La gran carcajada, el espectáculo de sangre. Sobre la violencia colombiana y la paz según Evelio Rosero, Óscar Muñoz y Antoni Muntadas.

La gran carcajada, el espectáculo de sangre. Sobre la violencia colombiana y la paz según Evelio Rosero, Óscar Muñoz y Antoni Muntadas.

(Foto sacada de: http://www.agence-captures.fr/catalogue/)

Hay una nube grande que engloba, la que pretende cubrir los cuerpos con banderas de derecha o izquierda, empapelar cadáveres ensangrentados, los que llenan estadísticas. Está nube que aglutina números, ensarta discursos sobre las víctimas sin nombre, elabora historias oficiales, despersonalizadas, aquella que empaqueta la tragedia en el espectáculo de las ideologías. Colombia se ve ante este problema, el problema de una ilusión: la política que se instaura en la posición privilegiada bogotana y que mira desde la audiencia el espectáculo de la guerra que se da abajo, en la provincia, en medio del pueblo. Esa perspectiva bogotana, la del espectáculo, es considerada como la oficial. Lo que ve la élite colombiana es lo que cree consecuencia de un conflicto de intereses políticos y cuya verdadera cara es de otra naturaleza, una muy distinta. El espectáculo que cree ver en la violencia una revolución o bien una justicia de seguridad democrática, no es más que la tragedia sin sentido de hombres y mujeres que han perdido sus nombres en medio de una guerra que desconocen pero que padecen. Las artes y la literatura se han puesto entonces a la tarea de soplar sobre la niebla que esconde la realidad cruda y crispante. Dos ejemplos de radiografías similares son la aclamada novela de Evelio Rosero Los ejércitos (2007) y la actual exposición, que va hasta el 13 de marzo del 2017, en el Museo del Banco de la República en Bogotá y que lleva el título de Formas de la memoria.

Las artes le imparten entonces una agenda política a Colombia, una de la memoria, aquella que recorra las huellas del conflicto armado, los testimonios y los tejidos de la tragedia colombiana. Solamente tomando al toro por los cuernos, viendo a los ojos del basilisco ya cansado y viejo, afrontando la violencia no solamente de la guerrilla y del paramilitarismo sino del estado, solamente entonces el país estará dispuesto a darle la vuelta a la página de un conflicto armado de décadas. Hay que acabar con la indiferencia y la ignorancia bogotana, la auto-anestesia, la masturbación mental de que esto es una guerra política, de que hay diferencias entre los ejércitos. El antídoto a esta ceguera se encuentra entonces en las artes:

Evelio Rosero retrata el sucumbir de un pueblo a la deriva del estado. San José es un pueblo arquetípico colombiano cuya tragedia se asemeja a la infinita que ha tenido que padecer San José de Apartadó en el municipio de Urabá (Antioquia): un pueblo al que le llega la guerra como la lluvia, irracional y fatídica, sin sentido pero igualmente destructiva. Ismael es un profesor, un viejo verde y machista que se ve introducido en la tragedia de ver caer su pueblo en la violencia más cruel y en la de perder a su única compañía, Otilia, su esposa. La novela de Rosero recuerda al tono de Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada (1981), al mostrar también a un individuo encarcelado en el laberinto de una violencia y una incomunicación que lo abarca todo. Cojeando, Ismael busca a su esposa en vano y espera la muerte como quien espera una plaga divina. Ismael olvida su nombre, los nombres de los demás y se pregunta, al enterarse de la lista de muerte paramilitar, guerrillera o del ejército: “¿Para qué preguntan los nombres? Matan al que sea, al que quieran, sea cual sea su nombre. Me gustaría saber qué hay escrito en el papel de los nombres, esa «lista».” Las listas, los proyectos, el plan, la guerra ideológica, todo aquello le es indiferente a la víctima que solamente vive la inmediatez de los desmembramientos, las desapariciones, las masacres. En el caos del infierno el orden de la matanza es de una frivolidad inmensa y carece de toda importancia, es la crueldad misma. En un país que afronta una Paz formal, la sangre a borbotones del conflicto relativiza todo texto firmado. Es este dolor a carne viva el que se instaura en el centro del conflicto y exige un cese al fuego inmediato. En la absurdidad de una guerra guiada por el espectáculo de papeles, Ismael se refiere constantemente a una risa, la gran risa inminente de la fatalidad del conflicto armado. Es por esto y por muchas otras razones que la novela de Rosero se ha visto como fundamental para la lectura y la elaboración del conflicto armado colombiano. El conflicto en el que da igual quién aprieta el gatillo, solamente hay ejércitos y ejércitos que invaden e inundan. No hay diferencias entre las botas de caucho y las de cuero, solamente hay hombres con armas y gente padeciendo una tragedia como el caer de la lluvia.

