Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Foto con copyright: Udo Siegfriedt

El pasado fin de semana el espacio multidisciplinar Radialsystem, en Berlín, acogió la sexta edición de Heroines of Sound, un festival comisariado por Bettina Wackernagel dirigido a pensar críticamente cuestiones de feminismo y género en la música electrónica (en un sentido amplio de todos los términos que te parezcan problemáticos de esta frase). El programa está articulado como una mezcla entre mesas redondas con conciertos al uso. Este año, los debates  versan desde la actualidad de los problemas de representación de las mujeres en la industria musical o a la escena musical en la electrónica en Sudamérica (es decir, temas directamente vinculados con el género) a problemas de la práctica artística, en concreto, el error, el daño y el cuerpo la interrupción como estrategias estéticas. Los programas de concierto, en principio sin una línea curatorial interna clara en cada uno, ponen el énfasis en tres estrenos (a AFG, Laura Mello y Judit Varga), el interés en la escena sudamericana -como es explícito en la mesa anteriormente señalada- así como el acuerdo con Hungría (cuyo actual gobierno es poco sospechoso de feminista y eso hace aún más urgente este tipo de cooperaciones) y Eslovenia dentro de un proyecto de Europa Creativa. Todo ello queda reforzado por una publicación con textos de Hannah Bosma, Janina Klassen, Christa Brüstle o Helen Hess, así como de artistas como Clara Maïda, Jutta Ravenna o Susanne Kirchmayr. Insisto tanto dentro como fuera de este marco en la necesidad de potenciar la investigación de y por mujeres -en concreto, por lo que nos ocupa aquí- en el ámbito musical, pues sigue siendo escandaloso en gran número de voces masculinas que copan todos los espacios de la palabra -y el sonido-. Asimismo, creo que es muy relevante, especialmente en la música contemporánea, dotar de más espacios para el aspecto teórico, en la medida en que es crucial el cruce entre lo conceptual y lo sonoro. Hay que asumir (¡e incluso celebrar!) que la relación inmediata con las obras de arte deseada por tantos románticos es solo una utopía. El ejercicio por desentrañar las mediaciones, justamente, es donde radica el esfuerzo estético y también -sobre todo- político en el arte.

El programa  del primer día, interpretado de forma excelente por el ensemble LUX:NM, se abrió con el estreno de Pig in Note Out, de Laura Mello, que pese a ser compuesta para saxofón, trombón, acordeón, cello, piano y electrónica, sus lugares más potentes eran aquellos en los que los instrumentos por separado establecían diálogos con la electrónica, como el cello en la apertura o el piano en su parte intermedia. El estreno de Anamorphose 01, de Judit Varga, a continuación en el programa, fue uno de esos ejemplos en los que las visuales no siempre favorecen o dialogan bien con el trabajo sonoro. Las visuales, creadas por Volkan Mengi, seguían esa estética noventera de los wallpaper de Windows 98, creando movimientos serpenteantes de tuberían de cuadraditos o de rayas, resultaban plenamente anodinos para el potencial rítmico, obsesivo de las distintas células melódicas que construían la obra. La relación fluctuante a nivel sonoro, trabajada desde un cuidado dibujo de volúmenes crecientes y decrecientes (como una visita contemporánea a lo deseado en los cohetes de Mannheim…), era mucho más micrológica que lo que el vídeo presentaba. La primera parte se cerró con la simpática Oh, I see, de Carola Baukholt, donde unos ojos gigantes sirven no solamente como personajes que interpelan directamente al oyente mediante un gesto tachado socialmente, que es el mantener fijamente la mirada, sino que además convertían al propio escenario en un ser vivo. Es curioso cómo dos ojos caricaturescos proyectados en dos bolas como las de hacer pilates, de pronto, resignificaban todo el espacio del concierto. Estas bolas, además,  servían también como aparatos de percusión que invitaban a la desubicación de la escucha. Quizá por un exceso de mickeymousing en el trabajo sonoro y centralidad de los ojos, los lugares de más potencial musical llegaron, justamente, cuando los ojos se cerraron y la música tuvo que reivindicar su lugar, renunciando a efectos predecibles y buscando un sonido más compacto.

