por Juan Evaristo Valls Boix | Mar 2, 2016 | Sin categoría |
He entrado en la librería y me he encontrado con algo que ya vi el pasado junio, entre los aires fríos de Oxford: a Javier Cercas hablando sobre literatura y sobre historia de la novela y sobre sus trabajos en este género, y sobre los de Melville, Borges, Cervantes. Allí lo vi sentado en unos sofás dispuestos en una vieja tarima, en una sala del St. Anne’s College, entre dos profesores ingleses, discutiendo Soldados de Salamina. Aquí lo he encontrado convertido en un libro de tapa dura, con una ilustración de Moby Dick que me ha convencido para llevarlo a casa y seguir viéndolo. Transformándolo.
Me parece que esta anécdota no es baladí, si acaso sucediera. Me parece que las lecciones de Cercas, reescritas para adaptarse al público español y tejidas con la fluidez, el sentido del ritmo y la aguda sensatez de sus artículos de prensa, son una brisa de aire refrescante –me pregunto si como el de Oxford– en las buhardillas a veces enrarecidas del lector de este país desintegrado. Y es que me parece –y me aferro a la ambigüedad y no resuelvo el embrujo de los enigmas, me distancio de las certezas, sigo aquí también el aire británico de Cercas–; me parece, insinuaba, que la sencillez de estas notas en torno a lo que se llama novela –un nombre único para un género singular en su pluralidad- pueden desmontar tópicos, romper prejuicios y abrir el trastero de los lectores al mar abierto de las preguntas. Creo que las lecciones Weidenfeld de Cercas pueden regalarnos la conciencia de que la novela es un género más libre de lo que creemos, más híbrido. Sobre todo, creo que podría convencernos de que es el género de las preguntas, el género del enigma irresoluble. Podría llegar a seducirnos con el atrevido pensamiento de que se trata de un género profundamente filosófico, materia esencial para el pensamiento, gran sustento del debate, la discusión, el intercambio de ideas.
Y todo ello porque la novela –al menos la novela que al autor le interesa, como se puntualiza–, se construye en torno a una falta, un vacío que, en su inaprensibilidad, confiere todo su vigor al relato: las buenas novelas son aquellas que se plantean un enigma que se obstinan en resolver durante todas sus páginas. El resultado de esta obstinación no es una respuesta, sino el recorrido explorativo, la búsqueda siempre frustrada de un punto concluyente. El producto final son las páginas del libro, la materialización del enigma con una textura y una complejidad con las que antes no se había –quizá– formulado. El deber del novelista consiste en hacer difíciles las cosas, en ver los entresijos en lo que parece plano: la ironía es su mejor arma –pienso en Kierkegaard y Climacus, no sé ya si son (es) o no novelista(s). Y su misión es opuesta a la del economista o el político: ellos deben optimizar, agilizar, concluir, resolver. Este debe demorar, detenerse, empezar siempre, no terminar nada nunca. La novela es el género del desconcierto, el libro constituido por un punto ciego, el arte de plantear cuestiones laberínticas.
Es esta persistencia en el enigma –algo que ya Adorno destacaba de la prosa kafkiana– lo que hace de la novela un género no solo complejo, sino heterogéneo, plural: una caja en la que cualquier género cabe, un tapiz tejido con las más variadas telas: ensayo, epístola, periódico, crónica. El libro reivindica la tradición novelística de ascendencia cervantina, inauguradora de la modernidad en su capacidad para armonizar tan y tantos dispares géneros, y la contrapone a la novela decimonónica, estilización del género a través de la preponderancia de la trama y la linealidad de carácter histórico en detrimento de su hibridismo fundacional. Ante estas dos clases de novela –cada una con “su verdad”–, la novela posmoderna, la de nuestro tiempo, se enfrenta como género al desafío de encontrar su verdad como una síntesis de aquellas dos, con el albedrío y mestizaje propios de su nacimiento y la perfección de la trama propia de su consagración como género dominante del ochocientos. En esta posmodernidad novelística Cercas incluye sus propias novelas, y destaca el trabajo pionero de Vargas Llosa en el ámbito hispanoparlante (así como el de Calvino, Kundera o Perec más allá), especialmente con La ciudad y los perros, obra a la que dedica todo un capítulo.
