La La Land: una (pobre) historia de amor

La La Land: una (pobre) historia de amor

En este mundo occidental de la posverdad y de los “alternative facts”, del tráfico compulsivo e indigerible de información, de la inmediatez de twitter, de las intensas ráfagas de sobreactuada indignación en forma de meme que se desactivan en décimas de segundo, de los filtros de instagram que edulcoran las miserias de vidas propias y ajenas, en este mundo, en suma, líquido, como lo definió el gran Zygmunt Bauman, el discurso que Meryl Streep pronunció al recoger su premio en los pasados Globos de Oro y que inmediatamente se hizo viral en las redes sociales no ha dejado ni un hilo de estela. La industria que vitoreó a la actriz por su discurso anti Trump, impulsó la marcha de las mujeres el día después de la “inauguración” y graba vídeos al ritmo de I will survive como protesta frente a la que nos viene encima es la misma que ahora se arrodilla ante una película edulcorada y nada comprometida, que apela a una emotividad individual frente a los valores colectivos. Una película que encumbra los pequeños sentimientos en este siglo del selfie y funciona como un filtro más de ese gran instagram en el que se ha convertido la realidad. Porque, por mucho que pretendan engañarnos, la verdad es que La La Land no habla de nada ni oculta ningún mensaje. Es, simplemente, una pobre historia de amor, como pobre es también la manera de contarla. Y escribo como simple espectadora, sin pretensión alguna de crítica.

La película comienza con un número musical excesivamente colorista que funciona como carta de presentación con la que Damien Challeze parece querer decirnos dos cosas. La primera, que lo que viene a continuación es una película superficial -se agradece la honestidad- y, la segunda, que se trata de un musical. Sin embargo, esta última es un engaño en toda regla. La La Land no es tal cosa. Los números musicales no forman parte sustancial de la trama, sino que funcionan, más bien, como algo auxiliar. Después de tres números muy seguidos en la primera media hora, nos encontramos con un desierto de una hora en el que la música no tiene una función distinta a la de la banda sonora al uso de cualquier película de otro género. Por lo demás, el nivel artístico de estos números, sobre todo el de las coreografías, es más bien mediocre. A un musical se le puede perdonar la simplicidad argumental si a cambio cuenta con espectáculos musicales y coreográficos de alta calidad. Pero La La Land no ofrece ni lo uno ni lo otro. La historia es floja y la parte musical no dice nada. Lo mejor de la película son las evidentes y numerosas referencias a los clásicos del género como Cantando bajo la lluvia, Grease o Todos dicen I love you. A través de estas reminiscencias, Challeze consigue transportarnos a esas otras películas. Sin embargo, este recurso le juega una mala pasada, ya que deja en evidencia que La La Land no alcanza el nivel de las películas que homenajea.

El filme es, en definitiva, una sucesión de tópicos trillados y aburridos. La narración está dividida en cuatro capítulos que llevan por título las estaciones del año: la primavera como metáfora del nacimiento del amor; el verano, la de la plenitud; el otoño y la caída de las hojas nos dejan ver cómo la cosa empieza a torcerse; y con el invierno la relación termina. La idea puede ser buena, pero original, desde luego, no. Y de una película con 14 nominaciones a los Oscar y 7 Globos de Oro ya conseguidos se espera cierta originalidad, si no en la estética y el lenguaje, sí, al menos, en la manera de narrar los acontecimientos. Sin embargo, la historia de amor entre los protagonista no se sale ni un ápice de los clichés de la típica comedia romántica norteamericana. Con la única excepción, quizás, de que no tiene el final feliz que cabría esperar. Evitando ser un spoiler, me limitaré a decir que, Challeze ha elegido un punto medio entre el drama y la comedia, llevando así la historia a un punto completamente insípido en el que nos quiere inculcar una especie de moraleja pop muy siglo XXI que viene a decir algo así como que cada uno debe perseguir sus sueños, a pesar de los sacrificios que ello conlleva. Aunque, bien visto, no se sabe si es esto lo que quiere decir o justamente lo contrario.