La segunda parte estuvo marcada por los tres encargos de la Ernst Siemens Musikstiftung -que fueron estrenados meses antes-. El primero, Mole’s breath, de Lisa Streich, continúa la estética de la interrupción que ha venido desarrollando con su ensemble y cello motorizado, esta vez incluyendo pequeños motorcitos dentro del piano, que hacen que su música siempre genera una sensación de distanciamiento del propio espacio de concierto. Centrada, en esta ocasión, en la respiración, en esa actividad constante que posibilita las demás, y que, además, está articulada por procesos que solo de forma micrológica pueden ser analizados. Algo así sucedía con su propuesta, marcada por una disección de los gestos musicales. El Concierto de piano de Oxana Omelchuk, toma como punto de partida la relación entre el original y la copia, aunque no tanto como otros compositores que tratan de repensar esta relación entre tradición y actualidad, sino más bien desde la presencia e importancia del remix hoy en día. Para ello, extendía el piano tradicional en cinco teclados Casio que le permitían al mismo tiempo espacializar y pensar de forman expandida -más que en el ahora sí ya tradicional piano expandido cagiano- el trabajo melódico. Se creaban  así grandes planos sonoros que convergían y divergían en las cinco voces -que al mismo tiempo eran una- en los teclados Casio. Quizá fue la obra con más enjundia de la noche, en la medida en que su propuesta no trataba de buscar esos lugares de autoironía, como busca Simon Steen Andersen, por ejemplo, o de revisita del pasado, como Alberto Bernal, sino más bien deformar hasta el límite la creencia de que es necesario partir de un original para crear copias. Solo la copia hace al original un original y, por tanto, no es original en absoluto pues no es autónomo. Esto se conseguía, justamente, con un trabajo sonoro circular, por decirlo de alguna manera, que desdibujaba el principio y el final, mostrando también la artificialidad de la división del tiempo. Scrap, de Annesley Black, con una potente propuesta de electrónica en vivo, fue la más radical a nivel sonoro, tratando de pensar de forma micrológica los recovecos y posibilidades de particulas sonoras mínimas. De este modo, la electrónica generaba la pregunta de cuáles serían sus componentes más allá del marco de los parámetros musicales habituales. El resto de días, el programa lo formaron obras de Charo Calvo, Elsa M’bala, ALE HOP,  Andrea Szigetvári, Tatiana Heuman o KSEN. 

He de reconocer que no termina de convencerme el nombre el festival: heroínas del sonido. Justamente porque rechazo recuperar la idea romántica de héroe, tan vinculada al genio, a la superación -por medio del autodominio y del control de la naturaleza- de las afrentas, a la virilidad de la victoria, a favor de los procesos, la fragilidad, la vulnerabilidad y otras formas de creación. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que las mujeres seguimos sin tener un espacio de agencia en ningún ámbito más allá de los vinculados a los cuidados y al hogar, exigir espacios de sonido y en la cultura es una heroicidad. Así que tenemos que ser heroínas hasta que no haga falta relatos épicos para narrarnos.

La ópera de Bruselas da nueva vida a «El Cuento del Zar Saltan», de Rimski-Kórsakov

La ópera de Bruselas da nueva vida a «El Cuento del Zar Saltan», de Rimski-Kórsakov

«Nikolai Rimski-Kórsakov fue uno de los grandes compositores para la escena lírica, incluso si nadie fuera de Rusia quiere creerlo. […] Es, tal vez, el compositor más infravalorado de todos los tiempos.»

Así empieza Richard Taruskin su ensayo The Case for Rimsky-Korsakov del año 1992. Han pasado casi tres décadas y estas palabras siguen siendo válidas: las óperas de Rimski-Kórsakov mantienen una relativa popularidad en Rusia, pero fuera de ese país son una auténtica rareza. En España tuvimos recientemente la suerte de poder disfrutar de dos de ellas, con gran éxito de público y crítica: La Leyenda de la ciudad invisible de Kitezh (Liceu, 2014) y El Gallo de Oro (Teatro Real, 2017), esta última en una producción estrenada en Bruselas. De hecho, la ópera de La Monnaie lleva unas temporadas sorprendiendo con joyas del repertorio eslavo. En 2015 fue la trilogía de óperas de un acto de Rachmaninov, en 2017 El Gallo de Oro, y ahora El Cuento del Zar Saltán, de Rimski-Kórsakov, en una espléndida versión coproducida con el Teatro Real de Madrid que esperamos poder ver pronto en España.

Con El cuento del Zar Saltán (1900) Rimski inicia una breve etapa neonacionalista que culminará con la que será su gran obra maestra y penúltima ópera: La Leyenda de la ciudad invisible de Kitezh (1905). En esta etapa busca inspiración en el folclore y los cuentos populares rusos para crear obras muy personales, con un lenguaje musical inspirado y de gran sofisticación con el que logró, sin necesidad de imitarla, absorber la esencia de la música tradicional rusa (algo que más tarde lograría también su alumno Stravinski, usando no pocas técnicas aprendidas de su maestro). Citando de nuevo a Taruskin: «El problema [de las óperas de Rimski] ha sido siempre la cantidad de subtexto requerida para una comprensión plena. […] Su obra es el sueño del semiólogo y la pesadilla del crítico». El gran acierto de La Monnaie ha sido confiar la nueva producción del Zar Saltán al polémico Dmitri Tcherniakov, sin duda el director de escena actual más capaz para sumergirse en ese subtexto y cuya increíble sensibilidad le ha permitido transformar las maravillas de un cuento fantástico en algo todavía más bello y mágico.

