Diez días de normalidad musical en Barcelona

Diez días de normalidad musical en Barcelona

Vivimos una situación anómala. Bueno, una no, muchas, pero aquí nos limitaremos a hablar de anomalías musicales. En una época en que hay más creadores que nunca, las programaciones miran tercamente al pasado, alimentándose no sólo de grandes obras que han superado el juicio del tiempo, sino también recuperando olvidadas (algunas probablemente con razón), mientras que la creación contemporánea se encuentra exiguament representada. Esto no ha sido siempre así, al contrario, no es hasta finales del siglo XIX que el pasado desplaza definitivamente el presente en los gustos del público, con el consiguiente disgusto de los artistas con ansias creativas (y de supervivencia). Hasta entonces, lo normal era la renovación, no la repetición. No es el objetivo de este artículo analizar los motivos de esta situación, sino más bien hablar de aquellos que trabajan duro para recuperar la «normalidad» perdida. Es el caso, entre otros, del Mixtur, festival de músicas de investigación y creación interdisciplinaria, que un año más ha vuelto a hacer hervir la Fabra i Coats (y, puntualmente, el Auditori y el Institut Français) con las sus propuestas. En total han sido 21 conciertos, 12 conferencias y clases magistrales, 4 mesas redondas, 3 instalaciones sonoras y 5 talleres, todo repartido en 10 intensos días.

El formato festival tiene ventajas e inconvenientes. Por un lado, ayuda a crear un clima propicio, tanto para los músicos y creadores, que pueden compartir ideas e impresiones, como para el público, que, al exponerse en poco tiempo en una variedad tan grande de estilos y formatos, puede desarrollar más fácilmente nuevas maneras de escuchar. Por otra parte, concentrar tantas actividades en pocos días hace que, por fuerza, los horarios no siempre sean compatibles para el público general, con lo que algunas actividades, a pesar de ser abiertas, acaban nutriéndose mayoritariamente de los participantes de los talleres. Pasa, sobre todo, con las conferencias y las clases magistrales. Y es una lástima porque, por su carácter demostrativo, algunas son excelentes introducciones para los espectadores, como la magnífica demostración que hizo Ricardo Descalzo de las posibilidades del piano preparado, o bien la conferencia de Tristan Murail, que expuso de forma cristalina un tema tan difícil como es la esencia y las técnicas de la música espectral, que él mismo contribuyó a desarrollar en los años sesenta.

Como no podemos hacer una crónica exhaustiva de todos los conciertos que tuvieron lugar, nos limitaremos a destacar algunos, empezando por el concierto final del taller de interpretación de piano que dirigía Ricardo Descalzo. Participaron un total de cinco pianistas: Magdalena Cerezo, Silvia Carolina Aguirre, Beatriz González, María Ivánovich y Rodrigo Roces. Cada uno de ellos interpretó dos obras breves, todas de gran dificultad y con profusión de recursos de todo tipo. Destacamos las que ofrecieron Cerezo y Aguirre. La primera escogió fragmentos de Kiste for piano and tape, de Benjamin Scheuer, uno de los participantes en el taller de composición y experimentación sonora, y de los Microludis fractals de Ramon Humet. La obra de Scheuer, llena de imaginación y humor, jugaba con la combinación de sonidos del piano, sonidos electrónicos que la misma pianista controlaba desde un pequeño teclado adicional, y sonidos de objetos diversos, como campanillas o juguetes. El uso de los efectos electrónicos, que se fusionaban perfectamente con el sonido amplificado del piano, permitía simular efectos imposibles para un instrumento percutido, como glissandi o crescendi. Aguirre eligió la deliciosa A little suite for Christmas, de George Crumb, y Polygon labyrinth de Matias Curiel -también participante del taller de composición-, una obra que permitía un cierto grado de liberto a la pianista, que debía decidir el orden de algunos elementos.