Otro de los tópicos de la película es, precisamente, la idea de éxito personal que transmite y que tiene un tufillo sexista más que evidente. Mientras se nos muestra a un Ben (interpretado por Ryan Gosling) que, cinco años después de que la relación con Mia (Emma Stone) haya terminado, alcanza el sueño de abrir el bar de jazz que tenía en mente desde el comienzo de la película, a ella, pese a que durante todo el metraje se nos deja claro que lo que quiere es ser actriz y escribir obras e interpretarlas, lejos de presentarla como profesional al final de la película, se la deja en el papel de la típica esposa y madre subida a unos altos tacones de aguja.

Por último, están, aunque bien podrían no estar, los personajes secundarios, ya que las intervenciones de todos ellos son completamente ridículas. Desde las compañeras de piso de Mia, que aparecen en un número musical al comienzo de la película (para solo volver a hacerlo hora y media después aplaudiendo en un teatro), hasta la única intervención de la mujer del bollo con gluten o la del jefe del piano bar. Mención especial merece el primer novio de la protagonista, que quizá tenga el papel más prescindible de la historia del cine, junto con la hermana del protagonista, que interviene unos treinta segundos sin añadir tampoco nada en absoluto a la historia (ni a la de la película ni, por supuesto, a la del cine).

El éxito de La La Land refleja los deseos y las aspiraciones de una sociedad en busca de momentos de luz, de entretenimiento y de evasión. Es comprensible que una película así triunfe en taquilla. No resulta nuevo que una pieza de estas características, incluida la agresiva campaña de marketing que la ha lanzado como imprescindible, llegue a romper cualquier estadística en cuanto a beneficios económicos se refiere. Lo que sí resulta, en cambio, sorprendente es que la Academia haya elevado a categoría de obra de arte una película como La La Land. Porque esto no va de subjetividades y resultan ciertamente sospechosas esas 14 nominaciones a los Oscar. Más allá de los intereses comerciales que pueda haber, y que habrá, tras esta decisión, resulta penoso que una institución como la Academia del cine, que tanto prestigio tiene en EEUU y en todo el mundo, haya querido, precisamente este año, poner el foco sobre una película blanda, falta de ambición y, con perdón, bastante tonta. Habría sido de agradecer que hubiera aprovechado la privilegiada posición que tiene conquistada para hacer visibles otras películas más comprometidas y menos ñoñas, esas que hablan de lo que sus miembros con tanto fervor aplaudieron cuando tomó la palabra Meryl Streep en la reciente ceremonia de los Globos de Oro.

I did it my way. El baile de investidura de Donald Trump

I did it my way. El baile de investidura de Donald Trump

Donald Trump eligió la canción My way para el tradicional baile con la primera dama que cierra la toma de posesión del presidente de EEUU. La decisión se ha comentado en los medios de manera, aunque superficial, acertada. Los análisis, si pueden llamarse tales, se han centrado en lo evidente del título de la canción elegida, asumida como una muestra más del personalismo del nuevo presidente, quien no ha desperdiciado ocasión de dejar claro que con él comienza una nueva manera de hacer las cosas: la suya. Teniendo en cuenta que el baile en cuestión funciona como una campaña de marketing destinada a enviar un mensaje a la población, no queda sino aceptar que la elección de My way ha sido un acierto. Hace ocho años, Obama envió otro mensaje al son de un romántico y edulcorado soul cantado por Beyoncé -artista que también actuó en la apertura de la segunda legislatura- que el matrimonio escenificó con evidentes y estudiadas manifestaciones de cariño conyugal, mostrándose al mundo como un equipo sólido y dispuesto a permanecer unido ante cualquier adversidad. El matrimonio Trump, en cambio, sustituyó el plural we de los Obama por el singular I de Donald, además de dejar en evidencia que no posee el flow de los anteriores.

Pero, como viene siendo habitual con todo lo que tiene que ver con el nuevo presidente, la elección de la canción para este baile publicitario no estuvo exenta de polémica. De nuevo -cómo no-, fue Twitter el campo de batalla. Cuando se hizo público que los Trump bailarían al ritmo de My way, Nancy Sinatra escribió en esa red social que su padre, Frank Sinatra, no habría estado de acuerdo con que su canción sonara en esa ceremonia. Ante la avalancha de críticas que recibió del sector pro-Trump, decidió borrar el tuit zanjando así la polémica. Lo primero que hay que dejar claro a este respecto es que My way no es una canción “de” Frank Sinatra, sino la adaptación al inglés que realizó Paul Anka en 1969 de una canción francesa, Comme d’habitudecompuesta por Claude Françoise y Jacques Revaux en 1967 y que el artista ítalo-americano popularizó. Frank Sinatra sólo compraría los derechos de la canción más adelante. Y es aquí donde se plantea la pregunta: ¿a quién pertenecen las canciones?

