por Marina Hervás Muñoz | Jun 17, 2016 | Críticas, Música |
Ayer se abrió el Festival Sónar en L’Auditori, en colaboración con el Sampler Sèries, con un doble concierto. El primero consistió en la interpretación de Become Ocean (2014) de John Luther Adams Dice Adorno que «ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado». Algo similar sucedió ayer con el intento de John Luther Adams de poner en música el océano. De hecho, desde el principio el tictictic de metrónomo de pinganillo que llevaba el director, Brad Lubman, hacía complicada la inmersión en la construcción sonora que propone esta obra, por no decir la contradicción de base de medir en un tempo estricto lo orgánico y cambiante del agua. Galardonada con el Premio Pulitzer 2014 y con un Grammy en 2015, además de vanagloriada por críticos como el ya conocidísimo Alex Ross, Become Ocean promete, como explicó el compositor, hacer que el oyente no escuche el agua, sino que se convierta en el agua: de ahí el título de la pieza. Sin embargo, y quizá porque soy poco amiga de las explicaciones cercanas a la mística musical y creo que la pieza tiene que ser capaz de contar cosas por sí misma, me sobró el vídeo inicial en la que se explicaba, de alguna forma, el posicionamiento más adecuando para escucharla y no herramientas de escucha que permitan al oyente entender -y no tanto ratificar lo que se supone que aparece en la obra-. A nivel musical, Become ocean no la dividiría, como sugiere Serafín Álvarez en las notas al programa, por su dinámica (crescendo, clímax, diminuendo), sino por las dos grandes capas sonoras con las que articula el discurso musical: el del ostinato de la percusión (y en concreto, de las marimbas) y las melodías exiguas que se iban pasando los diferentes instrumentos. La complejidad de la melodía era mínima no sólo por su construcción, sino también porque en la cuerda se limita a los tremolo, a los trinos medidos y a variolaje, mientras que los vientos tomaban las notas de la melodía de la cuerda en tenuto, formando así el colchón armónico de la obra. Se trata, entonces, de un trabajo de unión entre un lenguaje minimalista más cercano a Glas que a Reich, por ejemplo, y de una especie de espectralismo que termina diluyéndose en acordes pseudotonales. La interpretación, por parte de la OBC, fue lacónica y algo descafeinada.
Serafín Álvarez señala que «no sería desacertado asociar la idea romántica de sublime con Become Ocean, en un espacio suspendido en el tiempo […] y que nos provoca emociones placenteras y aterradoras al mismo tiempo». Incluso lo compara con el mar de El monje de Caspar Friedrich. A diferencia de La mer de Debussy, que deja que la música hable de lo desconocido del mar, de todo lo que esconde a las limitaciones del ser humano, Luther Adams repite en su música algunos estereotipos sobre el mar, algo que hacía que después de algunos minutos ya nada aterrase, sino que la música se convirtiera en un bálsamo. El resultado recordaba a lugares comunes del concepto de mar, con una herencia muy acentuada de la música de cine. Lo que el título y la explicación del compositor sugerían aparecía sin sorpresas, sin novedad, en la pieza: correspondía exactamente a la expectativa que se creaba de encontrar puesta en música cierta idea de mar. Si es cierto que la obra surge con ánimo de hablar en música del cambio climático, y que se podría considerar, como dice Alex Ross, el “apocalipsis más bello de la historia de la música”, creo que se impone el concepto de océano de los de aquí, para los que el mar es algo relajante y que ofrece preguntas para meditar con el sonido del agua (quizá así se justifica su cercanía con Caspar Friedrich), pero no se debe confundir con un supuesto “activismo ecológico” del autor -al menos eso no aparece en la pieza, que tiene tendencia a ser bonita, a mostrar lo reconciliado, como si así estuviera nuestra naturaleza maltrecha y maltratada- y mucho menos a hablar de otras realidades sobre otros océanos, el de los de allá, los que se mueren en pateras y encuentran en el agua su tumba.
Mientras otros conciertos de Sampler Sèries se celebran en las salas pequeñas de L’Auditori, el casi lleno de la sala 1, repleta de abonados al Sónar, demuestra que el hecho que muchos lamentan de que los conciertos de música contemporánea siempre están vacíos y sin gente joven tiene que más que ver con la campaña de markéting que hay detrás y el empaque del concierto. Algo similar sucedió con el que venía a continuación, el de Down in midi, en la pérgola y con cerveza gratis: lo de menos era la música, lo importante era la actividad social y supongo que el postureo en las redes sociales. A las próximas sesiones de conciertos de contemporánea fuera del Sónar, volveremos los mismos de siempre, mirándonos con complicidad, como se miran los raros del cole al salir al patio.