La absurdidad de la guerra se refleja en todo su esplendor por medio de las distintas perspectivas: para la víctima la idea de una seguridad democrática o de una revolución marxista en medio de un mar de sangre no puede ser más que un chiste de mal gusto; por otro lado la celebración del conflicto armado por parte de la élite bogotana no carece de reflejos cómicos y este es justamente el gran valor del video “El aplauso” (1998) del artista español Antoni Muntadas presentado en la exposición Formas de la memoria. En la video-instalación conformada por tres proyecciones a manera de tríptico o bien de atrio del público, se muestra a una audiencia aplaudiendo e intermitentemente imágenes clásicas de la violencia en Colombia: la explosión del avión de Avianca, la masacre de la toma del Palacio de Justicia, etc.. Lo que produce la ácida crítica de Muntada es una carcajada que también está implícita en el personaje de Ismael: es allí donde Colombia se une, en una carcajada de resignación y de miedo, una carcajada ante la violencia convertida en cotidianidad, en telenovela y espectáculo.

Meryl Streep dio un precedente en la crítica Anti-Trump en su último discurso en el que aclaró su dolor producido por una burla del presidente de los Estados Unidos a un periodista discapacitado, un dolor que se dio entre otras cosas por la certeza de que no se trataba de una película, de una ficción. El poder ignorar el dolor ajeno es una cfacultad del espectáculo, de la ficción, es justamente allí donde nos permitimos no sentir total empatía por sufrimiento de otro ser y podemos continuar nuestras vidas como si no hubiera pasado nada. Es más, es justo por medio de la ficción que capitalizamos ese dolor en una crítica, con mente fría. ¿Qué ocurre entonces cuando la guerra se vuelve espectáculo, cuando vemos el dolor ajeno, el verdadero de la misma forma que vemos el asesinato de Medea o el suicidio de Judas? Es entonces cuando nos convertimos en seres irrisorios, cómicos, grotescos y nuestra realidad no viene a distinguirse de aquella de un coliseo romano. Muntadas revela de cierta forma ese espectáculo que nos ha vuelto ciegos e inhumanos, una violencia que se acepta como parte del día a día, una resignación inaudita: la pasividad extrema, la expectación cómplice.

Olvidamos el dolor ajeno como quien diluye sus recuerdos en agua. Esa imagen es el folio sobre el que trabaja Oscar Muñoz en su instalación para la misma exposición en el Banco de la República. Sobre una mesa se proyectan varias fotos que vienen a ser lavadas en un lavamanos dejando diluir la memoria en su forma más efímera. Olvidamos la tragedia como a una película, sufrimos la noticia y nos volvemos a acostar en paz. La guerra se consume entonces como las imágenes mediáticas, como el chorro de agua que alguna vez describió Paul Valéry refiriéndose a la fotografía. El consumo de la guerra nos ha hecho olvidarla, enajenarla, desprenderla de su carne, de su realidad.

¿Colombia se olvida para sobrevivir? ¿Qué políticas de olvido y memoria necesitamos para no acostumbrarnos a la barbarie? Preguntas sin respuesta, incómodas pero necesarias, preguntas para una agenda que es más urgente que nunca, en el marco político para la Paz, el cual exige una actuación de cada uno de los ciudadanos. Hay que hacer el esfuerzo de subir al podio, dejar la posición cómoda bogotana, la expectante, la enajenada, simpatizar con el que sufre y entonces así tomarse en serio la urgencia de un cese al fuego inmediato, en todas los frentes, en todos los pueblos, en toda Colombia.

La miel amarga del nihilismo. Sobre «American honey» de Andrea Arnold

La miel amarga del nihilismo. Sobre «American honey» de Andrea Arnold

American honey (2016) es una película sobre el desamor. La obra de Andrea Arnold es un colorido filme que logra atrapar al público en la contemplación del abismo terrorífico del nihilismo norteamericano. La película muestra los colores sintéticos de ese nihilismo azucarado, del pop que habla constantemente de un amor que no llega, de esas canciones nostálgicas en un paisaje deprimente y despojado de toda profundidad. La película recuerda inevitablemente a esa tradición del cine americano que ha llevado a la pantalla grande la triste realidad white trash, el patio trasero del American dream, el desierto del consumismo norteamericano: pienso por ejemplo en dos clásicos como Gummo (1997) de Harmony Corine y Kids (1995) de Lary Clark. La película de Arnold logra sin embargo dar en el centro de lo que se han propuesto retratar las otras películas: la realidad norteamericana es aquella de la soledad profunda, la soledad en medio de una sociedad llena de promesas de comunidad (banderas, agrupaciones, sindicatos, etc.). Estados Unidos es una pancarta desolada en medio del desierto de una carretera sin fin, una pancarta prometiendo una felicidad rápidamente adquirible, como el destapar de una Coca-cola.