Siguiendo con la búsqueda de nuevos sonidos, cuatro miembros del Zafraan Ensemble nos ofreció una selección de siete obras que exploraban los límites de la combinación de saxo, piano, contrabajo y percusión, y entre las que destacaba el Klarinettentrio de Carola Bauckholt, una de las profesoras del taller de composición. Junto a formaciones internacionales también encontramos de locales, como el conjunto Frames Percussion, que en febrero también actuó con gran éxito dentro del ciclo musical Sampler Series. Los cuatro percusionistas iniciaron el concierto con una pieza muy acertada: As we are speaking, de Fritz Hauser, construida a partir de la superposición de pulsaciones ligeramente diferentes. El volumen casi inaudible y las sutiles variaciones de los ritmos preparaban acústicamente el público para un festival de sonidos que alcanzó el punto máximo en Difficulties in putting into practice, del siempre estimulante Simon Steen-Andersen. No podían faltar las copas musicales, aunque en esta ocasión Yair Klartag, a su obra All day I hear the noise of waters, llevó este instrumento casero a un nivel superior, introduciendo glissandi que el percusionista ejecutaba añadiendo agua a las copas mientras las golpeaba y / o rozaba.

Dentro de la programación del Mixtur 2018 cabe destacar también An index of metales, de Fausto Romitelli, interpretada por el Ensemble PHACE en el Auditori y producida por el Sampler Series, que ya hemos comentado en un artículo anterior. El festival finalizó con la representación de Skyline, un concierto-performance creado por Kònic Thtr. Basada en Barcelona, esta plataforma artística se caracteriza por la aplicación de tecnología interactiva a las artes, que en este caso consistía en el uso de dispositivos móviles con los quuals los mismos intérpretes registraban y manipulaban imágenes en vivo, así como sensores que a partir de los movimientos de la bailarina controlaban la imagen y el sonido producidos. Una propuesta experimental e interdisciplinaria que encajaba perfectamente con la ambición del Mixtur.

El caso Alfie Evans y la ética médica

El caso Alfie Evans y la ética médica

En caso de Alfie Evans -el bebé que sufría una enfermedad degenerativa desconocida y que murió el pasado sábado después de ser desconectado del soporte vital- lleva muchos meses en la prensa del Reino Unido, desde que en diciembre de 2017 el desacuerdo entre la familia y el equipo médico llegara a los tribunales. En cambio, hace apenas un mes que la prensa española se ha hecho eco del caso -algunos medios con más rigor que otros-, justo a tiempo de cubrir la parte más sensacionalista, con la visita del padre de Alfie al Papa Francisco -que ha expresado públicamente su soporte a la familia-, huestes de activistas pro-vida concentrándose alrededor del hospital e incluso la curiosa injerencia del gobierno italiano, que concedió a Alfie la nacionalidad para facilitar su traslado al hospital infantil Bambino Gesù de Roma, donde sus padres deseaban que fuera tratado.

Basta leer la multitud de comentarios en las redes sociales para ver que el caso ha conmovido al mundo entero, que mayoritariamente se ha posicionado a favor de la lucha de la familia por no desconectar al bebé. Algunos medios han llegado a cuestionar que el estado (por medio de los tribunales) pueda imponer su voluntad a la de los padres. Pero lo que olvidan es que, mientras en algunos países los jueces se toman la libertad de juzgar si una víctima de violación ha disfrutado demasiado durante dicho «abuso», en el Reino Unido los jueces han escuchado la opinión de los expertos médicos. Son, pues, los profesionales médicos los que consideraron que continuar manteniéndolo artificialmente con vida sería «cruel e inhumano», decisión que distintos tribunales ingleses compartieron y en la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no vio ninguna evidencia de violación de los derechos humanos.

 

Manifestantes delante del hospital Alder Hey de Liverpool, donde estaba ingresado Alfie Evans.