El original de Pushkin mezcla elementos de cuentos existentes con contribuciones propias, y sigue la típica estructura de los relatos fantásticos:

El zar escoge a Militrisa, la menor de tres hermanas para casarse con ella. La deja embarazada, pero debe partir a la guerra antes del nacimiento de su hijo. Las hermanas y una vieja parienta, llenas de envidia, interceptan las cartas del zar para hacerle creer que su esposa ha dado a luz a un monstruo, y cambian su prudente respuesta por una orden falsa: la zarina y su hijo deberán ser arrojados al mar, dentro de un tonel. El pueblo obedece y ambos se encuentran encerrados y a merced de las olas, pero el pequeño crece de forma prodigiosamente rápida y logra liberarlos. Encuentran refugio en una isla y el joven héroe salva a un cisne mágico de las garras de un brujo en forma de halcón. En deuda con él, el cisne obrará distintos prodigios para ayudarle: primero hace aparecer una espléndida ciudad (Ledenets) de la cual el joven es proclamado soberano bajo el nombre de Príncipe Gvidón. Después convierte al príncipe en un mosquito, para que pueda viajar hasta el reino de Saltan y ver a su padre. El viaje se repite dos veces más, primero en forma de mosca y luego de abejorro. En cada viaje el príncipe escucha el relato de un prodigio y, a la vuelta, el cisne mágico le confirma que es real y lo trae a su reino. El primer prodigio es una ardilla que canta y roe nueces de oro del interior de las cuales extrae esmeraldas. El segundo, un grupo de 33 guerreros que cada noche salen del mar para proteger el reino. El último, una princesa de belleza sin igual que resulta ser el propio cisne, con la que Gvidón se casa. Impresionado por las historias que le llegan a través de mercaderes, Saltan viaja al reino de Gvidón y allí se reencuentra con su esposa y su hijo.

Para el libreto de la ópera, Vladimir Belski introdujo diversas modificaciones además de añadir numerosas canciones de carácter popular: los viajes de Gvidón se reducen de tres a uno (descrito musicalmente en el popular interludio sinfónico conocido como «el vuelo del abejorro», en español normalmente mal traducido por moscardón), la zarina Militrisa gana protagonismo y sus hermanas son presentadas como malvadas desde el principio, en una escena que recuerda a la Cenicienta. Parte del subtexto al que nos referíamos se encuentra en la reinterpretación de la tradición popular que estos cambios y contribuciones originales suponen, sobretodo en lo que respecta a la transformación de la princesa-cisne y a la ciudad ideal de Ledenets (precursora conceptual y musical de Kitezh). A pesar de la desbordante imaginación de Pushkin y de la belleza de sus versos, sin este subtexto la trama se convierte en una sucesión de prodigios más bien banal, con unos valores subyacentes bastante caducos. En este punto entra en acción el genio de Tcherniakov, que transforma radicalmente la historia manteniendo, sin embargo, el ambiente de cuento de hadas: Gvidón es un chico autista al que le encantan los cuentos y en la mente del cual realidad y ficción se confunden fácilmente.

Gvidón (Bogdan Volkov) con sus juguetes: una ardilla, un ejercito de soldaditos de plomo y una princesa-cisne, que en su imaginación se convertirán en las tres maravillas que aparecen en el cuento de Pushkin. © Forster.

Lograr que una reinterpretación tan drástica concuerde con el texto y la música no es nada fácil, y es en lo que suelen fracasar la mayoría de puestas en escena. Tcherniakov sale victorioso gracias a un planteamiento que encaja con la irracionalidad de los cuentos y con la música multivalente de Rimski-Kórsakov. Realidad y ficción coexisten en el escenario a tres niveles: Gvidón y su madre se mueven, con ropa contemporanea, por una estrecha franja del proscenio. Las historias que cuenta Militrisa a su hijo cobran vida a su alrededor, con personajes ataviados con bellisimos vestidos, obra de Elena Zaytseva, que parecen salidos directamente de las páginas ilustradas del cuento. Por último, el grueso del escenario -el espacio que queda detrás del telón- está reservado para aquello que sucede solo en la imaginación de Gvidón. La idea es compleja, pero Tcherniakov no deja cabos sueltos y las soluciones siempre son respetuosas con el resultado musical.

 

De izquierda a derecha: la vieja Babarija (Carole Wilson), la hermana mediana (Stine Marie Fischer), Militrisa (Svetlana Aksenova) y la hermana mayor (Bernarda Bobro). Para los personajes imaginarios que representan la historia que Militrisa cuenta a Gvidón,  Elena Zaytseva ha diseñado unos vestidos que evocan las ilustraciones de los cuentos tradicionales . © Forster.

Al inicio de la ópera, Militrisa decide que ha llegado la hora de explicar a Gvidón como su padre les abandonó y, para que el chico pueda entenderlo, se lo explica como un cuento en el que su padre es un zar que ordena que les lancen al mar dentro del tonel.