Si Nancy Sinatra considera que la canción es “de” su padre por el mero hecho de ser el dueño de sus derechos, tendríamos que pasar a considerar My Way solamente como mercancía comercial. En tal caso, quien pague los derechos pertinentes para realizar una comunicación pública de la misma, sea en una fiesta de discoteca o en otra emitida por televisión a nivel mundial, será el propietario de la canción durante el tiempo que ésta suene. Dudo mucho que a los dueños de cualquier bar se les pida el carnet ideológico para poner ciertas canciones en su local. Es decir, si el hecho de haber pagado por la canción le hace a Sinatra dueño de la misma, por la misma razón Trump lo fue durante su baile y no tiene que dar explicaciones a nadie. La cuestión es si una canción, en su dimensión, digamos, simbólica, pertenece a alguien más que a su propio autor o si, al entrar en el circuito comercial, pertenece ya “a todos”. Porque, más allá de eso que llamamos “las intenciones del compositor”, lo que ocurre con las canciones es que las hacemos nuestras y les adjudicamos significados propios, individuales y personales. Por lo tanto, habrá tantos My Ways como oyentes tenga la canción.

Al margen de esto, habría que analizar por qué Trump eligió esta canción para su baile. En este sentido digo que la superficialidad de los artículos aparecidos en prensa es acertada. Hay dos razones fundamentales por las que el nuevo presidente se decantó por ella. Por un lado, su universalidad y conexión emocional con el oyente medio. En este punto es en el que podemos sentirnos decepcionados, no ya con Trump, sino con nosotros mismos. Qué rabia da que alguien a quien detestas, alguien que consideras que reúne los peores defectos que puede tener una persona, se sienta identificado con una canción que tú has coreado con la copa en la mano, cantado en la ducha o bailado con tu pareja. Se te agolpan un sinfín de sentimientos contradictorios porque no sabes si eso te hace a ti peor persona o al monstruo, más humano. «Cómo puede llegar a ser que tenga yo algo en común con este fantoche», te preguntas. Porque puede ocurrir, -y de hecho ocurre, como en la película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco con los clásicos de la literatura leídos por gente no intelectual-, que, según quién las escuche, las canciones se estropeen y ya jamás vuelvan a ser las mismas. Por otro lado, Trump parece haberse fijado sólo en el título de la canción, en ese “a mi manera” que funciona tan bien como eslogan publicitario. Seguro que no tuvo en cuenta que la canción está narrada por una persona que, al final de su vida, hace un balance agridulce de su paso por el mundo y cuyo único consuelo, por encima de errores y decepciones, es el de haber hecho las cosas “a su manera”. Aunque, visto de otro modo, cabría interpretarlo como una declaración de intenciones del nuevo presidente, que quizás esté diciendo que hará las cosas a su manera y que esa es razón suficiente para que cualquier error o mala decisión esté justificado. ¡Pretenderá, con eso, que le perdonemos!

Los intocables del cine español: sobre el boicot a Trueba

Los intocables del cine español: sobre el boicot a Trueba

Parece ser que la Infanta Cristina tiene muchas ganas de que termine “esto” para no volver a pisar “este país”. La elocuencia de esta sencilla frase reside, sin embargo, más en lo que se sobreentiende de ella, que en lo que realmente dice. Por un lado, la culpa de “esto” que le está pasando la tiene para la Infanta “este país”. Por otro lado, la frase contiene una elipsis, valga el oxímoron, y es que es inevitable añadirle algún complemento al final. Se sobreentiende, pues, que a “este país” le falta un “de mierda”, “de miserables” o “de gilipollas”. Esto ha suscitado una oleada de tuits de gente que se ha sentido muy ofendida. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, los ofendidos no han sido tanto los que ideológicamente pueden estar más cerca de la monarquía y se han sentido decepcionados con esta declaración antipatriótica, sino que las críticas han venido precisamente de quienes se sienten más alejados de la institución monárquica.