 

Actualmente la medicina ha logrado reducir enfermedades antes mortales a simples molestias temporales, que pueden curarse fácilmente con medicamentos o intervenciones quirúrgicas. Por ello resulta tan difícil aceptar que una enfermedad sea incurable y que ni siquiera exista un tratamiento experimental para seguir luchando. Este era el caso de Alfie Evans. Su cerebro se estaba desintegrando progresivamente por una causa desconocida, y no había modo de pararla aunque lo trasladaran a otro hospital, ya que nadie propuso en ningún momento un posible tratamiento (ni siquiera el equipo médico del hospital italiano que tanto insistía en el traslado). Los padres, como es natural, se resistían a dejarlo morir, y se podría pensar que eso era lo mejor para el bebé, ya que manteniéndolo con vida se dejaba la puerta abierta a identificar la causa de la degeneración y tal vez encontrar un tratamiento efectivo en el futuro.

Pero aquí es donde entran en juego los comités de ética de los hospitales: las decisiones de un equipo médico tiene consecuencias más allá de la vida o la muerte del paciente, y es su deber considerarlas independientemente de los deseos de los familiares, especialmente cuando el paciente no puede participar en la toma de la decisión, como era el caso. El examen médico del bebé, que se encontraba en estado semivegetativo, revelaba que el cerebro sufría daños irreversibles y que solo era capaz de generar convulsiones. La práctica totalidad del tejido cerebral estaba destruido, siendo remplazado por agua y fluido cerebroespinal. A finales de febrero, los escáneres cerebrales indicaban que las conexiones neuronales básicas para los sentidos -vista, oído, tacto y gusto- habían desaparecido, lo que significaba que Alfie jamás sería capaz de interactuar con su entorno. Incluso si se hubiera logrado encontrar una cura, el tratamiento solo pararía la degeneración de lo que para entonces quedara de cerebro, pero el tejido destruido es irrecuperable, condenando a Alfie a una vida aislada, sin poder sentir ni reaccionar a ningún estímulo. Es más, nuestra conciencia -nuestros recuerdos, nuestra personalidad, en resumen, nuestra identidad- está inevitablemente ligada al tejido cerebral y a las conexiones entre las neuronas que lo forman. Suponiendo que en el momento de tratar la enfermedad quedara suficiente tejido vivo para mantener de forma autónoma las funciones vitales, no hay ninguna garantía de que siguiera albergando algún tipo de conciencia, cosa que tampoco podría ser comprobada dado que el bebé no tendría ya capacidad alguna para comunicarse. ¿Qué médico con un mínimo de empatía con su paciente (en este caso Alfie, y no sus padres) se atrevería a condenarlo a vivir reducido a un mero contenedor de órganos sin conciencia? O incluso peor, ya que si en efecto conservara algo de conciencia, ¿que clase de infierno sería su vida? Es en base a estas evidencias, ignoradas en la mayoría de informaciones publicadas por los medios, que los médicos del hospital Alder Hey de Liverpool consideraron la desconexión del soporte vital lo mejor para su paciente, opinión que fue confirmada por médicos externos de hospitales alemanes e italianos. El juez Hayden consideró que «a nivel intelectual, el Sr Evans se mostró capaz de comprender la complejidad de la evidencia médica, pero ha sido del todo incapaz de hacerlo a nivel emocional «. Lo cual es perfectamente comprensible, y por ese motivo existen los comités de ética.

 

