutal: el sustrato es siempre la realidad, una realidad no exenta de miseria, podredumbre, celos y ruindad, pero también de compasión, nostalgia, ternura, fuerza y apoyo mutuo. Las numerosas historias que componen el relato son una oportunidad múltiple de consagrar la maestría de Miguel Gomes como uno de los mejores contadores de historias del cine de nuestro tiempo, a la vez que demuestra su compromiso artístico de justicia con el tiempo y el espacio que le han tocado vivir: Portugal estafado, Portugal iluso, digno, superviviente, Portugal querido, profunda saudade.
“No llore, señora mía, pues las lágrimas son contagiosas”
Verla es un placer imprescindible.
Cementery of Splendour
Está claro que la última obra de Apichatpong Weerasethakul está plagada de sus obsesiones habituales. Lo onírico, la alegoría, la mística que surge desde el naturalismo tailandés más desprovisto de artificio, espíritus que se manifiestan en los constantes tiempos muertos de los habitantes de sus películas. El ritmo de la vida en Tailandia transcurre lentamente, y esta vez la mitad de la película transcurre en una habitación de soldados enfermos de sueño perpetuo y enfermeras que les cuidan. La fotografía grisácea contrasta con la magnificencia del mundo místico que se nos narra, los espíritus de dioses ancestrales que trata de mostrar el director, encarnados en personas reales y normales, nos dan las pistas de la historia, que avanza por el diálogo entre ambos mundos, aunque nosotros solo vemos el nuestro, puesto que el otro se expresa siempre a través del testimonio de los cuerpos poseídos. En un ambiente médico de hospital, destaca la presencia de una de las enfermeras, una médium cuyos poderes son lo único que arroja algo de luz allá donde la ciencia nunca llega. El peso de la historia reside más en aquello que no vemos ni oímos, y ahí está la clave del cine espiritual del tailandés, en una cinta que no ha sido tan valorada por la crítica como su obra anterior, y donde el talento alegórico del director se muestra omitido, por la propia naturaleza del relato. Sin embargo, sigue resultando de interés para quien sepa disfrutar de los tiempos muertos y la cotidianidad rural.
por Guillermo Etchemendi Varón | Nov 17, 2015 | Cine, Críticas |
Les Deux Amis
Louis Garrel presenta su ópera prima, estrenada en Cannes y coescrita con Christophe Honoré, quien le ha dirigido como actor en cinco ocasiones.
Más que un trío amoroso, la cinta presenta tres personajes, esbozados con destreza, presos del capricho y entregados al deseo y sus estragos, sin pretender maquillarlos de la tradicional poesía francesa heredera de la Nouvelle Vague. Las actuaciones dan la talla en un guión que consigue que ninguno de los tres cojee.
El joven Garrel presenta en esta comedia con tintes de drama un sentido del humor elegante y sobrio a pesar del histrionismo teatral de los personajes (no en vano, se trata de una adaptación teatral de una obra de Alfred de Musset), intentando alejarse, confiesa el director en la ronda de preguntas posterior, de la solemnidad pedante propia de la nueva ola, consciente de lo que se esperaba de él por ser hijo de quien es y por algunos de sus papeles en esta clase de películas. No obstante, algunas situaciones que pretenden ser dramáticas acaban resultando cómicas por su exagerado patetismo.
El paso a la madurez que nunca llega no está exento de violencia, que Garrel nos propone como parte del amor en una perspectiva interesante del paradigma. El bello Garrel como personaje es una seriedad no dignificada esta vez, de la que se burla Vincent Macaigne con sus momentos de patetismo encantador y su inmadurez extrema. La tercera pata del trío, Golshifteh Farahani, aporta todo el drama a la historia y es el único elemento destacable de la película: consigue crear un personaje realmente atrayente, una femme fatale sin margen de maniobra, con mención especial a la escena de su baile liberador y sublime, guiño de Garrel a tantos cineastas amantes del baile, de Lanthimos a Godard.
Deux Amis no es una película extraordinaria, sino mediana, no obstante necesaria y recomendable, con algunas frases y momentos que hacen que su visionado merezca la pena.
The Childhood of a Leader
En cada edición, el SEFF nos regala dos o tres (como mucho) verdaderas obras maestras. Este año he tenido la suerte de toparme con una de ellas.