Tras aquella reflexión sobre la evolución del género, una crítica casi exhaustiva de Anatomía de un instante, el análisis del trabajo de Vargas Llosa y la aproximación a algunos maestros de las novelas del punto ciego –James, Conrad, Kafka–, el libro quiere acabar con unas reflexiones sobre la figura del intelectual y sobre la compatibilidad del trabajo del novelista con el posicionamiento político en la esfera pública, dos figuras que el propio Cercas reconocía como opuestas en sus funciones. Pero no en vano el propio escritor gerundense destaca tanto por sus novelas como por sus opiniones en prensa a propósito del independentismo catalán, la Unión Europea o el tenso clima español de pactos e investiduras. La única respuesta que en este atolladero se ofrece no es sino una cita de Ezra Pound: “Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y solo están al alcance de un escritor por libre. Puede que sea un tonto al usar esta libertad, pero sería un canalla si no lo hiciera”.
Vuelvo a la librería. Guardo el sabor de estas conferencias Weidenfeld, leídas ya dos veces, y reverenciadas ante la talla de los protagonistas de sus anteriores ediciones –Steiner, Chartier, Eco, Nussbaum, etc. –. Ojeo las novedades y los libros de siempre, consulto el estante de las novelas. Me veo reflejado en todos los libros, interrogado por todos los títulos. Urgido por fracasar en la aventura de dar caza a esa gran blancura, a esa enigmática ceguera.
Javier Cercas, El punto ciego. Las conferencias Weidenfeld 2015. Barcelona: Literatura Random House, 2016, 139 pp. ISBN 978-84-397-3117-7
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 19, 2016 | Cine, Críticas, Sin categoría |
(Foto sacada de: http://www.dw.com/tr/cartas-da-guerra/a-19018110)
El género epistolar es por naturaleza deseoso y la carta de amor es su mayor expresión: escribimos una carta con la imagen del destinatario en nuestra mente, nos dirigimos a una instancia totalmente muda, una instancia lejana como la Laura de Petrarca a la que le dirigimos nuestras palabras como lanzas al vacío, como palabras dichas cuando se está mudo, cuando se siente que la otra instancia no tiene capacidad de escucha. Las cartas de amor son gritos que tratan de mantener una promesa y ese deseo, el desespero de gritar fuertemente y así exigir una respuesta, de hacer llegar como dardos nuestras palabras, hacen de las cartas de amor poesía intensa: el lenguaje se vuelve vivo, trata de transportar los besos, los abrazos que no se pueden dar en persona, el verbo deviene carne.
Algo similar ocurre con la imagen cinematográfica: la proyección abre un espacio, nos confronta con un otro, participamos de sus afectos. Tanto las cartas como el cine son maquinarias que juntan dos entidades, dos imágenes, puentes poéticos que entablan una relación afectiva entre dos seres, una promesa, un puente. Roland Barthes escribe respecto a la carta: “lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia: la relación pone en contacto dos imágenes. Usted está en todas partes, su imagen es total, escribe de diversas maneras Werther a Carlota.” (1993, p. 39) La última película del director portugués Ivo Ferreira Cartas da guerra, la cual participa en este momento en la competición del festival de cine de Berlín (Berlinale), trata de desentrañar justamente este familiaridad genérica entre estas dos artes, entre el cine y la carta amorosa: el cine se presenta entonces como el lugar para el discurso amoroso, para ese discurso que en la precariedad de la soledad del amante, en su desespero solitario revela sus entrañas poéticas. La película se basa en las cartas del escritor portugués António Lobo Antunes publicadas en su libro D’este viver aquí neste papel descripto: cartas da guerra, hecho el cual revela ya el carácter literario y poético de la película. La película utiliza las cartas de amor de este escritor durante la guerra, remitiendo así a un topos común, el escritor que parte, el enamorado en la lejanía, el hombre en riesgo de muerte que trata de encontrar en sus palabras la eternidad. Uno piensa por ejemplo en los hermosos poemas de John Donne o en toda la tradición de la lírica amorosa en la cual el poeta recurre a la poesía para fijar el amor hasta la eternidad. La voz que se perpetúa en la distancia, la botella con la carta que mandamos a un destinatario, las palabras que guardan a los amantes juntos hasta la eternidad. La película consta de pocos diálogos y su mayoría es solamente una voz en off, la voz de su mujer leyendo las cartas de su marido mientras se muestran las imágenes de este en la guerra, el amante en su travesía a blanco y negro. El blanco y negro, y la voz de ella que asentúa la ausencia de él, expresan efectivamente ese abismo entre los cuerpos y al mismo tiempo su comunión en el arte, en la película y en la poesía. La lejanía, la nostalgia es justamente aquello que permanece latente en el género epistolar y que viene a ser revelado, expuesto hermosamente en la película ante nuestros ojos.