Antecedentes polémicos: el caso Charlie Gard

Si el caso de Alfie suponía una decisión relativamente «fácil» para los médicos, ya que no existía tratamiento posible, más complicada debió ser la decisión en el caso del también inglés Charlie Gard, que fue desconectado del soporte vital y falleció el pasado mes de julio, a los pocos días de cumplir un año de vida. La enfermedad de Gard -un raro desorden genético- pudo ser diagnosticada y, a pesar de que tampoco existe tratamiento para ella, unos cuantos médicos propusieron tratamientos experimentales. Inicialmente, el equipo médico que trataba al bebé en un hospital de Londres aceptó someterlo a un tratamiento experimental propuesto por un médico de Nueva York, Michio Hirano. Todo cambió cuando complicaciones de la enfermedad causaron a Charlie daños cerebrales irreversibles, con lo que el comité de ética descartó seguir con el tratamiento al considerarlo inútil. Hirano, que no había examinado a Charlie directamente ni había visto ninguna de las pruebas que se le habían realizado, seguía insistiendo en el tratamiento experimental, afirmando que recientes datos sugerían una probabilidad de éxito mayor que la esperada inicialmente. La familia intentó entonces el traslado a Nueva York, y ante la negativa del hospital el caso acabó en los tribunales. El impacto mediático fue enorme, con la implicación del Papa Francisco e incluso un tweet de Donald Trump, mientras desde los Estados Unidos aprovechaban para señalar a la titularidad pública del sistema de salud británico como la causa del conflicto. Expertos en genética y en ética criticaron duramente las interferencias políticas, considerándolas crueles y contraproducentes. Las reacciones en las redes sociales fueron todavía más agresivas, incluyendo amenazas de muerte a miembros del personal del hospital. Al final, siete meses más tarde, y a petición del juez, Hirano viajó a Londres para examinar personalmente a Charlie, tras lo cual reconoció que el daño cerebral era peor de lo que él imaginaba y que el tratamiento era, en efecto, inútil. Llegados a este punto, la familia aceptó voluntariamente la decisión de retirar el soporte vital a Charlie.

 

Vivir con las consecuencias

Casos como los de Alfie y Charlie seguirán provocando consternación, y es difícil no posicionarse al lado de las familias. Sin embargo, es importante comprender todas las consecuencias que hay detrás de una decisión médica, y no únicamente cuando el paciente no puede dar su opinión. Los adultos que sufren enfermedades graves se aferrarán a cualquier oportunidad de luchar por su vida. En ocasiones caerán en manos de charlatanes que con sus promesas de curación milagrosa les llevarán a una muerte segura (y, de momento, la legislación vigente no nos protege de ellos). En otras, la fuente de esperanza serán tratamientos inútiles o incluso experimentales, cuyos efectos estén todavía por probar. La cuestión es, ¿está el paciente capacitado para asumir la responsabilidad de la decisión? ¿Debemos proteger a los pacientes ante médicos ansiosos de probar tratamientos tan novedosos como potencialmente peligrosos? ¿Y a los mismos médicos que, presionados por sus pacientes, pueden tomar decisiones que los pueden atormentar de por vida?

El prestigioso neurocirujano Henry Marsh afirmaba en una entrevista que «lo difícil de mi trabajo no es operar. Lo complicado es decidir si hacerlo o no. Y vivir con las consecuencias». Marsh plantea muy bien estas cuestiones en su precioso libro Do no harm (Ante todo, no hagas daño, en la edición española de Salamandra), en el que, por ejemplo, cuenta como a menudo se arrepintió de acceder a operar de nuevo a pacientes con tumores reincidentes e incurables, que lo presionaban con la esperanza de qué la intervención alargara su vida algunos meses más, y que al final acababan muriendo incluso antes, de forma dolorosa, a causa de complicaciones de la operación. Pero, ¿como decirle a un paciente que intentar curarlo puede ser peor? Además, se da la paradoja que nuestra sociedad exige a los médicos que mantengan con vida los pacientes a toda costa, pero si por ello su calidad de vida se ve reducida a límites insoportables, no se les permite ayudarles a morir de forma digna. Y la condición legal de la eutanasia sí que depende del estado y las leyes que promulga, y no de los profesionales médicos que tienen que sufrir y mitigar las consecuencias.

 

Entre el terror y la ciencia ficción

El neurocirujano Sergio Canavero junto a Valery Spiridonov, voluntario para someterse a un transplante de cabeza.

 