Algo parecido, salvando las distancias, ocurrió con las declaraciones que Fernando Trueba realizó cuando recibió el Premio Nacional de Cinematografía en septiembre de 2015. Con ese ya famoso “no me he sentido español ni cinco minutos”, el director se ganó las críticas de cierto sector que lo atacó por las redes sociales a través de, todo hay que decirlo, razonamientos tan simples como el trillado y cansino argumento de las subvenciones públicas que recibe la industria del cine o haciendo referencia a “los de la ceja”. En esta ocasión, los ofendidos también fueron los que ideológicamente se sitúan más alejados del cineasta. Por lo tanto, puede que estas reacciones no respondan tanto a una gran sensibilidad nacional, sino que, más bien, formen parte del gran deporte nacional de meterse con “el otro bando”.

Personalmente, me trae sin cuidado si la Infanta detesta el país que la ha mimado con tantos privilegios (no espero demasiado de las instituciones medievales), como tampoco me importan los sentimientos nacionales de Trueba. Lo que sí me parece digno de analizar es la (falsa) polémica que se ha creado alrededor de este discurso antipatriótico. Los premios (los que reciben los demás, se entiende) son siempre sometidos a la implacable opinión pública que se divide entre los que están a favor y los que están en contra de que el premiado sea el que es. Lo hemos visto este año con el polémico Nobel a Bob Dylan. Pero los premios sirven también para fomentar orgullos patrios, regionales y vecinales de diferente naturaleza. Ocurre especialmente en el día de hoy con la Lotería de Navidad, cuando todos los vecinos sacan el champán y los matasuegras a la calle porque a “uno de los suyos” le ha tocado el gordo. Algo así ocurrió también cuando Juanjo Mena recibió el Premio Nacional de Música 2016 y las redes sociales se llenaron de mensajes de orgullo de vitorianos y vascos que sentían el premio un poco suyo. Quizá algunos de estos aplaudieron en su día el discurso de Trueba, pero en esta ocasión no les importó que el premio recibido por el director de orquesta incluyera el mismo adjetivo “nacional”, porque, claro, esta vez nos lo llevamos para casa.

Trueba pronunció el discurso un año antes del estreno de su última película titulada La reina de España, una comedia folclórica ambientada en pleno franquismo. Se trata de una secuela de la exitosa La niña de tus ojos (1998) y se esperaba de ella que fuera uno de los grandes triunfos del año, supongo que porque el director era Trueba y el reparto incluía nombres como Penélope Cruz, Javier Cámara, Carlos Areces, Antonio Resines, Jorge Sanz, Loles León o Santiago Segura, entre otros. Sin embargo, el batacazo en taquilla ha sido monumental. Y la culpa de este fracaso parece haber sido de “este país”, en este caso, de ignorantes y vengativos. El mensaje se ha simplificado tanto, que ya nadie se ha parado a leer críticas u opiniones sobre la película en sí (que las hay, y no son demasiado halagadoras, por cierto: Filmaffinity ), sino que la opinión pública se ha dividido entre los que creen que “hay que ir” a ver la película para apoyar al cineasta de los ataques de unos fachas descerebrados (incluso se han podido leer algunos artículos en prensa como los de Jordi Évole o Juan Cruz) y los que han fomentado un boicot contra la película en twitter y creen que las declaraciones de Trueba son imperdonables. Sin embargo, cuando una se da un paseo por esta red social, se da cuenta de que el poder de convocatoria de ese boicot apenas llega a unos cientos de personas que difícilmente suman la fuerza suficiente para hundir una película.

El público ejerce su libertad al decidir si se compra o no una entrada para un espectáculo. Achacar un fracaso en taquilla a un supuesto boicot nacional es ridículo en este caso. De la misma manera que resulta algo arrogante presumir que un trabajo, por el solo hecho de ser de uno mismo, tiene que ser un éxito rotundo. He de confesar que no he visto la película y no tengo ninguna intención de verla. Y no lo haré, no porque quiera boicotear el trabajo de Trueba, sino porque no me suscita el más mínimo interés. Asumo el riesgo de perderme una obra de arte, de la misma manera que otros quizá deberían asumir que es la falta de interés del público lo que ha hecho que pierdan una millonada y no el absurdo enfrentamiento entre diferentes sensibilidades nacionales. Los medios de comunicación, por su parte, mejor harían en dedicarse a realizar un seguimiento de calidad de las cuestiones culturales de este país, en vez de invertir tiempo y dinero en elevar a categoría de noticia lo que por sí mismo habría pasado más que desapercibido.