La guerra no es la temática central del filme, por más de que la película se limite a mostrar imágenes de ella. No se narra, la película solamente celebra, presenta imágenes poéticas. La guerra incrementa el deseo amoroso considerablemente, hace de la situación del amante lejano una más precaria. Pero es la situación del amante en general la que está en el centro, aquella posición que proyecta una imagen del ser amado, justo como Roland Barthes lo entendería; el amante proyecta esta imagen como salvavidas, como aquello que le da sentido a su vida. Y es la proyección misma, la relación que sus cartas entablan con su amada lo que lo mantiene a flote, no la correspondencia, ya que en la película el amante nunca recibe una respuesta. Las imágenes no se tocan, no corresponden, su relación es sin embargo una intensa. En una escena memorable del filme, la proyección de una película romántica que observan los soldados en el campamento en repetidas ocasiones, de pronto es la película es proyectada no en la pantalla como de costumbre sino en la cara del protagonista, el cual con los ojos llorosos es devuelto violentamente a su soledad: la fantasmagoría de la carta y de la película se muestra entonces con ese sinsabor intrínseco que deja de igual forma el sueño de amor al despertar.
Referencias:
Barthes, Roland (1993): Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo XXI.
por Marina Hervás Muñoz | Feb 17, 2016 | Sin categoría |
Ivan Fischer ya ha iniciado su camino para ser uno de los directores más recordados en los libros de historia de la dirección que traten sobre las primeras décadas del siglo XXI. Sus interpretaciones de Mahler, Dvorak y Bártok, sobre todo, le han blindado como un imprescindible. Muestra de su valentía interpretativa fue el último concierto en Tenerife, dedicado al desaparecido Manuel Feo, dentro de la 32a edición del Festival Internacional de Música de Canarias, dirigiendo a la Orquesta del Festival de Budapest, la cual fundó y de la que está al cargo desde su creación. Por eso, todo el concierto hablaba de complicidad y de entendimiento íntimo.
Se abrió con El cazador furtivo de Carl Maria von Webern. Una obra intensa, de las más queridas entre los alemanes. Aquí Fischer marcó la pauta de lo que sería todo el concierto: fuerza y delicadeza. Pese a lo paradójico de ambos polos, y quizá por su conocimiento de Mahler, demostró que eso es posible. La preparación del solo de las trompas fue exquisito, y la tensión que ocasionó permitió la gestación del gran crescendo que avanza hasta el fortisimo que precede al tema pastoral que pasa de las cuerdas al viento. La coda, que en más de una ocasión se hace pesada por la vuelta del tema o demasiado dura por los acordes del viento que acompañan a la cuerda, fue excelente, y dejó un ambiente delicioso para seguir a la segunda parte de la primera parte (a là hermanos Marx).
Lástima que ese ambiente perfecto para escuchar el Concierto para piano y orquesta n. 1 de Johannes Brahms no se conservara. No tanto por la orquesta, que mantuvo el mismo nivel interpretativo, sino por el solista, el griego y aclamado Dimitris Sgouros. Fue soso, mecánico y tuvo algunos problemas técnicos que no se escapaban a los oídos atentos. Faltó garra, faltó hacer hablar más y mejor a las notas brahmsianas. El primer movimiento fue correcto, es decir, insuficiente; el segundo se llegó a hacer tedioso y, el tercero, cuando empezaba a brillar con el solo inicial, fue decayendo paulatinamente. Lo sostuvo una orquesta muy a la altura de las circunstancias, que hizo brillar el concierto pese a todo. De lo mejor, su bis: Córdoba, de Albéniz. Delicado e íntimo, como esa música que parece que no debería salir de algunos lugares secretos.