Por cierto: según el autor, la obra está pensada para ser escuchada desde una grabación. Aquí se las dejo
por Denise Reynoard | Jun 15, 2016 | Críticas, Música |
Henry Purcell vivió durante un tiempo único en la historia y desarrollo de la música inglesa. Nacido tan sólo un año antes de la restauración de la Monarquía, posterior a la República del Commonwealth y encabezada con severidad de 1649 a 1660 por Oliver Cromwell; Purcell fue cómplice de una transición musical donde la música adquiría nuevos significados por medio del mecenazgo real y el nacimiento del publico de concierto. De igual forma, la música en el teatro incrementaba su popularidad y audiencia. Las representaciones del Musical Theater en la era de Purcell, se distinguían por ser espectaculares producciones de elaborado montaje y maquinaría, cuya doble influencia se remonta a la ópera veneciana y la Tragédie en musique de Lully.
Previo a cualquier impresión sobre el concierto Purcell: The Fairy Queen bajo la dirección de Jordi Savall en l’Auditori de Barcelona el pasado día 7, es interesante reconocer el proceso de redescubrimiento de la obra y su valor literario, ya que nos situamos en un tiempo donde la función del texto es crucial para el desarrollo del drama en la música. Purcell escribió sus primeras tres semi-óperas (entre ellas The Fairy Queen) para el teatro de Dorset Garden en Londres. El estreno de ésta obra fue durante la primavera de 1692; un año después sería revisada y alterada por el compositor. A pesar de su éxito, The Fairy Queen pronto se esfumó del repertorio debido a la desaparición de la partitura. Seis años después de la muerte de Purcell, en 1701, la London Gazette todavía publicaba una nota de recompensa de 20 guineas por su recuperación. No fue hasta 200 años después que la música fue encontrada en la Biblioteca de la Royal Academy y su primera edición moderna vio la luz en 1903.
El texto de The Fairy Queen es una libre adaptación de la obra Un sueño de una noche de verano de William Shakespeare, cuyo 400 aniversario luctuoso se ha conmemorado el pasado 23 de abril. En cuanto a su carácter literario, el texto de Shakespeare en The Fairy Queen, queda reducido a una secuencia de bromas y guiños entre los seres feéricos y humanos. Es probable que estas decisiones se tomaran en cuenta considerando la diferencia de gustos entre las audiencias del teatro de Shakespeare y el de Purcell. Del resultado final se obtiene un juego carnavalesco de microrrelatos musicales distribuidos en cinco actos de simétrica estructura: inicio con obertura o preludio y cierre con su act tune, salvo el acto quinto cuya chacona fue desplazada para anticipar el coro final: The shall be as happy as they’re fair.
Retomando el concepto del carnaval, encuentro una conexión aplicable a la construcción musical de The Fairy Queen y la teoría del El Carnaval y la Literatura de Mijaíl Bajtín: “El carnaval festeja el cambio, su proceso mismo, y no lo que sufre el cambio… No hace nada absoluto sino proclama en la felicidad la relatividad universal”. De igual forma, “el carnaval es rico en imágenes geminadas que siguen la ley de los contrastes”; los contraste son perceptibles en la paleta de emociones musicales. El poeta ebrio, las figuras alegóricas del sueño, misterio, secreto y sueño, la personificación de las cuatro estaciones, los dioses y los amantes, el himeneo y el exotismo de un jardín del Edén situado en la china; son elementos de carnaval, de mascarada y de una locura musical racionalmente construida en pequeñas estructuras musicales que juntas son un terrible todo.
La tarea de revivir esta partitura no es sencilla, su volatilidad y riqueza emotiva son un reto sonoro (inclusive para el escucha). El resultado del trabajo de la Capella Reial de Catalunya, le Concert des Nations y los finalistas de l’Acadèmia Vocal, todos bajo la dirección de Jordi Savall, fue una interpretación modesta (debido a su formato de concierto y no teatral) asimismo de gran precisión. Suelo debatirme ante las implicaciones del lema “El So Original” y llego a la conclusión de que Savall ha llegado a su sonido original, el cual indiscutiblemente lo caracteriza.
