por Marina Hervás Muñoz | Abr 8, 2016 | Críticas, Música |
Sigo siendo entusiasta con la propuesta de «2x hören» de la Konzerthaus de Berlín, como indiqué en un artículo anterior. Pero lo que vimos el pasado 4 de abril fue poco menos que una desfachatez. En este caso, le tocaba el turno a la obra de 1976 Trois Strophes sur le nom de Sacher de Henri Dutilleux.
La obra fue compuesta a petición del chelista Mstislaw Rostropovitch, que quería regalarle un conjunto de piezas de compositores de la época al director y mecenas Paul Sacher. Por eso, algunas de las obras tienen como material, en algunos momentos, la transcripción musical del apellido del director, eS-A-C-H-E-Re (D), es decir, mi bemol, la, do, si, mi y re. Segun explicó Christian Jost, estas seis notas se tomaban como material de la misma forma en que Schönberg tomó los doce tonos para componer sin la sujeción jerárquica a un tono fundamental, que es la base de la técnica dodecafónica. Esta explicación, no obstante, es por un lado errónea y, por otro, oportunista. Es errónea porque lo que Schönberg hacía con las serie de doce tonos construida para cada caso no tiene nada que ver con lo que hizo Dutilleux. La utilización de esas seis notas no tiene sentido como ‘serie’ ni es el único material que aparece en la pieza (ni en el primer movimiento, donde en realidad se usan iniclamente esa secuencia de notas), algo que contradiría en esencia lo que schönberg proponía. Su referencia es, claramente, la ‘firma musical’ que ya desde Bach, al menos, aparece en las composiciones. De hecho, en el caso del compositor alemán, se estudia como ‘motivo BACH’. Por otro lado, fue oportunista porque quería convencer al oyente no especialista mediante un criterio de autoridad, en este caso, la de Schönberg. Todo esto tuvo su guinda con la interpretación un tanto gratuita, antes de escuchar por segunda vez las Tres estrofas, las Variaciones sobre Sacher de Lutoslawski. Rostopovitch le pidió a doce compositores que escribieran algo para Sacher. Por tanto, hubiese tenido sentido tocar toda esa música o ninguna más. La explicación fue que Lutoslawski también recurrió a la fórmula de la fimra musical Sacher. Las diferencias cualitativas entre una obra y otra no fueron menciodas y, dada la diferencia en la concepción de ambas, era imposible encontrar entre ellas algún diálogo, aunque fuese de forma subterránea.
Algo pasaba con estas Tres estrofas. Si en la última ocasión las explicaciones fueron de gran interés y realmente giraron el punto de vista de la pieza de cara a la segunda audición, en la última velada brillaron por su ausencia la precisión y la claridad. Tanto como Jost como el solista, Johannes Moser, se dedicaron a divagar y a dar información absolutamente innecesaria y vacua sobre los chismorreos en torno al círculo de Paul Sacher. Mi interpretación es que, por algun motivo desconocido, se programó una obra que resultaba demasiado corta y, para justificar el precio de la entrada de los asistentes, había que llenar el tiempo , que pareciera que se decía algo interesante y profundo. Si me quejo de desfachatez es porque en ningún momento se atendió a elementos verdaderamente constituyentes de la obra que permitieran aprender a escuchar de una forma diferente la pieza, porque el diálogo rezumaba egocentrismo de los interlocutores -algo que, al menos a mí, me resulta por completo aburrido y, si me apuran, maleducado- y porque, de fondo, existía la creencia de que el público no sabía nada y que cualquier cosa nos convencería. Fue evidente la falta de preparación de la sesión por parte de Jost.
La obra de Dutilleux es una obra irregular, con momentos muy brillantes, como algunas elaboraciones melódicas, pero que enseguida se desinflan. Es el caso, por ejemplo, de la segunda mitad del tercer movimiento, en la combinación entre momentos percutidos y una melodía trepidante; o de la melodía del segundo movimiento, que pierde interés apenas unos segundo después de su presentación motívica. Moser destaca por ser un músico con un sonoro rotundo y su precisión. Aunque en general su interpretation fue brillante, hubo momentos en los que tuvo que salvar problemas de afinación con un vibrato poco justificado o con la resignación, como en una cita de Bartok en el primer movimiento, que contiene una octava y que no cuadró ni una sola vez. Otro aspecto del que él mismo se vanagloria es del exceso de teatro de su interpretación musical. Especialmente en el Lutowkslaski el gesto de su cara y su lenguaje corporal trataban de imponer una especie de historia con sentido a lo que estaba tocando. De este modo participa en la creencia -cargada de ideología- que intenta justificar la música contemporánea diciendo que aunque suene ‘rara’ o ‘mal’, en realidad puede ser inmediatamente comprendida si se percibe esa historieta interior, como si fuese eso lo que comparte con la tradición, como si la extracción de esa supuesta historia interior fuese lo que en la música tradicional, pongamos por caso Mozart, es valioso.
por Marina Hervás Muñoz | Abr 6, 2016 | Críticas, Música |
El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.
Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible.
Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como Chaplin. Monóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artist. Tamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder. Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes.
La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez. La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475.
Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.
Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente.
por Pablo Mato Cano | Mar 30, 2016 | Críticas, Teatro |
Exterior. Madrid. 21 de marzo de 2016. Lluvia intensa. Guerra de paraguas insolentes en la entrada principal del Teatro María Guerrero. Un hombre de largo pelo cano se acerca para cobijarse bajo el paraguas del que esto escribe.
Paco: ¿Os importa si me refugio con vosotros? (Escribe un mensaje en su móvil, que tiene la pantalla mojada). Me llamo Paco, encantado.
Yo: (Mojado. Patético) Por supuesto, Paco, te hacemos un hueco. Soy Pablo, encantado.
Paco: ¿Se entra por aquí?
Yo: ¿Tienes ya la entrada?
Paco: La taquilla es por allá. ¿Tenéis entradas? Menudo tormentón.
Yo: Sí, Paco. Creo que por aquí se entra. A ver si abren pronto.
Paco: A las 19:30. Siempre abren media hora antes. (Es un hombre curtido en mil tormentas.) ¡Qué buenas son las gentes de la farándula!
Yo: Y que lo digas, Paco.
El ambiente entre festivo y de batalla (que los eventos gratuitos corren el riesgo de convertirse en batallas campales, es algo bien sabido) evoca la entrada al Coliseo romano o la salida del Congreso de los diputados un jueves víspera de puente, un avispero, vaya. En la espera pienso que así se deben de sentir los costaleros en cada procesión bajo la lluvia: como si no tuvieran suficiente con cargar con el Cristo, la Virgen o lo que toque, Dios les pone a prueba sistemáticamente cada año con una tormenta que mojará sus sandalias (¿Los costaleros llevan sandalias?). De la misma manera los aquí presentes somos costaleros del teatro madrileño, los que gastamos el dinero de la carne roja que no comemos en entradas para ver el espectáculo de la semana. Por un día que no hay que pagar, Dioniso pone a prueba nuestra fe con esta lluvia incesante.
Se abren las puertas y la multitud entra a codazos en la vetusta y magnífica sala del Teatro María Guerrero. Cogemos sitio. Nada mal. Entre el público todo son amigos, conocidos, eternos rivales, compañeros del gremio, en definitiva. La media de edad está en los 30 años, algo verdaderamente inaudito en el teatro. Durante la media hora de espera, aferrados a las butacas que heróicamente hemos conquistado, la gente se habla por señas de un lado a otro de la sala, generalmente instándose a hablar más tarde. Las buenas butacas comienzan a escasear. En esto, entra una señora que parece salida de una obra de Fernando Arrabal, o más bien parece el propio Arrabal vestido de señora, gritando: ¡Siempre se dejan un asiento vacío en mitad de la fila! ¿Por qué lo hacen? Por joder. Exclusivamente por joder. ¡Siempre, siempre el asiento del medio!. Puro teatro. Algún lector, si lo hubiera, puede preguntarse por qué aún no he hablado de la obra a la que asistimos y me he entretenido con la descripción del público; la respuesta es obvia: sin público no hay teatro y, en este caso además, hay más actores entre el público que en toda la programación del Centro Dramático Nacional.
Al turrón. Lo que tanta expectación y festejo genera en esta sala es un experimento magnífico, una celebración del arte teatral enmarcada en la semana del teatro promovida por el CDN [Centro Dramático Nacional], previa al próximo día internacional del teatro (27 de marzo). El experimento consiste en la representación de 27 escenas breves que el organizador del cotarro, Pablo Canosales, encargó escribir a 27 dramaturgos, acaso los más prolíficos y necesarios de la escena actual española. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Abajo la lista, en riguroso orden alfabético:
Carolina África, Ernesto Caballero, Pablo Canosales, Alberto Conejero, José Luis de Blas Correa, Ignacio del Moral, Denise Despeyroux, Blanca Doménech, Ana Fernández Valbuena, Daniel García Altadill, Ignacio García May, Esteban Garrido, Antonio Hernández Centeno, Javier Hernando Herráez, Pedro Lendínez, Juan Mairena, Juan Mayorga, Josep María Miró, Jorge Muriel, Jose Padilla, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Laila Ripoll, Antonio Rojano, Juan Carlos Rubio, María Velasco y Alfonso Zurro.
