Pasionarias, tragedias y el paraíso. Sobre la última novela de Juan Sebastián Cárdenas «El diablo de las provincias»

Pasionarias, tragedias y el paraíso. Sobre la última novela de Juan Sebastián Cárdenas «El diablo de las provincias»

(Foto sacada de: http://www.revistaarcadia.com/impresa/literatura/articulo/obra-juan-cardenas-escritor/41879)

 

Sentado en la banca de concreto, rodeado por el olor de romero, el biólogo sintió por fin que todo hervía en el mismo dibujo: las emociones y las ideas, los datos, los recuerdos del tío, un bebé con cara peluda, la prótesis de una pierna, una virgen abandonada en un nicho con forma de concha, el asesinato de su hermano, un hombre con cabeza de escarabajo, un monocultivo de edificios, la pasiflora, los ojos desorbitados del tío Remus, perdido en el tiempo zip-a-di-du-da. Todavía no entendía nada, pero la imagen viviente empezaba a cobrar forma. Quizás, pensó el biólogo, quizás es hora de ir a la casa vieja.

Juan Cárdenas, El diablo de las provincias, 2017, Madrid, Periférica.

 

La imagen completa, el cuadro entero no termina de aclararse en toda la novela. Se trata precisamente de un cuadro hirviendo, viviente. En la cita anterior está condensado el tráiler de una trama que no es más que eso: una colección de imágenes resbaladizas que reclama una unidad, una colección de especímenes naturales que no termina de llenar el paisaje infinito. La profundidad organizadora de la trama se esconde tras una materialidad densa, ese archivo de imágenes impenetrable, la naturaleza salvaje de Colombia en la que se gesta constantemente una tragedia insondable. Entonces la religión, las teorías de la conspiración, el recuerdo y hasta la justicia no son más que imágenes sueltas e infértiles en un todo saturado. Todo se mueve por la inercia material de los acontecimientos, una inercia que repite casi míticamente un mismo sacrificio hasta el infinito.

La última novela del escritor colombiano Juan Sebastián Cárdenas, El diablo de las provincias, trata de dibujar un enredo oscuro que palpita en la trágica de la cotidianidad colombiana. Entre religión, violencia, sexismo, nostalgia, naturaleza, explotación, amor y fracaso, la trama presenta un inventario de imágenes que se asemeja a la colección de un explorador botánico: ejemplares de flores salvajes y pasionarias, o bien pasiones en un contexto, la provincia colombiana, que está regido por sus propias leyes. El hombre pierde entonces cualquier tipo de voluntad, los acontecimientos se lo tragan como una planta carnívora, el botánico se vuelve parte de su inventario.

La novela relata la vuelta de un biólogo a su ciudad natal en Colombia en la que se ve confrontado no solamente con un pasado inconcluso sino con una sociedad que lo envuelve en una trama salvaje y que encarrila su vida en un nuevo rumbo. Sin otra alternativa comienza trabajando como profesor en un colegio para señoritas pero cumplirá, hasta donde le es posible, con el papel de un observador crítico de la sociedad donde las imágenes crean un mosaico ininteligible. La novela presenta entonces lo contrario a un Bildungsroman, el personaje principal no se desarrolla en absoluto, más bien va perdiendo sus características y se va difuminando en un estado primitivo, anterior. El personaje va perdiendo la cabeza, como Santa Bárbara y se da entonces el sacrificio. El personaje colectivo que, a las malas, se entrega a una maquinaria en la que este termina deshilachándose: la plantación, el mal, el diablo de las provincias.

Antes de tomar el fruto prohibido, aquel que da el conocimiento del bien y del mal, aquel que divide al hombre y a la mujer de la naturaleza, antes de la aparición de la primera vergüenza y del uso de las vestiduras, el paraíso es exactamente eso, un lugar repleto y saturado sin lugar para el sujeto. La toma del fruto prohibido es justamente el inicio de la voluntad humana y el forjamiento de las fronteras del mundo, el aquí y el allá; la posibilidad de acción, el inicio del libre albedrío. En la novela de Cárdenas la voluntad humana es descabezada, la posibilidad de reparación está clausurada, la vuelta al paraíso se da inevitablemente, como la vuelta a casa, pero de una forma inesperada, como la llegada al infierno.