Otro aspecto interesante (al menos en mi caso como cantante) fue la selección de los solistas, cuyos diversos orígenes, escuelas vocales y generaciones imprimían una interesante diversidad vocal. De mayoría inglesa: Rachel Redmon (soprano), Alex Potter (contratenor) y Malcom Benett (tenor), junto a los españoles Lucía Martín-Cartón (soprano), Víctor Sordo (tenor), Julián Millán (barítono), la noruega Ingeborg Dalheim (soprano) y el alemán Benjamin Appl (barítono), formaron un buen y ecléctico equipo. Tras la pausa no pude evitar escuchar murmuraciones sobre preferencias o decepciones vocales; admito que yo también tengo mis favoritos, sin embargo, conservaré el secreto ya que busco una aproximación objetiva del concierto.
No he de olvidar, a la Capella Reial de Catalunya y le Concert des Nations, cuyo trabajo en equipo es crucial para el funcionamiento del discurso musical; la relación coro/solista acentúa las diferencias orgánicas en los microrrelatos musicales. En su aspecto instrumental, The Fairy Queen integra como particularidad el uso de la percusión, ésta siempre acompañada de trompetas naturales. Podría afirmarse que existe una necesidad percutiva en las interpretaciones de Savall, al igual que una coloración particular en el desarrollo del continuo por medio de la cuerda pulsada (en este caso por Xavier Díaz-Latorre) que a su vez define el carácter emotivo de la pieza mediante juegos tímbricos. El equipo compacto de Le Concert des Nations, que integra músicos de gran trayectoria en la música antigua, es sin duda un elemento de precisión.
En una paleta de formas musicales, Purcell invita al carnaval. The Fairy Queen es la síntesis del virtuosismo vocal italiano evocado en sus arias, las danzas de un puro origen francés, el lamento (eco de Monteverdi) observado en The Plaint y la riqueza del contrapunto inglés. La mascarada y diversidad de formas musicales se extrapola en los diversos orígenes y generaciones de sus intérpretes. Considero loable la integración de nuevas generaciones a un proyecto ambicioso como lo es el sello Savall. Ante la constante vacilación estética de The Fairy Queen, el desafío ha concluido. Shakespeare y Purcell se reconcilian y yo me voy a casa.
por Elio Ronco Bonvehí | May 2, 2016 | Críticas, Música |
A menudo hemos criticado la poca coherencia de los programas sinfónicos de la OBC (aunque, de hecho, se trata de un mal generalizado). En esta ocasión han logrado una interesante unidad recogiendo tres piezas muy diferentes pero con un importante punto en común: las sugerentes melodías y sonoridades tomadas del folclore propio o ajeno. A esta última categoría pertenece la obra que abrió el programa: Imatges d’un món efímer (imágenes de un mundo efímero) de Josep Maria Guix. Esta composición, encargo de la JONC y estrenada el 2011, está inspirada en unos haiku japoneses que figuraban en catalán en el programa, y que a continuación traducimos al castellano: (más…)
por Elio Ronco Bonvehí | Abr 14, 2016 | Cine, Críticas, Música, Sin categoría |
No es nada nuevo que las bandas sonoras suban a los escenarios de conciertos, la propia OBC ha realizado numerosos programas dedicados a ellas. La novedad estriba en llevar también la película a la sala e interpretar su banda sonora simultáneamente a la proyección. Sin duda eso supone un reclamo estupendo para atraer un tipo de público que no está acostumbrado a acudir a conciertos orquestales y que de este modo vivirá su primera experiencia sinfónica en directo. Algunos de ellos quedarán enganchados y, con suerte, se atreverán con otros programas sinfónicos. Otros no repetirán, pero por lo menos serán más conscientes del importante papel de la música en el cine así como del duro trabajo que conlleva. (más…)
por Marina Hervás Muñoz | Ene 26, 2016 | Críticas, Música |
El pasado domingo 24 en L’Auditori se vivió uno de los conciertos más esperados de la temporada: la visita de Sir John Eliot Gardiner con los dos grupos formados por él, The Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists y las soprano Hannah Morrison y Amanda Forsythe. Gardiner, autor de la última gran alegría que nos dio a los melómanos, la publicación de un extenso y necesario estudio sobre Bach, Música en el castillo del cielo (en español en Acantilado); no necesita mucha presentación: su extensa carrera como director -falsamente asumido como exclusivamente experto en barroco- le ha acreditado como uno de los fundamentales en la historia de la dirección que se está escribiendo actualmente. Así que la expectación era máxima.