We found love in a hopeless place” dice la canción que suena en el desahuciado escenario de un supermercado, justo allí donde la protagonista Star (Sasha Lane) se enamora al comienzo de la película de Jake (Shia LaBeouf). El encuentro es eso, un encuentro en medio de la desesperanza, justo el impulso necesario para descarrilar la monótona y tediosa vida de la protagonista. Star es todo lo contrario a una estrella, si bien es atractiva, es al mismo tiempo melancólica y triste, su brillo, sus pequeñísimas felicidades esporádicas dependen de su entorno, de la inmediatez de sus banales diversiones. Es por eso que le queda fácil entregar su vida a Jake: se une a su manada, a su grupo de adolescentes desesperados que deciden llevar una vida on the road vendiendo o estafando a las personas con revistas. El grupo está al mando de Krystal (Riley Keough), una matriarca que recolecta al final del día todas las ganancias de sus súbditos prometiéndoles así un ambiente de diversión entre drogas, sexo y alcohol, moteles y un contexto de manada en el que el más fuerte tendrá mayores ganancias. Las reglas del grupo son sencillas: todo debe encarrilarse a una sola meta, ganar dinero. El dinero es la primera máxima y es la que le da sentido, no solamente al grupo, sino a la vida de cada uno. La problemática principal de la película es que el descarrilamiento de Star, su deseo de estar con Jake se ve frustrado, ya que el amor y el dinero no se entienden en absoluto.

Jake termina, al parecer, enamorándose de Star y esto amenaza la supervivencia del grupo. Jake es un desahuciado como los demás y su fuerza radica en la protección que le proporciona Krystal al ser el maestro del engaño y el dandy recolector de seguidores. Jake es un nihilista juicioso y se ve en una situación problemática cuando su camino se bifurca por Star. El amor llega entonces como un accidente de luz. Jake le promete a Star, en una escena memorable de la película, mostrarle su secreto al responder a la pregunta de ella sobre sus deseos de futuro: la tensión crece al aclarar que nunca antes Jake le había mostrado este secreto a alguien más. Según él, el secreto solamente puede ser mostrado, su presencia basta para justificar todo. Sin embargo, al revelar que se trata solamente del tesoro de todos los objetos robados y del dinero acumulado durante todo ese tiempo, la idea de un secreto, de una promesa o de un sueño de futuro se frustra en el deseo consumista de la acumulación. Este banal deseo compartido es un deseo sin final pero manteniendo paradójicamente la falsa promesa de una vida futura, una vida feliz que, como una valla publicitaria, es solamente una promesa que termina en ella misma: el dinero, solamente el dinero.

La soledad americana, la soledad del individuo en la ácidamente dulce realidad de los Estados Unidos viene a expresarse en la cámara: los close-ups de Star le dan protagonismo a la perspectiva de este personaje, a su soledad en medio de la manada en la que trata de sobrevivir. Las imágenes de afecto (véase Deleuze) son el recurso principal estilístico de la película y no ha sido elegido en vano. El filme se hace a la búsqueda del individuo en medio del desamor del consumismo. En el contexto del consumismo, la alteridad se esfuma, el ego se alimenta hasta explotar y el desamor es tan amargo como la miel del pop, la amarga miel del nihilismo.

El Golem y nosotros. Sobre la exposición «Golem» en el Museo Judío de Berlín.

El Golem y nosotros. Sobre la exposición «Golem» en el Museo Judío de Berlín.