La novela de Cárdenas es una obra para ser pensada. El lector siente inevitablemente que el lenguaje lírico que da forma a imágenes tan intensas, lo lleva a la búsqueda de un significado que se da en el horizonte como promesa. Tal vez se trate de la expresión por excelencia del hombre colombiano, aquel que percibe la tragedia como el germinar constante de frutos salvajes y se pregunta en total desolación por una razón para todo aquello. El colombiano en medio de aguas movedizas en las que cualquier intento de reparación no hace más que sumergirlo en la indiferencia homogénea de la arena. El colombiano que hace preguntas en un valle desolado; el colombiano con la cabeza volada de marihuana que no puede fijar el hilo que hala las imágenes. El colombiano que vive la realidad como una parábola sin solución, una historia sin trasfondo sobre machetes y niñas desangradas. El entendimiento se anula, solamente está allí la materialidad que arrastra con todo, el machete que marca el arado. Todo está allí, un lugar repleto y en ese lugar repleto hay que hacerse a un hogar, poner un techo, alzar paredes, habitar esa casa de la tragedia.

Oro, o cuando la metáfora mata

Oro, o cuando la metáfora mata

Oro, la nueva película de Agustín Díaz Yanes, es una obra que tiene el encanto especial de agradar con lo previsible, de entretener con la repetición y de reflexionar sobre la falta de raciocinio.

Basada en un relato de Arturo Pérez Reverte, Oro nos traslada a la América, aun no marchita del todo y sin embargo tampoco virgen, de mediados del s.XVI (1538). Una expedición de unos 30 españoles intenta hallar «El Dorado» para obtener «fama y fortuna». Obviamente, con este objetivo en el horizonte, el incremento de la violencia con el paso de los minutos de metraje era algo que se anticipaba.

 
Y, sin embargo, no todo es violencia en ese clima asfixiante que se genera alrededor del paisaje de una selva amazónica tan y tan viva. Es cierto que cuando no hay oponente externo, se busca dentro. Pero también hay en lo que creer: el poder de la letra, de aquello que, siguiendo a un célebre filósofo francés, deja huella. Pero el problema es que aquí no todos pueden llegar a detentar este poder, o eso parece. Porque el poder parece algo sólido y fijo, hasta que alguien se da cuenta de que se puede mover.

Cabe destacar la actuación de un Raúl Arévalo que parece ser uno de los hombres de moda del cine español. Todos sus personajes, hasta el momento, me resultan creíbles y bien armados. Si hubiera que poner un pero, tal vez, sería su carácter excesivamente taciturno y serio en todos sus papeles. Esto último, no obstante, debe ser consecuencia de lo que le piden, porque hasta el momento lo ha sabido ofrecer muy bien.

En definitiva, aunque Oro sea una historia de la que cualquiera puede tener un guión aproximado antes de verla, creo que es un film que merece la pena ver. La estética está muy bien trabajada, hay recursos: buenas actuaciones, sobriedad, un pequeño punto de reflexión y, sobre todo, crudeza, mucha crudeza.

 

«El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia» de Edurne Portela

«El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia» de Edurne Portela

Es una idea bastante aceptada y asumida que las diferentes producciones artísticas nos ayudan a entender los procesos históricos, políticos y sociales. Sin embargo, ¿son estas producciones sólo el reflejo de determinadas realidades o sirven también para generar imaginarios y relatos? ¿Tienen la literatura y el cine la capacidad, no sólo de describir y explicar, sino de crear esas realidades? Edurne Portela (1974) realiza en este, no sé si imprescindible, pero sí necesario ensayo un recorrido por diferentes películas, documentales, novelas y relatos que se han producido sobre el tema de la violencia etarra, además de analizar más o menos exhaustivamente, no sólo cómo lo abordan, sino cómo a través de estas producciones se puede modificar el imaginario común que se establece en la sociedad.