Más alarmantes son las consecuencias de la ambición del neurocirujano italiano Sergio Canavero, que anunció su intención de llevar a cabo un transplante de cabeza (es decir, transplantar la cabeza de un paciente al cuerpo sano de un donante con muerte cerebral). A pesar de que Canavero solo ha probado su técnica en cadáveres (y que, de momento, no ha presentado ninguna evidencia fiable de que funcione, evitando dar detalles siempre que se lo preguntan), ya está planeando realizar el procedimiento con pacientes vivos que se han presentado voluntarios, y lo quiere hacer en China, ya que en Europa los comités éticos se lo impedirían. Es comprensible que un paciente de 30 años con una enfermedad degenerativa incurable decida arriesgarlo todo con una operación, hasta puede que se lo plantee como una contribución al avance de la ciencia. Pero, ¿debe la comunidad médica permitirlo? Incluso si la operación tiene éxito y el paciente no muere, se desconoce por completo cual va a ser su estado posterior. Hay quien piensa que su destino puede ser mucho peor que la muerte, con dolores inimaginables, cambios profundos de personalidad y crisis de locura nunca vistas, causadas por los intentos del cerebro de reconectarse con su nuevo cuerpo. ¿El beneficio que supondría tal operación para toda la humanidad justifica el tormento de los primeros conejillos de indias? No hay una respuesta única a esta pregunta, por esa razón la decisión debe ser consensuada por los comités éticos. Lo que no impide el avance de la ciencia: Canavero es un émulo de Viktor Frankenstein, que al descubrir el secreto de la vida decide empezar a lo grande, creando él solo y en secreto una criatura de dimensiones humanas; pero la verdadera ciencia avanza paso a paso, probando cada descubrimiento para comprobar si funciona. Mientras Canavero busca voluntarios para su experimento, la comunidad médica le recrimina que, si realmente dispone de la tecnología para reconectar una médula espinal, ¿por qué no la usa primero para curar a pacientes con lesiones medulares, en lugar de empezar con el caso mucho más complejo e incierto del transplante de cabeza?

 

El paciente ante todo

Manteniéndoles artificialmente con vida, los equipos médicos de Alfie Evans y Charlie Gard podrían haber alcanzado reconocimiento (y seguramente dinero en forma de fondos para nuevas investigaciones) descubriendo nuevos tratamientos para sus dolencias, a pesar de que, con ello, ni Alfie ni Charlie habrían ganado nada en calidad de vida. Decidieron, en cambio, priorizar el beneficio del paciente por delante de intereses económicos o profesionales, y no permitir que su sufrimiento se prolongara o aumentara artificialmente. No es una decisión fácil, y por desgracia hay que tomarla diariamente en hospitales de todo el mundo y en pacientes de todo tipo, ancianos, jóvenes y bebés. Sus médicos no merecen reproches por ello, y mucho menos amenazas como las que han llegado a recibir en estos dos casos que han saltado a la palestra de la opinión pública.

 

 

La «novena» por Gatti

La «novena» por Gatti

La novena de Beethoven es una de las obras básicas del repertorio sinfónico, y rara es la temporada en la que se programa menos de dos veces en Barcelona. Si no es la OBC, es la OSV, o alguna orquesta de nombre tan sugerente como sospechoso a cargo de promotores musicales más que cuestionables. Tanta repetición convierte su interpretación, por buena que sea, en algo rutinario, y hace falta un director absolutamente genial para que le devuelva a la obra la capacidad de sorprendernos y así poder escucharla como si fuera algo nuevo. Daniele Gatti no es solo un director genial, es uno de los poquísimos directores que lo es en todo lo que dirige, y lo volvió a demostrar com la novena que dirigió en el Palau de la Música Catalana, al mando de la Mahler Chamber Orchestra.