El joven dramaturgo y programador eventual de la cosa sale a escena, visiblemente nervioso, a presentar el espectáculo. Mis fuentes me cuentan que lleva años fraguando la idea, que surgió en un curso con su profesor, el también dramaturgo, Alfonso Zurro. La premisa es sencilla: Canosales realizó 27 fotografías a 27 puertas variopintas y las envió (las fotos, no las puertas) a los 27 dramaturgos mencionados para que escribieran una escena breve. Cumplieron y aquí estamos. Comienza la función. Un actor sale al escenario y se sienta en las escaleras, otro viene por el pasillo con tacones, pantalones verdes, gabardina, una pistola en la mano, iracundo. Lo amenaza. El de la pistola encarna todos los personajes del teatro (Segismundo, Salomé, la tortuga de Darwin, etc.), el otro, afirma, se pone burro con la personalidad múltiple. Se besan. Escena bella como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.
Toda la sala es escenario. Los seis actores (Carmen Mayordomo, Víctor Nacarino, Silvana Navas, Txabi Pérez, Nacho Sánchez, Camila Viyuela), con una energía extraordinaria, van saltando de escena en escena, en sano ejercicio de transformismo desquiciado, del escenario a los palcos, de los palcos a la platea. Decenas de personajes aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. Padres e hijos, amantes, absurdos boyscouts, un cínico que quiere ser el perro de una dominatrix, una madre dice que su hijo está endemoniao, una ouija que funciona por wifi gracias al dios Facebook, una profesora que llama a su majestad, la reina, para decirle que a su hija, la princesa, le ha arrancado la nariz de un bocado una compañera de colegio que quiere ser reina de mayor. Muchas risas. Mucho absurdo. Alguna tiniebla. Puro teatro.
Las dos horas que dura el espectáculo pasan volando, algunos nos quedamos con ganas de más, pero esta gente tiene que descansar, lo comprendemos. Esperamos, sin embargo, que se repita, que esta divertida y animosa propuesta tenga más recorrido, que otras salas la programen, que sean otros los que ocupen las butacas y que siempre, siempre se llene como hoy. Porque hay que celebrar este arte magnífico, siempre proclive a abrir puertas, a descubrir nuevos umbrales y a trascender el tedio de lo cotidiano.
Salimos. Ya no llueve. La realidad, como siempre, resulta decepcionante después de una tarde de teatro.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 19, 2016 | Artículos, Críticas, Música |
El pasado 13 de marzo le llegó el turno a la Monadologie XXXII (parte uno y dos) o ‘The Cold Trip’, que es parte de un proyecto realizado desde 2007 2014 por Bernhard Lang que se constituye por 30 obras o ‘Monadologías’. La primera pieza fue interpretada por Sarah Maria Sun, en la voz, y el cuarteto de guitarras Aleph y, la segunda, por Juliet Fraser, en la voz, y Mark Knoop al piano. Ambas partes, además, fueron compuestas expresamente para ambas cantantes, que estuvieron impecables, es decir, mostraron la especificidad de sus voces para una composición como esta.
La obra de Lang eran las primeras, hasta ahora en el marco del festival, que trabajan un problema temporal específico en la música: la repetición. Muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo en que la repetición es quizá la categoría fundamental de la música. En la música tradicional (pensemos, por ejemplo, en la forma sonata), porque la repetición significaba la afirmación del tema después del alejamiento del mismo en el desarrollo o, dicho metafóricamente, la ‘vuelta a casa’, a lo seguro. Era lo que dotaba de identidad a una pieza, lo que la hacía reconocible en su material y en su estructura. A partir de las vanguardias, algunas propusieron, como el dodecafonismo -en cierto sentido- y el serialismo (por ejemplo) la ruptura de la expectativa, es decir, la negación de la repetición. Otras, sobre todo el minimalismo, probaban la paciencia del auditorio y también las microvariaciones que terminaban siendo repeticiones no literales de un mismo elemento musical. A veces, la repetición era tan radical que se reducía a una sola nota.