La segunda parte se ocupaba de la Sinfonia n. 5 de Sergei Profovfiev. Fue una interpretación estupenda, especialmente por parte de la percusión. El segundo movimiento fue puro fuego y, quizá, lo mejor de la noche. La tensión que Fischer fue acumulando cortaba el aire y las respiración. Las partituras bien compuestas hay que saber también traerlas a la vida, y Fischer lo consiguió de manera mayúscula. También quedará en nuestra memoria auditiva el final de la sinfonía, con una potencia de sonido que hizo retumbar el edificio de Calatrava. Sonoros aplausos y vítores cerraron una velada estupenda. Pero aún los húngaros tenían un as en la manga. Tras salir al escenario varias veces, dejaron sus instrumentos donde pudieron y, de pie, cantaron una canción rusa poplar armonizada (de la que Fischer no dijo el nombre). ¡Qué voces tan fantásticas! ¡Y qué atrevimiento tan delicioso! Siempre se dice que un instrumentista sólo lo es si es capaz de cantar adecuadamente su partirtura, porque es así como se interioriza lo que tiene que tocar. Si esto es cierto, podemos decir que la Orquesta del Festival de Budapest es de un altísimo nivel. Huelga decir que, además, ya lo habían demostrado sobradamente a lo largo del concierto con los instrumentos a cuestas. Ese regalo final fue un broche para una noche que creo que muchos no olvidaremos.
por Elio Ronco Bonvehí | Jun 2, 2015 | Críticas, Música, Sin categoría |
Han pasado ya cinco años desde que un joven Pablo González asumiera la titularidad de la OBC y este fin de semana acabó un ciclo que, como ya viene siendo tradicional en la OBC, ha sido polémico. Martínez-Izquierdo (2002-2006) despertó odio entre público, crítica e incluso, parece ser, entre parte de los músicos (posiblemente por su apuesta por repertorio más contemporáneo). Tras él llegó Eiji Oue (2006-2010). El japonés logró ganarse el apoyo incondicional de un público que llenaba la sala y de una orquesta que bajo su batuta creció y brilló como nunca lo había hecho. A pesar de las continuas muestras de apoyo del público y tras una fuerte campaña de desprestigio por parte de ciertos medios, la dirección de la OBC decidió no renovarle el contrato. El siguiente fue Pablo González (2010-2015). Ni odiado ni querido, sus apariciones al frente de la OBC se han caracterizado por una gran e impersonal corrección. (más…)
por Marina Hervas Munoz | Abr 13, 2015 | Música, Sin categoría |
Fotografía de Monika Rittershaus
FICHA TÉCNICA
Decorado Rebecca Ringst
Vestuario Ingo Krügler
Iluminación Franck Evin, Rosalia Amato
de Zita
de Buoso
Gherardo
cuñado de Buoso
Buoso
Marco, su hijo Nikola Ivanov
Ciesca, Anna Werle
mujer de Marco
M. Spinelloccio, Bruno Balmelli
Médico
Notario
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Barbazul Guidon Saks
Además, para más inri, la puesta en escena de Gianni Schicchi fue obscena, escatológica y muy banal. Las alusiones al infantil «caca, culo, pedo pis» eran constante, además de hacer de los personajes una suerte de corte de los milagros que incluyen a Torrente, La Chona, Betty «La fea» o una suerte de jorobado de Notre Dame, un tontito, del que burlarse fríamente. El escenario, que mostraba una habitación de esas de casa de abuela que no se pueden situar específicamente en un periodo del tiempo, castísima (con sus vírgenes y crucifijos), era una suerte de habitáculo claustrofóbico para la esperpéntica familia. Sobraron por completo los momentos (por citar algunos) en que Nella (que hacía de las veces de La Chona o de la Jenny de cualquier teleserie española) se insinuaba, se tocaba todo el cuerpo, e incluso, cuasi explícitamente le sugería tener sexo anal a Schicchi; o cuando Rinuccio se restregaba la cara con excrementos de su difunto tío; o cuando Gherardo enseña su trasero de manera gratuita o cuando Marco se tira dos pedos y los dirige al público. No se trata de ponerse casto o escandalizarse por este tipo de humor. Sin embargo, en algunos momentos atentaba contra la inteligencia del espectador y molestaba verdaderamente al transcurso de la acción. Por fortuna, y nadie sabe cómo, los músicos supieron mantener la concentración entre aquel espectáculo penoso y dejaron momentos muy destacables. Kim-Lillian Strebel hizo un dignísimo «O mio bambino caro» (que es probablemente el aria más esperada de toda la pieza), con un decrecesndo largo y muy delicado al final, en el pianissimo. Tansel Akzeybek tuvo momentos muy bonitos. Su voz es potente y su vocalización y dirección son impecables. Günther Papendell brilló en su doble caracterización (haciendo de él mismo y Buoso). Fue divertido, convincente y caradura, también en lo musical. Los demás fueron correctos.