Mi mamá me mima: la feminización de la política

Mi mamá me mima: la feminización de la política

Ayer se publicó en los medios de comunicación un vídeo que capta una intervención de Pablo Iglesias hablando sobre la feminización de la política en un debate sobre Donald Trump organizado por eldiario.es que ha creado mucha polémica y ha dividido a la opinión pública. Están, por un lado, los que apoyan a Pablo Iglesias y han entendido el mensaje y estamos, por otro lado, quienes creemos que lo que dijo no son más que atrocidades y no hemos entendido nada. Es curioso cómo enseguida oyes eso de “tú es que no lo has entendido” cuando te muestras en desacuerdo con Iglesias, cualquiera diría que una no puede estarlo. También se te puede tachar de lerda por haber caído en la manipulación mediática y la caza de brujas a las que continuamente se le está sometiendo a Unidos Podemos. Porque claro, Pablo Iglesias nunca se equivoca, lo que pasa es que, o no se le entiende, o se tergiversan sus palabras. Pues bien, sí, he entendido lo que dijo y, no sólo no estoy de acuerdo con él, sino que me parece que Iglesias se metió en un lodazal. Y no, no soy lerda ni he caído en la manipulación. De hecho, ya le he pillado el truco a Pablo Iglesias: hablar mucho, muy rápido y decir muchas palabras de más de tres sílabas, esdrújulas y adjetivos sustantivados, para que, después de cinco minutos, el oyente no tenga ni idea de lo que ha escuchado, pero tenga claro que era algo muy importante.

Hay un único punto en el que estoy de acuerdo con Pablo Iglesias: hay que repensar los valores de la política. El problema viene cuando comienza a explicar cómo la solución pasa por feminizarla, que no es otra cosa que llenarla de valores femeninos como el cuidado, la protección o el amor maternal. No se trata sólo de que las mujeres ocupen puestos de alta alcurnia, “que es importante y está bien”, sino que es necesario introducir en el papel del Estado ideas maternales como la de cuidar, limpiar y alimentar al desfavorecido, y crear asociaciones culturales o de vecinos, que, parafraseando a otro feminista, “de todos es sabido” que son cosas que hacemos las mujeres. Sin embargo, y he aquí el truco, Pablo Iglesias habla de unos valores femeninos que no todas las mujeres tenemos, no vayamos a pensar que sólo por ser mujeres vamos a ser femeninas o que ellos, por ser hombres, no puedan liderar este movimiento. No, no, no. Hay mujeres que son hombres en valores y esas a Pablo no le sirven. Supongo que quería sacar de la ecuación a mujeres como Margaret Tatcher, Rita Barberá o Esperanza Aguirre, que luego se le llena el partido de marimachos y a ver quién arregla eso. La cuestión entonces es, ¿cómo puede hablarse de “valores femeninos” si no son un rasgo universal y común a todas las mujeres? Y aparece de nuevo el cisne negro de Popper. Basta con encontrar a una Tatcher o una Hannah Arendt (no vayamos a ideologizar más la cosa) para falsear la afirmación de los valores femeninos que, en realidad, no convence ni al propio Iglesias.

Aquí se abren varias cuestiones. La primera de ellas, y a la que creo que no se le ha dado la importancia suficiente, es la reflexión sobre el papel que debe jugar el Estado en la vida de los ciudadanos. ¿Es tarea del Estado cuidarnos y protegernos, como si fuéramos menores de edad? ¿O su tarea es simplemente la de gestionar los recursos y garantizar un marco de justicia y libertad en el que la ciudadanía pueda vivir dignamente? ¿Debe el Estado intervenir en mis horas de sueño, mi alimentación o mi tiempo libre, como una madre interviene en la vida de sus hijos? ¿O hasta qué punto debe hacerlo? Son estas cuestiones difíciles de definir, pero sobre las que merece la pena hacer una reflexión, aunque no creo que este sea el espacio ni que disponga del espacio suficiente para hacerlo. La segunda cuestión es la de la feminización y la manera condescendiente en la que se plantea en este discurso. Por un lado, se nos atribuyen a las mujeres (o a algunas mujeres, ya no lo tengo muy claro) unas características innatas que, a priori, son positivas -la protección, el cuidado, la solidaridad o la empatía-, en contraste con las características masculinas que se plantean en el discurso de Iglesias como negativas -la agresividad, el individualismo o la fuerza bruta-. De esta manera, se consigue el favor de las mujeres, a las que se nos retrata como personas “mejores” que los hombres. Por otro lado, dice Iglesias que la virilidad es burguesa. Y yo me pregunto, ¿no es burguesa también esa idea de la figura de la mujer-madre-cuidadora que hace el bien y que funciona como pilar de amor y comprensión en el núcleo familiar? ¿No es esa visión de lo femenino algo que se ha enquistado en la sociedad como consecuencia de, precisamente, la idea burguesa del hogar familiar como algo cuya estabilidad depende del papel de esa mujer-madre-cuidadora? Porque, si algo queda claro en el discurso de Iglesias es que son esos atributos de la mujer los que “valen” y los que la mujer debe tener para ser mujer. Gracias, Pablo, por iluminarnos el camino.