El chico reacciona al relato sublimándolo en su imaginación, y en el segundo acto se erige como protector de su madre. Le cuenta como rompe el tonel, salva al cisne, descubre la ciudad y es proclamado zar. Mientras la madre le escucha, los distintos sucesos se nos muestran con bellas animaciones de Gleb Filshtinsky, que son proyectadas sobre el ingenioso decorado diseñado por el propio Tcherniakov: una cavidad en la que aparecen los distintos personajes imaginarios con los que interactua Gvidón y que puede convertirse, gracias a las proyecciones, en distintos lugares fantásticos.

En el tercer acto el deseo de conocer a su padre le lleva a imaginar el viaje, en forma de abejorro, a la corte de Saltan (ver imagen de cabecera). Sus juguetes (un cascanueces en forma de ardilla, un ejercito de soldaditos de plomo y una princesa-cisne muñeca) se convierten en su imaginación en prodigios para impresionar a su padre. Ficción y realidad se mezclan de nuevo durante la transformación del cisne en princesa, uno de los momentos más bellos de la partitura. Justo cuando la transformación empieza en la imaginación del chico, su madre aparece en escena y le presenta una hermosa joven -su nueva cuidadora- que el chico toma por la princesa. Si perdonamos las discrepancias entre texto y escena en el dúo de amor que sigue -en realidad las únicas discrepancias relevantes en toda la función-,  no podemos más que admirar la sensibilidad de Tcherniakov, ya que la música de Kórsakov -más tierna que pasional- parece mucho más adecuada al encuentro entre un ilusionado chico autista y su cuidadora que a una tópica escena de amor a primera vista.

Para complacer a su hijo, en el cuarto acto Militrisa le organiza un encuentro con su padre, pero para suavizar el impacto lo escenifican como una continuación del cuento: acompañado de una corte ficticia -formada por familiares y amigos- el padre se presenta como Zar Saltan, llegado a la ciudad para contemplar las tres maravillas del reino de Gvidón. Siguiendo la historia, Saltan finge reconocer a su esposa perdida y por tanto también a su hijo. El cuento -y la ópera- acaba en final feliz, pero Tcherniakov sabe perfectamente que por mucho que intentemos convertir la realidad en un cuento de hadas, la vida sigue siendo una lucha continua. El alboroto que genera la celebración simulada del reencuentro altera al chico y la obra termina bruscamente con Militrisa y la cuidadora/princesa intentando tranquilizarlo ante la incomprensión de los demás.

Gvidón (Bogdan Volkov, en el proscenio) imagina que el Cisne mágico (Olga Kulchinska, en el interior del escenario) le convierte en abejorro. © Forster.

El resultado final es coherente y, sobretodo, conmovedor. Lo fue, también, gracias al talentoso reparto que La Monnaie reunió para esta compleja ópera, con intérpretes consolidados y alguna sorpresa. A pesar de dar nombre a la ópera, el Zar Saltán tiene un papel más bien breve. Y es una lástima porque escuchar la extraordinaria voz del bajo Ante Jerkunica es un gran placer. Supo dotar de nobleza al zar imaginario y, en el último acto, encarnó a un padre complejo y ambiguo -como corresponde a un personaje real-, con una mezcla de incomodidad, ternura y, tal vez, culpabilidad o remordimiento.

Svetlana Aksenova ya dejó un recuerdo imborrable como Frevronia en el Liceu y ahora con Militrisa ha vuelto a dejar una interpretación de absoluta referencia. Su voz es ideal para el repertorio eslavo, con un bello y rico timbre de gran proyección, que empasta perfectamente con la suntuosa orquestación de Rimski. Una voz con mucha personalidad, lo que va muy bien con la Militrisa decidida e independiente que presenta Tcherniakov. Aksenova es, además, una excelente actriz y su fraseo es tan expresivo al cantar como al hablar, como ya demuestra en el prólogo hablado que encabeza esta producción, en el que cuenta la situación de su hijo.

La soprano Olga Kulchinska dio el saltó a la escena internacional tras ganar el Concurso Viñas en Barcelona en 2015. Tan solo cuatro años después, su interpretación de la princesa-cisne reveló una madurez técnica y artística más que notable. En sus intervenciones como cisne maravilló con unas frases etéreas, con agudos precisos, emisión sólida y con una casi ausencia de vibrado que realzaba el carácter fantástico de la aparición. Su dúo con Gvidón fue de una gran delicadeza y su actuación como cuidadora muy convincente.

El tenor Bogdan Volkov entró en el programa para jóvenes intérpretes del Bolshoi al mismo tiempo que Kulchinska, donde compartieron escenario, y ambos fueron premiados en el concurso Operalia de 2016. Sin embargo su carrera internacional se ha demorado algo más, siendo Gvidón su segunda papel importante en una producción europea. Volkov aprovechó la oportunidad para sorprender con una interpretación vocal y escénicamente impactante. Su voz, fresca y clara, se movía por todos los registros sin ninguna tensión y transmitía a la perfección el entusiasmo y la ilusión del chico mientras se encontraba inmerso en sus imaginarias aventuras. Los movimientos -postura, miradas, movimientos repetitivos- estaban muy trabajados y simulaban con gran naturalidad las características propias del espectro autista. Se entendió muy bien con Aksenova: la relación madre-hijo era el hilo conductor de la propuesta -de hecho, lo único real que vemos hasta el último acto-, y ambos consiguieron que esa conexión siempre estuviera presente para el espectador, incluso cuando no cantaban.