Estreno en por la puerta grande de Brady Corbet, que viene a desplegar ante mis ojos atónitos su talento descomunal tras la cámara. En un experimento hipotético similar al Enemy de Villeneuve que tantas posibilidades permite, el director y la coguionista, Mona Fastvold, inspirados en relatos de Sartre y Fowles, redactan la vida de un trasunto de Adolf Hitler con marca propia: un sol dorado y una infancia extremadamente sombría. Para lograr el ambicioso proyecto de realizar un drama de época enraizado en un retrato psicológico de represiones familiares extremas, Corbet ficha a los mejores artistas posibles: el genio Scott Walker hace la banda sonora (otra obra maestra en sí misma) inesperada, sutil, estridente, conemporánea, que aporta texturas y significados más allá de la imagen. El director de fotografía, Lol Crawley, trabaja la cámara con tal exquisitez que muchos planos parecen filmados por el mejor John Alcott en Barry Lyndon, sacando partido máximo de ese chiaroscuro perpetuo soñado por Rembrandt. Hay algo de Kubrick en la película: el trabajo con el extraordinario protagonista, el niño Tom Sweet, su expresión de terrible hastío y su ira reprimida, sus explosiones impagables. Hay mucho de Haneke con esa visión oscura de los desiertos ensombrecidos del alma humana, su fuera de campo, su violencia incómodamente latente, no mostrada, siempre reservada, que acentúan ese ambiente irrespirable. Coronada con un final que bien podría ser un mano a mano entre el dramatismo tremendo de Paul Thomas Anderson y una locura de Gaspar Noé. El director logra con inesperada maestría propia de un experimentado controlar el silencio, el gesto, y el tiempo, construir el espacio, el tono y el estilo tenebroso de una pesadilla de Poe, enmarcados en un paisaje rural enmarañado de ramas y hojas en los albores del pasado siglo, filmado casi a oscuras. Somos testigos de los conflictos de poder de una familia adinerada exiliada en una mansión decadente y ruinosa, esperando el momento de regresar a Alemania, pero este es solo el pretexto de lo que vendrá. La Cinta Blanca siendo alimentada por una potencia de resonancias Wagnerianas, un motor de inestabilidad que ruge en segundo plano, la misma represión dominadora que desencadena la locura en The Nightmare, el óleo romántico de J.H.Füssli. Cada segmento de significación suma a favor de un todo descomunal. No se la pierdan.
por Guillermo Etchemendi Varón | Nov 15, 2015 | Cine, Críticas |
Mustang
«La desesperacion se apodero de ella, como suele suceder cuando la gente que nos rodea no nos afecta sexualmente»
Thomas Pynchon
Como primer regalo el festival me regala este drama turco adolescente sin edulcorar. Algunos comparan a Mustang, el primer largometraje de la turca Deniz Gamze Ergüven, con la versión oriental de Las vírgenes suicidas. Sería más acertado, no obstante, situarla como heredera de La casa de Bernarda Alba y los conflictos lorquianos que no hace tanto sucedían en nuestra tierra.
Cinco niñas, hermanas huérfanas, son criadas por sus abuelos en un pueblo perdido de Turquía. Pronto alcanzarán la edad suficiente para casarse, unos 14 años, y su vida cambiará radicalmente. La película, con sus imperfecciones técnicas, nos regala imágenes preciosas bañadas por una luz natural cuya suavidad contrasta con la dureza de las normas que rigen el lugar: en esta etapa difusa entre niñas y mujeres, las chicas llevan a cabo pequeños actos de rebelión, donde la sexualidad comienza a expresarse y reprimirse simultáneamente a través de los cuerpos y las huidas hacia afuera de la prisión en que se ha convertido el hogar antaño amado y cálido refugio. Se trata pues, a ratos, de un drama carcelario que se utiliza como motor de conflicto (objetivo: escapar), pero el conflicto real es bastante mayor y reside en los fundamentos de una sociedad profundamente patriarcal, violenta y brutal. El drama atrapa por momentos, a pesar de la descompensación en el reparto, que empieza siendo coral y se acaba decantando por una de las niñas, y la voz en off que aparece en momentos puntuales para brindar detalles que no se han tomado la molestia de mostrar en imágenes, teniendo su uso escasa justificación. Que las vidas acomodadas de la clase media en el recientemente desmantelado estado del bienestar en Occidente tienden a las narrativas cuya problemática es la angustia existencial del aburrimiento ya lo sabíamos, películas como Mustang vienen a demostrar que en la periferia de nuestro mundo feliz aún hay problemas reales que narrar, y que el neorrealismo vive una segunda oportunidad en zonas de conflicto, de guerra, de minorías, o en el enorme cine asiático. La cinta turca es una medicina altamente recomendable para aquellos que piensen que el feminismo está agotado y que no tiene sentido en el mundo de hoy, pues su necesidad y urgencia viene siendo reclamada en una filmografía cada vez más extensa sobre el tema. Mustang trasciende las etiquetas del género para ser también un retrato del problema de la libertad y su búsqueda eterna. La autenticidad de un cine social sigue estando ahí, solo que no frecuenta las producciones europeas o americanas, con brillantes excepciones, como la reciente y cercana Hermosa juventud.