Foto sacada de: http://www.exponiert.berlin/expb11-juedisches-museum-berlinjuna/

¿Qué tiene de judío un robot? ¿Qué papel juega hoy en día la cábala en nuestra forma de ver el mundo? ¿Qué hay en común entre poesía, inteligencia artificial y religión? Estas preguntas están en el centro de la extraordinaria exposición del Jüdisches Museum de Berlín que lleva el lacónico título de „Golem“. La exposición no pretende solamente mostrar la historia de un tópico literario importante, más bien trata de llegar hasta el fondo de un imaginario, y sí, de una metáfora en el sentido de Blumenberg que nos revela una pregunta esencial del ser humano, una pregunta en torno a un misterio insondable: la creación de la vida. La figura del Golem, ese monstruo cabalístico que se levanta por medio de la magia del lenguaje para proteger una comunidad judía, o bien a veces para destruirla, es una figura que no se agota en el ámbito de la mística judía y que viene a echar raíces en muchísimos otros ámbitos. Ese es el propósito de la exposición del museo judío de Berlín, cartografiar la red de influencias de esta metáfora singular, desde Meyrink hasta Borges, desde Loew hasta Los Simpsons, desde Wegener y Scholem hasta Trump y el iPhone.

 El Jüdisches Museum de Berlín siempre se ha caracterizado por su esfuerzo en abrir espacios de pensamiento; sus exposiciones no se limitan a informar, más bien postulan y proponen, exponen y abren espacios para nuevas formas de pensar, para nuevas hipótesis sobre la historia y sobre la sociedad. El museo logra mostrar por medio de sus exposiciones interactivas cómo el judaísmo con toda su complejidad y profundidad, sigue estando en el centro de nuestro pensamiento occidental y cómo sus influencias en la cotidianidad europea no se agotan en el recuerdo del holocausto sino que van más allá, o bien están más cerca de lo que creíamos. El museo pierde su forma estática y se vuelve carne, cotidianidad, presencia constante en el mundo. El museo revela cómo ciertas formas del pensamiento judío poco conocidas están implícitas en nuestra cotidianidad, siguen allí latentes y revelando así una poética judía que sigue creando nuevas formas, una poética que sigue en emergencia. Por medio de la contraposición de la cultura popular europea (y sobre todo la cristiana) con la ‘otra’ cultura judía, se logra abrir un espacio de investigación contrastiva y comparativa en la que el espectador mismo crea los lazos y logra sondear el Otro en nosotros mismos. El judaísmo logra por medio de estas exposiciones retomar el puesto que tenía antes de la segunda guerra mundial, ese puesto siempre existente y esencial en nuestra cultura cristiana. La exposición del Golem es un muy buen ejemplo de esto, es decir, de cómo un objeto de estudio académico y meramente religioso viene a exponerse con su gran bagaje cultural y su presencia innegable en el día a día de la sociedad de occidente.

Para nadie es un secreto que la idea de la “inteligencia artificial” ha minado nuestro imaginario popular desde hace siglos. Podríamos pensar en la película de Steven Spielberg A. I. Artificial Intelligence (2001), que representó en la pantalla grande de Hollywood un idea que anticipaba la película de Spike Jones Her (2014) o bien el dispositivo de Apple Siri. Esta idea tiene sin embargo precursores que se encuentran mucho más atrás en la historia de lo que muchos creerían: bastaría nombrar a Frankenstein (1818) de Mary Shelley o bien Le avventure di Pinocchio (1881) de Carlo Collodi o  L’Ève future (1886) de Auguste Viliers de L’Isle-Adam. Sin embargo la idea profunda detrás de la inteligencia artificial, es decir aquella referencia a la artesanía o  creación de la vida (la cual viene a encontrar también un actualización de alto impacto en el desciframiento del genoma humano) contiene en su interior a la figura del Golem, una figura que juega un papel cultural importantísimo en la tradición de la mística judía y sobre todo en sus rituales. El mostrar el origen específico de esta figura es casi imposible (podríamos encontrarlo en el Rabbi Juddah Loew o en escritores como Gustav Meyrink o en los estudios cabalísticos de Gershom Scholem), ya que éste está implícito en el imaginario de toda nuestra cultura europea. Es por eso que el Museo Judío de Berlín trata de cartografiar el completo mapa cultural que revela la complejidad de esta metáfora que responde a una pregunta esencial del ser humano: ¿podemos crear la vida como creamos un artefacto? ¿Podemos imitar a Dios en su creación? ¿Es la creación de Dios una artesanía de tierra, como se podría encontrar el Popol Vuh? ¿Es Dios un relojero (a propósito de William Paley) o bien un escultor? ¿Si creamos vida se revelará en contra de nosotros? ¿Qué ética nos permite crear vida y qué estatus social tendría ésta? El ser humano no se ha agotado de darle forma a esta imagen que responde a un misterio que nos seguirá agujereando el cerebro hasta el fin de nuestros días. Es una imagen que remite a un problema ontológico y antropológico, cuyas repercusiones culturales y políticas son innegables. He allí el gran mérito y actualidad de esta exposición que podrá ser visitada hasta el 29 de enero en Berlín.