El contenido del programa ya era un acierto: la Sinfonía núm. 9, en Re menor, op. 125, de Beethoven… y nada más, sin ninguna obra de relleno. Corto pero intenso. Gatti ofreció una versión enérgica, llena de contrastes y bien construida, que avanzó con fluidez desde el primer compás hasta el último. Con sus expresivos gestos controlaba desde el podio hasta el más mínimo detalle de la orquesta, que a su vez respondía con precisión y un equilibrio perfecto entre secciones. Lo mismo sucedió con el Cor de Cambra del Palau y el Orfeó Català, que al cantar su parte de memoria pudieron concentrarse en las indicaciones de Gatti, ejecutando a la perfección comprometidos cambios dinámicos. Ya comentamos recientemente el buen estado de forma de los coros de la casa, que con esta añaden una más en una serie de impactantes actuaciones en el Palau. Con un sonido rico y compacto y un registro agudo seguro y contundente, su intervención fue decisiva para lograr un cuarto movimiento memorable. El excelente cuarteto de solistas, en cambio, no cantó de memoria y eso restó espontaneidad a su canto. Solo Torsten Kerl, el tenor, parecía no necesitar la partitura, mirándola raramente e incluso cerrándola durante sus solos, que interpretó impecablemente y con visible entusiasmo. Los demás no se despegaron de ella, y aunque su canto no se resintió por ello a nivel técnico, les faltó la frescura de Kerl. Marina Rebeka destacó por su timbre y la precisión en las agilidades, y Natascha Petrinsky resolvió a la perfección su parte. El bajo Luca Pisaroni lució una impresionante y profunda voz de bajo, aunque su importante entrada quedó algo deslucida por una coloratura pesante y un fraseo plano, más preocupado de las notas que de la intención.

En definitiva, una versión para el recuerdo que, gracias a la calidad de todos los músicos y al planteamiento de Gatti, nos permitió redescubrir toda la grandeza de una obra que a menudo es víctima de su propia popularidad.

 

La fascinación de la repetición

La fascinación de la repetición

Es irónico que sea la Orquestra Simfònica del Vallès (OSV) la que ofrezca un programa centrado en la idea de repetición musical, siendo precisamente la formación catalana que más lucha por ofrecer temporadas variadas y originales. En particular, el concierto que ofrecieron el pasado 17 de marzo en el Palau de la Música de Barcelona debería ser un ejemplo a seguir por todos los programadores culturales. Lo tenía todo: coherencia temática (la idea de repetición), obras contemporáneas (Adams y Nyman), una obra popular como gancho para el gran público (Bolero de Ravel), interacción con el público (una divertida e instructiva explicación del director) e implicación y complicidad por parte de la orquesta.

El concierto empezó con el atractivo Concierto para piano en sol mayor de Ravel, una obra que con sus ritmos atrevidos ya apuntaba a las tendencias modernas del programa y que, además, sirvió para descubrir al joven pianista valenciano Enrique Lapaz. El reciente ganador del Concurso Ricard Viñes lució un impecable dominio técnico, con un sólido legato y un control de la pulsación que le permitía ofrecer una gran paleta de matices. Destacamos el bellísimo segundo movimiento, en el que se recreó en el lirismo de la melodía, servida con una continuidad y flexibilidad sorprendentes para un instrumento percutido como el piano. Lapaz también actuó como solista en la segunda pieza, la suite que el propio Michael Nyman compuso a partir de la banda sonora de El Piano. El director James Ross, nuevo titular de la OSV, fue capaz de dar la relevancia adecuada a la orquesta en una primera parte configurada por obras con solista, complementando la labor de Lapaz.

La segunda parte empezó con Clapping Music de Steve Reich, a cargo de cuatro percusionistas de la orquesta, a lo que siguió la explicación de Ross que, con divertidos ejemplos, consiguió transmitir al público, de forma pedagógica, el papel de la repetición en la música y, sobretodo, en las obras que formaban el programa. La idea crucial es que cuando alguno de los elementos de la obra (melodía, ritmo, estructura…) se repite indefinidamente, eso nos obliga a buscar la variedad en otro lado, permitiéndonos apreciar otros aspectos de la música que suelen pasar desapercibidos (la orquestación en el caso del Bolero, o la superposición en Clapping Music). Más complejo es el uso de la repetición en The Chairman Dances («el Presidente baila»), un foxtrot para orquesta que John Adams compuso como preparación al tercer acto de su ópera Nixon in China. La Simfònica del Vallès evidenció un gran trabajo de preparación en esta difícil pieza, que ejecutó con notable precisión.