El plato fuerte fue el Castillo de Barbazul de Bártok. Es, sin exageración, toda una experiencia musical. Fue excelente a todos los niveles. La coreografía y el escenario es hipnótico. Saks y Stundyke trabajan de forma ejemplar. Musicalmente fue brillante en la conservación de la tensión hasta el final. Destacaron, además, la sección de vientos maderas (en especial el oboe) y la percusión. Lo interesante y originalísimo de la unión de ambas obras es que el cambio de escenario se hace sobre la marcha, sin pausa. De pronto, entra Barbazul a la habitación en la que antes sucedía Gianni Schicchi, y le sigue Judith. La habitación se parte en tres módulos, los cuales se van desplazando y desaparecen de la escena. Los técnicos introducen nuevos módulos con los que los cantantes van interactuando, según Judith va abriendo puertas. La interpretación que Bieito hizo de la obra es extraordinaria. Judith va abriendo, en realidad, las puertas del interior de Barbazul, por eso el teatro también se abre. Se muestra todo el rato la tramoya, pero no importa. Nada es más real que lo que sabemos que pasa de mentira, lo que sucede en el escenario. La sensibilidad de la estructuración de la escenografía y la coreografía hicieron brillar la obra, ya de por sí una pequeña joya del repertorio operístico del siglo XX. Se debate los polos esenciales del ser humano, sobre todo, la convivencia entre lo racional y lo irracional o el conflicto entre lo que uno es, lo que otros creen que uno es y lo que uno quiere mostrar de sí mismo. ¿Qué derecho tenía Judith de abrir esas puertas, de penetrar en el yo de Barbazul? Conocerle más es renunciar a poder quererle. Pero, al mismo tiempo, esa renuncia es la única forma que tiene Judith de no traicionarse a sí misma. Si tuviésemos que buscar una sola palabra para esta representación sería pasión, en sus dos acepciones: como éxtasis, como cúlmen emocional y como padecimiento. Por eso Judith quiere hacer padecer físicamente a Barbazul, lo condena, lo odia, pero al mismo tiempo no puede sino quererle porque se está abriendo a ella, porque le está mostrando su negrura. Los dos, allí, en ese teatro negro, con escenografía que va desde una cama, a un baño y a la fachada de un castillo clásico en muy mal estado, y un juego de lueces impecable, se llenan de sangre, tienen relaciones sexuales, se pegan, se intercambian la ropa. No saben cómo expresar físicamente ese pathos, por eso todo es tan exagerado: no puede ser de otra manera cuando se trata de despojarse de secretos, de saber que el final ha llegado porque se comienza a conocer el inicio. Todo se queda corot: fue magistral. Saks y Strundyke son un dúo de extremada fuerza teatral y vocalmente son precisos, potentes, claros y capaces de modular a su antojo. Strundyke salvó como si fuera fácil los complejos pasajes a capella y demostró una forma física fundamental, ya que forzando la respiración o corriendo seguía siendo impecable. La compenetración con la orquesta fue clave, Nánasi captó perfectamente la interpretación de los personajes.