Cinco años después del cese definitivo de la actividad armada de ETA, la urgencia de “pasar página” parece haberse instalado en la agenda política y social de Euskadi. Sin embargo, según Portela, para que eso pueda ocurrir de una manera sana y justa, se debe antes trabajar en el relato sobre el que se construirá esta nueva etapa, un relato para el que es necesario realizar una reflexión profunda por parte de todos los agentes que han intervenido en esa oscura parte de la historia del País Vasco. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, Portela nos sitúa en una posición algo incómoda como lectores, ya que en la construcción de ese imaginario colectivo, entre esos agentes generadores de la realidad histórica y actual de Euskadi, nos incluye a todos. Ni siquiera ella se excluye de la crítica y se obliga a sí misma a romper ese silencio que, durante demasiado tiempo, ha estado y continúa instalado en nuestra sociedad. El silencio es en este ensayo un personaje más, un personaje que le ha cedido a la violencia y a la sinrazón un espacio que han creído ocupar por derecho.

Dice el DRAE que un testigo es, en su primera acepción, la “persona que da testimonio de algo o lo atestigua” y la ”persona que presencia o adquiere directo y verdadero conocimiento de algo” en la segunda. Por tanto, no es el hecho de presenciar algo lo que le convierte a una en testigo, sino lo que el agente informado hace con ese conocimiento directo de un determinado hecho. Observamos que la DRAE no define al testigo simplemente como aquella persona que presencia un hecho, sino que es fundamental en su definición la actitud activa que esa persona asume ante lo conocido, ya que es ese “dar testimonio” o “atestiguar” lo que se subraya de la condición de testigo por encima de la información que posea. ¿Qué es, entonces, la persona que, ante ese conocimiento directo y verdadero de algo no da testimonio ni lo atestigua? Pues, nada más y nada menos que un cómplice.

“Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes”. Edurne Portela utiliza esta frase de George Steiner para hacer una reflexión sobre el silencio y ese “mirar para el otro lado” que se instaló en la sociedad vasca durante los más de cuarenta años de actividad armada de ETA y que muchas veces nos llevó a cruzar la pequeña línea que existe entre ser testigo y ser cómplice. Una sociedad silenciada que, una vez pasada la violencia, tiende al olvido. La autora alterna el análisis de películas y obras literarias con relatos personales descriptivos en los que narra situaciones en las que ella misma ha sido, de alguna manera, cómplice de la violencia etarra. Y es en este punto en el que el ensayo de Portela se torna incómodo para el lector, al menos para el lector que se siente identificado en esas vivencias.

Estar en algún bar de alguna parte vieja de cualquier ciudad o pueblo de Euskadi y que, al son de una canción, comience a corearse “Gora ETA» o “ETA mátalos”. No decir nada, quedarse en silencio, no unirse al griterío, pero tampoco marcharse. Esperar pacientemente a que comience la siguiente canción y seguir bailando. Que una amiga diga ese “uno menos” cuando ETA ha matado a un Guardia Civil. Apresurarse a tomar un sorbo de la cerveza para no tener que fingir un gesto de aceptación, pero, a su vez, evitar la respuesta de rechazo. Ir a pagar la ronda a la barra del bar que está empapelado de consignas políticas y pancartas del hacha y la serpiente que ya, por tan vistas, dejas de ver. Pagar con un billete y que el camarero, sin preguntar, introduzca las monedas que sobran en una hucha para la causa de los presos de ETA. No decir nada, coger los “potes” y volver a la mesa. En definitiva, no darse cuenta, o no querer darse cuenta de la violencia que te rodea. Estar anestesiada.