En este batiburrillo de ideas, Iglesias no duda en hablar, por surrealista que parezca, de la dimensión maternal y, por lo tanto, femenina, de las Panteras Negras. Y, ¿cuál es esa dimensión maternal? Pues, nada más y nada menos, que la construcción de comedores sociales para dar de comer a los suyos. Más allá, claro, de la parte violenta del movimiento (que deducimos aquí que es masculina), pero que no vamos a tener en cuenta. Habría que preguntarle a Pablo Iglesias qué opina del Hogar Social Madrid, esa asociación de ultraderecha liderada por una mujer-varón, supongo, que se dedica, en un alarde de feminidad, a dar comida y ropa a los españoles, y sólo a los españoles, que lo necesiten, más allá de nimiedades como la quema de mezquitas o las palizas a homosexuales y que colabora en lo que Iglesias llama en el vídeo “la construcción de una identidad plebeya”.

Yo creía que la feminización de la política consistía, más bien, en hacer visibles cuestiones relacionadas con la mujer que, precisamente por ello, habían estado invisibilizadas en el panorama político. Aunque no estoy segura de que el término “feminización” encaje ni siquiera en esta visión del asunto. Puede, incluso, que la cosa sea aún más sencilla y el proceso consista en llevar a cabo unas políticas inclusivas, en las que los colectivos menos favorecidos, no sólo se tengan en cuenta, sino que formen parte de la materialización de esas políticas y que el Estado se dedique a crear un marco de justicia y libertad en el que todos los ciudadanos estén incluidos. Puede que dentro de ese proceso sea, además, importante dejar de institucionalizar ciertas iniciativas y abrir el concepto de “lo político” a otras dimensiones de la sociedad, revisando, incluso, el propio concepto de “política”. El hecho de dejar en manos de papá o mamá Estado las herramientas de cuidado y protección, por seguir utilizando la misma terminología, puede que no sirva sino para quedarnos desamparados en otros muchos aspectos de mayor índole. Me refiero a aspectos como la libertad de pensamiento y de acción para, precisamente, cuestionar ciertas creencias que han ido poco a poco institucionalizándose. Y dejar a un lado de una vez, si no es mucho pedir, estos clichés que hacen más daño que otra cosa.

Javier Marías, palabra de feminista

Javier Marías, palabra de feminista

El pasado domingo 20 de noviembre, se publicó en el suplemento de El País el último artículo de Javier Marías titulado Trabajo equitativo, talento azaroso que pueden leer aquí. El novelista nos tiene acostumbrados a cierto nivel de disparate últimamente. Sin embargo, cuando una ya pensaba que Marías había tocado techo en este sentido, con su artículo del domingo ha demostrado que, en lo que a ciertos talentos se refiere, el escritor parece no tener límites, como tampoco parece tener el talento de autolimitarse.

Comienza el señor Marías su artículo autoproclamándose feminista. Agárrense los machos, que vienen curvas (y nunca mejor dicho). No hay peor comienzo que una justificación hecha de antemano. Ese “vaya por delante que yo no soy machista” no hace sino ponerle a una en guardia a la espera de la bomba que no tardará en explotar. Nos habla, entonces, de la brecha salarial entre hombres y mujeres, esa injusticia social ante la que nadie, independientemente de su sexo, género o condición, debería quedarse de brazos cruzados. Ilustra con datos sus afirmaciones, a través de porcentajes que hablan por sí solos. A las cifras nadie puede oponerse. ¿Quién en su sano juicio estaría en desacuerdo? Sin embargo, lo que viene después no es más que una sarta de falsedades, creencias no revisadas y opiniones algo ofensivas e indignantes. Llegan las curvas, la bomba, el despropósito. El delirio.