Inicialmente, la primera parte del concierto tenía programada un greatest hit mozartiano, convertido en tal por las melodías midi de los móviles y los infinitos volúmenes de «Clásicos fundamentales» o algo así: la Sinfonía n. 40 KV. 550. El azar de los dioses y, por visto, por petición expresa del director, se anunció la modificación del programa a favor de la interpretación de la Sinfonía n. 41 KV. 551, la Júpiter, a partir de que el empresario J. P. Salomon considerara llamarla así por su fuerza y luminosidad. No se crean, este es otro greatest hit. Aunque ambas sinfonías son una delicia analítica y auditiva, vuelvo a la pregunta que me hice en mi entrada anterior: queridos programadores del mundo, ¿de verdad que de todas los trabajos de Mozart el público se merece escuchar las mismas siempre? Algunos objetarán, y con razón pero no tanta como para justificar una respuesta suficiente a mi pregunta, que Gardiner sería capaz de hacer algo distinto con unas sinfonías escuchadas hasta la saciedad y que, por eso mismo, maltratan al pobre Mozart más que hacerle justicia. Pero bueno, este es otro tema, como se imaginarán. Ahora bien, ¿qué hizo Gardiner con el reto de volver a entusiasmarnos con esta sinfonía? Su estrategia en el primer movimiento fue optar por una interpretación muy marcada con los tres temas de esta sinfonía, que es altamente operística. Me explicaré. Aparecen tres temas contrastantes: uno marcato, rítmico y con un aire militar; otro lírico, meloso y que epxlota lo melódico; y, por ultimo uno bufo, más juguetón, que combina lo rítmico y lo melódico y se cuela entre el primero y el segundo. Gardiner explotó estos ‘caracteres musicales’ y demostró su fuerza en el plano pianissimo y la preparación de los crescendo. Esto fue evidente en el ‘Andante cantabile’, el segundo movimiento, que fue una delicia; y que hizo todavía mayor el contraste con los dos movimientos restantes. Este segundo movimiento dialoga melódicamente con algunos de otros segundos movimientos de obras como su Concierto de violín n. 3 K. 216. Pero en este caso, un tema relativamente sencillo -que es el de la reverencia- le permite, en la parte media, explorar los colores de la cuerda en contraste con los vientos mediante el uso de pequeños giros cromáticos. El tercero y el cuarto, no terminaron de tener la fuerza de los primeros -salvo la gran coda final, que fue una demostración de claridad y precisión asombrosa- aunque la interpretación técnica fue, como suele ser costumbre por parte del inglés, impecable. Uno de los aspectos más destacables es su búsqueda de la pureza del sonido, prescindiendo prácticamente del vibrato, uno de los recursos más sobreexplotados. Por cierto, si quieren conocer mejor esta sinfonía les remito a mi querido Luis Ángel de Benito y su programa dedicado a la misma en Música y significado de RNE.
Y llegó, tras la pausa, el momento más esperado por todos: la interpretación de la -incompleta, porque la muerte siempre llega en mala hora- Gran misa en do menor KV 427. Si la sinfonía es puro teatro, melodías que parecen frívolas y esconden mucha profundidad y conversan con toda la tradición anterior a Mozart, en esta Misa el compositor austriaco se asoma al futuro, y recupera algunas formas perdidas del renacimiento musical. Este doble juego con la historia es una de las capacidades más admiradas de Mozart. En la Misa apareció, sobre todo, en el Kyrie, en una interpretación excelente -como nunca la había escuchado antes- del solo por parte de Amanda Forsythe. Fue tan delicado, tan adecuado a lo que parece que a partitura exige que a pocos minutos de comenzar, desde mi punto de vista, Gardiner ya había alcanzado la cota más alta con una interpretación inolvidable. Así que era difícil mantenerse a la altura. Pero como ahí se muestra la capacidad de los exigentes, Gardiner supo ofrecer más momentos como aquel con el dúo Domine Deus, un fabuloso Gloria, la fuerza expresiva de Et incarnatus est y un final que impidió a la gente contener el aplauso que llevaban tiempo aguantando tras el Sanctus. A mí me pasa al revés de la gente normal, y tras un concierto así no puedo escuchar más música, porque necesito pensar en todo lo que acaba de pasar sobre ese escenario, sobre toda la complejidad y todas las preguntas que Mozart sigue abriendo, pero el público entusiasmado invitó a los músicos a dar un poco más, con otro greatest hit de Mozart, el Ave Verum Corpus K. 618, una de las partituras más bellas de la historia de la música, en la que parece que Mozart se despedía del mundo. Si Gardiner se despedía así de Barcelona, esperamos que no sea un adiós, sino un hasta muy pronto.