Magníficas y maléficas la soprano Bernarda Bobro y la mezzosoprano Stine Marie Fischer como hermanas, y la contralto Carole Wilson como la vieja Babarija. Especialmente impactante resulto la voz de Wilson y su siniestra intervención en la nana del primer acto. Notables Vasily Gorshkov como viejo y Nicky Spence como mensajero. Alexander Vassiliev y Alexander Kravets completaron el reparto como marineros.

La Princesa/Cuidadora (Olga Kulchinska) acude al auxilio de Gvidón (Bodan Volkov), abrumado por la multitud que a su alrededor simula la celebración del reencuentro con su padre (Ante Jerkunica, a la izquierda con traje azul). © Forster.

El Cuento del Zar Saltán cuenta con numerosas partes corales y varios interludios sinfónicos de gran riqueza. El coro cantó con un sonido compacto y contundente, mientras que la orquesta hizo justicia a la fama de experto orquestador de Rimski-Korsakov con una impecable interpretación, intensa y llena de color, tanto por parte de las diversas secciones (espectacular la profundidad de las cuerdas en la entrada del intermedio del acto segundo) como de los diversos solistas. La inspirada dirección de Alain Altinoglu (quien, por cierto, en el tercer acto apareció en el foso disfrazado de abejorro, con antenas y todo) se movió cómodamente por la diversidad de estilos que conviven en la partitura, desde las fanfarrias caricaturescas de los metales hasta los pasajes octatónicos que Rimski asociaba a lo fantástico, pasando por las reminiscencias de Scheherezade que encontramos en el segundo interludio o los destellos de fuego wagneriano en las maderas que, junto con un característico bajo en pizzicato, acompañan la aparición de la ciudad de Ledenets (y algunos años más tarde se convertirán en el sonido de la Kitezh transfigurada).

El próximo mes de septiembre la ópera estará disponible en streaming en la web de la Monnaie, no se la pierdan, es realmente una experiencia inolvidable.

La verdad necesita que la esperen

La verdad necesita que la esperen

En la Encyclopédie, obra cumbre de la ilustración del siglo XVIII y que fue publicada bajo la dirección de dos de los más ilustres pensadores del momento, como fueron D. Diderot y J. d’Alembert, aparece una interesante entrada sobre la voz “Crítica” que dice: 

“El deseo de conocer, muchas veces resulta estéril por exceso de actividad. La verdad requiere ser buscada, pero también precisa que se la espere, que se vaya por delante de ella, pero nunca más allá de ella. El crítico es el guía sabio que debe obligar al viajero a detenerse cuando se acaba el día, antes de que se extravíe en las tinieblas” 

Sin la más mínima intención de erigirnos en guías sabios, creo que estas pertinentes palabras enmarcan con suma precisión, la labor que humildemente realizamos desde esta modesta trinchera. Quizás, simplemente, indiquemos nuestro parecer sobre los temas abordados, pero en épocas donde la palabra crítica, es tan poco utilizada, se hace necesario, y diría yo más bien, indispensable enarbolarla con toda determinación, para no ser devorados por esa inmensa masa acrítica que nos rodea. 

Querido lector, espero que sepas disculpar mi anterior soflama, pues realmente he traído a colación la cita ilustrada a cuenta más bien de que, bajo mi parecer, describe perfectamente el estado actual de la carrera de G. Dudamel. Durante los últimos años, hemos visto como, primero, un jovencito simpático, hiperactivo y de despeinados rizos se dedicaba a saltar y gesticular sobre el podio de las mejores orquestas del mundo. Sus grabaciones de casi todo el llamado canón de la música orquestal, aparecieron a una velocidad impresionante, y muchos, ya en su momento, separaron la paja del trigo indicando, que, si bien el venezolano era un valor indudable, poseedor de un talento indiscutible, lo que se estaba presentando como algo excepcional, distaba un buen trecho de serlo. Años, horas de vuelo, reflexión y mucho trabajo, eran las grandes carencias que muchos observaron en él, nada que precisamente con el tiempo no pudiera ser solucionado. 

Ese exceso de actividad que la cita del principio menciona, era la gran barrera que Dudamel ha tenido que enfrentar, pues cuando se tiene una agenda tan nutrida como la suya, te queda poco tiempo para la reflexión. Has de solucionar con efectividad muchos programas y muchas obras, y eso, repito, impide que puedas profundizar precisamente en ellas. Ahora bien, Dudamel cuenta entre sus muchas virtudes, con una memoria impresionante, capaz de retener casi todo el repertorio que trabaja y de no solo hacer los conciertos sin partitura, si no incluso ensayar sin ella. Cuando con 17 o 18 años te has aprendido una obra como la Segunda Sinfonía de G. Mahler y a lo largo de los años de tu carrera la has ido trabajando con muchas orquestas, casi sin quererlo y sin apenas darte cuenta, se da a efecto ese proceso que la cita del inicio menciona, la “verdad” de esa obra, comienza a tocarte y darse dentro de ti, y tu, como artista, comienzas a entender y a vivir muy de otro modo aquello que lleva tantos años dentro.