Lo que la komische Oper consiguió con este tándem fue dejar en un lugar pésimo a Puccini, que quedó como un mero compositor simplón y prescindible. Creo que el año de composición no es un motivo suficiente para poner a dialogar de esta manera a dos obras: ya dijo Dahlhaus que no siempre lo cronológicamente simultáneo es contemporáneo. El Gianni Schicchi podría ser una pieza imprescindible en otro ámbito pero, en esta relación, quedaba muy retrasada con respecto a Bártok, tan sensible a lo que pasaba en esos primeros años del siglo XX.
Por Marina Hervás
por Cultural Resuena | Mar 22, 2015 | Cine, Críticas, Sin categoría |
Título original: Nightcrawler
Año: 2014
Duración: 113 min.
País : Estados Unidos
Director : Dan Gilroy
Guión: Dan Gilroy
Música: James Newton Howard
Fotografía: Robert Elswit
Reparto:Jake Gyllenhaal, Rene Russo, Riz Ahmed, Bill Paxton, Kevin Rahm, Ann Cusack,Eric Lange, Anne McDaniels, Kathleen York, Michael Hyatt
Productora: Open Road Films / Bold Films
Título original: Nightcrawler
Año: 2014
Duración: 113 min.
País : Estados Unidos
Director : Dan Gilroy
Guión: Dan Gilroy
Música: James Newton Howard
Fotografía: Robert Elswit
Reparto:Jake Gyllenhaal, Rene Russo, Riz Ahmed, Bill Paxton, Kevin Rahm, Ann Cusack,Eric Lange, Anne McDaniels, Kathleen York, Michael Hyatt
Productora: Open Road Films / Bold Films
Louis Bloom es un excelente observador, frío calculador, en ocasiones desconcertante, pero por encima y a pesar de todas las cosas, es un superviviente extremo. En los primeros momentos de la película se nos hace partícipes de sus métodos: agresión improvisada con una dosis de verborrea bien construida. El pilar sobre el que se construye y apoya la trama es, sin duda alguna, la intrigante figura del protagonista. Jake Gyllenhaal, en el papel de Louis Bloom actúa mostrando un carácter ingenuo y despreocupado, pero nada más lejos de la realidad. Debajo de esa fachada se encuentra un depredador frío y calculador que utilizará todo aquello que sea necesario para conseguir sus ambiciones, en este caso, una amable presentación inicial edulcorada con un discurso bien preparado. Se defiende con un puñado de palabras inteligentemente escogidas, sumamente formales, exponiendo sus puntos de vista y necesidades como si de un folleto publicitario se tratara. Un discurso enlatado que en primera instancia, consigue atrapar la atención (nuestra atención) y a veces confundirnos en este hábil e ingenioso discurso.
Sin duda, todos nos creemos que sabe de lo que habla, y sobre todo, el cree firmemente en la efectividad de sus estrategias. La sorpresa viene al descubrir que toda esa aparente profesionalidad no es más que una máscara, un cúmulo de conocimientos que de una manera concienzuda ha recabado en una búsqueda exhaustiva por internet. Un corta y pega de información relevante sacadas de aquí y de allá creando el puzzle de rotundidad que luego utiliza como fachada ante el mundo. Todo en él es un fraude, la figura que ha construido de sí mismo es un fraude, una cáscara vacía, su amable presentación, sus gestos calculados, los conocimientos de los que alardea. Lo único que es real en el (sumamente real) es una extrema ambición de conseguir el reconocimiento que cree que merece, a costa de lo que sea y quien sea. Y bueno, no hay nada más inhumano que el narcisismo exagerado, excepto cuando este narcisista es además un agresor y criminal en potencia.
Lo curioso es que, lejos de sentir odio por él, el espectador acaba desarrollando una cierta simpatía por este personaje. En ocasiones es divertido ver como elabora estos discursos para intentar confundir, engañar y manipular a todos aquellos que forman parte (interfieren) de su camino. Podríamos decir que uno de los grandes méritos de esta película es conseguir que su protagonista consiga transmitirnos precisamente esto, una paleta muy diversa de emociones: admiración, sorpresa, frialdad, desconcierto, simpatía y muchas veces, extrema tensión. Nunca sabes cuál será su siguiente carta a jugar, y eso es lo que nos mantiene todo el tiempo enganchados y además, en suspense.