O Futebol
Tras su paso por Locarno, la nueva película de Sergio Oksman aterriza en Sevilla con críticas encontradas, en un festival cuyo público no está acostumbrado aún a esta clase de propuestas que presionan la línea entre documental y ficción. Estamos ante una obra que habla sobre la distancia entre un hijo (el director) y su padre, ausente durante 20 años, su encuentro y la intrascendencia de sus últimos momentos, sensación que marca toda la película. Salvo por un metraje en celuloide de recuerdos (las únicas imágenes que resultan evocadoras), el punto de vista en el resto de la película, en el presente, es crudo, gris, difuso, difícilmente resulta de interés. Es cierto que hay momentos entrañables, un lugar para el humor, y de vez en cuando, surge la autenticidad tras mantener lo suficiente el plano y podemos por un instante acceder al interior de ese padre, y conectarlo con nuestra y experiencia y nuestros propios padres. El resto del tiempo, la película está más cerca de ser un mero registro que de cualquier significación cinematográfica. Las imágenes distan de ser representativas de nada y el dispositivo del coche se hace monótono y carente de ritmo o emoción, además de visualmente pobre y desagradable. Su elección de ausencia total de artificio o intervención me hace sentir que el valor de la película reside más bien en ser un documento individual que en ser verdadero cine, pues el cine es siempre una escritura, como diría Victor Erice. Una película doméstica, no obstante, que por momentos es increíblemente cercana a la vida. Según James Benning, cuando algo es encuadrado, es aislado de su contexto, y al ser desconectado, deja de ser realidad para convertirse en ficción. La realidad, en el cine, es un constructo, y la cinta de Oskman parece ignorar esta idea, en lugar de rebatirla. Son especialmente interesantes las imágenes finales, los detalles de crucigramas, espacios vacíos poblados tan solo de objetos, ausencias, huellas, al menos en este momento la película parece comprender su verdadera naturaleza y sale a la superficie, a tomar respiración y re plantearse su propia existencia y volar más allá del registro plano.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Nov 14, 2015 | Cine, Críticas |
(Foto sacada de: http://www.elotrocine.cl/2015/05/26/critica-el-club-2015-de-pablo-larrain-monstruos-a-la-sombra-de-la-impunidad/)
Y Dios dijo: ¡Que se haga la luz! Y la luz se hizo. Y Dios vio que era buena. Entonces Dios dividió la luz de las tinieblas.
Justo al principio de nuestra cosmología, al comienzo de la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, en el cuarto versículo, se habla sobre la división, efectuada por la palabra de Dios, de la luz de las tinieblas. Sobre aquella división, que es realizada solamente por parte de la luz que es la bien vista por Dios, se edifica toda la cosmología y la moral judeo-cristiana. Hay que entender que esta génesis de la división es resultante de la palabra, que es ley, orden entendida como mandato. La luz de la palabra, la luz del bien excluye a las tinieblas, creándolas al mismo tiempo: Las tinieblas como la sombra de la luz, y la luz como el juez sobre la maldad excluida. La luz y su esplendor extienden una larga sombra sobre la tierra. Pero lo que parece palpitar detrás de esa división es la sospecha de que esa sombra es la perversión necesaria de la luz, ya que la enmarca (como aquel espacio restante y oscuro en un retrato) tomando en cuenta que luz nunca llega a iluminar todos los rincones del espacio, y justo en el rincón más oscuro estamos nosotros, los pecadores. Bajo la luz divina hay ciertas partes de nuestro rostro que necesariamente están en la sombra. Aquel versículo paradigmático es el preámbulo, el epígrafe de la nueva película chilena El club de Pablo Larraín premiada con el oso de plata de la selección del jurado en la Berlinale 2015. La película retrata aquel entrecruzamiento y retroalimentación entre las tinieblas y la luz, los bordes entre sombra y luz donde hay zonas de indeterminación, la batalla sexual entre el bien y el mal que articula el centro, un tanto podrido, de la iglesia católica. (Sí, la iglesia es una de aquellas esquinas oscuras, oscurísimas de la sombra de la luz.) La película cuestiona una moral cuyos principios se tuercen sobre sí mismos, donde aquella inicial división conlleva a situaciones donde la luz inevitablemente se corrompe con las tinieblas, donde el bien tiene que untarse de sangre oscura para lavar sus heridas, donde todo se sumerge en una batalla de relativos claroscuros, o bien en un gris homogéneo y triste.