Estas no son las vivencias que escribe Portela en su libro. He querido incluir aquí otras mías que la lectura del libro me hizo recordar. Cualquier persona de mi generación y de la anterior a la mía, al menos, tendrá las suyas. Y no creo que las que he mencionado le suenen tan extrañas. Por eso, y como dice la autora en su libro, conviene ser un poco más estricto al delimitar el concepto de víctima. Se ha venido diciendo, sobre todo estos últimos cinco años sin asesinatos, que la sociedad civil vasca ha sido víctima del terrorismo. A este respecto, Portela es contundente, ya que el peligro que se corre al considerar a toda la sociedad como víctima, es el de igualar los sufrimientos. Y, evidentemente, no es lo mismo recibir un balazo mientras tomas el café en el bar de siempre, que sufrir leyéndolo en el periódico. No es lo mismo perder a un familiar en un atentado con coche bomba por pensar de manera distinta, que sentirse algo incómoda al oír gritar consignas violentas. Pero, sobre todo, no es lo mismo jugarse la vida que no hacerlo. Lo mismo que las responsabilidades no son las mismas en todas las personas, los sufrimientos tampoco los son.

Ante esto, Portela apuesta por la imaginación y su capacidad, no sólo de generar realidades, sino de controlar los afectos. Porque el problema fundamental de la complicidad del silencio en Euskadi viene dada por la anulación de los afectos y el derrumbe de la imaginación del semejante como espacio común que sostiene la humanidad. Pero esa imaginación no se refiere simplemente a la empatía, como podría entenderse en una primera lectura, sino a un estado de inteligencia, ya que la ausencia de la capacidad de imaginación se traduce para Portela, cuando cita El mal consentido de Aurelio Areta, en estupidez.

Partiendo de estas premisas, la autora realiza un viaje por diferentes aportaciones artísticas que, con distintos enfoques, se acercan al “tema vasco”, colocando esa imaginación que conlleva todo acto artístico como punto fundamental para el conocimiento, la crítica y la autocrítica. Siendo siempre precavida, Portela no niega, sino que se molesta en visibilizar las diferentes violencias que se han ejercido alrededor de está cuestión. Y lo hace porque, en esa llamada imaginación del semejante, se debe también dejar espacio al tema de las torturas policiales y los abusos de las fuerzas del orden sobre la población civil, así como el tema de la dispersión de los presos de ETA y sus consecuencias en los núcleos familiares, para realizar una fotografía completa del clima de terror y violencia que se alcanzó en Euskadi. Si bien la autora considera estas cuestiones necesarias para el total conocimiento del conflicto, se guarda de equiparar dolores y sufrimientos. No pretende empatizar con los asesinos, sino sacar a la luz una realidad existente de manera que se pueda, a través de la imaginación, conocer la situación completa, sin caer en el error de justificarla. Porque el objetivo debe ser conocer, más que comprender, como tan lúcidamente lo dijo Primo Levi en su imprescindible Si esto es un hombre: conocer es necesario; comprender es imposible.

Se trata, el fin y al cabo, de valentía. No la del héroe -ya que a nadie se le puede exigir que lo sea- sino la valentía de reconocer la falta de imaginación propia, el papel social que cada uno haya querido o podido asumir, más allá de que en su fuero interno esté convencido de su rechazo total a la violencia. Se trata de la valentía de romper el silencio, de mirarse al espejo y saber que, en mayor o menor medida, fuimos testigos de tantas atrocidades que anestesiaron nuestros afectos. Pero esa valentía debe ser también utilizada para, a través de esa imaginación del semejante, darse cuenta de que los grises ocupan más espacio que los blancos y los negros. Edurne Portela ha roto su silencio y ha mostrado, a pesar de las evidentes ausencias que puede haber en el libro, que la imaginación y el arte juegan un importante papel en la deconstrucción y la construcción de la realidad; que, cuando los hechos no son más que eso, la imaginación es, quizá, una de las pocas herramientas que tenemos a nuestro alcance para conocer a los demás, pero, sobre todo, para conocernos a nosotros mismos.