La accidentabilidad del amor. Sobre el VIH y el amor en ‘Théo et Hugo’ (2016).

La accidentabilidad del amor. Sobre el VIH y el amor en ‘Théo et Hugo’ (2016).

Foto sacada de: http://lgecine.org/2016/07/theo-y-hugo-paris-559-2016-un-toque-de-realidad/

Si bien el VIH no es una enfermedad exclusiva de los hombres homosexuales, esta ha desarrollado una narratología del amor al incorporarse desde los años ochenta a la cotidianidad del hombre homosexual. El para ese entonces llamado «gay cancer» hace parte actualmente del imaginario de la cultura gay en general: el amor ha recibido un tinte de muerte y su esencial aspecto accidental viene a quedar de relieve en una situación en la que el amor mismo puede llevar directamente (pero sorpresivamente) a la tumba. Tristan Garcia, el aclamado escritor francés por su novela La meilleure part des hommes, describe en una escena cómo el accidente amoroso de los homosexuales al no ser el embarazo, y con esto la vida como entre los heterosexuales, es la misma muerte y con ella el estigma que implica portar dicha enfermedad: “Hazme un hijo. Will, métemela en el vientre, la muerte, la enfermedad, mira, así la podré llevar, y será un poco tuya…”

La película Théo et Hugo de Oliver Ducastel y Jacques Martineau trata de mostrar sin rodeos ni pelos en la lengua, una situación en la que grotescamente, o bien eróticamente, el amor y la muerte se presentan en un mismo momento: la primera y extendida escena en un darkroom lleva de la mano al espectador a vivir en carne propia el flechazo animal y amoroso en medio de cuerpos desnudos y sudados, y cuya única comunicación entre ellos es el placer mismo. La extendida escena erótica es una de las pocas escenas no homofóbicas que se han podido ver en el cine: sin rodeos, una mirada de frente a un ámbito que pertenece esencialmente a la cultura gay en Europa. En un entorno en el que se pensaría que reina la total ausencia del amor, el flechazo se presenta como un accidente de tráfico y viene acompañado del verdadero accidente, una exposición al VIH. Esta temática hace que la película se haga en la fila de los cientos y cientos de filmes educativos sobre el tema de la prevención de VIH, sin embargo la película trata de ir más allá: el amor es justamente el tema principal, es decir, cómo en medio de un momento de infección y de una especie de actuación suicida, se afronta la situación sin estigmatización y sin miedos, y se da rienda suelta a una historia de amor.

Más que una película preventiva es un filme antidiscriminatorio de las personas que padecen la enfermedad más estigmatizante de las últimas décadas. El accidente se presenta pero se adhiere al amor de una forma que pareciera grotesca y escandalosa pero que viene a ser el verdadero aporte de la película al debate actual sobre el VIH, sobre una enfermedad que está viendo salidas, curas efectivas y una profilaxis eficiente. La tumba, de la que hablo arriba, ya no es más que una imaginaria, una que no tiene que ser el desenlace al salir del darkroom.

En la película no hay lágrimas de sufrimiento, no hay espacio para la victimización, para la conmiseración, la enfermedad no es más que eso, una situación incómoda, un accidente que se pudo haber prevenido pero que no viene a impedir que en menos de doce horas dos hombres puedan llegar a amarse intensamente, como por medio de un flechazo, de un accidente de tráfico. Susan Sontag ha comparado muy acertadamente en su libro Illness as Metaphor & Aids and its Metaphors el VIH con la tuberculosis y el cáncer, mostrando cómo la incomprensión y las pocas facilidades de tratamiento no solamente han llevado a una estigmatización de todos aquellos que padecen esta enfermedad sino a una producción cultural de metáforas en torno a ellas.

Théo et Hugo se inscribe en el discurso metafórico de incomprensión sobre la enfermedad para develar muchos mitos e invertir muchas creencias: el portador del VIH puede ser un hombre atractivo como Hugo, la infección no es una cuestión de incompetencia sino un accidente por descuido que le puede pasar a cualquiera, la infección puede ser tratada rápidamente y la vida de todo aquel que porta el virus puede tomar un curso común y corriente. Por otro lado, el amor subvierte la cantidad de mitos y estigmatizaciones en torno al virus al presentarse como accidente, un accidente que pueden sufrir todos, sin importar su orientación sexual, su clase social o su religión: el VIH y el amor desconocen todo tipo de discriminación.