El pasado 27 de junio en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una clara muestra de lo anterior. G. Dudamel al frente de la Münchner Philharmoniker y contando con la participación del Orfeó Catalá y el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana, además de la soprano Chen Reiss y la mezzosoprano Tamara Mumford, interpretaron la colosal Sinfonía Num. 2, “Resurrección” de G. Mahler. 

Estamos hablando de una obra extensa en todas sus partes y que exige de todos los intérpretes involucrados una entrega absoluta. Mahler, es un autor que demanda una inmersión total dentro de su universo y Dudamel entiende perfectamente la manera en que el maestro austriaco construye sus obras. Con el tiempo, ha ido ganando en profundidad y esto quedó patente desde el inicio del concierto, pues pudimos disfrutar de una lectura muy bien planteada de la obra, llena de fraseos plenos de musicalidad y expresión y con una clara conciencia de la gran estructura. Lamentablemente, por momentos, la conexión entre la orquesta y director se interrumpió y algunas partes de la obra, no terminaron de encajar del todo. Era evidente, que Dudamel sabía perfectamente lo que quería, pero no logró comunicarlo del todo a una orquesta, que en muchos pasajes, lució ese mítico sonido germano, compacto y lleno de fuerza, pero en algunas otras, perdía esa impronta que tan característica le es. 

Los dos coros, tanto el Orfeó como el Cor de Cambra, espléndidos, lo que hace que siendo talentos de “casa nostra”, sea doblemente agradable escucharlos con tan alto nivel artístico. La llegada del maestro Halsey al frente de estas instituciones corales tan nuestras, ha detonado un inmenso caudal de calidad que solo ha hecho más que comenzar. 

Tanto la soprano Chen Reiss, como la Mezzo Tamara Munford, lucieron espléndidas, coronando una gran lectura de la colosal sinfonía de G. Mahler. 

Hago votos porque este proceso de maduración, que a mi entender se ha iniciado ya en G Dudamel, nos dé por resultado, al enorme artista que sin lugar a duda es. Una contención en su gestualidad, además de una mayor atención a la construcción de las obras desde un fraseo lleno de sentido y sobre todo, una musicalidad que cada vez brota con mayor nitidez, son los elementos que nos hacen sentir confiados de que este proceso llegue a buen puerto. Talento tiene a raudales, confiemos que el mercado, una agenda desquiciada y los mil y un demonios que acompañan a la celebridad, no trunquen este virtuoso proceso, porque “La verdad requiere ser buscada, pero también precisa que se la espere”. Seguimos.

 

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

“Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada”. San Juan de la Cruz

La botánica es, en principio, solo una ciencia. Obedece al rigor metodológico que exigen sus instituciones, y su finalidad no es otra que aprehender la totalidad del mundo vegetal a través de esquemas conceptuales. Sin embargo, su objeto, y los métodos reclamados por este, producen en la propia praxis del botánico una dimensión completamente diferente, que marcha en paralelo con sus intereses. Allí coexisten la curiosidad disciplinada, la belleza intensa, pasiva y manipulable de la naturaleza, y el amor delicado e incondicional entre el curioso y el objeto deseado. Esta mixtura de dimensiones que se entremezclan en la actividad del botánico hacen parte de lo que bien podría entenderse como un momento estético necesario y presente en toda búsqueda científica. La particularidad del mundo botánico y sus búsquedas estéticas quedan excepcionalmente plasmados en el documental Homo botanicus, dirigido por el biólogo nostálgico y productor audiovisual Guillermo Quintero.

Este documental tiene, en principio, varios niveles que se podrían separar simplemente para hacerse una idea de todo lo que está en juego aquí. En primer lugar, es una narración sobre la actividad vital de un reconocido botánico colombiano (Julio Betancur) y de su alumno —o aprendiz— (Cristian Castro). Ambos comparten una obsesión científica, un intenso interés que los lleva a sumergirse en cuerpo y alma en el espesor de las selvas colombianas, en busca de lo que ellos llaman “su planta”. En el documental se asiste a un encuentro privado con sus intereses, sus deseos, sus pensamientos, sus reflexiones sobre la naturaleza. En este contexto de intensiva búsqueda se despliegan las inquietudes no solo de dos científicos, sino de dos individuos que encarnan bien al coleccionista de Walter Benjamin, y que Julio Betancur bien atina a sintetizar con los versos de San Juan de la Cruz acerca de la relación entre objeto amado y sujeto amante. En efecto, en su labor, el interés se vuelve amor, amor absolutamente desinteresado. Todo lo que se hace sucede por el impulso de una obsesión opaca, para quien mire distraído desde afuera.