Un beso en medio de la catástrofe. Sobre la novela del escritor colombiano Giuseppe Caputo, Un mundo huérfano.

Un beso en medio de la catástrofe. Sobre la novela del escritor colombiano Giuseppe Caputo, Un mundo huérfano.

(Foto sacada de: http://www.puntoycoma.pe/bohemia/resena-un-mundo-huerfano-de-giuseppe-caputo/)

Un beso ácido es el beso que se da como un consuelo, una felicidad infinita en medio del abismo de lo terrible. Como ir a un parque de diversiones con la barriga vacía, como encontrarse sumergido en el tumulto de la fiesta sintiendo al mismo tiempo la soledad innegable, esa fiesta que se da en medio de la cruel intemperie; ese es el tema principal de la primera novela del escritor colombiano Giuseppe Caputo, Un mundo huérfano. Pocas veces recibe un primer libro de un escritor hasta ahora desconocido tanta atención por parte de los medios, y esto con justa razón.

La novela es una tragedia entre dos fuerzas muy claras y muy distintas, tal vez las más distintas: la luz y la oscuridad, el bien y el mal, el amor y el odio, la felicidad y la desgracia, la vida y la muerte. Como una vuelta al principio de los afectos (Dios creando la luz entre la oscuridad absoluta), la novela revela los espacios grises, las fusiones y los saltos histéricos entre la luz y la oscuridad de ese individuo novelesco lanzado al mundo como un títere de fuerzas superiores, un huérfano absoluto. La misma forma de la novela (fragmentos que saltan de un lado a otro) trata de ensartar una narración entre realidades totalmente antagónicas, fiel reflejo de la ácida situación colombiana. Es decir, de esa Colombia al filo del abismo, sosteniéndose como una fiesta en medio de una balacera.

Los nombres caricaturescos de la novela (Peligroso, Los Tres Peluquines, Ramón-Ramona, entre otros) son máscaras que esconden lo que parece ser una crónica muy personal del autor, pero que en su plasticidad innegable permanece en el más claro terreno de lo ficticio. La novela narra la vida miserable de un hijo y su padre, de las acrobacias de los dos personajes para mantenerse a flote en una sociedad que los ha arrinconado en las tinieblas. Trata del amor y la tristeza de unas existencias al filo del hambre, de la podredumbre extrema. Así mismo se trata de los laberintos de la sexualidad del hijo, una sexualidad ahogada en la insensibilidad del espacio virtual, una sexualidad bañada de violencia y de anestesia, una sexualidad con carencia de comunión, la sexualidad de los solitarios.

Las descripciones homoeróticas podrían ser consideradas como las primeras desde hace muchos años en las que la narración no tiene pelos en la lengua, se aleja de la mojigatería ya clásica al momento de abordar estos temas, no le teme a la verdad, es decir, finalmente una narración no homofóbica.

Por otro lado la violencia colombiana no se escapa esta vez tampoco de jugar un papel importante en la novela. Las terroríficas descripciones de una matanza paramilitar (por sus claras motivaciones homofóbicas y su característica sevicia) vienen a converger con las imágenes sexuales. El empalado se vuelve el penetrado, la violencia se infiltra en la cotidianidad, hasta en la sexualidad. Entonces la religión aparece como puente, ese momento en el que la trascendencia, el sexo, la violencia y el sacrificio comulgan. La novela de Caputo conecta de forma extraordinaria distintísimos ámbitos en un contexto ficticio, una ciudad utópica y desagradable en la que parece reflejarse una Colombia sumida en la tristeza profunda, un mundo absolutamente huérfano.

Al final está el epitafio, la dedicatoria que abre nuevos caminos interpretativos, un vínculo parásito con la realidad que hace de la novela una mucho más enigmática de lo que de por sí es. La lectura de la novela es electrizante, su belleza es extraña, en suma se trata de una gran novela queer colombiana.