El gran final era el Bolero de Ravel, una pieza de exhibición para la orquesta en la que la misma melodía se repite invariable, pasando de un instrumento a otro en un crescendo contínuo. El primer tramo es el más difícil, ya que el crescendo debe ser muy sutil y la variedad proviene exclusivamente del cambio de timbre. Aquí los solistas tuvieron intervenciones algo irregulares, resultando en una repetición algo monótona. En cambio, Ross gestionó especialmente bien el tramo final, rematando la pieza con un interesante golpe de efecto: todos los músicos, director incluido, interpretaron la última repetición del tema en pie y mirando al público. Estos gestos de complicidad son una de las señas identitarias de la OSV, una de las pocas orquestas del país que ha entendido que el formato de concierto clásico ha caducado y que trabaja para adaptarlo a los nuevos tiempos. Pero fue la propina la que reflejó mejor la esencia de esta orquesta: abandonando por un momento sus respectivos instrumentos, repitieron todos juntos Clapping Music. Implicación, frescura y ganas de renovarse; eso es la Simfònica del Vallès.

Un torbellino llamado John Eliot Gardiner

Un torbellino llamado John Eliot Gardiner

La London Symphony Orchestra (LSO) es una formación singular. La calidad de sus músicos es extraordinaria y tienen fama de optimizar el tiempo de ensayo como nadie, gracias a su gran facilidad para la lectura a vista de las obras, lo que permite al director empezar a trabajar directamente en lo importante, que es el planteamiento musical. Consecuencia de ello es su extensa colaboración con la indústria cinematográfica, poniendo música desde 1935 a más de 200 films (entre ellos la mítica saga Star Wars o la recientemente oscarizada La Forma del Agua), compaginada con una extensa temporada londinense y giras internacionales anuales. Pero quizás el rasgo más característico de la LSO sea su capacidad de adaptarse al director que tenga enfrente, dejando en evidencia de forma implacable sus virtudes o sus defectos. Ante un director cuyo planteamiento musical sea superficial o vacio, otras orquestas, por simple inercia, suavizarán el resultado imponiendo su personalidad y su experiencia previa con la obra o con repertorios similares. La LSO, en cambio, responderá con precisa disciplina a las ordenes de un tal maestro, produciendo una interpretación tan sublime como aburrida. Pero si tiene delante a un músico con ideas, con un planteamiento original y profundo de la partitura, entonces esas ideas encuentran en la perfección sonora de la LSO el vehículo ideal para cobrar vida durante una experiencia musical inolvidable. E inolvidable fue el concierto que ofrecieron en el Palau de la Música de Barcelona, bajo la batuta de Sir John Elliot Gardiner, con un programa centrado en la música de Robert Schumann.

La música dirigida por Gardiner siempre suena diferente: más fresca, más auténtica, como si estuviera en relieve. En esta ocasión decidió ayudarse de un truco que tiene su origen en las prácticas orquestales de la época de Schumann: tocar de pie. Con ello los músicos, especialmente los de cuerda, tienen más libertad de movimiento y se consigue una sonoridad distinta. De esta forma interpretó la LSO la segunda parte del programa, que incluyó la Obertura de Genoveva op.81 i la Sinfonía nº4, op.120 (versión original de 1841), con una energía inusitada y contagiosa, propia de las orquestas jóvenes, unida a la perfección marca de la casa.

No hay duda que tocar de pie contribuyó a una mayor frescura en la interpretación, pero la clarividencia de la concepción musical de Gardiner era evidente aun tocando sentados, como ocurrió en la primera parte. Después de la Obertura, scherzo y finale, op.52 de Schumann -que la consideraba su segunda sinfonía-, abordaron el delicioso ciclo de canciones Les nuits d’été, op.7, de Hector Berlioz. El compositor francés es una de las especialidades de Gardiner, y su versión, sensual y llena de detalles, no decepcionó. La soprano sueca Ann Hallenberg se integró a la perfección en la cuidada sonoridad desplegada por el inglés, con un fraseo elegante y sugerente y un vibrato que modulaba con maestría para adecuarlo a las necesidades expresivas de cada canción y cada verso.

Para la próxima temporada de Palau 100 ya está confirmada una nueva visita de Gardiner, al frente del Monteverdi Choir y los English Barroque Soloists. Será el día 24 de abril com Semele, drama musical de G.F. Händel. Están avisados.