Pues bien, Bernhard Lang juega con todo esto, pero también dialoga con la música pop, los medios electrónicos de reproducción vocal, el jazz y, sobre todo, con la base de esta obra: el Winterreise, de Schubert. No sólo porque los textos están tomados de los lieder (aunque traducidos al inglés y renovados -como en la segunda parte, que habla de la emoción de tener un email en el número XIII ‘Die Post’). Según Lang, lo interesante es que Schubert no piensa el tiempo linealmente, como sí lo hacía Beethoven, sino cíclicamente. Pensemos, por ejemplo, en el famoso acompañamiento del lied Margarita en la rueca. Para él, las desviaciones de la repetición son sólo para causar confusión, pero no por una variación en la concepción temporal. Lang piensa las estructuras como mónadas (de ahí el nombre de las piezas), es decir, como estructuras independientes y completas por sí mismas que entran en loop.
La propuesta de Lang es pura frescura. Su originalísimo trabajo de la voz, que juega con diferentes registros (susurrado, impostado, tipo pop, tipo country, imitando sonidos -como el de los cuervos en su personalísima versión de Die Krähe), abre una multitud de posibilidades nuevas de composición. Conjuga a la perfección ese intento schubertiano de captar, en la propia voz, la esencia de la historia (como en el famosísimo Erlkönig, entre muchos otros), es decir, donde la voz se identifica plenamente con aquello que cuenta, es forma y contenido al mismo tiempo; y el distanciamiento emocional mimetizando la voz electrónica o el bucle de los djs. Es decir, Lang da una nueva perspectiva dentro de una relación desgraciadamente aún maltratada por la musicología y la industria de la cultura: la que separa el mundo -por otro lado con una frontera cada vez más difuminada- entre la música ligera y la culta. Asume la riqueza que el mundo de lo ligero tiene que aportar a la culta y trae al mundo de los vivos a la culta desde su torre, a veces tan alejada de la gente normal. Lang entiende e incorpora en su música de forma reflexiva que hoy el mundo, por ejemplo, ya no se comunica y se expresa erótico-festivamente (si me permiten la expresión) con cartas y palabras bellas, sino con whatsapp y, en muchos casos, bailando reggaeton y otras lindezas en discotecas a las tantas de la mañana. A nivel técnico, además, Monadologie XXXIII se muestra como una pieza inagotable, en especial en la primera parte. El jugo que saca al cuarteto de guitarras (una formación, por otra parte, bastante rara) es apasionante y, sin miedo a ser tecnicista, un exposición (no pedante) de las posibilidades en todos los parámetros musicales que pueden extraerse de la guitarra, a veces un instrumento que se ha limitado -a diferencia de otros, como el violín (piensen en el Concierto de violín de Ligeti– por parte de los propios compositores.
En resumen, la pieza de Lang muestra una originalísima forma de dialogar con el pasado, no sólo con su contenido, eligiendo los textos del Winterreise, sino también a nivel formal, exprimiendo lo que ya estaba latente en el propio Schubert. La obra de Lang nos invita a pensar en Schubert como uno de los inciadores de ese largo camino que explotó en el siglo XX, el que revisaba la fuerza y omnipresencia de la tonalidad y lo que se derivaba de ella, como la construcción armónico-formal. Estos primeros pasos, como él propone, se dan en la repetición: él lo toma como modelo y lo estira. Lo estira tanto que junta el pasado con el presente, donde la repetición se ha metido por los poros de nuestra vida acústica diaria. Si no me creen, piensen en cualquier canción pop, cuya estrutura se repite hasta la saciedad (saciedad que el marketing nos enseña a saber evitar y llegar a disfrutar). O piensen en los ruidos habituales de su vida: el pingping de los mensajes del móvil, el nionio de las ambulancias, del chuchu de la cafetera. Un día tras otro. Lo normal es la repetición. Porque cuando algo no se repite, parece que llega la catástrofe. Ya lo dice el dicho, más vale lo conocido que lo malo por conocer. Lang habla de todo esto pero nos invita a la catástrofe, nos invita a salirnos de lo normal pensando con él la persistencia de la repetición. Lang nos invita al peligro de que todo sea diferente. Es decir (y esto es un guiño para los lectores de Leibniz), abre las ventanas de las mónadas.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 18, 2016 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Sebastian Runge
El ciclo 2x hören de la Konzerthaus de Berlín tiene una idea de base que deberíamos exportar. Se trata de escuchar una obra (o parte de ella) dos veces. La primera casi de forma inmediata, sin expectativas. Y la segunda, tras una explicación. El ciclo, que empezó el septiembre pasado y que terminará el 27 de junio de 2016, combina obras contemporáneas y obras clásicas, de tal modo que se encuentra la premisa de que porque lo clásico -supuestamente- suena «mejor», «más bonito», no implica que se entienda de forma más evidente que lo contemporáneo, donde las obras son «muy raras» y que suenan «mal». Es decir, el ciclo trata de dar herramientas de escucha sin influir esa primera escucha, que no necesariamente tiene que tener bagaje teórico. El pasado 14 de marzo se presentó Les Chants de l’Amour para 12 voces y grabación de Gérard Grisey, interpretada por el ensemble de solistas Phønix 16.