Arranca Marías el grotesco espectáculo haciendo pedagogía de lo que las “supuestas ultrafeministas” (él no es un supuesto, él es un feminista, no nos equivoquemos) deberían estar haciendo en vez de preocuparse por nimiedades como la visibilidad de la mujer en el mundo de la cultura y del arte. Porque claro, “el trabajo es mensurable y cuantificable en términos objetivos; las artes y lo que llevan implícito –talento, genio, como quieran llamarlo– no lo son”. Por lo tanto, según Marías, las artes no son trabajo, además de no ser éste mensurable. Sólo unos pocos son capaces de reconocer y medir la genialidad (como veremos más adelante). El talento es algo, pues, que te toca por azar (¿divino?, ¿genético?) y se acabó. No se hable más. Y es, además, la artística la única actividad que requiere de ese talento que la historia se encargará de premiar tarde o temprano, porque la historia es justa y equitativa. Faltaría más. Por eso, no importa dónde hayas nacido, tu nivel económico, tu entorno social y familiar, haber estudiado en la Universidad de Oxford o no haber tenido la opción de sacarte el graduado escolar. El talento te toca, como le toca a uno la lotería o un piso de protección oficial. Si no está de Dios, olvídate de escribir, de pintar, de componer, de esforzarte y de trabajar tu técnica. Asume tu condición de miserable carente de talento. Es lo que hay.

En el caso de las artes, los datos parecen no importarle al autor y la invisibilidad de la mujer en el mundo de la cultura parece no regirse por las mismas normas que en el resto de ámbitos de la vida civil y laboral. A pesar de que, según las cifras de los años 2013-2014 del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes que pueden consultarse aquí, el 61% de estudiantes de la rama de Artes y Humanidades de grado y máster en las universidades españolas son mujeres, frente a un 39% de hombres y éstas poseen una calificación media superior en dichos estudios. En cambio, por poner sólo un ejemplo, las mujeres sólo representan un 32% en las plantillas orquestales españolas, según un estudio realizado en 2011. Es curioso cómo la balanza del azar se inclina siempre hacia el mismo lado. Caprichos de la ciencia de la probabilidad, será.

Y continúa el columnista haciendo referencias al saber popular, a la memoria colectiva, al «es de cajón» con afirmaciones tan delirantes como: “de todos es sabido que en los siglos XVIII y XIX hubo una concentración de genio musical en Alemania y Austria, incomparable con el existente en cualquier otro lugar [y] se debió en gran medida al azar”. Llama la atención leer este tipo de afirmaciones de la pluma de una persona con la trayectoria académica del señor Marías. La falta de visión crítica hacia la historiografía, digamos, oficial resulta, cuanto menos, chocante. La asunción de la historia escrita como algo incuestionable, irrevisable e infalible podría considerarse un error de principiante, pero en el caso de Marías es sencillamente imperdonable. Si algo no es azaroso, eso es la lectura del pasado, como tampoco lo es que todos los compositores que menciona desarrollaran sus carreras en un espacio geográfico concreto. Además, la visión de la historia del arte como la historia de los grandes nombres y hombres (y algunas mujeres, que representan para el escritor algo como el cisne negro de Popper), así como la concepción del “genio” artístico como algo que se reconoce o se reconocerá por unas personas con las capacidades y el talento necesario para hacerlo es, permítanme la expresión, carca y elitista, a la par que ingenua (aunque no creo que este sea el caso de Marías) y peligrosa. Y digo peligrosa porque el mensaje que nos está enviando el autor desde su palestra es que aceptemos, nosotras, las mujeres, nuestra condición, porque no podemos escapar de ella. Que no busquemos explicación ni razones a la situación de desigualdad e invisibilidad en la que nos encontramos en el mundo del arte y que dejemos de empeñarnos en ser lo que no nos corresponde. Porque, si no tenemos nuestro espacio en el mundo de la cultura, es porque no nos han sido otorgadas las capacidades necesarias para merecerlo. Y ojo, que lo dice un feminista.