Importa poco el éxito o el resultado científico que de allí se pueda derivar y, mucho menos, los réditos que esta actividad  aparentemente insignificante pueda llegar a tener para el mundo de los grandes valores de cambio. En este sentido, estos obsesivos taxónomos son modelo de una humanidad posible, un modelo que se realiza en la soledad casi monacal del científico naturalista, en los márgenes de la vida social, en las abandonadas y precarizadas instalaciones de una universidad, en las profundidades de las selvas colombianas a donde usualmente solo llegan la violencia estatal y paraestatal.

Pero este documental también se trata de la voz de quién lo dirige. En una entrevista con Alejandra Meneses, con ocasión de la presentación de este filme en el Festival de Cine de Cartagena (FICCI), reconoce su director que, a pesar de las dudas presentes en torno a su aparición en el curso del documental, estaba clara desde el principio la necesidad de abordar todo lo retratado a partir de un tono reflexivo; de enmarcar no solo la actitud vital de aquellos científicos, sino también la naturaleza en su forma conceptual, dentro de una narración que intentara transmitir las perplejidades filosóficas y naturalistas de su autor. En efecto, la reconstrucción que hace la voz en off de la búsqueda de los protagonistas transmite una visión conceptual de la naturaleza y, en ocasiones, se convierte también en cuestionamiento del quehacer clasificatorio y de la obsesiva determinación lingüística del trabajo académico.

A pesar de estar concebidos desde posiciones filosóficas poco esclarecidas, estos breves pasajes, en los que la voz del director se apropia del sentido de lo narrado, alcanzan una cierta profundidad que se sincroniza bien —a través del montaje y del recurso del timelapse— con las intervenciones formales que remiten de inmediato a otros modelos del naturalismo reflexivo, como los del paradigmático cine naturalista de Jean Painlevé o, más contemporáneamente, los trabajos de Terrence Malick (The three of life, 2011). Estos interludios especulativos ayudan a que la película se libere de sus posibles ataduras geográfico-culturales y logre así transponer su discurso a formas de reflexión mucho más universales, en las que lo local y particular aparecen iluminados por luces mucho más poderosas, más amplias y, paradójicamente, mucho más comprensibles para públicos diversos.

Con este documental nos encontramos, pues, ante una obra donde la sencillez y la sensibilidad logran un resultado digno de ser contemplado reflexivamente. Es un trabajo que enseña el valor de la delicadeza, de la devota dedicación a un objeto, de la amorosa disciplina del trabajo científico desinteresado. Es una película sobre el socialmente oscurecido papel del coleccionista; sobre el individuo que entabla una batalla por los valores de uso, en una disciplina científica que prepara también la naturaleza para los valores de cambio. Es, también, una película sobre los significados universales de la naturaleza y sobre una insuperable relación antropológica con los entornos naturales. Es un trabajo serio, que se arriesga a mostrar realidades ignoradas. Puede ser también entendido como denuncia, una denuncia indirecta de la ciencia, del capital que la precariza; como crítica a un país que no solo descuida sus universidades, sino también los objetos sociales y naturales alrededor de los cuales la Universidad funciona. Es una película que muestra el sacrificio personal y vital que necesariamente surge como correlato de tal abandono institucional. Este documental de múltiples registros es, pues, una muestra de la vitalidad del cine latinoamericano y colombiano, de su alcance y de su potencia.

El Borís Godunov de Bryn Terfel

El Borís Godunov de Bryn Terfel

A pesar de gobernar Rusia con habilidad y acierto durante veintiún años (catorce como regente y siete como zar), Borís Godunov ha pasado a la historia por ordenar el asesinato de Dmitri Ivánovich, hijo de Ivan el Terrible, con el fin de allanarse el camino al trono. Su participación en la muerte del zarévich no está probada y, en realidad, al ser Dmitri hijo de la séptima esposa de Iván, éste no era considerado hijo legítimo, por lo que no era un obstáculo real para las aspiraciones de Borís. Sin embargo, tanto las crónicas históricas como las adaptaciones literarias lo han presentado como culpable sin sombra de duda. Lo hizo Nikolái Karamzín en su Historia del Estado Ruso y también Pushkin, que le dio dimensiones Shakespereanas al transformar los hecho consignados por Karamzín en el drama histórico que luego Músorgski convertiría en ópera. El director de escena Richard Jones da por bueno el veredicto y su producción de la ópera no admite dudas al respecto, ya que incluso antes de que empiece la música nos muestra en escena el asesinato del zarévich. La escena se repetirá en los momentos en los que la consciencia de Borís se remueve. La peonza gigante con la que juega el zarévich y que adornaba también el telón revela el trabajo que Jones ha hecho con el texto: se trata de una referencia al relato de Shuiski en la tercera escena, cuando cuenta a Borís que el cuerpo del zarévich tenía una peonza de juguete en la mano derecha. Este detalle, que no aparece en el texto de Pushkin, es un añadido de Músorgski (en la versión de 1869 especifica que se trata de una peonza, en la definitiva de 1872 solamente hace referencia a un «juguete infantil») para hacer más conmovedor el relato y dar más credibilidad a la reacción de Borís, que al escucharlo no resiste más y corta en seco a Shuiski. Aquí Músorgski demuestra una vez más su habilidad para ahondar en la psicología de los personajes (los asesinatos y los cadáveres difícilmente podían turbar a un zar, en cambio el amor y la ternura que Borís demuestra por sus hijos lo hace vulnerable a la referencia de Shuiski), y Jones lo detecta y la transforma en un símbolo visual.