La obra de Grisey es una joya de la historia de la música reciente. Se trata de una composición que explora las posibilidad del amor desde muchas vertientes. Primero, como palabra, así como muchas expresiones derivadas de ella, como ‘I love you’ o ‘Ich liebe dich’ [te quiero en inglés y en alemán]. Es decir, hace un trabajo de diseminación vocal a un nivel micrológico y, sobre todo, descomponiendo de tal manera la palabra que se pierda su sentido, que se desintegre en meras letras. Así empieza la obra, con un grito. Éste, a su vez, es marca de lo que la descomposición de la palabra ‘amor’ y sus derivados producen: una situación en la que lo importante no es expresable, que sólo un gesto no-comunicativo, como un grito (o su traducción musical en un fortísimo), es capaz de captar.
Según Xenakis, esta obra es una exploración del amor (sea lo que sea) en el tiempo. Esto del tiempo es fundamental, porque Grisey construye la obra desde la relación con diferentes posibilidades del tiempo musical. Su recurso a la composición espectral, es decir, trabajando melódicamente con el espectro sonoro de un material mínimo (por ejemplo, de una nota), hace que la sensación temporal de conjunto sea una suerte de fantasía expansiva, sólo interrumpida brevemente por otras posibilidades temporales. Algunas de ellas son la irrupción, que marca el inicio de la obra, como ya indiqué, pero funciona perfectamente de forma orgánica con el todo. Otra es la repetición y la variación mínima (que también trabaja con la textura del espectralismo). Al mismo tiempo, el director debe llevar un pinganillo con un metrónomo a 60 pulsaciones, de tal modo que lo orgánico esté perfectamente medido, es decir, mecanizado. Así aparece la disputa entre lo ‘natural’ y lo ‘artificial’ en esta pieza.
Es un canto contemporáneo al amor, pero también a lo que éste genera. Por eso, en la obra de Grisey aparece el amor maternal, el carnal (si me permiten esta expresión tan antediluviana), el amistoso, el familiar, y un largo etcétera. También aparecen, tal y como dijo Christoph Jost, el moderador de la introducción, simplemente diferentes atmósferas que el amor suscita y su interpretación sonora. Por eso, recurre a algunos iconos de la música tradicional. El recurso a diferentes idiomas (el español aparece como fragmento de la carta a Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela), hacen de esta pieza una suerte de madrigal moderno. El uso de sextas (a partir del minuto 16 del vídeo que he colgado más abajo) en las melodías habla directamente con Wagner y su Tristán e Isolda (Hay una referencia explícita a partir del minuto 17:46). Todo ello hace de esta obra una composición intertextual pero que, al mismo tiempo, se aleja de sus referencias textuales. En realidad, los cantantes sólo se debían concentrar en la fonética, es decir, en las palabras en su mero aparecer sonoro. Es decir, Grisey les exige, por la forma compositiva de esta pieza, interpretar sin contenido. Lo que de la obra se extraiga está, al mismo tiempo, dentro y fuera de ella. Dentro, porque las referencias explícitas sitúan lugares comunes de la comprensión del amor en nuestra cultura musical. Fuera, porque estas referencias han sido despojadas de su contexto significativo (algo así como la necesaria matanza del padre freudiana) y forman una capa más en el todo que parece quiere esta obra: crear un canto al amor sin ataduras, mirando todas sus aristas, también las más feas.
La interpretación por parte del ensemble de solistas Phønix 16 fue excelente. Al comienzo, en la primera interpretación, hubo algunos problemas de afinación en algunos tenores y dos de los solistas tuvieron dificultades al colocar la voz. Sin embargo, a los pocos minutos de avance en la pieza ambos errores se solucionaron. La segunda fue definitiva. Esta obra, que es extremadamente exigente a nivel técnico, permite demostrar la gran calidad de este ensemble, concentrado en obras poco interpretadas de nuestro mundo sonoro. Que nos brindasen la oportunidad de escuchar al aún por descubrir Grisey fue un auténtico regalo.