La película trata sobre la cotidianidad y la decadencia de un retiro para sacerdotes cuyas acciones han llevado (o podrían llevar) al desprestigio de la iglesia. La iglesia como organismo por excelencia (con defecaciones y esplendores, con auto-purgamientos y contaminaciones) se deshace de lo improductivo por sus propios medios, fuera de la ley divina y social, en medio de las zonas oscuras donde la mirada del juez y la de Dios no alcanzan a llegar: El retiro de curitas en un paisaje desértico y remoto de Chile. Pero la justicia divina llega hasta el punto más remoto, hasta el más profundo de los ocultamientos: En una casa llena de ‘curitas’ pedófilos, insurgentes y perversos, el accidente, el suicidio (un pecado más) toca sus puertas. Este bullicioso suceso lleva al retiro a su juicio. Al llegar un nuevo miembro al club de pecadores, seguido por su víctima y siendo expuesto por ella misma a la vergüenza general, este se ve obligado a suicidarse lo cual desencadena el advenimiento de la clandestinidad de la maldad de la iglesia. De pronto las voces comienzan a ventilar un secreto que puede llegar a incriminar hasta al mismísimo Papa. El suicidio de aquel hombre venido a menos y el arma que surge de los mismo curitas malvados, hace que llegue una justicia no menos perversa al clan, al club: Un sacerdote enviado desde el Vaticano, llega como un emisario de una compañía multinacional, encargado para purificar y poner en orden el caos en el sitio del retiro. Este mismo ángel-ejecutivo se ve obligado entonces a sobrepasar la división divina entre el bien y el mal, a instalar una ‘violencia mítica’ que va a legitimar todo exceso de violencia por el bien del club, del clan, de la mafia eclesiástica. El emisario vaticano deja entonces, después de extralimitar sus funciones como sacerdote, a todo el clan perverso con su nueva penitencia: La hospitalidad para con la víctima, el lavado de los pies del débil, la auto-exposición a la culpa: Y en una masturbación infinita, la iglesia legitima, por medio de la mala consciencia y de la penitencia, el ocultamiento de su maldad.
A pesar de lo intolerable que parecen ser los crímenes de los curas en retiro, la película relativiza al crimen y revela cómo la moral del bien y el mal es el dispositivo perfecto para este último, la fábrica perfecta de lo perverso. La película trata de revelar una justicia institucional que ha perdido la facultad de juzgar: La moral católica ha perdido su capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal, ella misma parece crear el mal, ya no es la luz que lo excluye, se trata más bien de un matrimonio entre el bien y el mal, de un condicionamiento. Por eso mismo, el espectador se ve obligado a acudir a una posición más ética que moral, es decir a una reflexión sobre las causas, a la relativización de las culpas, a la apreciación de los contextos generales, de las causas y de los efectos. En medio de una moral asfixiante de la iglesia (una moral que niega rotundamente la vida humana con sus pasiones y deseos, con sus buenas y malas caras), esta se ve sumergida en una entrecruzada ética donde su moral del bien y el mal la llevaría a su propia ruina. Si hablamos de bien y mal, el mal es parte constitutiva del ser humano y de la iglesia y esta última, como jueza sobre el bien y el mal sobre la sociedad, pierde por esto mismo, reconociendo su humanidad, inevitablemente su legítima posición jurídica: La maldad del juez debe ser necesariamente ocultada, escondida. (De una forma muy similar a como ocurre en el drama de Shakespeare Measure for measure.) La iglesia se pliega sobre sí misma, su necesaria base perversa entre el bien y el mal (su matrimonio y copulación eterna) la deja en un debate sin fin, en un juicio sin resultados posibles: El mal constituyente a todo ser humano y a la iglesia la mancharía de tal forma que su facultad de juzgar se desvanecería para siempre. La iglesia debe confrontarse con el monstruo que la habita, el ser humano y sus pasiones, sus perversiones y sus deseos: debe aceptar aquella ‘maldad’ que su moral misma (su luz incandescente) excluye y abraza.
Por más que a simple vista la película parece denunciar a la iglesia y a su doble moral, a su moral corrompida y maligna, esta va mucho más allá y de cierta forma la contempla en medio de un marco de claroscuros de la naturaleza humana; la película no excusa ni juzga más bien entiende críticamente a la iglesia, la entiende por medio de su humanidad, de su tragedia profundamente humana. Es el ser humano con sus contradicciones y con su nihilismo, con la negación de sus deseos, con su auto-represión, con el forjamiento de su otro mundo que se contradice y choca con el verdadero. El club es una película que logra retratar al hombre en medio de esa batalla interminable entre la luz y las tinieblas, ese hombre sin atributos, ese hombre gris y en constante génesis cuyos brotes violentos son síntomas de una tragedia humana desde los principios (desde el principio del universo) hasta nuestros días.