A pesar de estos inteligentes mecanismos de supervivencia, Louis Bloom está solo, muy solo. (Con la única compañía de una pequeña planta de interior en su diminuto apartamento, la única cosa sobre la que curiosamente parece sentir algún tipo de afecto). Una interesante consecuencia de este talento desarrollado para sobrevivir y obtener éxito, es que en este caso, como en muchos otros, el vencedor está solo. Lejos de hurgar en las raíces y en los posibles males de una sociedad aislada y sumamente individualista, Nightcrawler nos habla de aquellos comportamientos que favorecen y se encargan de fomentar este tipo de existencia alienada. El héroe de esta historia es claramente un antihéroe en todo lo que representa, desde sus frases sacadas de contexto explicadas con una racionalidad inhumana hasta sus comentarios manipuladores empuñados con una afilada frialdad. Pero lo más controvertido de esta figura es que tristemente, refleja a la perfección un tipo de perfil que la sociedad actual se encarga de favorecer concienzudamente, el hombre producto. Gestos calculados, palabras adecuadas, elegante discurso reflexivo como explicación a su conducta, y ostentosas palabras formales, arrastrando por delante lo que haga falta. Discursos enlatados, personas vacías. El perfecto disfraz del éxito.
Lo más interesante y alarmante de todo esto es que, de alguna extraña manera nos gusta verlo triunfar, porque los manipuladores, en el fondo, nos atrapan. Sería incierto decir que no sentimos una especie de admiración por estos escaladores sociales, inteligentes, observadores, y sobre todo, exitosos. A veces pasando por alto, ingenua o conscientemente, los métodos que utilizan. En este caso, nuestro protagonista se sale un poco de este tipo de personajes cliché, del estilo “George Clooney in the dark side”. Louis Bloom no es carismático ni extremadamente habilidoso, pero por esto mismo, es fácil cogerle cariño cuando poco a poco, obtiene victoria.
Y es que esta película actúa como un preciado termómetro del punto en que se encuentra actualmente la sociedad. Con un privilegiado acceso casi ilimitado e instantáneo a la red, nos vemos día a día arrastrando a la vez todas sus consecuencias. Se nos habla de los peligros del uso de la información sacada de contexto. Son millones los datos a los que podemos acceder haciendo unos sencillos clicks, que al final acaban compartimentados y usados muy lejos de la realidad donde se inicialmente se aplican. Aspecto que favorece absolutamente el hecho de que cada uno lo utilice solo en su propio beneficio. El mismo Louis Bloom lo dice en una ocasión… todo se puede encontrar en internet. Esto es exactamente lo que ocurre con la charlatanería de Louis Bloom, él se pasa todo el día, delante de su ordenador.
Incluso nosotros, como espectadores pasivos de la pantalla, nos vemos en ocasiones enredados en sus razonamientos de robot, sintiéndonos igual de confusos que los interlocutores a los que se dirige. Es fácil identificar algunas de las técnicas de negociación y habilidades sociales que utiliza, pero obviamente, fuera de la filosofía que encarnan estas técnicas, más cerca de aspectos como la mejora de la comunicación y el entendimiento mutuo. Como vemos, una vez más, lo importante es el uso personal que le damos a las herramientas. Y Lou sabe utilizarlas de manera brillante.
¿Estamos las personas preparadas para desenmascarar a un mentiroso y manipulador patológico? Interesante pregunta. ¿Estamos preparados para hacer frente a un acoso oculto y disfrazado de amables palabras? Vivimos en una sociedad que potencia todo este tipo de técnicas como manera de adelantar en la escalada hacia el éxito, pero no estamos preparados para protegernos contra ellas. Quizá, solo quizá, deberíamos plantearnos cuál es, o de qué se trata, esa cima que tan intensamente codiciamos.
por Milagros Palomo