El asesinato del zarévich Dmitri Ivánovich, con su peonza en la mano derecha, a manos de unos desconocidos. Royal Opera House. Foto: © Clive Barda/ArenaPA.

Como vemos, la propuesta de Jones sigue el espíritu tanto de Pushkin como de Músorgski, especialmente tratándose de la versión de 1869 que se centra sobretodo en la figura de Borís y sus remordimientos. Por lo demás, la dirección de Jones es muy efectiva y fluida, con unas transiciones entre escenas que suavizan el carácter episódico de la obra. El vestuario de Nicky Gillibrand proporciona una ambientación histórica sin caer en el exotismo, igual que los decorados de Miriam Buether, que consisten en un amplio espacio con una plataforma superior, lo que permite mostrar dos acciones simultáneas. La dirección de actores está muy bien trabajada, especialmente en la escena cómica de la posada y en los encuentros entre Godunov y Shuiski.

Borís Godunov, escena sexta. La muchedumbre congregada frente a San Basilio comenta las novedades mientras en el interior de la catedral (plataforma superior, actuación muda) maldicen a Grishka Otrepiev (falso Dmitri) y entonan un réquiem en memoria del auténtico zarévich. Royal Opera House. Foto: © Clive Barda/ArenaPA.

El reparto contaba de nuevo con el magnífico Bryn Terfel, que ya lo interpretó en la Royal Opera cuando se estreno esta producción en 2016. A pesar de no tener esa resonancia profunda de bajo eslavo que tan bien le sienta al rol, el galés posee una bella y expresiva voz con la que construyó un convincente Borís. Su entrada, con el monólogo de la escena de la coronación («Sufre el alma»), fue más que correcta, pero fue a partir de su siguiente aparición, en la escena quinta, cuando encontramos al Terfel más intenso. Con una voz sólida y un fraseo sostenido por un impecable legato, hizo emerger toda la complejidad emocional del atormentado zar. Su caracterización suscita empatía con el personaje, que se muestra tierno con sus hijos y angustiado por los problemas de su país. Terfel sería el intérprete ideal para una producción que pusiera en duda la culpabilidad de Godunov, algo que texto y música permiten y que sería muy interesante para ofrecer una nueva perspectiva de la obra. Su emotiva despedida y su muerte fue sin duda el momento más sobrecogedor de la función.

Shuiski (Roger Honeywell, izquierda) cuenta a Borís (Bryn Terfel, derecha) que un impostor ha conseguido apoyo en Lituania y pretende reclamar el trono bajo el nombre del difunto Dmitri. Royal Opera House. Foto: © Clive Barda/ArenaPA.

El resto del reparto contó con excelentes intérpretes, tanto jóvenes como veteranos. Fue el caso del septuagenario bajo John Tomlinson, que en su larga carrera ha interpretado tanto el papel protagonista como al monje Varlaam. Igual que Terfel, Tomlinson es un intérprete con gran carisma, una gran presencia escénica y una increíble habilidad para identificarse con el personaje. Su intervención se limitó a la escena cómica de la posada, que dominó completamente con su actuación. El joven Matthew Rose fue un Pimen reflexivo y solemne, de bella y profunda voz. David Butt Philip cantó un inmejorable falso Dmitri que dejó con ganas de más. El príncipe Shuiski, boyardo y consejero de Borís, es un personaje clave en la trama por sus continuas intrigas que, si bien son explícitas en la obra de Pushkin, en el libreto de Músorgski quedan más bien implícitas. Con su actuación y su fraseo lleno de matices Roger Honeywell logró transmitir todo lo que el texto no dice, dejando claro para el espectador que son sus calculadas acciones las que llevan a Borís a su fatal ataque final.

A pesar de que la versión de 1869 es esencialmente un drama individual, el coro tiene un papel clave, como en la célebre escena de la coronación. El coro de la Royal Opera House ofreció una interpretación llena de fuerza. También la orquesta respondió con su habitual solvencia, bajo la buena dirección de Marc Albrecht.

El monje Vaarlam (John Tomlinson, derecha) canta una canción sobre el asedio de Kazan, mientras el monje Missail (Harry Nicoll, izquierda) le proporciona un acompañamiento rítmico con dos cucharas. Royal Opera House. Foto: © Clive Barda/ArenaPA.